domingo, 31 de marzo de 2013

Tragicómico


Me acodé en la barra del bar. Necesitaba descansar un poco, había caminado demasiado aquel día. El sol emprendía su camino de retorno y las brisas del frío otoñal se hacían sentir a simple vista.
Siempre me ha parecido curiosa la selección de la memoria, del cómo uno es capaz de recordar ciertas banalidades y cómo es posible olvidar otras cuestiones de, quizás, gran importancia. Bueno, me acuerdo que en la llamada ocasión había pedido un café cortado, un vaso de jugo de naranjas, un fosforito y un cenicero. Sin embargo, no logro concebir de cómo y en qué momento apareció Horacio y se sentó al lado mío, dando la espalda a la barra, apoyándose en ella, mirando, regodeante, a todo el resto de las mesas. De eso, ves, si me acuerdo.
El resto, es cuestión de que sucedió, de evocar un acto no justamente por la memoria sino por la repetición concordante, como cuando te dicen que no, que no te van a dar un aumento, que no van a salir a tomar algo con vos, que no te van a dar el préstamo, que ya no quedan medialunas de manteca. Bueno, el tema es que concurrí al bar en varias ocasiones y por ello me acuerdo de lo que pasó.
En cada ocasión, acontecía el mismo acto. Yo cambiaba de lugar acorde a la circunstancia. Me movía en mesas individuales, otras veces en alguna más grande por llevar el portafolio y los papeles del trabajo más allá de la jornada laboral, algunas veces repetía la barra y así. Pero Horacio era inmutable. Siempre acodado a la barra, apoyando los codos sobre la misma, dándole la espalda, arqueando la espalda un poco y mirando a los demás personajes de la trágica escena. Porque lo que pasó fue trágico para todos. Fue trágico pero cómico, a la vez. Como un cachetazo con un salmón de cuatro kilogramos, en la cara, de lleno; como si te despertaran así, todos los días, con el salmón. Tragicómico.
No sé bien de dónde rugió la pregunta, porque la pregunta rugió, como de una gangrena en la garganta, como salida con humo espeso de tabaco negro. Horacio no supo bien quién fue aquel que balbuceo el interrogante pero nos miró mal a todos ya que todos nos reímos. Hasta los que recién llegaban se reían, los que apenas cruzaron la puerta se reían. Claro, no sabían de qué pero se reían. Ya lo dije antes, creo, la gente está muy sola y no sabe qué hacer.
Horacio se paró, primero se deslizó desde el asiento firme, estático, fiel a la barra, y se paró. Con los puños cerrados y pegados a la cintura, como formando consigo mismo una tetera de doble asa, nos increpó.
Me olvidaba de decir algo, de recordar algo que hace a todo esto. Ahora lo estoy escribiendo porque sé que me voy a olvidar; algún día los libros acomodados de mi memoria van a caer, uno por uno, o de a montones, y todo va a permanecer en el olvido. Y no quiero que lo mismo pase con esto. Por eso, recuerdo que Horacio vestía, siempre, con la indumentaria de la selección de Brasil. Y con una vincha de un bordó gastado sobre la cabeza, intentando frenar la avanzada de unos cabellos rizados, erosionados por el viento. Horacio contaba que estaba esperando una llamada de la comisión deportiva de Brasil, que ya le habían dicho que en el próximo mundial él iba a participar, que iba a jugar y que por ello se estaba preparando. Entonces, todos los días venía al bar, vestido así, de un amarillo reluciente y traspirado, con la frente brillosa de sudor, a sentarse, a acordarse sobre la barra con la espalda un poco arqueada, a mirar a cómo oficinistas hablaban de mujeres que jamás conseguirán, sobre lo que les hace falta la guita, de esas cosas que suelen hablar los oficinistas.
Quizás alguno de ustedes lo habrán visto a Horacio corriendo por Avenida Corrientes, cerca de Once, por las mañana y, a veces, por la tarde, vestido todo con la indumentaria de la selección brasilera mientras los automovilistas, personas qué no se aguantan a sí mismos, lo insultan, le dicen que siga corriendo que falta poco para el mundial, se le ríen y, a veces, le escupen. Tanto sea sí alguien lo ha visto o no, es menester saber lo siguiente.
