viernes, 30 de noviembre de 2012

La historia contada

Cerró el libro sin dar muchas vueltas. Tomó un sorbo de un café agonizante y prendió un cigarrillo. Luego, arrojó el ejemplar contra la mesa, lastimando la vajilla con furiosas cucharas saltarinas, embarradas de un dulce de leche brilloso y con muecas de haber agitado las aguas de la taza.
Pitó, lanzó humo espeso de un Parissiennes oscuro, capaz de ennegrecer al mejor día de verano. Luis se había cansado de leer los libros de historia, de grandes historiadores, de grandes epopeyas. Desde joven asumió que el entendimiento de los caminos del pasado ayudarían a dirección y trayecto al futuro. Además, cultivó una gran admiración por los personajes con hazañas heroicas o los pueblos que demostraban superioridad y, así, una trascendencia más allá del tiempo. Particularmente, Luis tenía cierta devoción por la historia antigua, por las narraciones de los tiempos de Homero y, sin ir más lejos, por aquellos guerreros que les interesaba más la inmortalidad de su nombre que el tiempo vivido. Eso de que vale más haber vivido poco pero bien antes de que haber vivido sin dejar vestigios de existencia. Claramente, Aquiles y sus historias fueron sus predilectas. Pero se había cansado.
Luis llamó al mozo para renovar su café y pidió dos medialunas rellenas con jamón y queso. Llevaba más de una hora esperando a Josefina pero ella volvía a recaer en sus clásicas tardanzas. Debían reunirse para tramitar la separación de bienes. Habían decidido arreglarse primero entre ellos y luego llevar todo a los abogados para que sea lo más justo para ellos. Luis masticaba bronca cuando volcó la ceniza sobre el piso de la vereda y tomó el libro nuevamente. Cuando años de intentar seguir luchando por aquello que tenía un final anunciado, se terminó, Luis se desahució del amor y de todos los conceptos que requieran una cuota de fe, de creer en algo, particularmente, en alguien más. Sin quererlo, los procesos de su inconsciente produjeron que el fenómeno llegara a sucintar un desplazamiento y condensación, manifestándose ello en una repulsión por la historia contada o narrada desde ópticas actuales. Es decir, dejo de creer.
Cuando el café llegó, junto a las medialunas, Luis miró hacia un costado, hacia la esquina, desde donde Josefina se bajaba de un auto nuevo, gris perla, con vidrios polarizados y aires de haber salido de una película, quizás de haber sido manejado por James Dean. Luis creyó reconocer el auto de algún otro lado, de otro momento pero nada pudo hacer cuando el humo de un renovado cigarrillo se elevaba frente a su visión hasta hacer desaparecer el auto, como si nunca hubiese existido, como si Josefina hubiera estado parada allí, frente a él, por siempre, desde siempre.
Ella se sentó y dejó una carpeta marrón con elásticos gastados sobre la mesa. Le pidió al mozo, todavía presente, un agua fría sin gas y prendió un cigarrillo, Luis creyó adivinar que era un Virginia Slims. Sin siquiera mediar palabra, Josefina comenzó a hojear el libro que estaba sobre la mesa. Leyó pasajes salteados, como un adolescente, y, en menos de lo que tardó el mozo en volver con el pedido, ya había recorrido los períodos de las guerras Médicas. Luis zambulló sus medialunas, en distintos tiempos, sobre el café y comió y fumó y bebió como si fuera la primera vez. O quizás la última.
