lunes, 31 de diciembre de 2012

Sobre dos formas

Prendí el ventilador y coloqué una de esas pastillas para ahuyentar los mosquitos. La noche anterior esos malditos bastardos me dejaron ronchas desastrosas, por doquier. No me sentía muy bien, no pude cenar nada por los nudos dentro de mi estomago. No quise llevar la cuenta pero sabía que ya pasaron dos semanas desde que Victoria se fue de la casa. Todo había terminado, no importan los motivos, jamás importan.
La humedad de esta época en Buenos Aires es desastrosa. Hace tiempo dejó de hacer calor para sólo ser humedad, nada más. Así, con una botella de un malbec vacía sobre la mesa manchada de gotas de vino, me fui a acostar. Bueno, como decía, prendí el ventilador y coloqué una de esas pastillas para ahuyentar los mosquitos.
Di vueltas en la cama, pateando recuerdos y girando las sábanas. En un momento, una ráfaga de viento entró por la ventana abierta e hizo bailar a las cortinas sucias. El ruido del tránsito que agonizaba entraba conjunto al viento. Para el infortunio, el aire era caluroso y yo traspiraba. De pronto, todo cesó, los ruidos, el viento, el ventilador, los mosquitos, los vaivenes dados por el vino. Me levanté y me senté en el comedor. En la heladera encontré un pedazo de queso olvidado al cual recurrí dada la situación, la necesidad. Dentro, aún, del congelador, escuchó el ruido de la puerta del baño abriéndose. Victoria salía del recinto y sonreía hasta que me vio. Luego, dio media vuelta y tomó a su hermana, de la cual se llevaba unos cuatro años, de la mano y se marcharon. Sin entender qué hacía la hermana en la casa, salí a correrlas, mientras daba brincos intentando colocarme un pantalón.
Las alcancé en la esquina del departamento, la hermana de Victoria, Amelie, le decía que estaba bien dejarme, de qué servía yo y que no tenía que escucharme. Le pedía a Victoria, mientras tanto, que parara, que quería hablar, que no dejemos que todo termine así. Desde el momento en que Victoria pronunció un sonido como aceptando hablar y Amelie protestaba, pasó un tiempo que prefiero obviar. Le pedí, en suplicas, a Victoria que vuelva, que la amaba, que no podía seguir así. Amelie le decía que no, se reía, luego se reían. Dentro de todo este letargo, la desesperación se hizo agonía cuando quise decir mucho sin las palabras precisas para hacerlas. Noté que por más que haya leído, visto u oído, no sabía cuáles eran las palabras justas para pedir por el retorno. Lloré, lamento decirlo. Lloré desconsoladamente cuando empecé a balbucear porque ya no tenía sonidos necesarios para poder producir amor en el corazón de Victoria nuevamente. Ellas se fueron, mirando atrás solo para reír luego, para burlarse.
Es claro que todo lo anterior fue un sueño, un producto de deseos inconscientes. Sí, pasaron más de dos semanas, al día de hoy, de que Victoria se fue, quisiera arriesgar que ya son meses, pronto serán años, no importa. Lo curioso es que la vi a Victoria ayer, en la estación de tren la creí reconocer y luego lo confirmé cuando viajábamos parados, en el mismo vagón, a una distancia menor de lo que se pueda extender un vagón de tren.
Hacía tiempo que no nos veíamos. Jamás, luego de separarnos, volvimos a hablar. Era claro, de todas formas, que la seguía queriendo pero no podía decírselo, ella se había ido y no existe cosa alguna peor de aquel que desea ser querido por aquella persona que no lo quiere, es decir, no existe recurso alguno posible para poder sintetizar la necesidad de deseo del otro hacia uno y, por ello, no valía nada el hablarle. entonces, nos vimos en el vagón, en el tren, en una coincidente mirada fugaz. La reconocí, ella creo que también porque sonrió e hizo un movimiento, una muesca que duró una céntima de segundo, como queriéndose acercar. Sí, claro, había terminado todo en buenos términos  dije las cosas necesarias para simular que todo era un mutuo acuerdo, que yo tampoco podía sostener una relación así, después no, no le dije más nada, no le confesé que la quería, que también la odiaba por haberse marchado así, que la necesitaba conmigo. Pero, esta vez, no hizo falta hablar sobre ello. Volteé mi rostro hacia otra dirección y la ignoré. Con eso bastó para decirle todo lo que la seguía amando.