Esa pregunta que quedó boyando, titilando en las tazas de café, dejó mudo a Horacio. Porque, más allá de que se haya parado, que nos haya señalado, no pudo contestar debido a que, más allá de las risas, el tono y la selección de palabras para decir lo dicho, dejaban la vaga sensación de que se habían pronunciado con bronca, con ganas de herir. Yo, que estaba cerca de la puerta, en una mesa individual, pude ver, a medida que se acercaba para irse, el rostro curtido de Horacio, quien ya pasaba la frontera de los cuarenta años. Hizo un gesto, como de un chico, de un nene. Arrugó la pera, las comisuras de sus labios se pronunciaron en un amargo pliegue y se marchó con la cabeza agachas, casi juntando las cejas, tapando los ojos cerrados, contenedores.
No recuerdo bien la pregunta, la formula exacta pero señalaba la inoperancia de Horacio, la mentira compulsiva, la imposibilidad de vivir así, de qué ganaba con ello. A falta de entendimientos, el ser humano es, por naturaleza, estúpido.
Sin embargo, Horacio volvió al otro día, con la frente sudada y con las medias de Brasil arremangadas, mostrando sus canillas. Se acodó a la barra del bar, los mismos movimientos de siempre. Pero, esta vez, ordenó una medida de grapa, la cual bebió en un instante.
Muchos murmuraban risas, se escondían en improvisados comités para hacer chistes sobre Horacio hasta que estruendosas risas cortaban la tensión del ambiente.
Todos pensaron que Horacio repetiría la misma secuencia del día anterior: deslizarse, pararse, señalar e irse. Pero no. Esta vez, y he aquí todo, se quedó acodado en la barra, con la espalda un poco arqueada, mirándonos a todos. Y se reía para sí, bajito.
- Ustedes me han acusado – dijo – de que vivo en una mentira, de que no me van a llamar a jugar siquiera  un partido en la plaza y que todo lo que hago es al pedo, ¿cierto?
- Es cierto. – rió uno de camisa a rayas, pegado al ventanal que da a la calle, mientras sus compañeros se codeaban y tapaban sus bocas para contener la verborragia de sus risas.
- Bueno, tienen razón. Todos, cada uno de ustedes, tienen razón.
Todos callamos. Se escucharon el choque de las tazas, de vasos, de cubiertos que se caían desde la cocina del bar, más allá de la barra, más allá de Horacio. Después de una breve pausa, continúo.
- Sí, es cierto, no me van a llamar de ningún lado. Tampoco tengo un peso partido a la mitad para ir a presenciar un mísero partido. No, señores, Odines de todo esto, no tengo nada. Sólo salgo a correr un poco a la mañana, a veces por la tarde, y después vengo acá y los miró, los escucho y, en contadas ocasiones, meto bocado de algo. Jamás los he molestado, ¿o sí?
- …
- Bueno, les comento algo. Algo que acá hace la diferencia, de por qué soy mejor que ustedes en cualquier aspecto de la vida. Y escúchenme bien, pedazos de escoria.
En ese instante, algunos quisieron reír, otros dejaron sus anteojos y diarios de lado. Todavía me admiro de recordar, esas cosas de la memoria, de cómo se detuvo el tránsito y ningún ruido se emanaba desde las calles.
- La diferencia entre ustedes y yo es que yo sé que miento. Sé que jamás jugaré un mundial, que todo esto no lleva a nada pero igual lo sigo intentando. Tengo otros sueños, sí, que día a día se van agotando pero tengo la reluciente fe de que todo puede cambiar y para mí eso es lo que importa. Pero lo básico, lo esencial, es que sé que miento, que todo esto es una fábula. Ahora bien, ustedes no. Ustedes, malditos, no saben que mienten. No saben que se mienten a ustedes mismos y he ahí la diferencia. Día a día, se creen enamorados de una mujer que espera ansiosa el momento de que ustedes se vayan de la casa. Día tras día, se aprestan a dejar lo mejor de sus vidas, los instantes más preciados, en trabajos que detestan, en profesiones inmundas que eligieron por la guita que les dejaba, guita que jamás comprará aquello que más quieren. Y también ahí pasa algo, compran. Todo el tiempo compran. Compran todo. Si putas con tuberculosis se vendieran en los stands de los supermercados, ustedes las comprarían, llenarían el chango de putas con tuberculosis para después preguntar si hay algún descuento por unidad o usando determinada tarjeta de crédito. Y se matan. Se matan todos los días, duermen poco, viven poco, comen poco, toman mucho, pensando que un día todo será distinto. También ustedes tienen fe. Pero ustedes se quieren morir, todo el tiempo buscan morirse. Y ese es su ultimo destino, ahí está su fe, en morir. La están esperando, ansiosos, pensando que serán redimidos, que la muerte los liberará de todo, que serán héroes. Pero no, ustedes están muertos desde hace mucho tiempo.
Horacio, me enteré, siguió yendo al bar, acodándose en la barra, con la espalda un poco arqueada. Por mi parte, dejé de concurrir.