Conversaron sobre lo qué iban a hacer, sobre a quién le correspondían las pequeñeces del departamento de Villa Crespo. Josefina seguía removiendo las hojas del libro aquel y deteniéndose en pasajes que leía en voz alta. Luis ahondaba, así, su descreimiento en todo. En su fuero interno, conjugó palabras y estructuras para dar paso a una seguidilla de conjeturas que le trasmitió a Josefina. Sin darse paso a respiro, le refirió que deje el libro, que la historia no existe, que no sabemos nada de lo que pasó hace tres mil años y, mucho menos, de lo que acaba de pasar. 'Son todos cuentos inventados, mentiras compartidas, verdades de cartón. ¿Acaso existió Alejandro Magno? ¿Hubo mongoles de los cuales cubrirse? ¿En verdad crees que los jeroglíficos significan algo? ¿Llegaste a sentir que Aquiles fue real? Creo que nada existió en verdad, que todo lo que sabemos es producto de narradores, de contadores de fábulas, de juglares que, sedientos de vino y hambriento de mujeres, inventaban, divagaban, creaban de la nada formidables historias para hacerse notar, para hacerse de sus cometidos. Y hubo quienes las escribieron, que las contaron por contar.' y respiró agitado, luego de haberse sacado eso que le pasaba dentro de sí.
Josefina virtió parte del contenido de la botella dentro del vaso, todavía con el libro abierto en una página aleatoria. Pequeñas gotas de agua cristalina, fría, salpicaron por sobre la carpeta marrón de elásticos gastados. Sin mayores problemas, sin siquiera aparentar un gesto, comenzó a apoyar los papeles que eran necesarios ser firmados. Repaso los items, marcó, como cualquier buena empleada de un organismo estatal, con cruces los lugares a ser firmados y aclarados para consignar lo pactado. El celular de Josefina sonó desde la cartera negra de tiras finas y alargada. Mientras contestaba, reía, se sonrojaba, por momentos murmuraba, casi hablando en secreto. Luego, cortó. Pero antes, Luis la escuchó decir algo como que esperara un poco más, que ya terminaba, que ella también lo extrañaba.
Dentro de los coloquios, de las tertulias que uno mismo establece consigo, todo puede pasar, suceder. La imaginación se regocija en los estadios donde acobija cada pensamiento haciéndolo propio, sorteando con ellos amarguras y sonrisas, sacrificios y plenitudes. Luis se paró, prendió un cigarrillo, soltó unos pocos pesos que tenía en el bolsillo que alcanzaban para pagar la cuenta y dejar una misera propina de monedas. Prendió un cigarrillo más - hace tiempo había aumentado la cuota de nicotina diaria, justificándose por los nervios, por necesidad - y soltó humo por sobre los restos de lo consumido. Tomó el libro, lo depositó en la axila izquierda, apretándolo fuerte, muy fuerte contra las costillas con su brazo, el brazo izquierdo que todavía tenía apresado al encendedor. Dió dos pasos para dar rienda a su marcha pero se devolvió para no masticar bronca luego y pronunció: 'Todo esto fue como la historia. No recuerdo los hechos, sólo algo me lo cuenta intentando dar brillo o destellos a aquello que fue bueno. ¿Acaso esto fue real? ¿En alguna ocasión nos hemos en verdad encontrado? Siento que hemos amado pero no nos amamos. Amar a destiempo es singular y, como un vampiro bailando frente a un espejo, no encuentra su reflejo, su contraparte. Así hemos querido, así nos ha salido. ¿Alguna vez me has amado? La pregunta es retorica más que interrogativa, perdón. Hoy sólo sé que la historia la escriben los que ganan. Espero que me des un buen papel en ella, siquiera un guiño de presentación. Hasta siempre'. Y Luis se marchó entre sollozos y con menos fe que antes, que nunca. En el camino, depositó el libro de historia en un cesto de basura, sin mayores sobresaltos.
Por otra parte, Josefina quedó sola en la mesa del lugar, con su agua a medio terminar, con su sobrino esperándola en el auto plateado que parecía ser conducido por James Dean y con un manojo de papeles marcados donde le cedía todo a Luis, en un último gesto de amor antes de contarle que ella tenía cáncer y que estaba por morir, que su historia estaba por terminar.