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A todo aquel que pase por este sitio, le deseo un feliz año, toda la prosperidad.
En esta ocasión, no quise ausentarme de mi mismo. El pequeño cuento, la historia, es sobre el amor, como casi todas. Porque si no se ama, si no se ejerce o si intenta siquiera una vez, una minúscula vez, para nada, entonces, hemos vivido. Y no me refiero a ese amor platónico, a lo que tiene que suceder, a lo que las comedias románticas nos han acostumbrado. No, eso no. Amar siempre es otra cosa que jamás espero poder contestar porque no existe búsqueda más noble que aquellas que comprenden a la eterna lucha y construcción de lo que es infinito, siempre bajo la misma paradoja de querer delimitar cuestiones eternas por seres mortales. Así, me atrevo a decir que el amor, la sabiduría, la felicidad, entre otras cosas, son todo lo mismo, son todo.

martes, 25 de diciembre de 2012

En las probabilidades

A Claudia la amaba. La amé mucho. Nos conocimos de chicos, de adolescentes, amigos en común. Sin querer, con el paso del tiempo golpeándonos sigilosamente las espaldas, formamos una familia. Nos fuimos a vivir juntos, de esto hará unos doce años, a San Cristóbal. Domingo por medio frecuentábamos un viejo bodegón ubicado sobre la avenida San Juan.
Es hoy en día que miro atrás y le echo la culpa a la rutina, al habernos embarcado en la relación todavía siendo chicos y no haber usado el tiempo en otras cuestiones, más personales, individuales. Es que los últimos años no fueron buenos, muchas discusiones por cualquier cosa, todo era motivo para inaugurar una nueva guerra mundial. Claro, sí, habíamos hablado de separarnos, tomar distancia siquiera por un tiempo, ya no sabíamos qué hacer pero teníamos en claro que la convivencia, de la forma que se estaba brindando, no era buena para nadie. Pensamos que lo mejor sería dejar pasar las fiestas y hablarlo en Enero, para saber cómo y qué haríamos.
De una manera extraña, todo el mes de Diciembre fue tranquilo, exitosamente preocupante. Nos llevábamos bien sin motivo alguno y nos reíamos de todo, casi todo el tiempo. Me daba gusto volver a casa luego del trabajo, sentirla cerca. Ciertamente, fue demasiado raro.
Al llegar la nochebuena, nos dirigimos a la casa de mis suegros, en Villa del Parque. El año nuevo lo pasaríamos solos en casa. Me mentalicé que debía aguantar, una última vez, ver a los padres de Claudia y a sus detestables hermanos. Jamás aceptaron nuestra relación y lo hacían notar.
El tiempo fue goteando, desgastándose en cada bocado de vitel toné, en los suspiros de botellas de vino apiladas y con etiquetas manchadas del rojo carmesí de lo que solía ser su contenido. En ciertas ocasiones, el uso y abuso del alcohol lleva al sincericidio. Y, en este caso, no hubo excepción. Escuché el susurro de Marcelo, el hermano mayor de Claudia, que le decía al padre que ya quedaba poco y me señaló con un giro de su cabeza, acompañado de una risa burlona. En ese momento, me paré y le dije que sí, que sí se refería a ello, sí, les quedaba poco. Afirmé lo que en el aire se sentía, la separación que se daría en los próximos días. La madre se paró y abrazó a Claudia mientras juntaban los platos manchados. Marcelo y mi suegro se daban la mano mientras Esteban, el hermano menor, volvía del baño con la alegría de haber escuchado a través de las paredes. Mientras ellos reía y se felicitaban, prendí un cigarrillo y salí al jardín delantero. Los primeros fuegos artificiales resonaban desde distintos puntos, se aceraba todo a las doce.
Todavía afuera, escuché como descorchaban bebidas y brindaban, y reían. La noche se iluminaba con los ansiosos de los vecinos que dejaban la vida en cada haz de luz, en cada ruido ensordecedor, comos si estuvieramos en una nueva guerra y había que abatir, acabar con el enemigo. La luna se tiñó de humo de pólvora y el aire se espesó cuando Claudia salió rechinando los dientes por apartarme de la familia, por ser así siempre, que no se podía contar conmigo, que si no quería que me vaya, que no tenía que esperar a Enero y otras cosas que gritó pero casi no pude escuchar.
A Claudia la amé, la amaba mucho. Todavía en las noches la recuerdo, ese Diciembre, ese Enero que jamás quise que llegara porque, por más que el orgullo y la soberbia me lo impidiera, no podía imaginarme sin Claudia. Sigo acariciando su recuerdo, de esa noche de navidad donde le dí el último abrazo, el último beso tibio de labios frágiles, donde mis lágrimas se derretían en el calor de su sangre que recorría todo su rostro hermosamente maquillado, con el impecable brillo de sus ojos donde se reflejaban los haces de luz y la luna manchada de pólvora.
Es hoy en día que pienso en las probabilidades, en las casualidades, en las causalidades, en qué fue eso que llevó a algún vecino a disparar su arma al aire sin pensar siquiera un instante en las consecuencias, en Claudia.


