jueves, 27 de septiembre de 2012

Yo no soy quién soy

Soledad acomodó sus rubios cabellos detrás de las orejas, intentando quitar, en vano, parte de sus suaves y delicados mechones que se posaban sobre su frente y sus ojos. Los últimos rayos de luz del día otoñal que entraban por la ventana del bar, se posaban sobre su mirada y sus sonrisas, dando, así, finos destellos de eternidad. Soledad estaba feliz, yo sentía que ella estaba feliz.
Nos habíamos conocido hacía pocas semanas, quizás algunos meses, un año, no lo sé. Coincidimos en una librería, en uno de esos locales de avenida Corrientes donde cualquier libro está diez pesos. Ella me confundió con personal del lugar y me solicitó una recomendación. Me dijo que quería sorprenderse, quería dejarse atrapar por un libro, que sea de un escritor argentino y que, sobretodo, ella necesitaba sentir el deseo de no querer que el texto termine jamás. Le recomendé uno de Bioy Casares, el sueño de los héroes. Gentilmente, le pedí que lo abonara por la caja y me despedí. Caminé dos pasos para acomodar unas enciclopedias y recordé que yo no trabaja allí y que debía interpelarla para informarle sobre ello, pedirle una oportunidad. El resto, es historia. Intercambiamos números de teléfono, pareceres oportunos y banales, cada uno su vida, prometimos coincidir en otra oportunidad.
La llamé, luego, a los tres, cuatro días y arreglamos para vernos. Fuimos a un café ubicado en la calle Reconquista, en una esquina. Me contó que trabajaba por allí pero estaba cansada de las desalmadas oficinas y el afán de todos por generar plata, sin importar las consecuencias. Ella quería hacer otra cosa, me dijo. No sabía qué hacer pero quería  hacer otra cosa. Compartimos una porción de selva negra y ella se pidió un licuado mientras yo daba sorbos a un café con gusto a barro. Desde ese día, permanecimos juntos.
Iba a buscarla al trabajo y ella salía jocosa, con una feliz mueca en el rostro, desentonando con el paisaje gris de edificios y de trajes caros. Es, probablemente, redundante avisar que ya me había enamorado.
Soledad tomó un sorbo del té de frutillas que daba aroma a todo el bar. Tenía la particularidad de llamar la atención sin quererlo, sin desearlo y desde la mejor de la simplezas, de la más bella y singular manera. Así, Soledad, sonreía entornando los ojos a medida que se cubría la boca - para no exagerar en gritos de risa - con la mano izquierda mientras sostenía con la derecha a la fina taza blanca de té.
Hubo una oportunidad donde ella me esperó afuera del trabajo, en proa de darme una sorpresa. Lucía un sobretodo y la encontré de espaldas distraída con las luces del atardecer. Además, fumaba despacio, dejando pintitas de un lápiz labial rojo, tan rojo como el color rojo puede llegar a ser. Noté, en ese momento, que todo lo que ella hacía, todas las experiencias con Soledad vividas, tenían esa manera de transformarse en un hecho trascendental, en algo magnánimo. Luego de que ella pitara y se diera vuelta al escucharme llegar, le pedí que se mudara conmigo, que quería todo con ella.
De pronto, la cara de Soledad cambió. Dejó la taza de té y prendió un cigarrillo en el café, sin importarle lo que diga el boletín oficial, los diputados, senadores, otros. El rostro de ella se modificó de tal manera que parecía que nunca hubiese sonreído, que nunca hubiese generado otra expresión que aquella cual portaba en ese momento. Estaba seria y el sol ya no entraba por la ventana. Los ruidos de vajillas - provenientes de la cocina del lugar y de otros consumidores en diferentes mesas - cesaron de repente y un frío muy triste me acongojó.
La convivencia nunca pudo haber sido mejor. Cocinábamos juntos y la música era la mejor decoración de nuestro lugar. Alquilamos un lugar por Almagro en el cual, al entrar, una ráfaga de aroma abrigaba al visitante que entraba. El perfume de Soledad era perceptibles, su alegría contagiaba y daban ganas de vivir dos veces la vida al lado de ella.
Soledad me dijo que las cosas cambian, que no todo puede permanecer y que nada es como aparenta ser, mientras acercaba uno de esos pequeños platos donde son apoyadas las tazas en los cafés para hacerlo cenicero, siquiera por un rato. Se rió nuevamente pero de una forma diferente, como si ella fuera diferente. Yo no soy quién vos crees quien soy, me dijo Soledad y lanzó un grito, un llamado. Vengan, chicas, profirió.
Se avecinaron de los distintos rincones del lugar varias mujeres. No entendí, en un principio, quiénes eran y qué estaba por pasar pero, a medida que las susodichas se asomaban, noté que las conocían. Eran todas aquellas mujeres con las que tuve una relación, con las que compartí un tanto de mi vida. La vi a Carolina, a Mariel, Mariela, estaba entre ellas Mónica, Josefina, Fernanda, Carla, Priscila, también María, Juliana, Pamela, Erica y otras. La situación me dejó perplejo y no pude distinguir más rostros.
Todas comenzaron a vociferar insultos hacía mí, diciendo que las iba a pagar todas las que hice y que sufriré en carne propia todo aquello que genere en ellas. Mientras, Soledad se reía con gestos de venganza, de complicidad. Las mujeres seguían regalándome ofensas que se mezclaban con reproches. Pedían que cumpla lo que había prometido, alcancé a escuchar reclamos sobre salidas al cine que no fueron, visitas al teatro que jamás ocurrieron y cenas con familiares que han quedado en el recuerdo de no ser. Más luego, fueron por un poco más y pedían que nacieran esos hijos que planeábamos, solicitaban urgente las mudanzas a esas casas con patio enorme y perros que no entendieran el parar de agitar sus rabos, también reclamaron por los viajes por el país y el amor que nunca iba a terminar.
Soledad estallaba en risas, ahora sin ocultar las carcajadas y arrojando bocanadas de humo que le daban un aspecto fantasmal a toda la situación. Cuando el clamor cesó, le pregunté a Soledad qué era lo que pasaba, por qué estaban ellas acá y qué tenía que ver ella. Soledad se inclinó sobre la mesa y miró el platito con las cenizas y apagó el cigarrillo en el. - Ya te dije, Diego, yo no soy quién crees que soy. Mi nombre es Justine, soy actriz y ellas me contrataron para que te enamore y te haga sufrir, para que devolverte un poco de lo que les diste a ellas. Lágrimas, lágrimas y más lágrimas. Agrégale a ello, sueños no cumplidos, vidas que no son y fantasías irreales. Fuiste una basura y todo se paga. - y se cruzó de brazos esperando una respuesta, mientras las otras mujeres sólo esperaban una orden, una palabra clave compartida para molerme a palos, para descargarse. En la vida sólo falta un motivo para hacer mierda a alguien, sólo falta que muchos se reunan, con bronca, sin importar cuál sea la misma, y que algún tercero les dé el motivo necesario para desquitarse, descargarse.
Me encogí de hombros y fruncí el ceño. Prendí un cigarrillo y mordí una masita que venía con el café. Todas esperaban una respuesta, una palabra, algo que genere aún más bronca para poder alegar en el juicio de mi muerte alguna especie de demencia, algo como emoción violenta colectiva. Tomé aire y tomé humo. Exhalé y me sequé una gota de transpiración de la frente. Acto seguido, dí sorbos a la soda del diminuto vaso de vidrio mientras pensaba por qué los vasos de soda, en los cafés, deben ser mínimos. Luego, en una reacción posiblemente poco esperada, me largué a llorar. Sí, a llorar en un bar, en un atardecer, con mujeres que me rodeaban, que me querían ver hecho añicos y con otra quien, juraba, era el amor de mi vida. Lloré como un chico y ninguna supo qué hacer, qué decir. Me alcanzaron un vaso de agua, siempre se alcanza un vaso de agua cuando alguien llora, cuando alguien se desmaya o cuando alguien es robado. Pensé, en ese instante, el por qué siempre se le acerca agua a una persona ante cualquier situación traumática o dolorosa.
Luego de un rato, me incorporé, frente a las miradas extraviadas de esas personas que me desearon el mal, frente a Soledad, el amor de mi vida, o quizás Justine, la actriz corrompida por dinero y con sed de venganza de los hombres. Y, así, resoplando humo y mirando a las caras de todas, me dediqué a hilar lo siguiente:
- Lo sé. Perdón. Sé que a todas les he hecho casi las mismas promesas, que también les he jurado amor eterno y grandes vidas prósperas. Lamento por cada hijo que no nació de nuestras relaciones y también lamento no poder abrazar a cada una de ustedes en las mañanas de los mejores fríos de otoño. Quiero que sepan, que entiendan, que más allá de mis errores, las quise, las quise en verdad pero no era nuestro tiempo, nuestro momento. Si me fui de la vida de cada quién es porque sentí que ustedes se merecían algo mejor, que tenían la posibilidad. A veces, no todo es estable y cambiamos, nos adecuamos. Sí, sí me apuran les digo. Las amé a todas. Porque amar es querer que el momento vivido no termine más, que sea eterno y que sea eterno al lado de ustedes. Pichonas, escúchenme. ¿Quién les dijo que no las he amado? ¡Patrañas! Nunca nos dejamos de amar, con cada una. Esos momentos, a los que me refería, los cree con ustedes y siguen perdurando más allá del paso del tiempo. Gracias por dejarme rastros de eternidad, gracias de verdad. Pero, ahora bien, me extraña, me extraña de cada una de ustedes. ¿Hacerme enamorar para que sufra? Eso no, che. Eso no se hace. - paré un momento. Todas estaban apenadas, pude percibir un cierto gesto de indignación, de autoreproche.
Justine se acercó, se levantó de la mesa y me abrazó. La corrí, le dije que no era necesario, que ella ya cumplió su parte. - Perdóname  Diego, no sabía todo eso, es muy lindo lo que decís. - e intentó abrazarme nuevamente. Por mi parte, me paré, produciendo la rendición de sus brazos. Tomé mi abrigo, dejé un dinero suficiente para cubrir gastos y propina. Las mujeres abrieron una senda por donde podía pasar hasta la puerta, la cual no se encontraba muy lejos. Antes de retirarme, giré sobre mí mismo y miré a Justine para decirle: - Soledad, no lo lamentes. Ya somos eternos, este momento lo ha hecho. No llores y gracias. - y salí para encontrarme con los últimos rayos de sol que iluminaban las estelas del humo de mi cigarrillo.

