sábado, 30 de junio de 2012

Sueño

Sueño, anhelo, como todos. O quiero creer que todos soñamos, que deseamos algo más. Conocemos la existencia de limites, de techos, del 'hasta acá llegaste' y queremos más. Por lo menos yo, quiero más. Entonces, trazo finas metas, objetivos medianamente alcanzables, míseros para algunos refutadores. Por eso te digo, te comento, hasta puede que te invite a comer. Porque me gusta comer. Me gusta tomar vino, un poco, le voy encontrando la vuelta, la forma. Tal es así, que quiero ir a comer y tomar un vino, tinto en lo posible. Quiero ir a capital. Ir a comer, un lugar lindo, no tan caro, los lugares caros y lindo preparan comida de pésima calidad. Entonces, quiero ir a un lugar con poca iluminación, tenue, por decirlo así. Buena comida, buenos vinos, que se pueda fumar, siquiera un poco, dentro. Comer, tomar uno, dos vinos, tintos, syrah, malbec para el postre. Luego ir por bares, hacer noche en los bares, tomar más vino, todo el tiempo vino. Embriagarme, tomar un respiro y caminar. Pienso y pienso en Palermo, caminar por Palermo de noche, sintiendo frío y riéndome del aire, de la nada misma. Tomar de una botella, por la calle, que haga un poco más de frío. Amanecer, despertarme mareado, queriendo y buscando recordar. Despertarme, en otra realidad, pensando qué hice ayer, sin saber distinguir la línea, la delgada línea de lo real con lo soñado. Saber hasta dónde llegué, qué hice con vos, conmigo. Y reír un poco más.
Tal vez no fui claro. No tengo sueños grande, que envuelvan de orgullo, de reconocimiento social. Muchos quieren plata, de una u otra forma. Una casa de fin de semana, algunos se atreven a recorrer el mundo. Hay quienes sueñan con dejar de trabajar en esa oficina, ponerse un bar en la playa, tal vez una cancha de paddle, y ser feliz. Sé de otros que solo sueñan con ser feliz, con una felicidad casi de dimensiones materiales, sin actos que los hagan felices, ah, la desesperación.
Ya ves, mi sueño, mis sueños, no son grandes. Quiero ir a comer y tomar algún vino, tinto en lo posible. Realizable, burdo, sueño de a poco, anhelo despacio.
Es que, antes, soñaba con enamorarte pero sé que hasta acá llegué.


Imagen de acá

viernes, 29 de junio de 2012

Recolección

Vuelvo a casa. Perdido, aturdido. Con un ondulante ruido en mi oído izquierdo, un tic, sin tac, en el ojo izquierdo, también. - Ya es viernes, siquiera - digo para consolarme, para darme una palmada en el omoplato, para poder seguir.
Todo me salió mal. Me pidieron los informes sobre aquel proyecto que tenía que monitorear, entendí algo sobre uniformes, corrí a la ventana que da a la calle para saber si pasaba alguna colegiala, añorando los tiempos de compañeras con polleras a cuadrillé, corbatas mal hechas. Fui al correo, llevé unos sobres, algo con pronto despacho, me dijeron, lo más pronto a La Plata tenían que llegar. Si mis cálculos no son inciertos, entre el miércoles o el jueves próximo estarían arribando a Chad.
Tuve ganas de tomar café, santo remedio a buscadores de misterios. Tuve, también, la nefasta idea de tomarlo sobre los oficios recién preparados, a punto de ser conducidos al juzgado. No será preciso aclarar que el liquid paper no hace al café más que darle un parentesco al caféconleche.
Me dijeron que estaba haciendo todo mal, que hasta la tapa del baño había sufrido consecuencias de mi ineficiencia. Es curioso como, en cualquier lugar de trabajo, para cagarte a pedos no se respeta jerarquía, canales de comunicación, organigrama, gusto de helado, etc. Entonces, hasta el que cuida los coches, me escupió que todo lo hacía mal, que hasta estacioné de trompa, cuando el me pidió de culata.
Entonces, vuelvo a casa, repito por dentro que es viernes, aprieto el puño, me doy ánimos. En las cercanías a mi domicilio, escucho un ruido particular, como si el dodge 1500 que esta tirado en una vereda de la cuadra estuviera a punto de convertirse en una licuadora, al mejor estilo transformer. El ruido provenía de un camión de basura, un recolector, con dos personas atrás, arrojando lo que alguien más arrojó, hacia dentro de las fauces del camión que, curiosamente, tiene estampado un paisaje paradisíaco, una isla de arena blanca, en un atardecer que no puede ser más naranja por más que quisiera.
Me quedé parado, sobre la vereda, cerca de casa, observando como el camión se acercaba. La imagen, la serenidad de esa playa que tal vez no exista, que fue la creación, quizás el juego de un diseñador, me atrapó. Quedé perplejo. Era mi agonía que encontraba solución, ya no estaba tan aturdido, no como antes. El camión, con los dos muchachos atrás, se acercó hasta donde estaba. Detuvo su marcha, sin apagar el motor, enfrente mío. Las luces de la cuadra se apagaron por ese instante, por ese momento.
Los dos trabajadores de la recolección, uno con las mangas del pantalón arremangadas hasta casi llegar a las rodillas, se acercaron. El arremangado me tomó de los brazos, el otro de las piernas. Me arrojaron dentro del camión. Ante la impresión del momento, no supe qué hacer, quedé recostado mientras debatían, dandome la espalda. Luego de unos minutos así, se acercó el otro, el que no estaba arremangado, parecía mayor, grande, algo gordo, la remera un poco rota, y dijo:
- Salí, pibe. Esta todo mal, lo sé, se te nota. No te hagas drama, todo va a estar bien. Sos reciclable.


Imagen de acá

jueves, 28 de junio de 2012

Convivencia

Tenía la casa sola. Mis viejos se habían ido de viaje, no volverían en cuatro, cinco días más. Mis tareas se basaban en dormir, comer, mantener lo minimamente ordenada la casa para que sea habitable y darle de comer al perro, no mucho más. La invité a ella a pasar unos días conmigo, una convivencia por así decirlo. Lo dulce, el néctar de la historia, es que eran los primeros meses de noviazgos, de esos tres primeros meses de prueba de amor por ley, con posibilidades de efectivización o renovación, contratos sociales. Esto le daba sutileza, el encanto justo que se materializaba en el brillo de sus ojos al responderme que sí, que dichosa iba a ir a mi casa a convivir conmigo, por el espacio de cuatro, cinco días.
La primera noche cocinamos juntos, nos reíamos escuchando la radio, dándonos besos al pasar. Comimos el postre sirviéndonos el uno al otro cucharadas del mismo, en la boca, enamorados. Ella se levantó temprano, al siguiente día, a prepararme el desayuno. Lo disfrutamos en la cama, tapados, sin ropa, juntos. El perro entró por la puerta de atrás, mi perro, ante el sonido del crujir de una tostada; quería una, vino a pedir una, siquiera un pedacito. Lo miramos con sonrisas y le alcancé media tostada, lo acompañé a afuera. Pude escuchar como, sutilmente, rasguñaba la puerta para entrar.
Pasó el segundo, el tercer día. La casa estaba espectacular, ella era la iluminación perfecta para interiores. Hacíamos el amor todo el tiempo, reíamos, no precisábamos de nada, de nada más. Lo que me llamaba la atención era que el perro estaba triste. Ya no movía la cola, se pasaba los días tirado, comía poco, dejó de ladrar.
Fue el quinto día, la convivencia estaba llegando a su fin, sentía que se había colocado una escalera de madera, gastada, sobre la ventana del paraíso y tenía que bajar por la misma hacia la realidad, volver a la rutina. Nos encontrábamos en la cama, ya nos habíamos cansado de hacerlo por toda la casa, era hora de retomar la cotidianidad. La puerta de atrás había quedado abierta, entró el perro. El mismo saltó, apresuradamente, hacia el rectangular colchón, para acomodarse de una manera pasiva, a la altura de nuestros pies. Intenté sacarlo con disimuladas patadas, pero el insistía, caía, se volvía a subir. Ella me pidió que lo sacara, que así no podía continuar. Me levanté, intenté taparme con algo, un almohada, no recuerdo si fue una camisa. Saqué el perro afuera pero el se encargó de hacer saber su descontento con alaridos, rasguñando la puerta estrepitosamente, al punto de casi tener un paro cardíaco. Lo dejé pasar, le pedí que se comportara, sino tenía que dejarlo afuera. Hablando, con susurros, a un perro, en bolas, tapado con una almohada, quizás con una camisa. 
Me redirigí a la habitación, puse música, intenté ser romántico, me cubrí un poco más con la almohada, quizás con la camisa. Volvimos a entrelasarnos en abrazos, caricias, besos de los más húmedos. Se escucharon, quebrando el climaterio, dos, tres ladridos y una agitada corrida, uñas cortas golpeando contra la cerámica. El perro corría, sacando la lengua, mostrando los dientes; corría para entrar a la pieza. Saltó a la cama, nuevamente, y mordió, estaba en su naturaleza, su defensa, su ataque era morder. La mordió a ella, en el tobillo derecho, el perro sacudió su cabeza, como lo hacen los perros, intentando causar el mayor daño posible. Ella gritó, de dolor, de bronca, le ensartó una patada al perro que lo hizo llorar. Ella se fue, se enojó conmigo, que no podía terminar una tarea, me dijo, me había pedido que sacara el perro.
La acompañé a la puerta, le pedí perdón. El perro, mientras tanto, quedó en la cama, acurrucado, lamiéndose una pata. La acompañé, casi en bolas, y se fue. Retorné a la pieza, miré al perro desde la puerta y me senté al lado.
- ¿Qué hiciste, boludo? No va a querer venir más. - le dije, acariciándolo, el no tenía la culpa, era su naturaleza.
- Mirá, mejor que no venga más, no te conviene esa mina. Me deberías agradecer. - contestó. Había dejado de lamerse la pata, por unos momentos, para mirarme mientras hablaba. El perro hablaba, yo estaba sentado casi en bolas al lado del perro que hablaba. Continuó lamiendo su pata.
- ¿Por qué decís eso? Yo la quiero, me siento bien al lado de ella. Me gusta cuando se desnuda, cuando sonríe mientras duerme, el aroma de su pelo en las noches. La quiero, macho - contesté al perro.
- No es para vos, te va a hacer mierda el corazón. Yo te cuido, confía en mí. - se lamió otra pata.