()


sábado, 24 de noviembre de 2012

Breve ensayo del viento

Buenos Aires siempre fue catalogada de diversas formas, con distintas comparaciones. En su momento más europeo, por citar un ejemplo, fue llamada como la París de Sudamérica. Cada vez que transito por las calles porteñas me encuentro que Buenos Aires es muchas ciudades dentro de una, que conviven, luchan, se pugnan por territorios o tiempos o momentos por ser. Así, puede ser New York como Bangladesh. La he visto pasar de un melancólico y lluvioso Londres a un escaso, sediento e irreal Macondo.
De noche y de día, Buenos Aires ha sido diferente. Las personas que caminan las calles en distintos puntos cardinales del reloj son distintas, no se conocen entre ellas y, me animo a decir, que tampoco a sí mismos. De tal forma, un taxista de Parque Patricios que se rehúsa a colocar balizas o luces de giro en las avenidas principales durante el día, en la noche puede perfectamente ser un gran conocedor de tangos, marchando en un dos por cuatro por las calles de San Telmo, quejándose de los autos lujosos y apresurados.
Luego, también, acontece el fenómeno de los lugares, de los sitios específicos que tienen su característica, su magia particular. Claro ejemplo de ello es la esquina de Paraguay y Uriburu, en los rincones del barrio de la Recoleta.
Allí, donde jóvenes con aspiraciones a médicos, ortodoncistas, enfermeros y toda relación con la salud se agolpan para pulir sus ideas, para hacer propias las artes de Hipócrates, las del genial Pasteur y un tal Paracelso. Esa esquina se hizo propia, desde tiempos inmemorables, de un viento particular. Eso, simplemente viento. Ráfagas frías en invierno y templadas en verano que dan empujones para seguir o se establece como una pared casi impidiendo el paso cuando es agarrado de contramano.
El dato original, y lo que le da particularidad a este lugar de la ciudad, es que el viento ha llegado a ser tan fuerte que ha podido cambiar el destino. Son numerosos los testimonios de parejas que iban de la mano por Uriburu en dirección a Marcelo T. de Alvear y que terminaron abrazados a otras personas, huyendo y prometiéndose amor con un completo desconocido. También están los muchachos que, habiendo visto el fenómeno, corren detrás de las estudiantes de ambo blanco y las acarician impunemente bajo la excusa de un soplido fantasmal.
El viento también ha sabido afectar calificaciones donde despreocupados muchachos han sabido recibirse antes de tiempo por el desorden de los parciales o prolijos alumnos siguen en carrera por intervenciones en sus destinos.
En pro de verificar esta información y recopilar datos al respecto, me aventuré a ir un día primaveral previo a las etapas de finales de los alumnos, hace mucho tiempo atrás. Recuerdo todavía el haberme entrevistado con distintos personajes y todos corrían y hablaban, me respondían y caminaban, como una coordinación compartida, como una estrategia para que el viento no se llevara hasta el último de los anhelos. Es menester aclarar que, en ciertos casos, me ha tocado escuchar el relato de muchachos que juraban haber visto al viento arrebatar el alma de un viejo que esperaba que cambie el semáforo.
Luego de tomar nota de un testimonio sobre la calle Uriburu, a metros de Av Santa Fé, emprendí mi retorno para la Av Córdoba, caminando siempre por Uriburu. Dentro de mis cavilaciones, olvidé todo el asunto del viento y, casi llegando al a esquina de la calle Paraguay, un fuerte rasguño invisible mordió mi pómulo derecho para darle paso a una gran ráfaga que impedía el paso. Duró, sin escatimar tiempos, uno cuarenta segundos, casi un minuto. Había quedado inmóvil  inclinando el cuerpo hacia delante, intentando que el viento no me condujera a un destino incierto. Sin embargo, en la sabiduría de los procesos inconsciente, una lágrima rodó por sobre el pómulo herido poniéndole fin al acontecimiento.
Controlé que todas mis pertenencias hayan estado en los lugares correspondientes - qué ingenuo que fuí - y, hecha la tarea, me largué a caminar nuevamente para tomar el subte. Cuando pasé el molinete, en dirección a Congreso de Tucumán, una suerte de angustia, de vacío me cubrió, quitándome todas las fuerzas que tenía para seguir. Es a hoy en día que no recuerdo bien cómo fue que llegué a mi hogar.
He recapitulado el hecho miles de veces y siempre una sabor amargo recorre mi garganta y se torna difícil establecer el acto de tragar saliva por contener las ganas de echarse a llorar. El viento ese día me robó todos los sueños que tenía. Me quitó todas las ganas de seguir, de establecer metas y generar utopías.
Desde ese día, una o dos veces por semana recurro a la esquina de Paraguay y Uriburu en busca de que el viento se apiade y me devuelva siquiera un poco del sabor de esos años, que me dé un motivo. Pero, dentro de este ensayo que se ha convertido en crónica, debo admitir un suceso que me ha ocurrido unos años atrás. En una ocasión sentí que el viento me había devuelto esos sueños perdidos y añorados, posibilitandome las ansías de vida. Pero instantes después - que no habrá alcanzado los cuarenta segundos, el minuto completo - me percaté que eran mis sueños en verdad aquellos devueltos pero yo ya no era el mismo y ya no podía soñar igual. En un rapto de piedad, una brisa me reconfortó y me despojó de esos sueños vencidos, invitándome a continuar.