()

lunes, 24 de septiembre de 2012

De la forma del mundo

Me trajeron a la oficina de redacción el cuento de un joven muchacho con aspiraciones de escritor. Era una compañera de trabajo quien me lo dio y me comentó que era de su sobrino, que a ella le parecía que tenía cierto talento pero ella no podía ser objetiva con él. Mariel siempre fue buena conmigo y accedí a tomar el trabajo para revisarlo, dar una opinión.
El muchacho ciertamente era talentoso. Tenía sólidas ideas y una capacidad expresiva admirable para su edad. Pero no podía evitar sentir cierta repulsión por sus tonalidades fantásticas. Lleva al genero un poco más allá, haciéndolo chocar con la ficción. El tema del escrito era sobre la forma del mundo, sobre la posibilidad de doblar en Boyacá, en el barrio de Flores, y luego aparecer en Austria, de ir por un túnel por Libertador y desembocar en París. Se podía ver cómo el chico se reía de los esquemas pero le faltaba algo más. Se lo dije a Mariel y me agradeció. Allí comenzó mi malestar, luego de los primeros sorbos.
La mañana siguiente me levanté muy temprano. El dolor en el hígado de tanto café hizo estragos en mi sueños. Toda la noche había estado ensayando un camino que se dividía entre la cocina, el baño y la pieza. Lo único que agradecía es haber podido llegar sin mayores complicaciones. más allá del calor que complicaba la situación. Seguía sintiendo calor. El día fue caluroso y adivinaba que la noche también, no podía percibir el sonido que el viento podría causar en las hojas de los arboles del fondo de la quinta.
La quinta, como le decíamos, era el campo que Josefina había heredado de un tío que la apreciaba. Quedaba en las afueras de Buenos Aires y era precioso, de un tamaño discreto en comparación a las fincas  y chacras que lo rodeaban pero tenía la particularidad de poseer una parte de la división hecha por un arroyo, por un pequeño río que estaba luego de una gran porción de arboles, como un pequeño bosque particular, personal. Comencé ese día a quedarme solo en el campo, en la quinta, por recomendaciones médicas. Al parecer, el stress no distingue raza, credo o religión. El médico me sugirió distraerme, salir un poco de la ciudad, de los cafés, de los bares también. En realidad, tenía la necesidad de pasar unos días afuera, la visita al médico fue sólo tener un aval, una excusa, un mandatario de recursos humanos y sus políticas de cuidar al personal.
Me dediqué a leer en lo que fue mi hospedaje. Por suerte, la casa de la quinta no tenía televisión. Así, los diferentes intercambios de información, los mantenía solo con los pájaros que se posaban en las cercanías del lugar. Lamentablemente para mí, no he llegado a impresionar a ninguno de ellos como para seguir un tema, continuar una idea. Entonces, los pájaros huían, con una rama, con un trozo de miga, con una semilla. Huían al paraje de los arboles, el refugio por naturaleza. Recordé que nunca nos adentramos hacia ese lugar. Sabíamos de la existencia del arroyo por el ruido, por los comentarios de los vecinos pero nunca fuimos más allá de lo que es, de lo que se dejaba ver. Los apuros y los atropellos del ritmo de vida, produce que solo podamos contemplar a media vista, todo por la mitad. Así, entiendo que aquellos apresurados turistas que buscan batir un récord en recorrer las capitales de Europa en una semana, con el fin de demostrar que estuvieron allí, en realidad, nunca estuvieron, sólo fueron parte del paisaje con la mente puesta en el próximo destino, en la próxima foto. El gusto de los momentos es cuando, al vivirlos, nos parecen eternos. Pero en esta ocasión, tenía tiempo y ya me había comenzado a sentir mejor.
Tenía en la quinta una pequeña radio que en ocasiones podía captar diferentes sintonías. No era usada porque las frecuencias deseadas eran interrumpidas por otras. De esa manera, podíamos escuchar un poco de bossa nova en radio Del Plata o semejantes. Curiosamente, esa tarde, donde decidí ir a investigar, la radio captaba toda las señales y la traje conmigo por compañía.
El sol ya daba su habitual retroceso cuando salí de la casa. Una suerte de brisa acariciaba a los elementos, como reconfortándolos luego de un calor intenso y agrupaciones de pájaros torcían sus alas en un cielo magnifico, casi al alcance de las manos. Luego de caminar por los sendos pastos de la quinta, comencé a notar pequeños arboles que se iban intercalando hasta llegar al punto de estar uno al lado del otro. En ocasiones, tenía que pasar de costado, era ciertamente impresionante la extensión que ocupaba esta forma de la naturaleza. La radio me devolvía tangos que hace tiempo ya no escuchaba. Los sonidos de la reproducción de viejos vinilos en tocadiscos de púas gastadas, se mezclaba con los suaves sonidos de un arroyo. En ese momento pensé en volver, ya había visto lo que precisaba y no me parecía oportuno continuar. Sin embargo, son los deseos de creer, la necesidad de ver, que me condujo a buscar el fluir del agua.
A medida que avanzaba, noté que los arboles cambiaban, parecían más y más tropicales. Me reí cuando vi la primera palmera al lado de un nogal. Luego de unos pasos más, pude escuchar tango más nítidos compuestos con cambios rítmicos más alegres, más suaves y con letras no tanto rencorosas. El sonido del arroyo se hacía más presente y, nuevamente, una ola de viento caluroso me recordó que el día se me escurría de las manos.
El lugar donde uno está, escuché una vez, es aquel donde uno quisiera estar. Crucé el morro de Pavão y mojé mis pies en ansiadas aguas de mar. Hizo calor en el día, cierto, y se seguía sintiendo ya por la noche pero una suerte de brisa acariciaba a los elementos, como reconfortándolos luego de un calor intenso y agrupaciones de pájaros torcían sus alas en un cielo magnifico, casi al alcance de las manos