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jueves, 20 de diciembre de 2012

Lo más triste

- ¿Te acordas que el otro día te dije algo sobre la frase más triste? - le digo a Mariela que, absorta su mirada en el juego casual que establece soplando las miguitas de las masas secas que vinieron con el café , intentando juntarlas todas en un mismo lugar, eleva cada tanto los ojos para verme, casi apoyando la pera en la mesa marrón gastada, y me ve de vez en cuando, como en busca de asegurarse que yo esté ahí o, más bien, demostrar que me esta prestando atención.
Había pasado tiempo sin ver a Mariela. La suerte de las decisiones, de las pequeñas bifurcaciones que existen en el día a día de la vida, nos llevaron a distanciarnos. Si bien tuvimos una relación hasta el punto de llegar a convivir en un departamento en Parque Patricios, la daga de la rutina y del desencantamiento que creímos que iba a durar por siempre, se hundió entre las carnes propias hasta dejarnos sin más remedios que prescindir del otro. Quizás con fortuna, quizás no, pudimos seguir hablando, continuar ello como algo símil a la amistad. Sin embargo, jamás pude lograr establecer una relación de esa índole con una ex, no ha formado parte de mi codificación de adn poderme ver nuevamente como si nada hubiera existido con aquella que ha formado parte de mi historia más mía. En ocasiones, reconozco haber envidiado a esos hombres que pudieron continuar viendo a la mujer amada bajo la condición de amistad y que ella les cuente sobre sus nuevas andanzas, de sus nuevas preocupaciones, de la suerte que ha tenido hasta ese momento; por otro lado, en la mayoría de esas mismas ocasiones, también me ha dado una suerte de congoja el futuro de esos hombres que al no resignarse a perder el objeto de deseo, se humillan instantáneamente con la excusa que se autoimploran de 'si continuo cerca, algún día podré enamorarla nuevamente'. En este caso, Mariela ya tenía aspecto de amiga más que de otra cuestión, tanto a ella como a mí nuevos amores y desatinos nos han marcado la senda de nuestros caminos. Así, sin querer, me la crucé un día por Almagro y nos pusimos hablar en una esquina, no recuerdo cuál. Y ahí le hablé sobre la frase más triste pero el apremio del tiempo y de los compromisos nos hizo dejar la conversación para otro día, con un café de por medio, en el bar que estamos sentados ahora.
- Sí, algo me dijiste la otra vez. Pero espera, no me cuentes todavía que quiero pedir algo para comer. Esos fosforitos no llenan a nadie y los bocados de masas secas son una cargada. ¿Vos queres algo?- responde a medida que posiciona el cuerpo apoyando bien la espalda contra el respaldo de la silla y llama al mozo. Aunque, con la paciencia característica de Mariela, ella grita, está gritando ahora mismo que le traigan un pedazo de selva negra. Sí, está gritando 'pedazo', con las dos manos que se juntan en la boca, buscando formar un cono para que suene mejor, más fuerte la pronunciación. Mariela repite 'Selva negra'. Ahora, está retorciendo la lengua por el labio superior, como limpiándose restos de la torta que todavía no trajeron, como queriendo que perdure el sabor de lo que todavía no es, no fue. - Sí, contame. Perdón es que esto de la dieta no me sale, sabes que siempre fui igual y cuando entramos acá miré la torta y pensé 'tiene que ser mía' - y Mariela sonríe como una niña que acaba de cometer una imprudencia, como quien obtiene la concreción de un capricho. - Ahora sí, decime eso de la frase, ¿qué pasó?.