()

*Brindo por aquellos que no olvidan sus sueños por más fuerte e incesantes que sean los vientos.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Esferas

Había dejado de escribir. Noté que los distintos días se discurrían de mis manos por sólo pensar en escribir. Ya no me percataba de la diferencia entre un lunes y un jueves, de un sábado a la noche de un martes a la madrugada. Además, tuve la sensación de que las personas de mi alrededor se habían podrido de que escriba. Es que siempre, y en todos lados, llevaba un pequeño cuaderno que me oficiaba de anotador y, en ocasiones, de espacio redactor de historias. Lo que también irritaba a las personas eran mis lapsos de inspiración que podían acontecer en cualquier instante. Así, me he visto escribiendo en cenas en restaurantes, en cafés durante charlas con amigos, interrumpido partidos de fútbol para escribir unas líneas. Es claro que todo me condujo a aislarme socialmente y a la aventurada búsqueda de nuevos amigos.
Así, ello fue la antesala para que deje de escribir. Es decir, ya vivía para escribir que hasta me había olvidado de vivir. Por ello, asumí que mis historias se iban dilatando y que necesitaba asumir otro papel en la obra de mi vida. No recuerdo bien el cómo, todo el proceso, la gesticulación de idas y vueltas, pero finalmente conocí a Daiana.
Ella era de la zona de San Telmo. Vivía con dos amigas en un departamento que le alquilaban a la abuela de una de ellas. Se movía en grupos de amigos que parecían nunca dormir o que se renovaban entre ellos, como en un partido de fútbol amistoso donde se pueden hacer infinitos cambios. Conocí la noche porteña, tan afamada como justa su fama. En una misma noche fui a museo escondido, también a una especie de pub en un tercer piso. Luego, también, estuvimos en otro bar, en un subsuelo, con poco aire y muchas bebidas. Algunos usaban lentes negros y cuadrados, durante toda la noche. Otros parecían estar fumando todo el tiempo, casi como si el cigarrillo jamás terminara y siempre estuviera en la misma proporción, con la misma ceniza instalada en los límites del tabaco.
Sentí que la quise a Daiana cuando, en una mañana, donde los primeros rayos de sol le acariciaban la sonrisa, me pidió si le convidaba un cigarrillo y luego me besó con olor a humo, a noche, a rayo de luz, a vida.
Luego, al parecer, ella notó que un sentimiento inquietante crecía en mí, que ya no podía disponer de su vida como antes porque, quizás sin quererlo, sin notar, yo me interponía en los planes. Me hice amigo de sus amigos, conocido de sus conocidos. Las personas ya me relacionaban con ella, ya le preguntaban por mí. Y ella lo notó. De tal modo, se alejó, jamás volví a saber de ella.
Después, los pormenores de la separación no importa. Sí hablamos, sí pedimos volver, si hubo reencuentros, llamados desesperados, mensajes de cinco de la mañana, desayuno incómodo compartido o lo que fuere, ya no importa. El error, el grave error del ser humano, a la hora de terminar un episodio amoroso, es el de pedir explicaciones, de por qués, de socavar cualquier duda que embarga a la persona por el simple hecho de intentar llenar el vacío existencial de la respuesta. Porque otra cosa no es, no lo es. La justificación para terminar con alguien no sirve, es innecesaria, es intrascendente porque lo verdadero es el deseo del otro, de uno, de alejarse y, cuando eso ocurre, sí comienza a apremiar más los motivos ante la ausencia de lo otro, ahí es cuando uno nota que la vida la vive mal.