Imagen de acá

miércoles, 27 de junio de 2012

Bien

Caminando, siempre camino un poco. A esperar el colectivo, desde la parada al trabajo, dentro de la oficina.  Siempre se camina, aunque sea un poco.
Entonces, como te decía, caminaba. Pase por la plaza del centro, del centro de un pueblo con ansías de ser ciudad, de querer ser más pero que no le da. Es un pueblo, más ciudad que antes pero pueblo al fin. Conserva su plaza, por eso camino por ella, frente a la iglesia, al colegio público. Atravesaba la plaza y pude apreciar como jovencitas, colegialas con uniforme de colegio privado, de escasas polleras, me observaban. Eran tres o quizás cuatro, y miraban con entusiasmo cada movimiento que realizaba, cada paso, cada respiración. Me sonrieron, me regalaron el brillo de sus ojos al contemplarme, amor adolescente. Pude ver como una se desmayaba, se desvanecía y caía al suelo, luego de que giré mi cabeza hacia donde estaban.
Continué con mi camino. Intenté cruzar la avenida, todavía sorprendido por ser reconocido de tal manera. Encuentro que los semáforos no funcionaban. Me percaté de que autos y colectivos detuvieron su marcha, de pronto, para darme paso. Hacían señas de luces, sonreían desde sus asientos. No podía creer cuando mujeres bajaban con sus esposos de los autos y aplaudían, de forma espontanea, con la boca abierta y los ojos a punto de soltar lágrimas, llanto de alegría.
Llegué al trabajo a tiempo, subiendo escaleras, aburridos escalones gastados por rutinarias pisadas, por lánguidos sueños rotos que caen sobre ellos, sueños de aquellos que nunca se imaginaron en una oficina. Mi jefe me esperaba en la entrada, me abrió la puerta y me dio un abrazo fuerte, como esos que se dan los inmediatos segundos de un primero de enero. Me comunicó que quería ser el quien me felicitara por un merecido ascenso, por un avance profesional. Quería contarme que iba a recibir, yo, una mejor remuneración, además de un espacio propio en el estacionamiento, para poder dejar estacionado el auto que la empresa me iba a dar. También obtuve una nueva oficina, espaciosa, con persiana americana, ante último piso, vista panorámica. Ah, iba a tener una asistente, además. Me encontraba acomodando mi nueva oficina, acostumbrándome al espacio, cuando llegó una compañera de ojos color café, rubia hasta donde se la podía ver. Susurró a mi oído que la dejara, que se moría de ganas, suplicó, que le permitiera darme placer oral, que sea egoísta, que pida, ella daba, disponía.
Al subirme los pantalones, le dije que se vaya, que yolallamabacualquiercosa. Puse mis manos por detrás de mi espalda, a la altura de la cintura, tomando la muñeca izquierda con mi mano derecha, mirando desde el ventanal de mi oficina hacia abajo, al mundo que seguía. Me sonreí a mi mismo, emití un soplido de mis cabidades nasales mientras asentía con la cabeza. Me dí cuenta que cuando estas bien, el entorno lo nota, se modifica.


Imagen de acá

domingo, 24 de junio de 2012

Festejo

Mi apellido empieza con v, con v corta. Es la misma prueba a la paciencia, la necesidad de temple a la hora de la espera. Es decir, mi apellido llevaba en esta oportunidad, una vez más, a la sentencia de ser último. Todos mis compañeros ya habían pasado a exponer, a todos les había ido fenomenal, habiendo podido exponer sus ideas correctamente, defendiendo sus teorías a sangre y dientes. Pero el conjunto de tres expertos en la materia que hacían de jurado, de jueces en esta ocasión, no emitían sonido alguno, se aprestaban solo para oír, repreguntar, pinchar donde ellos pensaban que uno podía trastabillar.
Fue así que, antes de comenzar por orden alfabético la exposición, estas personas nos avisaron que no iban a dar su veredicto, su parecer, hasta que todos termináramos; y, además, que nadie se iba a poder retirar del auditorio hasta finalizar con el procedimiento, con todos.
En sí, entre nosotros nos conocíamos, algunos más, algunos menos, pero nos conocíamos. Habíamos arrancado a cursar todos juntos, coincidíamos en materias, en algún taller quizás, tal vez en la fotocopiadora o comprando cigarrillos en el quiosco. Por otro lado, sabíamos, como compartiendo un inconsciente colectivo, que estaban nuestros familiares y amigos afuera, esperando, con diferentes elementos destinados a nuestros cuerpos, a producir en nosotros algún distintivo, algo que diga que nos había ido bien, que nos habíamos recibido.
Es así que llegó mi turno, expuse y los profesionales nos dejaron ir. El sabernos recuperados de la ansiada libertad, nos hizo ir en conjunto, de dirigirnos a encontrarnos con los nuestros, con la desesperación, con los sentimientos encontrados-confundidos que debe sentir un prisionero de guerra cuando es liberado, cuando se da cuenta que no tiene hogar, que ya no pertenece. Así, nos abrimos paso, doce, trece jóvenes corriendo a la calle, pasando por pasillos, esquivando ascensores, rodando por escaleras. Eramos una jauría, la más feroz. Sentíamos el viento en la cara, la emoción cocinándose a baño maría en los ojos, mil sensaciones. Y, al cruzar el umbral de la puerta de la facultad, las familias formadas en un semicírculo espontáneo, nos arrojó con todo lo que tenía a mano. Harina, huevo, aceite, yerba, vinagre, adoquines, luces de bengala, polenta, leche, tubos de gas licuado.
Empero, y de manera repentina, una especie de sentimiento abrigó a todos nosotros, a los protagonistas. En estos momentos, puedo razonar que aquel efecto intangible que nos albergaba a los doce o trece que eramos, es capaz de asemejarse con esa inspiración que llenó los corazones revolucionarios franceses de la clase media traicionera; o, tal vez, comparable a la fraternidad que ronda al día del amigo en una oficina donde todos se odian. En fin, lo que pasó fue que, súbitamente, nos comenzamos a desnudar. El termino correcto sería que nos desnudaron. Familiares, amigos, personal de maestranza, profesores y transeúntes, se dedicaron a desprendernos de nuestras ropas. Tomaban camisas, zapatos, tacos, polleras, remeras, corbatas, corpiños, como trofeos, alzándolos como un logro, un recuerdo de lo que fue, que podrían mostrar como comprobante de su presencia en ese lugar, en ese momento. Nosotros, entretanto, no dejábamos de saltar, de gritar, de llorar de alegría, mientras permitíamos el deshacer de nuestra vestimenta.
Se dio el instante que las chicas del grupo empezaron a mostrar sus atributos mientras todos aplaudían, con la justa casualidad de que la fuerza armada de la ley se apersonó para hacernos entender que la exposición del cuerpo humano, cualesquiera sea el motivo que llevara a tal acto,  era imprudente, adverso a los usos y costumbres de nuestra sociedad; por lo cual, nos tenían que llevar a la seccional, teníamos que declarar, demorarnos algunas horas.
Creo que todos entendimos, o por lo menos yo, que el festejo, la materialización de la alegría, no se brinda de iguales formas en cualquier ámbito, el contexto define. Quisimos festejar como el logro de un torneo de fútbol, terminar una carrera universitaria nos parecía de la misma envergadura, de la misma importancia que consagrarse ganador de un campeonato.