Tengo que contener la risa, lo tragicómico de la escena. Le digo: - Habrá sido tres o cuatro días antes de que nos crucemos. Estaba terminando de pintar la parte del frente de la casa de mis viejos. Ah, vamos a vender la casa, al parecer. Bueno, a lo que iba. Estaba terminando de pintar y noté cómo ese viejo barrio donde he crecido, con terrenos baldíos, con calle de tierra, de pocos autos y niños jugando, se ha convertido casi en una urbe nueva, donde el asfalto brilla, los coches relucientes estacionados en las puertas, casas de dos o tres pisos, se yuxtaponen con los antiguos vecinos, quienes hoy en día están más antiguos. En fin, lo que pasó es que uno de estos vecino pasa, ayudado por un bastón, por la vereda y se me queda mirando. Luego de largo rato, mirándolo yo también, nos reconocemos. Era el viejo Carlos. El viejo siempre había tenido fama de mujeriego y jugador. Es decir, es al día de hoy que no recuerdo haberlo visto alguna vez con algún bolso del trabajo o ropa para ir a laburar. En fin, la guita que alguna vez consiguió se la aprovechaba para comprar vino. Era usual verlo pasar con su cajita de vino blanco. Sin acentuar en más detalles, lo ví, se paró y le pregunté cómo andaba, qué era de su vida. ¿Me estás escuchando?
Mariela está con la mirada reluciente frente a la torta que le acaban de traer y da la primera cucharada, cortante, desestructurante, a la humanidad del pastel. Desde donde estoy se puede oler las pizcas de chocolate, ver la suavidad de un dulce de leche y la cremosidad de un mousse. Lame la cuchara y me mira. Asiente con la cabeza diciendo que me está escuchando atención y levantando la pera dos veces me pide que continue.
- Bueno, don Carlos me responde que andaba más o menos pero que era lindo verme, que hace tiempo no pasaba por el barrio, que mucho ha cambiado. Hablamos un poco del pasado, de quiénes sólo ha quedado el nombre y de las distintas personalidades nuevas, los nuevos comentarios. De pronto, recordé que me había dicho que andaba más o menos. Es raro, ¿viste?. Hoy en día sólo se dice bien, y listo, a otra cosa. Pero él parecía tener la necesidad de contarlo, de referir que andaba más o menos. Le pregunté qué era eso que le pasaba, qué tenía.
- Tenes que probar esto. Es de puta madre. La torta no puede estar mejor. Lo sabía, lo sabía. Creo que le voy a pedir un pedazo más para llevar. ¿No queres?. Perdón que te haya interrumpido, no me dí cuenta. Me nació este impulso, sabes cómo soy. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la frase más triste? Ah, ¿no habías terminado?.
- No, Mariela, justo te iba a decir. Le había preguntado a don Carlos qué era eso que le pasaba. Ante todo, noté un brillo particular en sus ojos. Tragó saliva, hundió la comisura de sus labios y arqueo las cejas. Con una mirada grave, me lo dijo todo. Después lo volcó en palabras sólo para darle la sutileza del lenguaje.
- ¿Y qué? ¿Qué fue eso? ¿Qué te dijo?
- Don Carlos me respondió: Tengo hambre. Y se fue caminando lentamente, arrastrando los tobillos, con la fatiga de la desesperanza.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