Entonces, no volví a saber más nada de Daiana Y las penumbras, hermanadas con la tristeza y la soledad, me invadió nuevamente. La extrañaba con las últimas fuerzas de la conciencia y la sentía en todos mis razonamientos.
Sin quererlo, llamé a un amigo para contarle lo sucedido y coordinamos en juntarnos con el grupo para charlar al respecto. También entablé largas conversaciones con mi padre quien, desde su silencio y su mirada extraviada a otros pormenores, con palabras pocas pero infinitas, me aconsejó que respire, que suspire, que me vaya de putas también. Sin quererlo, Daiana formó parte de todas las cuestiones que hacían a mi vida, más allá de la brevedad del instante compartido. Con este acontecimiento, aprendí que la importancia de las cuestiones no es relativa a la prolongación sino a la intensidad de lo vivido. Así, un minuto de vida puede vale más que la vida misma, darle mayor significado.
Me encontré a mi mismo haciendo garabatos a orillas de un diario, en un café, una mañana que me veía todavía con el pantalón del pijamas y despeinado, revolviendo un café con leche y observando con zozobra la eternidad de la vereda del frente, donde nadie pasaba, donde unas hojas secas hacían jirones en el aire para terminar en una boca de tormenta. Me saqué la campera, mi único abrigo, para poder distenderme un poco pero, al momento de depositarla sobre el  respaldo de la silla, una lápicera salió volando y rodó por el piso hasta casi llegar a la barra. A tientas, la encontré detrás de una banqueta y la miré. La rocé, primero, con la yema de los dedos pulgar e índice de mi mano derecha y la miré.
Al devolverme a mi mesa, comencé a hacer bosquejos y siluetas en los mares de las servilletas, como aquel niño que reconoce objetos y los combina. De pronto recordé que tenía ideas, que tenía ganas, que me faltaba Daiana y que el almíbar de las medialunas me pegoteaba los dedos. Y comencé a escribir, nuevamente.
Llegado a este punto, no quisiera alardear pero, a mi parecer, en la serie de servilletas que oficiaban de hojas de redacción, escribí la mejor de las historias que alguna vez pude hilar, que pude imaginar y crear. Tomé dos cafés más para poder justificar mi estadía prolongada en el reciento hasta poder terminar la historia.
Al momento de finalizar, dí una vuelta con mi vista por todo el ancho y largo del rejunte de pequeñas servilletas que formaban un perfecto cuadrado de casi la extensión de la mesa. Lentamente, abollé parte por parte de la historia y creaba pequeñas bolitas, casi esféricas  cuales introducía en los bolsillos de la campera. Como en un trote de risas, de sonrisas, salí del lugar y me dirigí a la calle.
Una por una solté cada bolita al viento, el primer puñado se fue en la vereda del frente bajo la atenta mirada del mozo que reía mientras se llevaba la taza que dejé vacía. Después, el camino hacia mi hogar, se fue tiñendo de esas esferas hasta que se agotaron.
Entendí que las historias sólo ocurren en la combinación, en el contacto. La mejor historia es la que todavía no se ha contado pero quién mejor que el viento para intentarlo.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Decir que soy