()

viernes, 21 de septiembre de 2012

Sos mí ídolo

El número de teléfono que apareció en la pantalla de mi móvil no tenía similitud a ningún otro. Eran muchos unos apilados, uno detrás del otro, como un código binario sin muchas esperanzas.
La voz de un muchacho, de un joven, comenzó a traspasar el cable telefónico hasta poder llegar a oírlo. Las maravillas del mundo. Maestro, me dijo, perdón que ose en llamarlo de esta manera pero necesito hablarle, pedirle un favor. Jamás me han molestado las solicitudes en cuanto las pueda cumplir pero la categoría de maestro me sentaba muy grande y no puede evitar corregirlo. Mirá, llamarme maestro me parece una categoría que me sienta muy grande y no puedo evitar corregirte, le dije, pero contame, qué puedo hacer por vos. El joven comenzó a reír, a sonreír, se le notaba en la pronunciación de las erres, de las tés también. Empezó a balbucear que estaba estudiando periodismo y estaba por recibirse, a punto de terminar una tesis. Pero, para ello, precisaba de una entrevista profunda con un personajes interesante de nuestra cultura. Me había elegido a mí.
Sin siquiera saberlo, noté que la sociedad, el conjunto y sus representantes, me habían declarado personaje ilustre de algo. Nunca lo supe, nunca hubiera imaginado tamaña equivocación. Le pedí un momento al muchacho, que se había presentado como Pablo, para poder pensar en qué habré hecho para semejante mención. Tal vez inventé una cura o una vacuna para algo; un deporte, es posible que me haya destacado en alguna disciplina, probablemente haya lanzado un pancho con papas por los aires, ciento treinta metros, no sé, establecer un récord; o habré escrito algo, algo lindo, presentable y destacable. No, eso último no podría ser, seguramente fue lo del pancho.
Agradecí a Pablo por su reconocimiento, le dije que lo que hacía era por él, que sólo su opinión vale. Me agradeció y, apurado por un teléfono público que demandaba monedas que no tenía, me llegó a alcanzar a decir que me esperaba en una esquina de Palermo, que él estaba dispuesto a invitarme a almorzar. Accedí sólo ante una condición. No pensaba ir a Palermo a comer. En Palermo no se come, se aparenta. Le pedí que asistiéramos a un bar en La Paternal, un bar donde se amalgaman hinchas de Atlanta, donde hay cuadros colgados en la pared de futbolistas que hoy en día trabajan en la recolección, donde también se sigue sirviendo un vaso de vino o una ginebra. Quedamos a las seis ahí.
La Paternal sigue siendo uno de esos eternos barrios que, por más que formen una unidad de la capital, todavía no perdieron esa identidad, esa esencia donde las calles tranquilas que se alternan en mano y contra mano, decoradas por árboles bajos y canastos de basura individuales. Pablo estaba apoyado sobre uno de ellos, justamente. Me estiró su mano temblorosa y me agradeció la presencia. El chico, al parecer, jamás había estado en uno de estos lugares, a juzgar por sus ropas, por su elegante suéter luciendo una marca importada, sus zapatos brillantes y su aspecto de inmigrante de barrio norte. De todas formas, era notablemente amable y lo invité a pasar al bar. En ocasiones, el bar es la casa de uno, es más que la casa también. Es la reunión de todo lo bueno, de todo lo malo que cada quien sustenta. Así, Pablito (como luego me gustó llamarlo) se asustó con la primera impresión de viejos resistiendo contra el cansancio de la bebida, disputando partidas de juegos de cartas que parecen que nunca han de terminar, que nunca comenzaron y que siempre jugarán. También, se llevó una sorpresa por una pareja que se prometía amor al lado de una ventana, en la esquina luminosa del lugar. Luego, además, estaban unas viejas prostitutas de la zona que, regularmente, venían al bar por las instalaciones sanitarias, a veces por piedad. Pablito se sentó en una mesa, tocando a tientas la mesa, la silla, sabiendo que mirando de la forma en que miraba estaba mal pero no podía hacerlo de otra forma. Por eso, al sentarme, le pregunté a Diego sí estaba bien que me quedara a acá, si no incomodaba a los demás, porque, al juzgar por las caras de los parroquianos, mi visita  no parecía ser grata para nadie, más con mi actitud sobre protectora con el grabador y mi manera de encoger los hombros cuando me sentía amenazado. Es decir, tampoco ayudó al clima el haberme pedido un agua sin gas y pedir que me cambien el vaso que trajeron por primera vez pero yo no podía tomar de ahí, era imposible, una vez que uno comienza a conocer a lo que se expone, se pone más meticuloso, menos tolerante, como esos enamorados errantes sin destinos para su amor que van protegiendo su corazón para nunca más salir lastimados.
Le dije a Diego que no iba a tardar mucho toda esta cuestión, que le agradecía enteramente su tiempo y que estar sentado a su mesa era un prestigio de muy pocos. Luego, tomé mi vaso de whisky para ver cómo Pablito encendía el grabador y revolvía unas hojas de un brillante anotador. El chico estaba preparado pero primero quise saber por qué me había elegido, qué le inspiraba para que su tesis, su trabajo, se basara en mí, alguien tan poco interesante, capaz de resumir su vida en una carilla. Pablito contestó que unos escritos míos se habían colado en apuntes de una materia de la facultad, de una materia optativa y que le llamó la atención que haya arrojado un pancho con papas más allá del largo de una cuadra. Que esa combinación entre un intelectual y un ¿atleta? le generaba una cierta admiración. Yo no podía dejar de hablar. Sí bien él no era para nada conocido, el estar con la persona que uno siente como guía, como un padre desde las perspectivas creativas, es un atropello para el alma, no estamos humanamente preparados. Por eso le pedí disculpas a Diego, por la prepotencia, por el sobresalto frente a la interacción. Él bebía su whisky mientras buscaba contar los porotos de los viejos que jugaban al lado, quería saber cómo iban para poder colarme en el partido en algún punto. Se lo iba a proponer a Pablito, pensé. Me parecía oportuno que el pibe pueda jugar una partida de truco, aprender de la vida en la mesa de un bar. Sin embargo, una palabra me quedó boyando sobre lo que dijo. Admiración. Yo no podía se producto de admiración de nadie. Soy todo lo contrario al ejemplo, pensé. Y me puse a charlar con Pablito al respecto.
Le comenté que la admiración es el sentimiento más lejano al razonamiento, que no me parecía sano para él que me tenga como referente, que las cosas cambian. Pablito sólo escuchaba. Le dije que todo es relativo, nada es para siempre y, luego, se refirió, como ejemplo, a algo sobre el amor que pude entender cuando hice la desgrabación de la entrevista. Diego tosió por el cigarrillo y curó su voz con un tinte de whisky para abrirse paso en una de las declaraciones más pertinentes y necesarias que he escuchado. Le dije algo sobre que el amor no existe, que el precepto cambian continuamente, que no es lo mismo amar por primera vez que luego, que el desgaste, la cotidiana lucha y derrota con la realidad que va quebrando los sueños y uno se empieza a conformar, a adaptarse a lo que la vida tiene para dar, entonces el amor ya cambió, ya no tiene ilusiones, fantasías, intenciones; el amor termina siendo lo que hay, lo que se puede. Pablito se emocionó, lo pude ver en sus ojos, escondidos detrás de dos lentes, de sus anteojos.
Continúe y le dije que aquello que uno precisa para amar a los diecisiete años no es lo mismo que usa para amar a los treinta, a los cincuenta, que ayer a la tarde. Que eso también pasa con los ídolos, con aquellos a quien uno destina su admiración, uno va cambiando, en este caso, mejorando en la elección, me dijo. Diego me contó que en un principio leyó a Fontanarrosa por historietas pero luego eso no le alcanzó. Y así le dije a Pablito que estaba bien que me haya leído pero sólo una vez, que tenía que avanzar, que podía conseguirse algo mejor a la vuelta de la esquina o en cualquier rincón de este bar, donde la vida se aprende, se yuxtapone y no descansa.
Pablito se fue dándome las gracias, prometiendo todo eso que se promete en la juventud, cuando imperan los sueños. Más luego supe de él. Triunfó como periodista, lo veo seguido en las noticias en perpetuas discusiones con colegas con la misma chispa en los ojos que cuando lo conocí; también lo veo seguido en el bar a Diego, en la misma mesa, me hice parte del dibujo de tan dicha comedia. Ahora pido whisky con él, en ocasiones le convido un truco. Primero está el envido, Pablito, siempre hay tantos para el envido.