El retiro

Tan solo días le faltaba a Hilario para retirarse. Casi toda su vida en la oficina, en ese cubículo que supo ser de paredes blancas, de vidrios transparentes y de alfombras tan limpias que hasta se podía comer desde ellas. Pero ya se iba.
Sí, claro, como todos ha tenido amores fortuitos, deslices en la juventud con secretarías con piernas que parecían no tener fin y, más grande en edad, ha sabido no negarse a cualquiera que le convidara con una caricia, un guiño, siquiera un frotar en la espalda. También supo hacerse de amigos, de pocos para conservar algo de intimidad. Por varios años asistió a los bares luego de la oficina, los jueves, con los muchachos, para tomar algo, divertirse, mirar lindos culos que salen a dar una vuelta por enrededores de la zona.
Con el ahorro de los años, más allá de la casa que Hilario tenía en Parque Chas, se pudo comprar una pequeña propiedad en San Luis, cerca de Córdoba, lindo lugar donde veraneo con su esposa y sus dos hijos varones por largas temporadas. Había decidido retirarse allí, visitar el pueblo más cercano sólo para buscar la plata de la jubilación y el depósito de los alquileres de la casa de sus padres heredada y la que dejaba en Parque Chas. Ya los chicos se hicieron grandes. El mayor formó familia y se instaló en La Paloma, en las costas de Uruguay. El otro, el rebelde Benjamín, luego de una furiosa gira europea, se quedó en Laos, donde abrió un parripollo con un singular éxito.
Sin querer, los días pasan como las vueltas de páginas de un libro. Fueron un poco más de treinta y dos años trabajando en el mismo lugar, haciendo las mismas tareas, viendo cómo entraban nuevos postulantes y cómo se iban entrañables figuras del lugar que ya parecían parte del decorado oficial de la compañía. La empresa rotaba el personal sólo bajo las condiciones legales de jubilación, se podría decir que es una de esas pocas organizaciones que todavía el temita de la globalización, el just in time, la terciarización y esas consecuencias de los sistemas productivos, todavía no había tocado. Por ello, cada persona, cada gesto, cada saludo de buenos días general y las pláticas sobre mujeres, fútbol, el clima y la política, eran parte de un guión compartido, como si al fichar se les diera a cada uno las líneas que debían decir, la forma en que debían sentarse y hasta el cómo caminar ondulante que sólo las secretarias saben hacer. En fin, Hilario se jubilaba un jueves, ese iba a ser su último día, también su último after office con los muchachos que de jóvenes sólo les restaban unas fotos amarillentas y las risas de lo que fue. El viernes a la tarde, a las diecinueve horas, partía en un micro a San Luis. El auto lo había vendido y le molestaba la rapidez del avión, por ello sacó un pasaje de ida desde Retiro. Un flete se encargaría de entregarle los recuerdos a destino.
Entretanto acomodaba los últimos vestigios y delegaba las tareas que quedaba rezagadas al próximo postulante, escenas invadían la memoria de Hilario. La vida en la oficina, la llegada de la hora que siempre esperó, fichar por última vez e irse de la ciudad. Allí, recordó la muerte de su esposa por ese puto cáncer que se la comió sin siquiera pedir permiso y su apuro por querer volver al trabajo mientras ella yacía internada y su vida se agotaba. También se avecinó a su evocación, la relación con los hijos; lamentó no haberlos visto crecer por las malditas horas extras o los turnos de guardia o la acumulación de archivos que le impedían llegar a su casa cuando los chicos estaban despiertos. El reproche se hizo más hondo cuando, luego de terminar de acomodar y del after, llegó a su casa y encontró las marcas de los cuadros de fotos sobre las paredes color crema del hogar. Jamás se había parado a mirar una sola foto en el apuro de llegar temprano a la oficina y fichar a horario, más en esa época donde estuvo aquel gerente chupa medias del directorio, que se creía dueño del recinto.
Se apoyó, flexionando cuidadosamente las rodillas, en una de las cajas que decía frágil. Ni él sabía qué contenía la caja, ¿qué podría ser tan frágil dentro de los pedazos de cartón?, pensó. Sin querer, descubrió en un costado de la pared del living, unos garabatos que los chicos habrán hecho al crecer, con crayón azul y tintes verdes. Hace mucho no hablaba con ellos y todavía le faltaba conocer a su segundo nieto, el uruguayito que, según fotos, tenía la cara de todo buen porteño pícar. Sí, Hilario nunca les hizo faltar nada a sus hijos y ahora les podría dedicar tiempo, ir a visitarlos. Pero tendría que viajar a Laos, a La Paloma, al cementerio de la Chacarita y esa caja de mierda que rezaba la fragilidad de algo que ni él sabía que era.
El micro esperó hasta las diecinueve y veinte por el último pasajero que no abordaba, luego se fue. Al llegar los del flete, llamaron a la vecina de Hilario ya que ella tenía la llave para cargar las ornamentas dentro del hogar y llevarlas. La señora fue la primera en entrar y dar dos pasos hacia atrás, tapándose la boca con todas las manos que podía. Uno de los chicos del flete llamó a la policía; el otro movió a un costado la caja que decía "frágil", la cual usó Hilario para pararse y luego saltar, quedando en un sigiloso movimiento de un efecto pendular, ahorcado desde el tirante que cruzaba la casa de Parque Chas.