En una ocasión, un estudiante de arte, de crítica al arte, me realizó una entrevista para un informe. Ante todo, como carta de invitación, le pregunté por qué criticaba, a dónde quería llegar. El joven no supo contestar. Pero sí supo preguntar, luego. Me indagó acerca de qué era el arte y no tuve salida. Me vi forzado a citar a San Agustín cuando dijo eso de que sí le preguntaban qué era el tiempo, no lo sabía; pero sí no se lo preguntaban, sabía la respuesta. A mi me pasa eso con el arte. Sé qué es el arte en la medida de que no existe en el vocablo, en la mente, en los rincones de mi pensamiento pero no puedo expresarlo y me desespero, me tiemblan las manos y una suerte de nostalgia y de euforia y de desazón con impulsos se mezclan. En ese instante no me reconocí, fue la segunda, la tercera vez que me habrá pasado en la vida. Tuve que pedirle al joven que me aguarde, que necesitaba respirar, que vayamos a descansar a una plaza por unos instantes y hablar de nada. Con la suerte de mi lado, él accedió y caminamos por las calles empedradas, pintadas de un naranja melancólico producto de los últimos albores de luz solar. Una suave brisa nos invadió y dejamos que nos invada. Encendí un cigarrillo al llegar a la esquina y recorrí los primeros metros de la plaza con el faso en la boca, apretándolo con mis labios rugosos para que el viento no lo separe de mí.
Nos sentamos en un banco, recuerdo que el banco era verde oscuro lleno de escritos de adolescentes que juraban amor. Le comenté al estudiante de crítico que eso era el arte. Él miró a su anotador y escribió mis textuales palabras. Y preguntó por qué. Le dije que el arte no es una estructura, no es una definición, el arte es aquello que te conmueve, que te inspira y que te transmite algo. Puede ser el banco de una plaza, una ola perdida en el mar, un suspiro de una chica abandonada o el boleto del tren. El arte es cada uno y lo que queremos de lo otro. Por eso es imposible criticarlo, porque a mí me trasmitió nostalgia, me inspiró un sentimiento ver ese banco manchado de promesas porque, por más que en la realidad no hayan durado más de unas pocas horas, está plasmado para siempre en la esencia del banco, en la eternidad de la plaza, en el momento del universo. Y eso me basta, eso es arte, lo que uno proyecta y lo representa desde el objeto, del sujeto, del fenómeno que aprecia. El resto es puro relleno, fórmulas, libros de texto.
Julián (recordé su nombre), anotaba puntillosamente todo lo que ibamos conversando sin darse la oportunidad de, siquiera una vez, mirar al banco. Se refirió a arte como Monet, como Blake, como un español que no recuerdo el nombre. Le dije que yo pinté replicas de cuadros de ellos pero que jamás me trasmitieron nada porque jamás esperé nada de ellos. Julián quiso saber qué era aquello que me inspiraba, de dónde obtenía la directriz para las pulsiones que conducían a la expresión en pinturas. La palabra pulsión me pareció repugnante ya que recordé mi infancia con un psicólogo luego de la separación de mis padres. Siempre sentí que esa distancia, ese alejamiento de mi madre y el constante reproche de parte de mí padre hacia mí, adjudicándome la culpa de la separación, me ha maltratado desde la tierna infancia. Fuí hijo único y excusa única, también. Así, con la innovada función del profesional mental dentro