Felicidades a Arsenal y a su primer campeonato en primera.

Solo

Te debo de parecer un tipo, no sé, inteligente, interesante, algo sé que me ves. Por ese algo, eso que no podes explicar, que sabes que esta, no lo ves, lo sentís, eso que te llega y te moviliza, por ese algo, te acercas, venís y me sonreís. Tal vez, me viste mirando al cielo, con la mirada perdida, como buscando respuestas a preguntas inciertas, pensaste que tenía algo para decir, que mi ceño fruncido era la traducción justa a eso que estabas buscando, una figuración a lo que vos pensabas y no podías decir. Quizás, me encontraste mirando el piso, sí, el mismo suelo que pisas vos, que piso yo. Y lo miro y vos me miras. Estarás suponiendo que estoy divagando en teorías que rozan, acarician lo sociológico, se meten en la psicología para entender a la antropología, para captar el por qué del patrón que llevo a los obreros a disponer las baldosas del piso de ese modo, o por qué la gente ensucia así al piso que pisa. Lo más probable es que me hayas visto leyendo. Algo de la facultad, algún libro de páginas amarillas. Intento leer algo en la mayor parte del tiempo que puedo. Sé que te puede parecer desmedido el leer fuera de las obligaciones, más allá del deber ser; leer por gusto, por goce, no es parte de tu disfrute y esta bien. Igual, queres saber qué leo, el título, el autor, qué quiso decir el autor, si hay alguna adaptación en la pantalla grande a tan curioso título.
Sé que no te atreviste a preguntar, en primeras instancias, sobre lo anterior, es incómodo ir directo, al punto,  a lo que uno quiere, nos enseñaron a dar vueltas, te entiendo. Por eso te digo, si me ves mirando al cielo tal Giordano Bruno es porque me gusta mirar las nubes, los matices, los colores; vos sabes que mirar cada diecisiete segundos para ver si viene el bondi, no esta bueno, hay que buscar mirar algo más. En los momentos que coincidamos y yo este prestando atención al piso, no te preocupes, no hago nada, voy buscando mi autoestima, no sé dónde la dejé olvidada. Sí estoy con un libro, es la pasión, ¿qué queres que te diga? Es entrar en un mundo, mejor o peor, no sé, depende; es magnifico, las adaptaciones pocas veces lo trasmiten igual. Y así, la respuesta es no. No soy interesante, mucho menos inteligente. Común, diríamos. Probablemente, sea la materialización mal hecha de tus sueños, no valgo nada.
Entonces, llego acá, a este segmento, a esta parte solo para decirte que no te acerques, no me hables, no pienses cerca mío. Estaremos juntos en el banco, esperando algún medio de transporte, en algún consultorio, en alguna fila de algo, no sé, pero el hecho de que convengamos en un espaciotiempo no quiere decir que es de carácter necesario que me hables, ya vas a llegar a tu casa y vas a poder prender la tele, vas a estar bien. Y no es de forro, tal vez sí. Es que veo gente todo el tiempo, a veces quiero estar solo.

sábado, 23 de junio de 2012

Jugo de naranjas

Me llamaste porque encontraste mi número en algún escritorio lleno de papeles, desorganizado, y estaba mi número ahí. Dijiste que tenías algo importante que decirme, que querías verme, compartirlo conmigo. Dijiste, también, que fui una persona muy importante en tu vida, que te acompañé en procesos cognitivos supremos, que fui el empujón necesario para crear la continuidad espacio/tiempo de tu vida, que era perfecto, como todo recuerdo quise entender, y que me querías decirme algo.
No tenía nada mejor que hacer, había terminado el libro que venía leyendo y te dije que podía, que había un café cerca de una librería, que nos veamos luego. Sonreíste al decir que sí, lo sé, se escuchó en el acento que le diste a la í, luego de pronunciar la s. Entonces, nos vimos.
Te avisé que iba a estar en el bar, dentro, nos veíamos ahí. Entraste, te miré desde mi ubicación, estabas linda. Me saludaste afectuosamente, que estaba un poco más delgado soltaste, acompañando la frase con un gesto de repulsión, como si estar más flaco me quedará mal, no combino. Y luego, te sentaste. Ordenaste al mozo, sin ver la carta, un té de hierbas patagonicas, acompañado por una galleta de arroz y dos sobrecitos de edulcorante. Al parecer, pensé, no viste los sobrecitos de edulcorante en la mesa.
Seguiste hablando, me contaste lo bien que te iba desde que te fuiste, que eras feliz, que te aburriste de viajar, que la vida te sonríe. Continuaste, después, informándome que el libro que acaba de comprar tenía un final horrible, detallaste el final, comentaste que seguía con el mismo pésimo gusto para las elecciones, de todo tipo.
No perdonaste que me haya cortado el pelo de esa manera, que parecía recién salido de la primaria, que tenía que cambiar de peluquero. Por mi parte, seguí con mi vaso de vermouth, con lo cual me recordaste que esa era una bebida de viejo, que me faltaba pedirme una grapa y que me llamaras abuelo y acompañarme a hacer fila al Banco Piano. Eso dijiste, así.
Estuviste a punto de perderte la ocasión de recriminarme la falta de atención hacia tus palabras, pero no fallaste, lograste transmitirme que no te estaba dando pelota, que para qué accedí. Enumeraste, luego, todos tus logros académicos, los amorosos también, sin dejar de lado el avance profesional que habías conseguido dentro de esa empresa a la cual defenestrabas hasta entre sueños. Aún así, sin permitirme esbozar alguna pregunta, recordaste avisarme que podía cambiarme la camisa, que me era permitido comprarme ropa nueva, ser diferente, intentar mejorar. Verme a mí era como mirar un paquete de figuritas que solías coleccionar de chica y sentir añoranza por el pasado pero, más temprano que tarde, preguntarse para qué servían, cuál era su fin; eso dijiste, así.
Señalaste, sin perder el hilo, que sentías olor a cigarrillo, que obviamente provenía de mí. Volver a fumar, opinaste, no me ayudaba en nada, que no existían calificativos para expresar lo que sentías, lo que te producía la imagen de mi persona encendiendo y consumiendo un cilindro lleno de muerte.
En la pausa que hiciste para tomar aire, aproveché para solicitarte el motivo de tu llamado, el por qué me querías ver. Dijiste que me extrañabas, que querías volver conmigo, que ya no le encontrabas gusto al jugo de naranjas sin mí. Que estabas desacostumbrada a que todo te salga bien, a que no haya sorpresas.