domingo, 24 de marzo de 2013

El mundo huele mal

Nadie sabe cómo surgió, cómo comenzó todo. En realidad, nadie sabe cómo empezó nada de esta mentira que es el mundo. Pero todo, todo esto fue tumulto, una trascendencia y un quiebre a todas las teorías y concepciones sociológicas, psicológicas y de cualquier orden ético y moral. Todo falló.
La gente, de un día para otro, sin mayor miramientos y, aparentemente, con la ausencia de cualquier orden u organización, comenzó a defecar en las calles. También a orinar pero esto, se afirma, se debería a obedecer a una orden involuntaria del organismo.
Distintas explicaciones fueron dadas para dar entender lo que estaba ocurriendo. Una tentativa fue establecer que la gestión inicial a todo esto se debía a un caso aislado que, luego, fue hecho eco por sucesivas repeticiones y vulgares imitaciones, quizás pensando que era de índole revolucionaria y antisistémica; otros, tal vez, afirmando que todo se debía a la revelación de un nuevo orden, un cambio de paradigma dijeron algunos. Sin embargo, los distintos casos que se iban reportando, se sucedían en puntos asimétricos, distintos y sin aparente conexión. Empero, sobre este punto, los distintos profesionales, abocados a desentrañar el comportamiento del conjunto social, informan que en tiempos de la hiperconectividad y de la velocidad, nadie está del todo solo ya que la virtualidad brinda la sensación de compañía.
Mientras que los teóricos elaboraban explicaciones para llegar a la matriz de lo que acontecía y, así, frenar la compulsión de los seres sociales, la gente continuaba defecando por todas las ciudades, por todo el mundo, sin distinciones de credo, raza o status social. Los distintos estados recurrieron a conservar el orden público por medio de decretos y represión policial. Se sabe que, en ciertos casos, la forma en la cual llegaban a quedar algunas metrópolis, condujeron a sus dirigentes a contemplar el estado de sitio.
Copiosamente, se establecían planes de salubridad que fracasaban constantemente. Se utilizaron los distintos brazos armados de las naciones para contener los masivos actos repulsivos. Nada daba resultados positivos.
Es que, al mismo tiempo que los planes se sucedían unos a otros, también surgieron negociados y distintos grupos organizativos para este fenómeno. Ciertas personas, permitían, a cambio de una pequeña suma de dinero, la protección y el recaudo de algún espacio para que el usuario pudiera cagar tranquilamente, sin ser molestado por luces, transeúntes o las fuerzas policiales. Se hicieron famosos, y solicitados, ciertos spots para poder dejar los desechos. La mayoría de ellos comprendían los monumentos, entidades bancarias, bibliotecas, bancos de plaza, bares ubicados en calles peatonales, avenidas referenciales, etcétera. Claramente, esto originó el lucro de algunos a partir de la mierda y la necesidad ajena.
Paralelamente, grupos organizados (vaya a saber Dios cómo), emprendían furiosos mítines y ataques a favor de la libertad de poder cagar en el lugar que se les plazca.
A través de la televisión y de los medios gráficos, información llegaba desde los distintos puntos del globo. Básicamente, era la misma historia que se repetía una y otra vez, cambiando el idioma y los monumentos representativos. Las ciudades ardían en llamas. Se sucedían imágenes de hombres corriendo por las calles mientras se subían sus pantalones e iban siendo perseguidos por los agentes del orden. Centros comerciales cerrados, con vidrios rotos y maniquíes, maniquíes por todos lados, rotos, con la falta de una mano, de una pierna, algunos desproporcionados de cabeza, pero todos cubiertos de manchas marrones, líquidas, sólidas, un tanto viejas, otras quizás más frescas, invadidos de moscas que les revoloteaban y de ratas que se entremezclaban en cajones de ropa con descuentos. Y así, con todo. Con los templos, con los cines, con las instituciones educativas, con todo. La gente se dedicaba a cagar, a defecar, dejando sus hedores, su marca registrada, a cada paso.
Cuando las llamas de la esperanza ya comenzaban a dar sus últimos rayos de calor y de luz, todo cesó. Sin mayores explicaciones, los cúmulos de gente empezaron a retomar sus actividades anteriores, con el pudor y la vergüenza cotidiana que brindan una mísera vida. Los cafés se llenaron de enamorados y de oficinistas en after office. Los monumentos, una vez limpios, fueron fotografiados por turistas y escrito por jóvenes con aerosol. El zoológico siguió con olor a mierda pero de la usual. Esto ultimo también se podría decir sobre las multinacionales y las entidades bancarias.
Pasado el tiempo, ya ninguna teoría o explicación valía. Tampoco se buscó continuar con los estudios necesarios porque los mismo profesionales contratados para la tarea, fueron participes en las ultimas manifestaciones en masa.
De todas formas, cabe saber que la gente cagaba por doquier ausente de razón alguna. La gente inundó de mierda el mundo entero por actos de repetición, de mímica, influida por motivos que aún hoy en día desconoce. La gente agotó todas sus fuerzas en volcar sus restos, como si fuesen oro puro, en los más recónditos lugares del planeta.
Lo que ha pasado es que la gente ya no sabe qué hacer. La gente está muy sola.