()

martes, 18 de septiembre de 2012

Error de cálculo

No sé qué te dijeron a vos pero yo lo entendí de otra forma, diferente. No, no quiero decirte, con esto, que lo mío, lo que pienso, esté bien y lo tuyo no, siempre sostuve que existen tantas razones como puntos de vistas hayan. Así, por ello, que antes de tomar cualquier cualquier decisión, cualquier camino de pensamiento, es menester que me escuches. Sólo quiero poder entablar una conversación, vamos, poder llegar a un punto de encuentro, formar un acuerdo.
Todo lo que he venido diciendo, hacia los adentros de la relación, mis consternaciones, preocupaciones, etcéteras, te han importado poco, lo sé. Son banalidades sin fines de lucro, a veces me dedico a pensar, sé que no parece. Por ello, te podrá sonar raro lo que te voy a decir, más que nada porque sé que no te interesa, que lo tuyo son los números, que el libro diario, las maneras de evitar pagar el iva. En cambio, recordarás que siempre me preocupó el significado de la vida, la necesidad de una respuesta me ha conducido a los confines mejores guardados de las distintas corrientes del pensamiento. También, sabrás, que me he desvelado en varias noches para alcanzar la esencia de la felicidad, la definición de una sonrisa. Pero creo que siempre hemos discutido sobre algo, sobre eso que vos no entendías el cómo yo me podía pasar indagando sobre tanta teoría enrededor de una palabra. Es hoy en día que no logro, todavía, encasillar un cuadrante, un concepto para el amor, para las relaciones, el cómo el más nítido y puro sentimiento se puede desvanecer, hacerse granos de arena para luego reconstituirse en otra ocasión, con alguien más, en un colosal castillo, impenetrable hasta que las dudas lo astillan, hasta que la marcha continúe, ad eternum.
Por eso, te lo cuento así, quiero decirlo así. Existe, dentro del torrente de mitología, de fábulas, una historia en particular. Todo es particular, no me vengas con lo relativo. Esta historia habla de la creación del hombre, de cómo nació. Tal vez te parezca una fantasía, algo ridículo, lo sé por tu expresión, es la misma que usas cuando me intentas explicar la importancia sobre las cuentas nacionales y yo no te doy bola, perdón. Pero prosigo, quédate un poco más.
En sí, dentro de la mitología griega, se cree, se supone, que Zeus, en algún momento, se le dio por crear mortales en un mundo poblado por dioses. El tema es que, al crear tal animal, lo proveyó con dos rostros, dos pares de piernas y dos pares de brazos. Sí, algo grotesco, lo sé. Pero acá viene lo lindo, lo romántico, lo que queremos escuchar. Zeus, en un arrebato de lógica, entendió que el ser humano, hecho así y dotado de lógica y otras cosas que un cadete les brindó a los de nuestra especie, iba a ser muy poderoso y capaz de derribar a los dioses si así lo quisiesen. Entonces, el dios del rayo, emprendió con furia a separar a los primeros seres en dos partes iguales, dotándolos de las mismas características que lucimos hoy en día. Espera, no cruces los brazos todavía, pichona, escúchame un poco más. La cuestión es que, luego de esta explicación, se elabora la teoría de que los hombres vamos bailando el compás de Cronos en búsqueda de esa mitad que nos falta, que nos completa. El amor, se podría decir.
Asumo, probablemente equivocándome, que no entendes bien a dónde quiero llegar con esta baratija. No, por favor, no me reproches que siempre hago largo lo corto, que soy excesivo y detallista. Yo nunca te jodí con los temas de amortización y eso.
Quiero decirte, en resumidas cuentas, que creo firmemente en aquello que muchos desprestigiarán como una movida romancista, nutrida de esperanzas, carente del método hipotético-deductivo. Pero elijo que sea así. Para mí, una suerte de alma, de dios, de demiurgo, nos creó para buscar la otra mitad. Aunque, en vías de excusarme, para mí cometió un error conmigo. Afirmo que en vez de dividirme en dos partes, como hizo con todos los demás, lo hizo en tres, sin querer, sin desearlo. Por eso es que me encontras con tu prima, ahora, en nuestra cama. Error de cálculo.


()

Imagen de acá

sábado, 15 de septiembre de 2012

Volver a la ciudad

Ya salido del embotellamiento, luego de conocer diversas personas, me queda un grato recuerdo de todas ellas. Sin embargo, vestigios de la ocasión fueron modificando mis comportamientos. Es decir, hoy en día llevo agua por demás en el auto y algunas raciones de comida.
La estadía en el campo, con Alejo, fue increíblemente grata. Prometí volver.  Siempre se desea volver a las situaciones o estadíos donde el alma se encuentra a gusto. Pero, como ya había mencionado, mejor retirarse cuando se esté ganando. Uno, lamentablemente, extraña la incomodidad del hábitat. Así que vuelvo a la ciudad.
El tráfico general hizo que el día se me haya escurrido entre las manos para dar paso a una lujuriosa noche, como una noche de verano en París, cerca al Siena, con suave caricias de un viento que supo hacer girar los distintos moulins de la ciudad francesa. Entredormido por el cansancio y la confusión, bajo desde la avenido Lugones, erróneamente, a las cercanías al estadio de River. Manejo por las callecitas del barrio a medida que las luces del asfalto dan sus primeras notas de claridad. No hay nadie por las calles, sólo autos lujosos que se posan sobre las diferentes veredas, mostrando signos de ostentación. Tomo la avenida Figueroa Alcorta con dirección al centro, olvidandome que la misma no tiene suficiente extensión de doble mano como para llevarme a mi destino. Pero, en su acotado recorrido, pude atravesar las plazas que circunscribe y ver en detalle como pomposas rubias corrían por la noche, al brillo de una amable luna amarilla.
Obligadamente, tuve que encarar hacia dentro de otras calles poco iluminadas, la avenida se hacía contramano. Casas bajas alternaban con edificios cortos, otros más altos. Amorosas parejas se paseaban de la mano, comulgando en pequeños besos en cada esquina. Mientras tanto, iba pensando que avenida del Libertador no debería de estar muy lejos. Pensé que, tomando mencionada avenida, podría recorrer un camino conocido, desandar la vuelta a casa. Al parecer, el regreso no iba a ser nada fácil.
Por suerte, la noche, el clima, se presentaba en el grado justo como para no poder enfurecerse por estar perdido o desorientado. En los últimos días, las continuas lluvias habían provocado una cierta atmósfera de amargura o, mejor dicho, de melancolía sobre la ciudad. Creo que tal vez por ello también decidí irme hacia lo de Alejo. Había escuchado, tiempo atrás, un decir sobre que en las gotas de lluvia se van desarrollando los destinos o historias que no llegamos a concretar por elegir la senda actual. Así, veía en todas las gotas que golpeaban en la ventana del balcón de casa las diferentes rayuelas de mi vida. Pero ahora, mientras manejo y suelto el humo que se confunde con otros del pavimento, la lluvia cesó y el día dio paso a una cálida noche, húmeda pero con viento fresco, noche de Buenos Aires.
Acuden a mi mente recuerdos de otros tiempos, de cuando mi viejo aún vivía y me decía que Buenos Aires era la París de esta parte del globo. Quizás porque nunca salí del país, jamás logré entender lo que mi padre quiso decirme con esa expresión. Para mí, Buenos Aires siempre ha sido Buenos Aires. Si tuviera que compararla con una mujer, debería de decir que es como aquellas que siempre se recuerdan con cierto afecto, con cierta picardía.
Doblé por Olazabal y ya los nombres de las calles resultaban un tanto más familiares. Sin querer, y distraído por mirar una deliciosa mujer, tuve que doblar en Miñones para no llevarme por delante a un motociclista. Por suerte, pude corregir el rumbo en Juramento. Sin embargo, acá empieza todo.
Ya a dos cuadras de Libertador, noto que existen faroles en vez de los impersonales postes de luz. También se escuchaba música, una especie de jazz antológico, como sacado de otra parte. Sumado a ello, jovencitas tan flacas como un haz de luz, lucen vestidos cortos y fuman cigarrillos desde largas boquillas negras. Extrañado, ellas me miran y una, de ojos claros y cabellos desorientados de rulos que giran con el viento, me lanza un beso con gusto a humo y siento que nada puede salir mal en la noche que comienza.
Con renovadas esperanzas posadas sobre la ciudad, doblo en avenida del Libertador para encontrarme con una osada cantidad de bares y cafés que generan una ambiente casi místico con mesas de maderas, adornadas de velas flotantes en finas copas redondas, que dejan olvidadas sobre las veredas. La cantidad de personas aumenta en contraposición a la reducción de vehículos circundantes. Siempre supe que la noche tenía algo, un no sé qué distinto al día, como si todo fuera diferente. Así, fui notando que los edificios dejaban de ser tan altos y que las personas, siquiera, pretendían ser amables. La cantidad de luces encendidas por la zona era de tan escasa cantidad, que el cielo estrenaba un manto de estrellas que oficiaba como una guía T intergalactica. Así, llegue a la esquina de la calle La Pampa, donde solía existir una pizzería no tan famosa pero sí apetitosa. Pensé en frenar y para a buscar algo para llevar pero ya estaba cerca de casa y necesitaba descansar.
De todas formas, frené en el semáforo de La Pampa para dar paso a los peatones y ciertos vehículos que giraban en la curiosa autopista de la vida. Quedé atónito cuando ví un Ford T que salía desde un estacionamiento. El auto estaba impecable, como recién salido de la alienante máquina de Henry. Pero alunicé en aún más perplejo estado cuando otro Ford T se paraba al lado mío, esperando al semáforo y puteando al aire por un aparente atraso.
Todavía atónito y sonriente, puse el pie sobre el pedal para seguir por Libertador y zambullirme en el túnel con el cual dicha avenida cuenta. Todavía tengo el vívido recuerdo de observar las luces mucho más tenues de lo que pensaba que eran.
Lo que más me había preocupado en el trayecto fue que sabía de antemano que el túnel tenía una extensión de unas seis, siete cuadras y que estaba recorriendo unos tres kilómetros sin siquiera ver rastros de ascender nuevamente. De repente, noto que una extraña música clásica adorna al transcurso del viaje, proveniente desde el túnel, a medida que las paredes del mismo comienzan a ser decoradas por copias de cuadros famosos. Luego, la música salta a ese jazz que había escuchando sobre la calle Juramento para dar la última nota en el instante justo que emerjo a la superficie.
Tal vez, ahora, ya no sea tan complejo de explicar. Al principio, no podía creer lo que mis ojos estaban viendo pero es la simple cachetada al raciocinio, el quiebre a la estructura. Finalmente, el túnel me dejó en las puertas de Calais, luego a los puntos cercanos que Francia tenía para mostrar. No creo volver a casa, por lo pronto. Estoy rodeado de la belle époque en un París que intenta ser la Buenos Aires de Europa.