Imagen de acá

viernes, 22 de junio de 2012

La noche que cerró el café

Hice propio de mí el salir del trabajo e irme al café. Una parada obligatoria, una pausa para el alma. Era cuestión de que se hiciera la hora de salida, fichar, saludar pensando que mañana veré las mismas caras de resignación, de personas que de chicos soñaban con ser bomberos, estrella de rock, algún presidente de una ONG, sueños todos rotos, carcomidos por jornadas interminables de lunes a viernes, el sueldo te lo depositan el cuarto día hábil. Y me iba al café.
Me sentaba en una mesa chica, entraba el café y dos sobres de azúcar, en la mesa. Me acompañaba siempre algún libro, algún articulo, un diario que pedía prestado en el lugar. Tomaba un café, algún tostado, medialunas. He llegado a estar hasta altas horas, pedir para cenar, acompañar con vino. Años pasaron así. Salía de fichar de la oficina, fichaba en el café.
Un día, hace poco, salí del trabajo, emprendía mi camino al café, de manera habitual, nada extraordinario. Empujé la puerta de lugar y llevado por la inercia de lo cotidiano, quise avanzar a un camino cerrado. Sangré un poco por la nariz luego de incrustarme la puerta en el medio de la cara. El café estaba cerrado. No atiné a nada. Me quedé con la mano izquierda en el picaporte, mirando la puerta, quitándome la mancha de sangre del rostro con la mano restante. El café estaba apagado, las sillas sobre las mesas, las luces off, la televisión apagada, no habían traído el diario. Vi, por un momento, todo nublado, como en un sueño, como en una película. Comencé a buscar algún cartel, alguna nota que de fe de que el café iba a volver a abrir, que iba a poder entrar, nuevamente pertenecer. Nada, no había nada. Pregunté a negocios aledaños si sabían algo, qué había pasado, si iban a abrir de nuevo, cuánto faltaba. Nadie sabia nada, el café había cerrado.
Permanecí en la vereda del café, mirando para todos lados, buscando una respuesta, una salida, a dónde ir.
Sin desearlo ni mucho menos quererlo, comencé a moverme, a caminar sin rumbo y sin sentido. Hace tiempo que no merodeaba los alrededores del café, el centro, los comercios. De pronto me vi frente a Musimundo y pensé que podría hacer tiempo mirando y, tal vez, comprando algún cd. Recorrí el local, pregunté dónde estaban los discos; me dijeron que tenía que pasar por detrás de las heladeras, doblar a la derecha en los lavarropas, seguir hasta toparme con las computadoras para luego seguir por la izquierda hasta los colchones, ahí, al lado, iba a estar una ínfima repisa con los discos. Había seis, siete cds cubiertos de una fina capa de polvo, desordenados. El lugar no era como recordaba pero, en ocasiones, los recuerdos se acomodan a lo que uno quiere recordar, a como uno desea que haya sido el pasado. Me fui, salí casi corriendo sin dar las gracias. No reconocía las calles, la iluminación que había adquirido estos lugares. Recordaba que cerca de ahí debería de estar una vieja casa de calzados, empero pude observar una galería de tatuadores, de gente que salía agujereándose el cuerpo. Quedé anonadado al encontrarme que la casa de vídeos, donde solía alquilar películas, ya no estaba. En su lugar, pusieron un supermercado de origen asiático.
Dentro de mi afán de querer encontrar un lugar que conocía, de volver a saberme en un ambiente reconocible, corrí. Corrí desaforadamente, corrí esquivando la realidad, lo que pasaba. Corrí hasta que me llevé puesta a una chica, por delante, como embistiéndola, haciendo un ademan de tackle. Rodamos por el piso hasta que nos encontramos riendo de lo que pasaba. Convenimos en miradas, sonrisas pidiéndonos perdón por el tropiezo. Al levantarnos, ella, tan joven, como recién salida de la secundaria, me invita a la casa, para que me arregle, sanar la herida en mis manos.
Seguí sus pasos, vivía en un departamento con su primo y un amigo que fumaba de una pipa. El lugar era desordenado, sofá cubierto de ropa, televisor encendido sin ser visto. Me condujo al baño, me lavo las manos y untó, con algodón y sin cuidado, pervinox en la carne abierta, herida. Al ver que me acongojaba, que me estremecía del ardor, apoyó su cabeza en mi hombro, queriendo darme ternura, calor humano. Al terminar, me miró nuevamente, dijo que tenía lindos ojos, que parecía sencillo, que se derretía por los hombres que llevan un libro en las manos. Tome su cintura, tan poca, tan nueva, y la acerqué a mí. Se había lastimado un poco la mejilla derecha, un raspón, por la caída, le hice un mimo sobre el daño y la besé, como esos besos, esos que se dan en primavera, en las películas, esos besos de despedida que parecen no terminar más, que no queres que terminen más.
Fuimos a su pieza, a su habitación y se desvistió lentamente, al compas perfecto, sin necesidad de música. Me tomó de los brazos, dejé caer el libro al suelo, perdiendo la señalización de la página que iba leyendo. Como al unísono, en el momento que el libro cayó, el primo abrió la puerta, quería preguntarme si sabía de algún lugar donde hicieran buenas empanadas. Clara se cubrió y rió, comenzó a vestirse. El primo se retiró, sin antes mirarme con cara amenazante. Clara se llamaba, casi me olvido del nombre. Clara me pidió con palabras cortas que me retirara, que continuemos esto mañana, iba a estar sola, tranquila. Dentro de toda la confusión, accedí, salí del departamento. Clara bajó conmigo hasta la puerta del edificio y brindó instrucciones para encontrarnos mañana. Nos íbamos a ver cuando termine de trabajar, a la salida de una librería, quería que le elija un libro. Nos despedimos con un beso fugaz, era hora del retorno a casa.
Al siguiente día, salí del trabajo, de ver las mismas caras completas de depresión, de sueños rotos. Bajé las escaleras, prendí un cigarrillo, miré la hora y camine con desazón. El café estaba abierto, me senté en la misma mesa de siempre, pedí lo de siempre, le pregunté al mozo cómo andaba.


__
Simplemente, a modo de recordatorio y aviso, quiero decirte que esta historia no es originalmente mía. Es decir, sí, todo es mío pero la idea, la sustancia, el motor propulsor ya había sido escrito. Quise recordar a Fontanarrosa de este modo, burdo, pero mío. El día que cerraron El Cairo es una historia increíble, no dejen de leerla, de leerlo.

Imagen de acá

jueves, 21 de junio de 2012

Acordate

Cuando todo te salga mal, cuando no encuentres sentido a lo que haces, pensá en mí, acordate de mí.
Sé que algún día te vas a levantar y no vas a encontrar naranjas para hacerte un rico jugo de ellas, y vas a replantearte el por qué de tu elección de vida, cómo llegaste a seguir esa carrera que haces, donde solo unos finales te separan de un diploma, de un comprobante a tus conocimientos. Ese mismo día, luego, vas a pensar por qué no funciono la relación con tu ex y no le encontrarás gusto o sentido a un matambre a la pizza, y te vas a deprimir.
Te puede pasar que no llevaste paragüas el día que menos querías que llueva y que nadie te seda el lugar que bordea los edificios, donde te podrías refugiar, un poco, siquiera, y verás correr lágrimas por tu rostros, confundiéndose con las gotas de la lluvia que te cubre por dentro, que te moja por fuera. No te preocupes, acordate de mí, te digo que a todos nos pasa, a todos nos pasó.
En el momento en que la galletita del éxito, que mojaste en el café con leche de tu vida, se desarme, se quiebre y caiga su mayor y mejor parte en la taza de tu fracaso, dejándote con migajas, incomibles, tristes, pobremente húmedas, probablemente, te acuerdes de mí. No sé por qué pero pasa, te acordas de mí.
Y vas a ver que todo mejora, todo sigue. Te darás cuenta que tan mal no andabas, que fue una pequeña turbulencia, un dedo mojado en la oreja, el zumbido de un mosquito, nada más. Estoy peor, re mal, te vas a preguntar qué sentido le encuentro al día a día para seguir viviendo.
No quiero romperte la magia pero te lo tengo que decir. Yo también me acuerdo de vos, sí, me esta saliendo todo mal.
Igual, ahora, me siento mejor, gracias.

martes, 19 de junio de 2012

La cuenta, por favor

Llegó a mis oídos el dato sobre la existencia de un café en particular. Supe que este lugar no tenía nada que lo identificara del resto, era un lugar burdo, común. Y más común que otros por el hecho de que se encontraba ubicado dentro de una serie de calles consecutivas que era poblada por cafés. Es, por decirte, como la calle Libertad, repleta de joyerías o de venta de stereos robados de autos del conurbano, pero con cafés. Uno al lado del otro.
La particularidad de este bar es que existe una mesa, solo una mesa redonda, pequeña, como para uno, tal vez dos personas. Esa mesa fue donde un día, aparentemente, Sandro se tomó una línea de la mejor cocaína jamás cocida. También, se dice, que ahí Julio Sosa le escupió un scone a Gardel, y que se cagaron de risa los dos. Supe que Carlos Monzón estuvo ahí unos dos, tres días antes del accidente, de su accidente, y dijo que se iba a pegar un palo, que no lo lloraran, que ese era su destino, que estaba bien. Dicen, que nadie le dio pelota, Monzón estaba por su séptimo whisky, le había pegado a Susana. Entonces, lo que te quiero decir, es que la mesa tiene historia, es mítica.
Por otro lado, y sin ser menor el dato, se sabe que si en esa mesa, sentado en esa mesa y solo, pedís lo indicado, una suerte de combo cafépostreoacompañamiento, te llevas una mina. La mejor mina del bar. Pero no esta incluido en la carta, no es así la cosa. La mina escucha lo que pedís, eso que dijiste, y se te acerca, la enamoraste, es como un código. No hubo que decir más, me largué a recorrer la consecución de calles para dar con este café. Me encontré en las calles a hombres que, por la expresión de sus rostros, buscaban al bar, al café. Hombres deprimidos, desesperados, necesitados de un abrazo sincero. 
No lo vas a creer pero encontré el bar.
Sólo restaba ordenar, solicitar la combinación precisa. Es claro que estaba sentado en la mesa redonda, cerca de la ventana, se podía fumar todavía dentro. Ese primer día pedí un café con leche y dos medialunas de manteca. Miré a la moza con una mirada sencilla, arqueando las cejas, esperando alguna respuesta. Trajo el pedido y lo distribuía en la mesa lentamente, en silencio. No había acertado. Lo que también desespera en esta situación, es que solo se puede hacer un pedido por día, solo una vez al día uno se puede sentar en la mesa redonda. Seguí yendo día tras día, de mañana, de tarde, de noche. Pedí café doble con una porción de cheescake, una lágrima con un tostado, tomé un submarino con alfajores de maizena, recuerdo haber pedido un café en jarrito con crema y una mini pastafrola. En esta última ocasión, pude ver como una mujer esbelta, rubia, de piernas que no parecían tener fin, se levantó de una mesa del fondo, me miró, esbozó una sonrisa y emprendió una caminata, lenta y sensual, hasta donde me sentaba. Ella iba al baño, la mesa, me olvidaba, quedaba a dos pasos del baño de mujeres.
Pensas, seguramente, que es fácil toda la situación. Que existe un número posible de combinaciones, que es cuestión de prueba y error, de tiempo, dar en lo justo y de hacerse con compañía. Me olvidé de decirte que día a día, el pedido clave, el código, cambia. Con la plata que gasté en café y propinas a la moza, pude haber cambiado el auto, irme de viaje.
Dada la situación de que iba todos los días, pude conocer un poco más a la moza, Carolina se llamaba. Tenía ojos verdes, mechones de un flequillo negro que se movían durante su caminar. El delantal, su atuendo de trabajo, no impartía justicia a su figura, a su ser. Un día fui en el momento que cerraba las mesas, su turno se terminaba. Le pregunté si quería ir a caminar conmigo, si le gustaba el teatro. Dijo que sí, salimos de la mano del bar.
Era lo suficientemente tarde para que el ritmo cardíaco de las avenidas bajara, para que las luces artificiales iluminen. Estuvimos parados con Carolina en la esquina de Corrientes y Callao, nos mirábamos, tomados de las manos, sin decir nada. De pronto, ella me abrazó, creando nuevos pliegues a su saco azul marino. Pude sentir el aroma de su piel, el olor de su pelo, el suspiro de toda una ciudad en mis oídos. Me dio un beso en la mejilla izquierda y susurró sobre mi hombro que no existen las combinaciones justas para un abrazo sincero, que no hay protocolos para el amor.
Carolina paró un taxi, encendí un cigarrillo.