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Imagen de acá

sábado, 8 de diciembre de 2012

Producto del desplazamiento

Para serle sincero, no, nunca antes había amado. Ya ve, uno sólo ama en la adolescencia, como cuando hace cosas por primera vez y deposita en ellas todo el bagaje emocional, todo lo que uno contiene y lo transfiere, lo deja todo en la cancha, por así decirlo. Y así, amé, en la adolescencia, como todos, por vez primera. Completo de errores y salvedades, de falta de experiencia y de ganas de ser amado. No, señor, no me fue bien pero son los riesgos del juego, claro que en un principio no lo sabía pero acaso ¿quién lo sabe? Le pasó al 'jugador' de Dostoievsky, bien recuerda que hablamos de ello la última vez. Sí, me gustó también esa historia. En fin, los riesgos se van viendo, se manejan, se lloran también. Ella jugó conmigo, como si no fuera nada, como si mi vida valiera menos que un pan viejo y rancio, pero yo la amaba. Déjeme aquí diferenciar algo que estuve pensando desde nuestro último encuentro. Uno quiere todo el tiempo, uno, además, comete el atrevimiento de enamorarse todo el tiempo pero, sin embargo, amamos poco, casi nada. Al hablar con los distintos compañeros que tengo acá, descubrí que algunos no han amado siquiera una sola vez. Se puede atribuirle la culpa a miles de factores pero en cada uno descubrí el miedo. Todos tenían miedo a amar por tener miedo a sufrir. Otros tenían miedo a amar y ser amados, y la falta de ello en sus vidas también les aterraba por ser algo novedoso. También llegué a presenciar respuestas de que el amor no existe y todos nos movemos por el impulso de llegar a algún lado que no sabemos bien cuál es. Es decir, que el amor también ha sido una distracción para mis otros compañeros.
No quise extenderme con lo anterior pero, ya ve, me había quedado pensando al respecto y me pareció propicio hablar del tema desde ahí. La conocí en verano. Ella leía un libro de tapas viejas, en la vereda de una calle de San Telmo, sentada en una de esas silla de madera con lonas, tomando un café. Simplemente me acerqué y me senté en la mesa contigua y nos miramos. Cada vez que lo cuento, no puedo evitar pensar que fue muy similar a una película y que ese fue el primer indicio. Pero subsumido en el mar de las posibilidades y en las lagunas de sus ojos claros, balbuceé una frase de cartón prefabricada y con la sonrisa más nítida y pseudo escondida, como arrugando los pliegues de los labios para no sonreír completamente, me invito a sentarme con ella.
Recuerdo ese día no como si fuese ayer sino como si fuera siempre, como si de ahí la vida empezara. Quizás tiene que ver con eso de que conversamos al principio. Volví a amar, a ser adolescente, a inquietarme, a ser celoso de hasta la brisa que la rozara y de desearla sólo para mí, de ganas de llevarla conmigo hasta los rincones más desarreglados del mundo, de mi alma también. Entonces, ahí, con ella, sentía todo por primera vez. Noté la realidad unos meses después.