lunes, 18 de marzo de 2013

Ganar es todo

Me pidió que pare. Después me susurró que siga, que podíamos estar un poco más pero que tenga cuidado, que me quede atento, prevenido, de que cualquier cosa podía pasar, que no sabía pero que le dé besos ahí, en el cuello, despacio.
Me tomó por la nuca, enredó sus famélicos dedos pálidos en mis cabellos. Me miraba con los ojos cerrados y respiraba, jadeaba un poco, como suspirando, como si estuviese llorando pero no, así del todo no.
Se mordía los labios, precisamente el labio inferior. Yo, desde el cuello, podía verle la punta blanca de los dientes. Podía ver, también, el jadeo, cómo temblaba, cómo se reprimía y cerraba aún más los ojos. Se reprimía, sí, porque jadeaba pero despacio, como si en cualquier momento podría soltar un alarido, un estruendoso grito de placer, pero no podía, no debía.
La apoyé contra la mesada de la cocina. Me aparté un poco y con mi mano izquierda apreté por sobre el jean que llevaba puesto. Apreté sobre el cierre, un poco más abajo, y ella se estremecía. Agarró mi mano y la apartó. La llevó a su teta derecha, a un corpiño magullado por el uso diario, por ser domingo y estar de entre casa. Acaricié su pecho, suave, mínimo, ahuecando la mano, como acariciando un pájaro lastimado, como con el ala rota. Me pidió que pare nuevamente, que se tenía que controlar pero me besó como si no hubiese mañana, u hoy, o un después. Me besó mordiéndome el labio, suspirando sobre mi aliento, tragando saliva y desabrochándose la camisa, los primeros botones de la camisa blanca que le daba un aire celestial, con el pelo que languidecía sobre los hombros, rubio oscuro. Sonreía, ella sonreía y movía su cintura suavemente contra mi pierna, en movimientos circulares, hacia arriba, hacia abajo, también. Sonreía, cerraba los ojos, jadeaba, se mordía los labios mientras sonreía y se movía, la cintura, las manos apoyadas contra la mesada, arqueaba su espalda y el pelo quedaba suspendido en el aire, dando destellos de luz rubia.
Cuando la tiré sobre la cama, ella dio unos pequeños rebotes, como flotando, mientras ponía su cabeza de lado y estiraba los brazos. Arrugó el entrecejo y suspiró, de placer, de dicha, como si fuese la primera vez, la primera vez en todo. Apagué la luz de la habitación pero prendí la del velador. Me sentía como en casa. Era la primera vez que iba a su departamento pero tomé la confianza necesaria, el atrevimiento, las riendas de todo el juego, como a ella le gustaba.
Esta vez, dí más presión al apretarle las tetas. Ella se retorció un poco cuando usé mi pulgar y mi indice derecho para apretujar al pezón izquierdo, como si fuese plastilina, algo más duro, consistente. Acto seguido, introduje mi mano por sobre una tanga, como con encaje. La cuestión es que se encontraba mi mano entre el pantalón y la ropa interior, húmeda pero tibia, como con calor húmedo. Y ella se movía. En un punto, me abrazó con las piernas, me pedía que la apretara, que le tirara un poco el pelo y que la apoye, que también me mueva pero un poquito suave pero que la apoye fuerte, bien fuerte, casi raspando los cierres relámpagos de los pantalones. Que me quería sentir, así lo decía, apretando los dientes, agarrándome la solapa de la camisa, que me quería sentir bien.