Imagen de acá

domingo, 17 de junio de 2012

Autos

Mamá se pone mal, llora en silencio, oculta las lágrimas.
Lo sé porque al estar desayunando juntos, vi como le temblaba la pera, se le arrugaban los labios al tomar el primer mate, mientras yo disimulaba prestarle atención a la televisión. Siempre pasa más o menos igual, de todas formas, no deja de doler, de molestar el acomodar la imposibilidad de hacer algo, de decir una palabra para poder sobrellevar lo que le pasa. Es como todo, ¿viste? Crees saber lo que pasa pero nadie dice nada, el silencio es entrecortado por una publicidad de un perfume horrible y caro.
Me unto una tostada con manteca y mermelada de frutilla. Para ser sincero, mamá lo hace por mí. Todavía no me deja, tiene miedo que me manche, que ensucie la ropa nueva. No debo de estropear el atuendo, la elegancia; todos me tienen que ver bien, todos la tienen que ver bien a ella también. Sí el hijo esta bien cuidado, es buena madre, así dicen.
Mi leche se enfrió, mamá me reta, me pide que tome la leche y que hoy haga caso, que no vuelva por lo mismo. Le digo que si, asentando la cabeza, mirando la taza, el adentro de la taza. No sé qué le pasa a mamá, ¿por qué es así conmigo en estos días? Igual, mañana se le va a pasar, mañana es lunes y hay que trabajar, estudiar, la rutina, la vida. Le pregunto a mamá si puedo salir, a jugar, a buscar a mis amigos. Me dice que no, que nos tenemos que ir en cualquier momento, que vaya a lavar la taza, que termine mi tostada y me cepille los dientes. Salí corriendo como pude, tropezando con los mandatos de mamá y busqué la pelota, salí a la calle. La cuadra, habitual silenciosa y estática, era resquebrajada, al punto de no tener que envidiarle nada a cualquier calle del centro porteño, por autos. Autos nuevos, viejos, conocidos, de otra gente. Las casa de los vecinos estaban atiborradas de autos, en las veredas, en la entrada de los garages, por doquier. Era imposible patear la pelota y no pegarle a un auto. Escuché los gritos de mamá, me pidió que volviera a adentro, que no la haga renegar. Agache mi cabeza, como con la taza, y entré. Pensé que mamá venía detrás mío. Tuve la oportunidad de verla, apoyada contra el marco del portón de la calle, mientras miraba, ella, a los autos, a los vecinos que recibían a los familiares, como se saludaban, como se expresaban cariño. Nuevamente le tembló la pera, arrugó los labios.
No aguanté, salí de mis estructuras por primera vez. Abracé a mamá y le dije que la amaba, que me perdonara por no ser un buen hijo, por no hacer caso, que ya mismo iba a lavar la taza. Me sonrió y me abrazó, soltó una lágrima que luego me transfirió a mí, convirtiendo en una vertiente a su pómulo izquierdo.
Mamá lloraba porque papá no volvió a casa, y lo extrañaba. Desde el diecisiete de abril de mil novecientos setenta y ocho, papá no vuelve a casa. Mientras todos respiraban fútbol, papá no volvía a casa y mamá llora. Papá fue absorbido por una impiadosa maquinaria verde que todavía no puede decirme dónde dejó sus restos. Hoy estoy promediando los treinta y cinco años, sigo esperando que papá me enseñe a patear una pelota, a que me explique cómo me tengo que afeitar.

Feliz día a todos los padres, especialmente al mío.


Imagen de acá

jueves, 14 de junio de 2012

Pies

Me dolían los pies. Comenzó todo cuando sentí un pinchazo, un dolor efímero pero certero en el talón del pie derecho. No le dí importancia, se me paso al momento. A los días, nuevamente sentí la misma sensación, un tanto más prolongada cerca del dedo gordo del mismo pie. Estaba en el trabajo, me saqué el calzado, la media y me observé el pie. Tenía un especie de lunar rojo, como un pinchazo, algo por debajo de la piel, casi imperceptible. No le dí mayor importancia.
A la semana siguiente, el dolor comenzó en el pie izquierdo. Justo en el medio del dedo chiquito. Impunemente, el dolor atentó contra el menor de mis dedos. Pasaron los días y la molestia comenzó a explayarse en las plantas de ambos pies. Lo curioso es que solo afectaba a esa parte, los dolores, las puntadas, con sus puntos rojos profundos, por debajo de la epidermis, no más.
Fui al médico, a la guardia de traumatología. Esperé una, dos, tres horas. Me atendió un doctor que no superaba los treinta y cinco años, de buen porte, me pidió que me saque las zapatillas, las medias y que me siente en la camilla. Miró las plantas de mis pies, primero a simple vista, luego ayudado con algo que parecía ser una especie de lupa y una pequeña linterna. Dijo que aguarde, que ya volvía. Y salió por una puerta, una puerta de un costado. Cuando reapareció, lo acompañaba otro médico, venían hablando. El otro, el nuevo médico, era un poco más viejo, de pequeña estatura, cabello semicanoso. Los dos miraron, primero el pie izquierdo, luego hicieron foco en el pie derecho. Hablaron entre ellos nuevamente en términos que no conozco. El segundo médico me saludó, con una sonrisa, arqueando las cejas, como con lástima, con lástima hacia a mí; luego se retiró. Al quedarme con el primer médico, este me dijo que estaba bien, que no me preocupara. Me recetó una crema y me vendó los pies. - Por precaución, quiero que saques turno con un especialista en pies, acá contamos con una eminencia en esa disciplina. Tomá, en recepción sacas turno urgente para esta semana. Pedí por el Dr. Otero - me dijo.
- ¿Con urgencia? Usted me dijo que no tenía nada grave, que nada pasaba. - entré en pánico. No cabía en la misma oración que estaba bien y que con urgencia necesitaba un turno con un especialista. - Hágame caso, es simplemente para control, para ser más certero con su tema -. Cuando fui a sacar el turno, la recepcionista miró la orden, me miró a los ojos, miró la orden nuevamente y me dio turno para el siguiente día; se despidió de mí con una sonrisa, arqueando las cejas, como con lástima, con lástima hacía a mí.
El Dr. Otero parecía una persona directa, sin filtro. Decía lo que tenía que decir, sin más. Me dí cuenta en el momento que me pidió que le mostrara las patas en vez de los pies, nada de terminología. Luego de dar un vistazo fugas, me mandó a hacer análisis. Me pidió que cuando los tenga, vuelva, sin turno, me dio sus horarios, que pase directamente. Se despidió de mí deseándome suerte, desde la puerta de su consultorio, aferrado al marco, saludandome con una sonrisa, arqueando las cejas, como con lástima, lástima hacia a mí.
Hice los análisis. Fueron de sangre, orina, de mercado. Estuve en ayunas casi toda una semana. Volví con los resultados, pasé al consultorio. El Dr. Otero ojeo los niveles de azúcar, la presión me había dado mal, no seguía a las tendencias o patrones. Me miró por arriba del marco de sus anteojos. Me dijo que no era necesario que me saque el calzado, estaba bien. -¿Qué tengo, doctor? - le pregunté. Suspiró, desparramo las hojas en el escritorio al lanzarlas desinteresadamente y se sentó. - No tenes nada, pibe. - y se prendió un pucho, ahí, en el consultorio, y dejó los anteojos en el escritorio. - ¿Cómo que nada, doctor? No puedo estar así por nada, ¿qué pasa? - estaba perdiendo el control, no tenía respuestas, solo dolor y puntos rojos en la planta del pie.
- No tenes nada, pibe. Sólo tene cuidado por dónde pisas, te estas clavando los pedazos de tus sueños rotos en los pies. Fijate. - fumó un poco más.