Creo que antes le conté cómo las personas nos miraban cuando salíamos a comer, a tomar algo por ahí o cuando nos reíamos a carcajadas en el subte. Nos miraban extrañados. Yo sospechaba, en un principio, que era porque Lara era hermosa, como arrancada de una publicidad y puesta a dedo al lado mío. Nunca fui un tipo agraciado, no vamos a mentir, y quizás el contraste producía el asombro de las personas. Sí, lo recuerdo. El día que entendí todo fue un viernes. Ella me decía que sí a todo lo que yo quería. No proponía planes porque decía que aquello que yo quería estaba bien, que era perfecto y jamás dudo en modificar una salida, en criticar algún estilo mío, algún modo. Como le decía, ese viernes me desperté temprano y quise sorprenderla con el desayuno. Ya sabe, café con leche, medialunas, algún dulce, jugo de naranja exprimido. Recordaba que el día anterior había comprado naranjas y que yo traía las bolsas mientras ella se reía de mi esfuerzo y cantaba por la calle. Pero llegados a casa, al tener en mi poder las llaves del portón, le pedí que tenga la bolsa de naranjas, de los dos kilos de naranjas, un momento para que pueda abrir. Luego, entramos sin mayores sobresaltos y acomodamos lo comprado en los rincones de la casa. Sin embargo, no pude encontrar las frutas en la heladera ni en el tazón de vidrio que mi madre me dió donde solía poner sus medicamentos. Las naranjas no estaban por ningún lugar de la casa.
Por último, decidí salir a comprarlas nuevamente para no hacer un alboroto del asunto. Cuando salí al portón de calle, para mi sorpresa, encontré las naranjas desparramadas por sobre la vereda, menos de los dos kilos producto del desplazamiento y del hurto inocente también. Las naranjas estaba ahí, las que quedaron, inmóviles, reflejando los primeros rayos del sol, con tintes de gotas de rocío de la noche anterior. Brillaban, eso, tenía una especie de resplandor y no me ánime a salir. Me devolví a adentro y la miré a Lara durmiendo, todavía, enredada con su desnudez en una sábana blanca. Ella también brillaba y respiraba pausadamente. Allí, lo que recuerdo, es que me senté en el porche que daba a la calle, frente a las naranjas, inmóvil. Después, sí, unos destellos de imágenes de vecinos que me hablaban, luego la ambulancia, el viaje, acá.
No quisiera mentirle pero sí, en ciertos momentos la extraño, también la veo pero la ignoro. Entiendame, doctor, la amé, creo que la sigo amando porque amar se ama una sola vez, el resto es sólo comparación, desahogos de sentimientos que pertenecen a otra situación. Y sé a lo que me abstengo, doctor. La voy a amar siempre y, por más que ella jamás fue real, lo que he sentido no podría tener mayor verdad. Lo sé, doctor, pero no me importa pasarme la vida en este neuropsiquiátrico si es condición necesaria para amar.