Imagen de acá



jueves, 13 de septiembre de 2012

Un estudio no difundido

Tenía ese malestar hace un tiempo atrás. Suerte de episodios alternados comenzaron una mañana, creo que fue un lunes de octubre, uno de esos días donde parece que nunca hubo noche, uno de esos días donde parece que el sol no tomó descanso. Habrá comenzado todo con una especie de molestia entre la sexta y séptima costilla del lado izquierdo. A veces se movía hacia abajo, luego rondaba por arriba pero siempre del lado izquierdo del cuerpo, siempre circundando el tórax. Era una sensación particularmente rara, era como sentir un vacío, un espacio sin nada pero que duele, que molesta. No le dí mayor importancia y dejé que el tiempo vaya acostumbrándome a la sensación o, en el mejor de los escenarios, que desaparezca.
Transcurrieron mis días. Cumplí, jornal a jornal, las diferentes obligaciones que atañen el vivir en una sociedad de tipo capitalista. Fuí a la universidad, también a trabajar y me comporté como un fiel consumista sin mayores inconvenientes. Pero, de vez en cuando, el dolor reaparecía. La molestia me quitaba el hambre, las ganas de todo. Si bien en un principio fue esporádico, el paso de los momentos solo dejó secuelas más graves. Supe llegar al punto de despertarme por la angustia del dolor. Sí, creo que esa es la palabra justa, angustia. A veces, se solía pasar luego del desayuno pero empeoraba al llegar al trabajo, mientras viajaba en el colectivo, frente al primer cigarrillo del día. Luego, me acompañaba, particularmente, luego del almuerzo, antes de un café de media tarde. Decidí consultar un médico.
De todo ello serán unas tres, cuatro semanas que han transcurrido. Acudí al doctor Zamorano, un especialista en putas que se había graduado de medicina por su capacidad intelectual más que por decisión o vocación. 'En la medicina está la guita, Dieguito', me decía cuando era pibe. La confianza que habíamos entablado entre ambos era solo superada por su manía de hacer chistes ante todo. Por ello mismo, no recuerdo haberlo encontrado nunca en algún velorio u ocasión que amerite seriedad.
Le comenté lo que me venía sucediendo, lo que me estaba pasando. Él, por primeriza vez, se puso serio y comenzó a preguntarme ciertas indagaciones que hacen al diagnostico. Es que Zamorano sabía que sí acudía a él era porque algo me pasaba, nunca fui de acercarme a la atención médica. De tal forma, los interrogantes circundaban a los momentos previos y posteriores de las fuertes sensaciones de angustia que sentía. Le comenté que, en la mayoría de los casos, ocurría luego de despertarme y antes de llegar al trabajo. También era frecuente que ocurriera cuando terminaba de almorzar. Y, un dato que no me pareció menor, fue aquel que mencioné indicando que una ligera pinchazón se producía en mí, en el mismo lugar, cuando podía ver a la recepcionista de la oficina siendo persuadida por diferentes empleados. Lo mismo ocurrió cuando aprecié a Martinez, un supervisor, robando resmas de hojas y un cuaderno tapa dura.
El doctor Zamorano me escuchaba atentamente mientras miraba a la nada, al piso, a la azul alfombra desgastada que cubría la oficina de él, su consultorio. Colocó el codo del brazo izquierdo sobre el escritorio para poder apoyar su rostro sobre la palma de su mano, y así pensar. Se acomodó, lo recuerdo como ayer, sus cabellos casi grises en su totalidad. A medida que yo seguía enumerando situaciones, me abordó una cierta consternación por no sentirme escuchando ya que Zamorano iba procediendo a rascarse la oreja derecha con las yemas de los dedos índice y pulgar. De pronto, el doctor pidió que pare. Luego, dijo:
- Te faltan unas buenas putas a vos, pibe.- y me miró, abriendo bien los ojos, como recuperando la conciencia.
- Perdón, doctor, no creo que sea eso, vengo bien.- le contesté no conforme con su diagnostico.
- Mirá, pibe, te voy a decir lo que pasa. Existe un estudio no difundido, encajonado, que se hizo en simultaneo entre los años ochenta y noventa en diversos puntos del globo. El estudio tenía como fin encontrar el desgaste general en la vida, es decir, a dónde se iba la nafta del ser humano. Pero, al encontrar la respuesta, las multinacionales hicieron callar a los investigadores con dos mangos del orto.
- Zamorano, sabe usted que lo respeto y lo aprecio mucho pero, sinceramente, no le entendí un carajo, ¿tengo algo acaso? ¿Me está diciendo que tengo un enfermedad incurable? ¿Me estoy muriendo? ¿Me estoy desgastando? - referí sintiendo que hice muchas preguntas casi similares.
- Todos nos estamos muriendo, pibe. Pero a vos, lo que te pasa, lo que se descubrió también con esa investigación, es que se te está acabando la nafta. Al entrar a la oficina, estás dejando un poco de tu vida, cada día, todos los días. Eso es lo que tienen las oficinas, pibe, te chupan todo pero nunca acabas. Son unas putas de mierda.- y dió un solo aplauso que lo llevó hasta su rostro para largarse a reír.