de la sociedad, me enviaban al psicólogo dos veces por semana por varios años hasta que pude decidir escaparme de sus garras, también de mi padre. Recuerdo el lugar que oficiaba de diván  lúgubre, con olor a humedad y un par de gatos moviéndose lenta pero perpetuamente, observándome desde cualquier punto de la habitación. Todo el tiempo observado por tres, como una santa trinidad de procesos cognitivos. Y la palabra pulsión se repetía, lo veía en los labios de Julián, en sus ojos que quería repetir pulsión, quizás una palabra nueva para él pero tan vieja y tan amarga para mí. Ví la brisa en los ojos de Julián, su crítica, su repulsión (otra vez la palabra pulsión) en sus gestos, en su forma de mirar, de tomar nota, de levantar las cejas cuando preguntaba. Sentía el sonido de su respiración, de suspiros que juzgan como los juicios de Nüremberg, como a punto de verme firmar un tratado de rendición como el de Versalles. Y me miraba, acentuaba con su cabeza hacía delante la necesidad de una respuesta.
Cuando dejé de correr, ya había cruzado la plaza entera, el parque entero y estaba caminando por entre mesas de bares, con un cigarrillo encendido y con el dejo amargo de la cara de Julián y su forma de agitar los brazos cuando me marchaba, pidiendo que vuelva. Sentí recorrer una fría y gorda y honda gota de sudor sobre mi cuerpo caliente, a medida que todos me observaban. Veía caras difusas, como en un sueño, distorsionadas por la poca claridad del día que se volvía noche, por luces de neón, artificiales, que se mezclaban con sombras, con rostros con risas, con carcajadas de caras que no tenían forma, que tan sólo eran una mancha negra mezclada con los dejos anaranjados del sol que se agotaba.
Reanudé mi marcha hacía mi hogar y tropecé, al entrar, con un lienzo que estaba por terminar. Lo miré y no le encontré sentido, ni un rastro de inspiración, de sentimiento, sin una pizca de arte. Tomé el cuchillo que usaba para dar retoques a ciertas partes de la pintura y corté el cuadro de forma diagonal, desde la arista superior izquierda hasta la punta inferior derecha. Respiré, respiré hondo y sentía que me mareaba, que veía la cara de Julián juzgándome, como sentado en la punta del taller que era mi casa, desde la sombras, tomando notas. Los ojos se me nublaron y no me quedó más remedio que llorar, que darme al llanto.
Cuando desperté, las renovadas luces del sol se reflejaron sobre el cuchillo apuntando al lienzo destruido. De pronto, pude ver. Pude entender y comenzar. Tomé un lienzo nuevo, las pinturas y, todavía sin entender sí estaba despierto o dormido, sí en verdad era yo u otro, pinté. Comencé por una pequeña ventanita del lado superior izquierdo, con una mujer mirando al mar. El resto fue relleno, cosas de dejar bruscas pinceladas por ahí, por allá. Y supe que nadie me podría entender jamás toda la concepción de la obra, su origen, la ventana, la mujer, el mar.
Por eso la exhibí, para regodearme de que nadie, nunca, podrá saber qué era lo que yo quería, no podría haber crítica valedera porque no habrá forma de apreciación, de saber, de querer creer. Nunca esperé que ella lo entendiera, que ella supiera.
Bueno, creo que sólo bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne (aquella persona que pudo entenderme, que pudo mirar el origen, la ventana, la mujer, el mar, el túnel).