Imagen de acá

miércoles, 13 de junio de 2012

Cantando

Me dijeron que ella iba a aparecer en uno de esos programas.
De esos programas donde la gente va y canta, o baila o canta y baila. Y es juzgada, la gente, por personajes famosos. No nos pongamos a discutir la competencia de cada uno de ellos, de los famosos, sus facultades, su campo de acción para juzgar. Ella iba a ir, a uno de esos programas.
Hace pocos meses habíamos decidido terminar la relación. Nunca estuve de acuerdo con eso de acordar terminar. Me dejó y tuve que aceptar, por así decirlo. Quería descubrir el mundo, me dijo, me explicó; lo supo un día, un día que se levanto y supo todo lo que iba a pasar ese día. Tuvo miedo, lo sé, a mi también me paso, antes, sabía los horarios de mi series favoritas, los había programado, era automático pasar de una a otra. Entró en pánico, no quería estructuras, quería enamorarse, seguir enamorada, como cuando en esos primeros tres meses de prueba que existen en las relaciones amorosas de a dos. Dijo que teníamos que hablar. Le había dicho que ya sabía lo que tramaba, lo que sentía, que no se haga drama, estaba todo bien. No quise que siga hablando, recién empezaba el partido, me había acomodado en el sofá.
Igualmente, es fácil acordarse de lo último. También es fácil recordar situaciones, cuando se propicia un estimulo adecuado para despertarla, a las situación en sí. Cuando me dijeron que iba a actuar, que esa misma noche se presentaba, no pude evitar sintonizar el canal, fue más fuerte que yo. ¿Que querías que hiciera? Sí, claro que la extrañaba, lo fue todo, qué se yo.
Y no te conté esto, esperá. Es importante porque sí, esencial en la historia. Sin esto, ella no iría, al casting, al canal, a comprarse un vestido para esa noche. No existirían este compendio de palabras, la historia, nada. Por eso es importante que sepas que yo no sé cantar, desafino hasta bostezando pero sé algo de música, de variaciones, de tonos. Ella, con la más dulce voz, pronunciaba mi nombre, leía libros en voz alta, por la casa, donde convivíamos. Le enseñé lo que sabía, aprendimos juntos. Cantaba fenomenal, cantaba cuando se duchaba, cuando cocinábamos juntos, cuando tenía un orgasmo, cantaba en el balcón, en el ascensor, en todo momento. Hasta que se fue y tuve que poner la radio, no fue lo mismo.
Tuve la revancha. Escucharla nuevamente, siquiera por televisión. La podía grabar y tener su música, su voz presente, conmigo, en la casa, iba poder apagar la radio.
Canto ese tema, el de Memphis, que Adrián Otero debe de estar cantando. No hubo críticas, emocionó a todos, el tema, la situación, el ambiente, la interpretación, su vestido, su sonrisa. Claro que me gustó. ¿Por mi cara decís? Sí, algo más paso. Siempre pasa algo más, siempre hay algo más. Tuvo un momento, pidió un momento luego de terminar la canción. Quería agradecer, dijo, a su familia, amigos, allegados. Quería expresar todo lo que sentía, hizo un punto aparte. Con su voz separó las oraciones, los párrafos de su discurso y esbozó una especie de preámbulo, lo recuerdo. Dijo algo como que agradecía a esa persona que la ayudó a dar los primeros pasos en la música, a ese quien le enseñó sobre la clave de sol, el solfeo, el sentir en el alma la canción, la letra, para después pronunciarla...
Pensarás que dijo mi nombre. Era lo obvio, también lo pensé yo, mientras recorría en los recuerdos de mi mente esas noches de canto, el despertarme mientras preparaba café con leche y cantaba. Agradeció a Pedro, no sé quién es. Dijo que lo amaba.

(Pequeño homenaje a Adrián Otero)

lunes, 11 de junio de 2012

Techo

Hay teorías motivacionales capaces de decirte que vos podes, que tu límite es el cielo y que el cielo no existe, ergo, no hay limites. Maslow y su pirámide, McGregor y su X e Y, McClelland y las necesidades secundarias y otros tantos que no recuerdo el nombre, no recuerdo qué sostienen. La cuestión es que te dicen y juran que podes ser mejor. En el trabajo, en el amor, en los casilleros del éxito de la vida, podes llegar a completarlos. Que con un poco de motivación aquí y allá podes terminar siendo tapa de una revista como People, Fortune, luciendo un traje, un lindo traje, de marca, importado, no como ese que tenes colgado en tu perchero, el desgastado, el que compraste en oferta, en liquidación.
También están los gurús, o gurúes. Salen en televisión, escriben libros sobre cómo llegar a ser mejor, en otro plano, un tanto más espiritual. Te dicen qué tenes que comer, cuándo y cómo ir al baño, tenes que dejar de coger. La libido es utilizada para llegar al nirvana, para sentirse mejor, estar bien con uno, con el todo. Anuncia que llegó el momento de liberar la mente, el sueño de Platón.
Hace no mucho arrancaron con el Coaching. Me dirás que tiene raíces motivacionales, que por qué no lo dije con lo primero. No sé, se me antojó separarlo. El coaching es más personal, individualizado. Sos vos, coachee, con el coach, un equipo, vos sos el equipo, sos todo lo que se necesita, sos Rambo. El coach, tu entrenador de la vida, tu palabra de aliento que te ayuda a levantarte de la cama, a chamuyarte a la minita de recepción, a mear contra el viento, a jugarte el bono anual de la empresa en el colorado veintiséis en la ruleta clandestina a la vuelta de la oficina. Eso te anima, o queres que te anime.
Igual, hasta ahora, te sentís un tanto vacío. Te aburre, también te lo había dicho, de lo que te gusta, te aburre, nos aburre. Cosas que pasan.
Declinamos un poco. Se pone algo turbio, hiriente. Viene Elliott Jaques y te dice que te puede decir cómo sos, que estas entre cuatro categoría acorde a cómo hablas y, como si encasillarte no te humilló, te cuenta que nunca vas a poder cambiarlo, sos así. Ya no te gustó, te entiendo, me pasó algo parecido. Igual, no es todo. Te digo, el tipo hizo un gráfico, ejes cartesianos pero positivos, sobre tus posibilidades de desarrollo, de tu capacidad. Tenes un tope, un techo, dijo. Por más que te capacites, por más buena onda que le pongas, por más pastillas que tomes, por más empieces a ir dos veces por semana a la psicóloga, más allá de todo, no vas a poder crecer más. Da igual, es lo mismo pelearla o dejarse estar, no vas a poder tender a algo más de lo que podes.
Ahora bien, te cuento que las cosas están así, ¿qué queres que haga? Sé que es difícil aceptarlo al principio, decirte que hasta acá es lo que más podes aspirar en tu triste vida, no es fácil. Siempre, desde chico, te dijeron que podes ser alguien mejor, que no hay límites, podes ser astronauta, presidente, ceo de alguna importante multinacional, lo que quieras; y creciste, te encontraste que no todo es tan así, que lo mejor que te puede pasar es un feriado largo, que liberen los molinetes del subte o encontrarte plata olvidada en algún saco o campera.
Adivino, por tu expresión, que hasta acá no me seguís, ¿por qué te cuento todo esto? Bueno, es que es así, para vos, para mí, para todos. Mientras más rápido aceptemos nuestras limitaciones, mejor nos sentiremos con nosotros mismos, invertiremos el tiempo de una mejor manera. Por eso, no me molesta que me digas que te hartaste y que me vas a dejar por tu mejor amigo, que él sí que coge con ganas. No, no me molesta, créeme. Estoy mal porque me dí cuenta que no puedo resolver este sudoku, es la primera vez que me pasa.