()

domingo, 9 de septiembre de 2012

Viaje en subte

El tren Urquiza tiene sus ventajas. Cómodos asientos, horario respetable, varias estaciones, prolijidad en el servicio. Lamentablemente, esto se opaca cuando largas filas de proletariado se unen en una comunión indeseada en tempranas horas de la mañana. Así viajo, formando parte de una masa que se mueve hacia un destino común, chocando hombros, empujando, bajando escaleras. El ochenta, ochenta y cinco porciento de las personas que descendemos del tren, volvemos a descender, como en un eterno viaje a las trincheras de Hades. Me refiero, con esto, que bajamos al subte, línea b, siempre bajamos, ad eternum. Por suerte, siquiera, ya es jueves. Me gusta que sea jueves, siento que es la antesala del fin de semana, como que nada podría salir mal un jueves.
'Es curioso los refugios que el hombre va construyendo para sobrellevar las cruces de la vida' pensé de forma paralela a la concepción del jueves y pasé el molinete luego de que un bip metálico afirmara que ya había pagado. El anden estaba repleto, como siempre. Noto cómo el ritmo de la vida en la ciudad cala dentro de los habitantes de tal manera que los individuos comienzan a tener horarios programados, citas contadas, tropiezos esperados y sorpresas sin sabor; de tal manera hasta llegar al punto donde uno reconoce rostros, personas, compañeros de viaje de los cuales nunca conoceremos nombres, historias. Son sacrificios, dicen los libros de texto, que los hombres hacen para vivir en armonía, para que todo salga bien. Y pienso en el profesor de filosofía que me preguntaba por el sentido de la vida, que también me enseñó sobre el contractualismo. Recuerdo a Locke, a Hobbes, siempre me agradó el apellido Monstequieu hasta que la formación llega, como salida de una niebla que se despereza y se eleva con los primeros rayos de sol. Es que, si bien la estación está debajo de la tierra, en F. Lacroze, existe un espacio que brinda luz solar, una rezago de vía que desemboca hacía arriba, como la esperanza dentro del purgatorio. Y el subte salió de un costado, quebrando la cortina de vapor.
Así, entre mis cavilaciones sobre lo que recordaba del Leviatán, observo cómo un hombre empuja una anciana que lleva un carrito para hacer las compras. También se encuentra una preciosa mujer, llevando un largo y recto pelo negro que se mece por sobre una camisa blanca, quien, adelanta el pie derecho en el anden, y acierta un golpe con su taco izquierdo, algo así como sucedió en Ensayo sobre la ceguera, en la canilla izquierda de un joven oficinista que, sin escrúpulos, quiso sentir el cuerpo de la muchacha cerca, como aquel quien quiere abrazar a alguien en las noches de invierno. Luego de ello, noto que todavía no entiendo el contractualismo. Pero abordo el subte. Y, me olvidaba, el subte viene lleno antes de siquiera salir de Los Incas, así que ingresar es una odisea.
Haciéndome paso, llego a poder apoyar la espalda contra la puerta contraria, es decir, por aquella que recién se abrirá en C. Pellegrini, sí todo sale bien. Noto como algunos van leyendo La Razón, otros Tiempo Argentino. También se encuentran los estudiantes, los de económicas que van repasando una caprichosa teoría de costos; luego, los de medicina que discuten sobre anticuerpos; por último, los de sociales que desandan los caminos del materialismo dialéctico. Hay oficinistas que arreglan sus corbatas, secretarías que contestan mensajes instantáneos por medio de un celular y abogados que lucen trajes manchados de casos cajonados. Gente que se duerme y se despierta de un susto, mamás que realizan el último peinado a sus hijas antes de ingresarlas al colegio y adolescentes que se besan, que se abrazan y que piensan que la eternidad es cosa de todos los días. El subte avanza, prosigue con rapidez para algunos, con lentitud para otros. Y entre las estaciones de Dorrego y Malabia ocurre todo.
El mundo, la población que integraba la formación que nos conducíamos debajo de la tierra, proseguía subsumida dentro de sus submundos, con material de lectura, con auriculares, con besos, con abrazos, con empujones también, en el momento en el que el subte se frenó. Unos se miraron la muñeca, consultando el reloj, para luego lanzar un suspiro. Una mujer ciega pedía permiso mientras, amablemente, vendía pañuelos de carilina. Unos obreros discutían en otro idioma y reían estrepitosamente. Y, en el fin de una de sus carcajadas, empezó a llover. Miro hacia afuera, por la ventana que se encuentra integrando la puerta del vagón y pequeños raspones, delicadas caricias de agua van decorando la superficie exterior del vidrio.
Llueve, llueve bajo tierra y llueve como si nunca hubiera llovido en el tiempo del mundo. Los vagones no están preparados para este fenómeno climático y es por ello que algo de agua se filtra por los ductos de ventilación, mojando a estudiantes, a ancianas, a tres monjas que estaban sentadas y a los abogados, también a los oficinistas.
Algunos ríen, otros lloran. Están los que se encuentran asustados, pensando la amorosa relación que existe entre el agua y la electricidad. Las secretarías sacan sus celulares y toman fotos. La gente mira hacia afuera y, por primera vez, siente un poco de frío en el subte. Los estudiantes de económicas aplauden, los de sociales silban y una chica que estudia medicina, vestida con un ambo verdeagua, abraza a una pequeña estudiante de primaria que llora porque su pelo se arruinó con el agua. Y, con el último sollozo de la nena, la formación reanuda su rumbo, estamos llegando a Malabia.
Rápidamente, el agua se seca. Ya las ventanas no muestran signo alguno de lo que acaba de ocurrir. Las prendas de los integrantes del vagón recuperan sus características originales. Suben otras personas que esperaban en el anden de la estación. Los que estaban de antes, vuelven a sus viejas costumbres. Sacan los diarios guardados. Los estudiantes subrayan pasajes en apuntes arrugados. Las secretarías contestan un mail y cambian la canción que estaban escuchando. Los abogados llaman por teléfono pidiendo legajos, oficios, desayuno americano para las diez.
Ingresa al vagón una chica embarazada y un tercero pide por ella el asiento al grito de: - Un asiento para la señora que está embarazada.- y todos los cercanos sentados inclinan  sus cabezas hacia distintos puntos cardinales pretendiendo conciliar un sueño fingido. Una anciana se levanta de su posición y llama a la chica y le pide que se siente, que ella ya bajaba.
- Ay, vení nena, sentate acá. Sí tenes que esperar algo de éstos, vas a morir parada ahí. - refirió la octogenaria dama - Acá nada va a cambiar, siempre pasa lo mismo, en el subte siempre pasa lo mismo. -  dijo por último la anciana para luego dar un estornudo de ropas todavía húmedas.



____
Quiero decir algo, aprovecho el espacio.
Lo anterior tiene una, digamos, dedicación que surge, digamos, de una inspiración. Otorgo mención al Sr. Juan Hundred, creador de El subte viene lleno (link arriba, en el texto).
Como bien le comenté a él, vale aclararlo también acá. No recuerdo cómo ni por qué llegué su sitio pero en sus escritos, en sus palabras, encontré un recuerdo del futuro que alguna vez soñé. Antes escribía, en el secundario, cosas que quedaron en el olvido, de algo que quise ser por un trimestre. El sr. Hundred, con intermedio de sus textos, fue el impulsor, sin quererlo, de que vuelva a intentar, siquiera, con la creación de cuentos, de historias. Por ello, gracias, muchas gracias.
De la misma manera, me hago paso para decirles a todo aquel que repudia mi manera, mis textos, mis creaciones, que se las arreglen con el sr. Juan Hundred, de él es la culpa.
Gracias, muchas gracias.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Sobre estados