()


Imagen de acá

martes, 6 de noviembre de 2012

Adormecido

Cuando coloqué la llave en la puerta de hierro verde que está fuera de casa, sentí que todo el peso del día, de los días, de la vida, se agolpaba por sobre mis hombros y hacía esforzar por demás a mis piernas cansadas. Hizo bastante calor y ya la camisa no tenía ese aroma entre lavanda y planchas oxidadas que emanaba cuando la retiré de la lavandería. Al poner el primer pie dentro de eso que la sociedad de la propiedad privada ha dado el nombre de hogar, giré sobre mis pasos y cerré mi prisión personal a medida que una suerte de relámpago iluminaba el cielo y a los elementos de la tierra, incluido ese extraño hombre que decidía pasear en bicicleta a esa altura de la noche, con ese tipo de clima. Porque, dentro de las magias de Buenos Aires, se encuentra también la facilidad de imitar o recrear ambientes, microclimas. Así, hubo calor de día y vientos, relámpagos y gruesas gotas de lluvia por la noche. Humedad todo el tiempo. Llovía y hacía calor. Observé la secuencia desde el porche a medida que tanteaba el juego de llaves para introducir la correcta, aquella que me permitiera ingresar a esas cuatro paredes donde uno siente la libertad. Siquiera, era viernes y el lunes era feriado.
Una vez dentro, revisé la heladera por más que sabía que no existía nada en ella. Sin embargo, para mí sorpresa, me encontré con dos porciones de una suculenta torta que hice mía al instante, sin preocuparme el por qué estaban ahí, quién fue que las había colocado en ese lugar. Mientras caminaba hacia el living, reposé el portafolio por los aires hasta que se estrechó en la pared y dormitó en el suelo. Luego, me deshice de mis zapatos gastados de entrar y salir de cubículos en oficinas decoradas de esa luz artificial, de esas sonrisas artificiales y de esas mujeres también artificial. Pisé mis zapatos y los deslicé cercanos a la puerta que daba hacia el patio trasero, me prometí a mi mismo sacarlos antes de irme a dormir.
Entonces, con las dos abundantes y propicias porciones de torta, me fui a sentar en el sofá, frente al televisor, allí donde la vida ocurre. Con ademanes torpes y bruscos golpeteos sobre los almohadones de mi aposentó, pude encontrar el control remoto. Desde la oscuridad de la habitación, iluminado por la radiación del aparato, me disponía a comer ese regalo de otro, esa magia hecha torta de chocolate con frutillas y crema. Cansado de andar por distintos canales, encontré una película para ver. Portaba el nombre de 'Numb' y era protagonizada por uno de los actores de la sitcom Friends.
Recuerdo el principio, algo del medio y el argumento. No llegué a mirar el final. La cuestión era que el personaje, el protagonista, aquel que siempre es el héroe  iba teniendo una vida desastrosa producto de una experiencia, de un instante. Él estaba fumando un faso y de repente todo cambió. Nunca jamás logró recobrar la percepción de aquello que se llama realidad. A través de estudios, de secuencias de exámenes e idas y venidas a distintos médicos, se le diagnostico que sufre de un desorden de la personalidad llamado despersonalización. Básicamente, el no vé las cosas como son, todo es sueño, casi todo el tiempo.Ya no distingue lo que es la realidad, lo que es sueño, lo que es de lo que no es.
Sentí en mis manos discurrirse chocolate y una frutilla cayó, redonda, sobre el sofá para rebotar y continuar su camino rodando por el piso, hasta terminar por debajo del modular donde se encontraba el televisor, entre otros aparatos tecnológicos. Mientras tanto, el protagonista lloraba o creía que lloraba pensando que todo eso iba a terminar, que iba a despertar, pero esta vez lo sentía real.
En determinado momento de la película, él, el despersonalizado, quiso contarle qué era aquello que le pasaba a su ex novia o a su novia, no sé, a una. Le contaba, sin transmitir sentimientos, una lágrima o signo de desesperación, lo que le sucedía, a medida que ella se desintegraba. Pero para él, era un sueño, ya nada era real, ya el gusto de la comida, la textura de la sal, el sentido del agua, nada era real, tampoco ella era real para él, siquiera. En aquel momento, sin querer, recordé ese examen de Literatura de la secundaria que me hacia comparar la Continuidad de los parques de Cortázar con el proverbio chino de ese emperador que se soñó ser mariposa y que, al despertar, no sabía si era emperador que soñó que era mariposa o si, en verdad, era una mariposa que sonó que era emperador. Y me quedé dormido con las migas de las porciones de torta en el plato, con los dedos aún manchados.
Al otro día, me desperté con renovados humores, con una suerte de dolor de espalda por la mala postura pero contento al fin. Ya era de día y ya era viernes, el última día de la semana. Tomé el control remoto que estaba al lado de un plato con migas que no recuerdo haber usado y escuché desde el noticiero que durante el día iba a primar el calor, para dejar paso, a la noche, a las lluvias, a fuertes vientos y a relámpagos. Todo adornado con húmedad. Siempre me sorprendió la magia de Buenos Aires de recrear microclimas o imitar situaciones climáticas. Me vestí con la camisa que había traído la noche anterior de la lavandería. El aroma de lavanda era singular, mezclado, quizás, con el óxido de planchas que ya no quieren más.