domingo, 10 de junio de 2012

Cuatro quesos

Antonio fue mi amigo, de toda la vida. Lo sigo considerando amigo porque, a medida que pasa el tiempo, van quedando menos y más peores. Crecimos juntos, prácticamente. Él era mayor, por escasos meses, los justos para que pueda llevarme un año de ventaja, un curso de ventaja, en esa carrera que fue la vida escolar. Tal vez te parezca un dato menor, sin importancia pero esto implicaba que si bien Antonio era mayor que yo, en su división, él era el menor de todos. Sumale a esto que era de una contextura pequeña, ínfima. Siempre lo fue, nadie podía apostar o prometerle más altura, era imposible. En su forma, en su ser, había cierta predisposición a que los demás se encariñen o, mejor dicho, se ensañen con él. Era objeto de burlas, de peripecias y jolgorios de los demás, todo a cuestas de su persona.
Estas cosas que de chico consideramos divertidas por los perpetradores y sufridas por los perpetuados, ocasionaron un cambio en la personalidad de mi amigo Antonio. Fue tímido, es tímido. Es, como creo que te había dicho antes, el miedo, el miedo le genero un instinto de supervivencia, básicamente pensaba que todo el mundo o bien lo iba a cagar o bien lo iba a cagar a trompadas. Así, más o menos, transcurrió Antonio su infancia y adolescencia. Es común asumir que Antonio no podía encarar una mina por el temor, y la verdad que era así. Tenía miedo, al rechazo, la continuidad de fracasos, también, con las mujeres, habían minado su autoestima.
Ahora, me sorprendió, ciertamente, cuando Antonio me dijo que estaba viendo a alguien, que hace rato estaba con una chica que conoció dentro de su cartera de clientes, porque Antonio trabaja con cartera de clientes, no sé para quién o para qué, pero tenía cartera de clientes. Me llamó por teléfono, me contó eso y me dijo algo más - Quiero que la conozcas, vayamos a comer los tres. - y lanzó un suspiro. No noté entusiasmo en su propuesta, algo me ocultaba, lo conocía a Antonio. - Dale, no hay problema. Igual, vos no estas diciendo algo, ¿qué pasa? - le respondí.
Escuché lo que quiso ser una honda inhalación por parte de mi amigo. Empezó a titubear, a conjeturar palabras, a desesperarse. No le entendí nada de lo que dijo. Solicité que se calme y que me comente qué es lo que estaba pasando. - Tenes razón, algo pasa. No te lo puedo negar. Todo marcha bien con ella pero hay algo, un no sé qué, que me hace ruido. - sentí que lo estaba guardando hace mucho, que se lo tenía que contar a alguien. - Quiero que la veas y me digas qué te parece, qué podes decirme sobre ella. - continúo. En su tono de voz, parecía que Antonio estaba enamorado, o que quería estarlo. Él quería confiar pero su vida, sus primeros años, le demostraron a los golpes que no podía entregarse así por nada, pero se había cansado, ya lo habíamos hablado hace unos meses atrás. Estaba cansado de tener miedo, quería vivir, sentir adrenalina, quería ser parte del juego antes de que se decida quién pierde o gana. Pero no podía largarse solo, de un día para otro cambiar su forma de ver la vida. Accedí a la cena.
Nos encontramos por avenida Belgrano, esquina Alberti. Cerca de ahí, había un viejo caserón donde se hacían espectaculares ravioles, a los cuatro quesos era la especialidad del lugar. Fuimos a comer ahí. No podía decir mucho de Pilar, la novia de Antonio, en la oscuridad, en el primer momento. Nos sentamos, ellos dos juntos, Antonio mirándola, atendiéndola como si fuese la ultima mujer del mundo. Pilar parecía ser una buena chica, venida del interior, de Mina Clavero creo que me dijo. Vino a estudiar, vivía en un departamento que alquiló con unas amigas, no recuerdo de qué trabajaba. Presentaba dos hermosos ojos, color miel, que parecían desaparecer cuando se reía, cuando levantaba sus pómulos. Era rubia, o lo que recuerdo, y delicada. Pidió un fernet para ella dejándonos con el vino a nosotros. Pidió que continúen completando su vaso a medida que se iba vaciando. Se quejó de cuan mal los porteños preparan el fernet, casi acuoso, pura gaseosa. Antonio la miraba como queriendo aprender de ella. La tonada de Pilar contagiaba al local, su risa se reproducía en la cena de otros comensales. Cuando reía, sostenía con su mano izquierda el vaso y con la derecha golpeaba la mesa, rompiendo, por unos instantes, la fuerza de gravedad que sujetaba a los cubiertos y platos.
Sin más, terminamos de comer. Hablamos un poco sobre banalidades, repasamos la agenda política, nos quejamos de Iudica. Pedimos la cuenta, Antonio invitaba. Insistí en siquiera pagar mi parte. Pilar miraba en dirección a la barra, llamando al mozo, sosteniéndole una especie de imaginaria mirada. Debatía con Antonio sobre el pago de la cena, que siquiera me deje pagar los vinos, algo.
Pilar nos detuvo, se levantó de la mesa y apoyo una mano en el hombro de Antonio, la otra en mi hombro, nos sonrió en silencio. Con su vestido corto, mínimo, de un color negro, comenzó a caminar para la barra, moviendo con énfasis la parte de atrás de su humanidad. Mientras Antonio me miraba, repasando características de Pilar, vi como la susodicha se apersonaba detrás del mostrador, con el mozo y con el dueño del caserón. Les sonrió, con coquetería, los tomó de los hombros, como con nosotros, y se los llevó a la parte de atrás, donde su rubia cabellera se perdía, mientras sus ojos miel desaparecían detrás de sus pómulos.
Quise insinuarle lo que presencié a Antonio quien no prestó atención. Me dijo que era mi visión, que estaba inventado cosas, que yo no soportaba que estaba con una mina buena, que rajaba la tierra además. Antonio se enojó, no quería esa respuesta, ese parecer sobre Pilar.
Volvió, ella, a los quince minutos, nos dijo que la cuenta ya estaba saldada, que hasta nos ofrecían descuento la próxima vez que vayamos.
Hace tiempo que no sé nada de Antonio, no contesta mis llamados, no responde mis mensajes. Lo sigo pensando como amigo, igual. La hermana, a quien cruce la semana pasada por la calle Perú y Rivadavia, me dijo que él esta bien, contento, sale a comer seguido a afuera.

jueves, 7 de junio de 2012

Miedo

Es uno de los instintos más básicos, vos lo sabes. El miedo nos dejó con vida cuando comenzamos a ser hombres, a poblar este mundo, cuando alguno de los primeros pensó que era mejor esconderse que a parar de pecho algún elefante prehistórico. Todos tenemos miedo, hasta los animales y me parece que alguna que otra planta también. No me quiero ir por las ramas, es por decírtelo así, me sale así.
¿Vos nunca tuviste miedo? Habría que pensarlo un poco más. El miedo modifica nuestro comportamiento, nuestra conducta, con fin de preservarnos, de mantener la vida. Es así que nos alertamos ante un bocinazo, corremos intentando cruzar la avenida nueve de julio antes de que corte el semáforo o nos escondemos debajo de la sabana cuando un ruido extraño acontece en la zona aledaña a nuestro domicilio o paradero. Bueno, me estoy yendo de tema. La cuestión que te quiero decir que todos, en algún momento, sentimos miedo.
Recuerdo mi niñez, de jugar a la pelota, todo el tiempo, a toda hora. Jugar a la pelota a tal punto de no hacer ni pensar en nada más. No había nada más. Llegar de la escuela y salir a la calle, a la vida, a jugar, a patear, solo, con alguien, siempre había alguien, antes de las responsabilidades, antes de que nos enseñaran trigonometría y análisis sintáctico, antes de eso, antes de internet para el público, se podría decir. Jugaba, jugábamos todo los días, sin importar condiciones climáticas, la consigna era jugar. A tal punto dediqué mi tiempo al fútbol que me olvidé de andar en bicicleta, no sabía andar en bicicleta a los seis u ocho años, aprendí un poco de más grande, a los diez, once años.
¿Por qué te cuento, así, todo esto? Bueno, tenía miedo de andar en bicicleta. En un punto, cuando se paso la barrera de los diez años para todos los de la cuadra, fue como entrar en otro mundo, fue nacer de nuevo. La primera comunión marca, es una de las líneas divisorias de la vida, es como los paralelos y meridianos de la vida, marcan, dan referencia. Ahí todos tomaron sus bicicletas pero yo no, no sabía qué hacer con ella, no entendía el concepto, yo sabía jugar a la pelota. Mi vida social decayó, se fue por el caño, jugar a la pelota fue una actividad que empecé a hacer en el patio de casa, solo, imaginando partidos, goles, adversarios. Todos andaban en bicicleta. Perdón que me ponga así, sé que estas apurada, que te cité acá y que no es lugar ni momento para decirte todo esto. Pero lo tenía que decir, fue re triste no saber andar en bici cuando todos lo hacían. Me daba miedo caerme, las burlas, las crueles risas de los niños. La vergüenza ante los pares. Eso me generaba temor, las burlas, el no pertenecer. Finalmente, aprendí, todos me aplaudieron, se burlaron pero reí con ellos. Ya fue, hoy te lo puedo contar.
No, no fue por eso que te quería ver y contarte todo esto. Algo tiene que ver, claro. Ahora no tengo miedo, ya lo nuestro terminó. Me cepillé a tu hermana, cuando vos te quedaste dormida después del cumpleaños de tu tío. Garcha bien, tiene dos tetitas firmes, lindas. Al parecer, vamos a tener un pibe, Bruno se va a llamar, si es varón.