Se me habían acalambrado los dedos del pie izquierdo. Me dijeron que era común, que me iba a pasar en cuando 'pisara' el agua por primera vez. Es que hacia poco que comenzaba natación y todavía no había logrado acostumbrarme a la manera de patear, de las posiciones, de respirar, de dejar de tragar agua. Pero no podía hacerme a la idea de los calambres. Más allá de las diversas formas de elongación previa y posterior, siempre me inducia unos fuertes dolores, pinchazos, y rigideces musculares, principalmente en los pies.
Así me encontraba en el vestuario, luego de nadar, de hacerme uno con el agua, sentado después de la ducha, de intentar en vano retirar el aroma a cloro que se hacía mi perfume personal luego de cada sesión. Estaba sentado, entonces, en boxers, con la pierna izquierda cruzada sobre el la rodilla derecha, masajeando los frágiles dedos, extensiones finales del cuerpo. En un momento dado, otro de los que se estaba bañando, sale de la ducha para secarse frente a su bolso, sus pertenencias. Ya nos habíamos conocido por tener una conversación expedita, un 'qué tal', quizás un 'qué quilombo con el dólar'. Esto le dio pie a preguntar, a indaga sobre mi ritual.
-¿Qué haces? ¿Estás bien? - preguntó mientras se pasaba un toallón gastado por el medio de las bolas.
- Sí, estoy bien. Se me acalambraron los dedos, una cagada en verdad. - contesté a medida que persistía con el masaje, él con sus huevos. Luego, asintió arrugando la pera y arqueando las cejas. El vapor empañó los vidrios del vestuario y se escuchaba que desde afuera, desde la pileta, una nueva clase arrancaba.
-Siempre te va a pasar, eh. Mirá, yo vengo desde que soy un pibe y todavía me pasa. ¿Sabés cuántos años tengo yo? - preguntó mientras juntaba los dedos pulgar, indice y mayor de la mano derecha, en una comunión central, apuntándolos hacia arriba, acompañando esto con un movimiento ascendente y descendente de la misma mano.
- No, la verdad que no. - respondí ya que todavía no me había recibido de mentalista.
- Treinta y siete años tengo macho, treinta y siete. Nado desde que tengo cinco. Sí, ahora dejé un poco, viste cómo es esto. El laburo, la vida de casado. Y decí que todavía no tengo pibes sino, pff, ni te cuento. ¿Vos, locura? - y comenzó a vestirse. De ahí en más, la conversación fue más amena. Por más heterosexual que uno sea, las charlas en pelotas entre hombres no son de lo más delicioso que pueda ocurrir, bajo ninguna circunstancia, bajo ningún ámbito. Ciertamente, él parecía más jovén, de unos diez, doce años menos.
- Bueno, te mantenes bien, pareces más joven al decir verdad. Yo, no, yo tengo veintiuno. Sí, lo sé, estoy hecho mierda. - dije sin escrúpulos. A mí la vida me dio, lo que en la jerga recursohumanista se diría, competencias varias para diversas situaciones; sin embargo, le falto completar, tal vez, con características de la edad que debería de tener.
- ¡Eu! ¡Estás hecho bosta! ¿Mucha joda? - preguntó mientras reía.
- No, lo normal. No sé. - no quise ahondar en desprolijidades.
- Yo, mirá, me cuido en todo, por eso me mantengo así. Cero alcohol, cero trasnochar, comidas livianas, ejercicio y jamás un cigarrillo. ¿Entendes? Cero alcohol, cero cigarrillo, cero noche. Así estoy, eh. Vos lo dijiste, estoy hecho un pibe.
- Sí, capté. Cero alcohol, cero cigarrillo y cero noche. - reafirmé mientras entornaba los ojos para pensar, yo pensaba qué había detrás de todo esto, alguna trampa, algo que yo no estaba entendiendo.
- También cuidarse con las comidas, eh. Nada por arriba de dos mil doscientas calorías por día. Nada. Bueno, tal vez, una vez por mes, me compro un salamín pero como la mitad, nada más. Hay que saber controlarse.
- Cero alcohol, cero cigarrillo, cero noche y cuidarse con las comidas. - había llegado al punto de parecer autista.
- Bueno, fierita, me voy yendo. Que sigas bien. - se despidió con un agitado apretón de manos para luego darse paso entre el vapor del vestuario y retirarse.
Terminé de envolver la ropa mojada en bolsas y más bolsas para acomodarla, después, en la mochila. Tenía que entrar a trabajar pero no podía quitar de mis pensamientos los condicionantes que se autoinfligía el nadador amateur. La frase, el resumen de su vida, 'cero alcohol, cero cigarrillo, cero noche y cuidarse con las comidas', me acompañó hasta la pizzería. No sentía mucha hambre y pedí dos porciones de muzzarella. Tomé, en el mismo mostrador que oficiaba de mesa para varios, una servilleta y comencé a escribir la frase. La repetí y la repetí hasta las limitaciones del pedazo de papel.
Medité. Pensé en la frase mientras terminaba los últimos sorbos de una cerveza negra y jugaba con un carozo desnudo en la boca. Miré la frase escrita centenares de veces, en diferentes letras y tamaños. Tomé una decisión. Sentí que era lo correcto. Pedí una porción de fugazzeta rellena para llevar, para comerla en el trabajo. Lo hice así para darme tiempo, para caminar, para prenderme un cigarrillo antes de llegar a la oficina.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Sobre la voluntad de la desesperación o sobre la desesperada voluntad

En un mundo sin ideas,
La Razón* se da a voluntad.

*La Razón es un diario argentino de índole gratuita que se reparte en zonas aledañas a estaciones de ferrocarriles, estaciones de subte, estaciones de etcétera. Su distribución se limita a la Capital Federal. Recopila diversas noticias dentro de las acotadas páginas. Lo que luego surge es que, una vez pasada la mañana, jovenes carenciados se aprestan a repartir los diarios por la ciudad a cambio de una colaboración, unas monedas. Es el grito de la desesperación, dan 'La Razón a voluntad'.


___
Por la presente, Diego pide hondas disculpas por la verborragia que acaba de redactar. Diego, además, solicita que el descuidado lector no entienda lo anterior como una de sus obras más prodigiosas, aunque tampoco se espera un estrepitoso acierto. Diego, el autor, pide la tolerancia del público con promesas que, probablemente, jamás cumplirá.
Es menester acentuar que el texto de Diego no tiene tonalidades políticas, filosóficas, sociológicas, psicológicas, etcéterologicas. El autor, Diego, por último, llama a la comunidad a que, antes de ofrecer algún repudio, acto público de destitución, sacrificio en la plaza del pueblo, sea posible una celebración de comprensión, de mezclas de opiniones. 'No me fajen', pidió Diego, el autor.

martes, 4 de septiembre de 2012

Huir al campo

El cuerpo es  la cárcel del alma.
Platón.