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lunes, 3 de diciembre de 2012

Avioncitos


Jairo no fue, lo que se llamaría, un chico prodigio. En un primer plano, carecía de la posibilidad de jactarse sobre sus ademanes de comunicación, de relacionarse con otros, de protocolos de presentación. Tampoco podía decirse de él que hacía concentrar la mirada de los demás, hacer enfocar la admiración de su entorno, mediante alguna especie de autismo sorprendente, que le confiriera capacidades suprahumanas para la realización de ciertas tareas. No recuerdo que dentro de las características personales de él se hayan cultivado vestigios de genialidad, siquiera de una inteligencia promedio. Jairo era el especial de la clase, sin ser esto nada malo, despectivo; solo era diferente. Tenía la particularidad de amalgamar, de enfocar su atención a todo lo que no fuera contenido educativo. Ello no le impedía tener asistencia perfecta, siempre presente, nunca tarde, habitualmente el último en salir del salón. Me sorprendía día a día al ver a Jairo en el salón, a llegar a conocer cómo se las arregló para llegar al cuarto año del polimodal. Es hoy en día que recuerdo dónde se sentaba, especialmente cómo lo hacía dentro de la distribución contra natura del salón. Él se posicionaba de perfil, de costado a todo, es decir, su visión, en línea recta, apuntaba a la pared, brindando, así, su hemisferio izquierdo al profesor, al pizarrón y el hemisferio derecho al resto de sus compañeros.
Jairo no molestaba per se. Si bien era capaz de distraer a su entorno por su tendencia ludópata y de jolgorio, no producía mayores altercados. Lo que sí podía engendrar un cierto resentimiento, tal vez odio e intolerancia era su compulsión a hacer avioncitos. Como todo, en un principio, no molestaba, era un tanto pintoresco, innovador para tener diecisiete años e insistir con sus aviones de papel. Luego, como todo, paso el tiempo y comenzó a ser un tanto insoportable, una tendencia indeseada. Con su inocencia traducida en avioncitos que colmaban el tráfico aéreo del aula, Jairo se ganó el odio, el repudio de un profesor de matemáticas. El profesor Cabino era un matemático y estadista que abocó sus días a la razón pura, a la abstracción, a los símbolos de la lógica.
En un día particular, un jueves, por la mañana, Cabino se disponía a explicarnos la razón de la trigonometría, la influencia en la actualidad, la pasión detrás de la x, escondida en la y. Jairo también se disponía a cumplir, lo que parecía ser, su misión en la vida, a generar, lo que podía entender, su deber, su tarea en la estadía en este mundo. Jairo estaba construyendo un avioncito. Ese día, no tuvo suerte. Al lanzarlo al aire, con el envión de la vida, sacando la punta de la lengua por una de las comisuras de la junta de sus labios, el avión arribó a la oreja de Cabino sin escalas. Ingresó derecho, sin intermediarios, sin pedir permiso, y se incrustó ahí, produciendo la furia del profesor. Cabino llevo a Jairo a la dirección, lo hizo expulsar, nunca supimos más de nuestro compañero.

Desde ese jueves, y por el resto de las clases del año, Cabino comenzó a llegar cada vez más tarde a impartir su labor. Luego, ya no le daba importancia a los resultados, al uso del método para llegar a la solución, a las incógnitas. Le dejó de importar la cantidad de decimales que se utilizaban, dónde iba el más, qué pasaba con el menos. Cabino no fue más a dar sus clases, un suplente tomó sus horas como suplencia, luego les dio titularidad.
Hace tres días caminaba al trabajo, iba apurado, como siempre, como todos. El semáforo detuvo mi marcha y vi a un hombre que iba empujando una especie de chango de supermercado, pero más chico. Era Cabino, más flaco, con el pelo casi rapado, como si le hubiesen pasado la máquina número dos hace quince minutos. Él me reconoció, me dio un abrazo sentido. Le pregunté qué estaba haciendo, qué fue de su vida, por qué abandonó la matemática, la estadística.
Cabino se acercó, sus ojos brillaron, como a punto de llorar, como cuando estas por llorar y sonreír al mismo tiempo, como cuando un sueño se convirtió en realidad. Cabino se acercó. Me dijo que estaba practicando el freeganismo, cambió de religión, una nueva, no sé. Su voz se entrecortó, apoyo su mano derecha en mi hombro izquierdo, tomando con su mano restante al chango, su única propiedad. Me dijo que descubrió el significado de la vida por Jairo. Jairo lo sabía, se cansó de escribirlo en los avioncitos.




Imagen de acá