domingo, 3 de junio de 2012

El libro

Lo vi, lo viste vos también. Lo viviste, a diario, te pasa, nos pasa.
Nos supera, sin quererlo, sin saberlo. La vida no te prepara, para todo, te prepara para cosas que tal vez no usas, o usas mal, pero no para todo. Como cuando supiste cómo y cuándo desabrochar ese corpiño pero no supiste qué hacer con el contenido, tierna adolescencia, hermosas primeras veces. Pero, contrariamente a ser algo privado, esto se vuelve público, con ganas de hacerse masivo, como una epidemia con pretensiones a pandemia.
Como todo, no sabes, no sé cuándo surgió. Es un movimiento, sabes que anda, no sabes cómo se propaga, cómo empezó, cómo termina. Se expande, muta, no se controla. De a ratos, parece desaparecer, que se calma, que todo fue un mal sueño, un presentimiento angustiante. Pero no. Surge, resurge, asoma el hocico cuando menos lo esperas, cuando menos lo espero. Como todo lo bueno, como todo lo malo. Acude cuando menos lo esperamos. Así me encontraba, leyendo, intentado recuperar la pasión por la literatura, dejando un poco de lado a los apuntes, basta de facultad. Hacia adentros del conurbano, no se acostumbra leer, por lo menos, en público, en los transportes públicos. Es como demostrar algún signo de debilidad, al parecer, creo yo. Me han mirado raro, queriendo leer el título de lo que leía, mientras ellos jugueteaban leyendo algún panfleto, alguna revista con promociones de perfumería, de una casa de electrodomésticos, tal vez.
Me las iba arreglando para leer con poca luz, la del colectivo, con mucho movimiento, como si el chofer entendiera que agarrar pozos, lomas y badenes a fondo, le conseguiría un aumento o los quince días de vacaciones en enero, para poder ir con los chicos a la costa, a Mardel posiblemente, habría que ajustarse pensaba, pero se lo había prometido a los nenes. Y yo leía. Con mochila a cuestas, con luz casi de vela, con el pliegue que se brinda entre el brazo y el torso de un individuo que, al parecer salía de un sauna sin bañarse, en la cara. Me gustaba lo que iba leyendo, había logrado el punto de atraparme, la novela, de hacerme perder del contexto para pensar en cómo seguía, en prestarle atención a cada coma, a cada punto y aparte.
Fue cuando viré una hoja, empezaba un capítulo nuevo. En ese momento lo percibí. Curiosamente, lo esperaba. Será una de esas cosas de los sentidos, del cuerpo, como una telepatía del cuerpo que sabe, conoce lo que vendrá, se prepara sin decírtelo. Jocosa e impunemente, se reían. Sentados la ultima fila de asientos del colectivo, esa donde entran cinco personas, en una fila. Eran tres, creo. A vos también te pasó, tal vez con uno, como mínimo, seguramente con dos o más. Posiblemente, en un tren, en otro colectivo, por el subte, por la calle. Te decía. Eran tres, yo leía, algo iba a pasar. El del medio apretó algún botón que significaba play en el sistema operativo del teléfono. Ellos rieron, inundaron al pasaje con su música. Parecía que la canción no tenía fin, tal vez cambiaron de tema, de artista y hasta de 'genero', pero parecía el mismo tema, eterno. El destino de cada quien no parecía llegar. Ellos seguían riéndose, aplaudían, alentaban a todos a compartir sus sonrisas, a hacerlos participes. Faltaban dos cuadras antes que bajara, me hice espacio hasta la puerta de salida, hasta el timbre, cerca de ellos. Cerré el libro que llevaba todavía abierto con el dedo pulgar izquierdo, sosteniéndolo desde abajo; agarrándome del pasamanos con la mano derecha, la mochila colgando, la música, ah, la música. No terminé el libro, lo cerré y no lo señalicé. Pulsé el timbre, el chofer me miró por esos extraños espejos y redujo la velocidad, como jugando con mi suerte. Aproveché ese momento para mirar al del medio de los tres, al que llevaba el celular con altavoz, con música. Me observó y le dije - Te dejo el libro, espero que le des buen uso. Esta bueno, no lo terminé. Quedatelo. Espero que lo leas en voz alta, como con el teléfono - y le apoyé el libro en el regazo del muslo derecho. Tomó el ejemplar, puso pausa y dejaron de reírse. Todos miraron, algunos murmuraron.
Llegó el colectivo a la esquina, a la parada. Me bajé. Vi el colectivo alejarse, escuché como se reían nuevamente, cambiaron la canción, a mi me pareció que sonaba la misma.


sábado, 2 de junio de 2012

Plastilina

Escribo, intento escribir, historias que no pasaron, crear algo, ser dueño de esto o aquello. Las ideas, dentro de este motor que es la mente, esta pieza de ingeniería de avanzada, conjuga los diversos pensamientos, estructura, combina, juega como un niño con una plastilina para crear ideas, proyectos, para crear, crear como un niño que crea con una plastilina.
A veces intento escapar, para eso escribo. No sé bien de qué escapo pero corro, por las dudas. Creo mundo, contextos, lugares que son, que existen y los traigo para acá, hacia a mí y los mezclo con otros lugares, otros contextos, otros mundos, como un niño con dos o más plastilinas.
Me gusta reír. Me gusta lo trágico, reírme de lo trágico. De lo inusual, de lo ridículo, lo rídiculamente absurdo. Por eso mis escritos tienen lugares comunes, calles conocidas, nombres propios y personas que todavía no conozco, platos de comida que no probé o cafés que todavía no visité. Pero los tengo en mi mente, y me río. Me lo imagino, puedo sentir el aroma al café antes de ser servido, el burbujear de la soda que lo acompaña, veo la silla luego de la mesa, veo la silla vacía, ella esta en el baño, dejó su cartera marrón suela apoyada en la silla y su abrigo sobre ella. La moza es rubia, pelo recogido, amable, lindos dientes. El dueño del bar observa por detrás de la barra, limpia una copa, prepara una bandeja, mira la hora y cambia el canal. El sol entra por el ventanal, despacio, como pidiendo permiso. Los autos, asombrosamente, dejaron de ser tantos, son menos, la gente se esconde, el frío los atemoriza. Me gustaría conocer éste bar, éste café, algún día iré, falta saber dónde queda, dónde esta ella, no volvió del baño. Igual me río. Es trágico, me río. Como un niño que con muchas plastilinas mezlcadas, amasadas, sin distinción de colores, imposibles de volver al statu quo, se ríe, se ríe porque es el todo, es la nada.
Escribo y, a veces, confundo. No a mí, al otro. A veces me hago de otro y me confundo a mi también. En ocasiones, quiero decir algo, para eso escribo, quiero transmitir un pensamiento, dejar plasmado alguna clase de sentimiento, quiero que te rías conmigo. Otras veces, escribo. Nada más. Porque tengo un espacio, un tiempo y una idea. Y escribo. Como un niño que tiene una plastilina, la mira e imagina; siente, antes de quitarle el envoltorio, su textura, la estruja, con furia, con rabia, la estruja; tiene una idea, se ríe, no entiende.
Sigo escribiendo. Es lindo. Escuchar y escribir. Tal vez no te diste cuenta pero distrae, transporta. Escribir y leer es viajar gratis, a otro lado, donde vos quieras, como vos quieras. Si no te diste cuenta, perdón, no soy  bueno escribiendo. No tengo destreza, la destreza que puede tener un niño que juega con una plastilina, que juega y crea.
No sé, escribo. Escribo porque no te tengo. Si no te hubieses ido, estaría con vos y no escribiría. No estaría en condiciones de escribir. Uno escribe mejor cuando esta triste, es más fácil. Como cuando un niño que pierde la plastilina llora, no la tiene, crea en plastilina sin ella y llora. Escribo.