Creo que deben de haber pasado unos tres, cuatro meses desde que terminé de pagar la última cuota. Recuerdo la sensación de poder decir que el auto ya era mío, que estaba a mi nombre y que no le debía nada a nadie. Tener un auto, manejar por rutas diversas, atravesar campos, llanuras verdes, montañas rocosas, al paso de la claridad del cielo, es una de las sensaciones más gratificantes que existen, luego del sexo.
Así que, ya en condiciones de ser dueño, arreglé todo para ir a visitar a Alejo, mi primo en Córdoba. Éste iba a ser uno de los primero viajes que tenía pensado hacer. Otro destino posible en la agenda sería el sur, completo, con jamón, queso, lechuga, tomate y huevo. El sur entero, algún día lo haré, me prometí a mí mismo.
De tal manera, , me encuentro ultimando detalles para dirigirme hacia Mina Clavero, donde Alejo ubico una grandiosa propiedad de unas casi cien hectáreas de pura vista celestial. Ya puedo decir que estoy lanzado en la ruta, en autopistas que vienen y van, ya el viaje se hace cada vez más corto. Me encuentro con la sensación de la pura libertad haciéndose agua en la boca, mientras diferentes canciones acompañan la ruta, el camino. Creedence, escucho. Creedence es una banda de ruta. También Spinetta, me emociono al escuchar al flaco, no sé. Decidí irme, solo, necesitaba pensar lejos de la ciudad, de los ruidos de las publicidades, lejos de humos ajenos, irme al campo a descansar. Huir al campo de mi primo de Alejo, pensé, luego de uno de los peajes, pensé que sería un buen título para una autobiografía, un libro, tal vez el resumen de una historia. Alejo me había dicho que pasara unos días por allá, que una vez que alunice en el terreno, jamás todo volverá a ser lo mismo. Algo así pasó. Pero, digamos, que ahora, al pensar en la impronta, en la situación, se me apersonan las sierras, las nubes que rozan las copas de los árboles, el sol que pide a gritos que te bajes y que corras al río, que tomes un fernet, y me percato que sí, que ya nada es lo mismo, que ese viaje me hizo bien. No me parece adecuado extender la explicación sobre la estadía, sobre lo que sucedió allí. Se puede resumir, digamos, en un sueño. Todo es resumible en un sueño. Era la tercera noche que me encontraba con Alejo, bajo un manto de estrellas que nos oficiaba de sábana. El dormir afuera, a la intemperie, es, a veces, mucho más seguro y a gusto que estar encerrado, entre cuatro extremidades que se convierten las casas, los hogares. Existía un susurro que me meció hasta dormirme. Era el arroyo que pasaba por detrás del terreno, en medio del campo, en la hectárea cincuenta y dos. El viento soplaba casi como un aire acondicionado, como en una oficina donde, el mismo viento, volaría resmas y resmas de papeles que nunca servirán. En éste caso, el viento mecía árboles, el viento ronroneaba y nos cantaba para que pudiéramos dormir, haciendo eco con el río, con las estrellas. Así, concilié el descanso nocturno. Empero, recuerdo una parte del sueño donde estaba encarcelado, atado, por algún crimen pero sin juicio. Tenía un collar metálico, como los collares militares que marcan tipo sanguíneo, factor, datos personales. Pero yo tenía el collar con las letras y números de la patente del auto. Luego, noté que la celda se agrandaba más y más pero las cadenas apretaban más y más. Un carcelero, un guardia se había asomado desde la reja, en una silla y me miraba a medida que hacia humo a un cigarrillo que cumplía su destino, hacerse humo. El guardia tenía un uniforme azul, reluciente, y fumaba. Noté que yo también era el guardia, que jugaba con las llaves y que pitaba interminables cigarrillos que jamás llegaban a la colilla. Después desperté, ya era de día, ya era mañana y le dije a Alejo que era hora de irme, que es mejor irse cuando todavía se está ganando.
De regreso, deshago caminos ya andados. Llego a la autopista Rosario-Córdoba. Es alucinante. Tomo el camino de regreso, sigo la autopista al sur, dejando un esplendido atardecer a las espaldas. Sí bien el cuadrante de los autovías es de grandes dimensiones, permitiendo diversas maniobras, circulaciones, etcéteras, no cuenta todavía con estaciones de servicios a su alrededor, sólo hay carteles que prometen que las harán. Entonces, voy por el kilómetro setenta y nueve, casi ochenta cuando comienzo a divisar largas filas de autos, camiones, furgonetas, transportes militares, otros de larga distancia, muchas ruedas, en fin. Me sumo a la espera, detengo el auto, mi Renault Caravelle celeste plata, modelo sesenta y seis, con algunas modificaciones, todo de colección. Venía escuchando Spinetta, ya ha cambiado la canción, el cantor, el sonido, todo. La canción que me trajo hasta acá, sí, la recuerdo. La que dice 'las almas repudian todo encierro', esa. ¿La tenés? ¿La conoces?
Bueno, no importa. Pero sí, lo que adquiere importancia es saber que hoy es el auto la cárcel del alma, del cuerpo también, no sé. Perdón sí fui más allá, no quise incomodarte. Es que el tiempo, el tiempo que estamos estacionados en esta autopista no sé cuál es, hace calor también. Hablemos de algo más, sí, mejor. Está muy lindo el  Dauphine. Vos también estás muy linda.


()

Imagen de acá

domingo, 2 de septiembre de 2012

La respuesta

Recuerdo aquella vez donde, todavía estando en el secundario, le pregunté al profesor de filosofía sobre sí existe todavía su materia hoy en días. Es decir, si es posible afirmar que, en épocas de la hiperinformación, de la hipervelocidad, de la hiperfornicación, cabía asentir que la filosofía seguía existiendo, tanto porque la mayoría (sino todas) las preguntas del cosmos se habían hecho como si ya nada importara desde que con las tarjetas de débito te hacen descuentos los días miércoles en indumentaria. Recuerdo que el profesor pensó un momento, tal vez considerando que ya había tocado el timbre y yo seguía en el aula, quizás deseando haber seguido otra carrera, no sé. Pero contestó. Dijo que todavía existían preguntar que desvelaban a los hombres, que nunca serán contestadas, como cuál es el sentido de la vida. 
Es curioso como, llegado a diversos puntos, uno recuerda nimiedades de su historia. Es como lo narran en testimonios, en películas, también en documentales. La vida pasa por delante de los ojos, como un film, como un fotograma lleno de sensaciones, en el momento justo donde la misma se esfuma, se está por terminar. Así, en el lecho, en la transición al más allá, se apersona la maestra de jardín regalando el beso más tierno, quizás se recuerda el primer tropiezo con la bici, la estrepitosa caída de una tostada con manteca y mermelada, mermelada de frutillas, la secundaria, el primer beso, el último, el amor, el viaje a Rosario con amigos, la vez que lloraste en una plaza, el aroma del primer café con leche en la oficina, el nacimiento del primer hijo, del primero nieto, etcétera.
Uniendo todo, básicamente recordé lo que me dijo el profesor por el hecho de que venía acarreando esa duda desde el momento en que la pronunció citándola como ejemplo. Desafortunadamente, el planteo de desafíos que, de antemano designan como imposibles de resolver, siempre me atrajeron, me atraparon hasta ser consumido y entremezclado con los mismos. Así, memoricé el número pi, me dediqué refutar a Kant y, obviamente, busqué el significado de la vida.
Sin embargo, no logré, hasta ahora, obtener una respuesta. Para sumar a mi infortunio, cabe decir que las dudas me atormentan, no puedo vivir conjunto a la constante incertidumbre. Fue así el cómo llegué hasta acá, a sentarme a pensar, a recordar. Éste viejo sillón verde que me ha acompañado en el decurso de mis días, siempre fue un lugar para reflexionar. Recuerdo los días que me encontré desvelado leyendo alguna novela interesante; las noches que cené sobre el mirando alguna película, quizás un partido de fútbol; siempre llegan a mis recuerdos los inviernos en que Mariela se sentaba en mi regazo y juntos escuchábamos la dulce melodía del silencio absoluto. Súbitamente, y entre los retazos de los recuerdos, se aproximaba la cara del profesor, su aliento a cigarrillo gastado y colonia barata. Conjunto a él, se hacia sonido su pronunciación, su exaltación en la palabra sentido, el suspiro en la vida. Me repetía la pregunta, como buscando respuestas. '¿Cuál es el sentido de la vida?' decía y se reía. Tuve la sensación de que estaba en un parcial, en un trimestral, en un final y yo no había estudiado. Quise ausentarme del aula, salir corriendo, dejando el sillón verde que posaba frente al escritorio del profesor, ir a repasar el guión que es mi vida en el pasillo, volver en la próxima fecha a rendir. Salto del sillón, del verde sillón y corro por un colegio al que jamás asistí, mientras escucho detrás la pregunta, una sombra que corre y pregunta '¿Cuál es el sentido de la vida?, ¿Cuál es el sentido de la vida?'. Subo escaleras, descanso tras columnas despintadas y me arreglo la corbata del uniforme.
De pronto, siento un pinchazo, aprieto los ojos y los dientes y las ideas también, para sobrellevar el dolor. Comienzo a sentir frío, mucho frío. No puedo moverme, no puedo gritar y, ahora, tengo la respuesta. Los gritos del profesor se vuelven susurros, la sombra se convierte en una cara sonriente, llena de paz. 'La respuesta', pienso, en el punto justo de llenar mi boca de palabras, de razones que explicaran tamaño descubrimiento. Intento mover los labios desesperadamente pero ya no hay caso, ya no sirve, ya no tiene sentido. Sonrío por la ironía de los momentos, para dejar una sonrisa hasta en el último de los instantes también. Sé el sentido de la vida pero también sé que acabaron de decretar la muerte digna y que ya no pertenezco al mundo de los sentidos. Recuerdo, ahora, que hacía demasiado frío en el hospital.