Ella liberaba aire por la nariz como un toro enfurecido. Entornaba los ojos y me decía que me la quería chupar, que no iba a parar hasta tener todo de mí, mi esencia, en su boca para mostrármela  para decir qué rica que está, que podría estar haciendo esto todo el tiempo, que nunca se cansaría, que le encanta.
Después, apretó las piernas, ya asentadas enrededor mío, a la altura de la cadera, y podía sentir, a través de la ropa, el desliz de la excitante humedad  erosionando todo, indicando la necesidad de continuar con toda esta empresa.
Me pidió que pare, nuevamente, pero quise entenderlo como un juego, como estar entre lo prohibido y el deseo, saber que todo eso estaba mal pero relamerse en el morbo del pecado, en tener que vernos las caras por la calle y ocultar todo en un manto de mentiras, intentar sobrellevar conversaciones banales cuando tuve sus fluidos por todo mi cuerpo, queriendo evitar la incomodidad en alguna esquina pero recordando cómo ella pedía más, cuando me pedía que nunca acabe, que jamás termine pero después rogando que le deje una marca, en la cara o en los pechos, como una blancuzca firma, que termine rápido para empezar de nuevo, volver a excitarnos, sentir el suave y dulce líquido que cae y pinta sus piernas y las predispone para todo, para conquistar el mundo. Pero esta vez fue un tanto más seca. Me pidió que pare y se apartó, se levantó de la cama y me hizo un gesto como que me calle mientras yo me acercaba a ella para darle beso en el cuello, mordiendo sus hombros, desde la espalda, tocándola desde atrás. Pero ella no titubeo en su decisión, que escuchó un ruido dijo.
Sin escatimar en el tiempo, se arregló su pelo rubio oscuro y la camisa blanca un tanto arrugada. Acomodó un poco, con un gesto, sus pantalones y gentilmente me pidió que guardara silencio, otra vez, pero, en esta ocasión, acompañando todo con la directriz de esconderme en un armario cerca de la puerta de salida.
Cuando el marido terminó de abrir la puerta e ingresó, la tomó por la cintura y, sin mediar palabra alguna, se la llevó a la cama para deshacerse los dos en alaridos frenéticos de placer y lucha cuerpo a cuerpo por el extasis contrario.
Entendí que debía permanecer en ese armario unos momentos más, intentando suprimir los ruidos del goce ajeno, hasta que ellos llegaran al clímax  donde no hay ruido o molestia o preocupación que valga. En ese punto, da lo mismo que en las otras habitaciones estalle una discusión, una fiesta o el comienzo de una guerra sin cuartel. En ese momento, en el clímax, el tiempo se detiene, el espacio no vale de nada. Allí, podría salir a la calle, sin preocupación, venir a sentarme en el bar, acá, con vos y contarte con toda la impotencia y la bronca esto que te acabo de contar.
Por eso te digo, Cacho, que me parece una porquería, una mierda, eso de que lo que importa es competir, pasarla bien, todo por el amor al arte. La cuestión es ganar, Cacho, salir primero, llevarse los laureles. El segundo lugar me dejó re caliente, ¿qué queres que te diga?

sábado, 16 de marzo de 2013

Al final, el tipo muere


Varias culturas engendraron la existencia de posibles prácticas y ejercicios que posibiliten la información sobre acontecimientos futuros.
Pueblos de la mesopotamia recurrieron a los astros en busca de historias escritas.
Se cuenta que dentro de la disciplina del Tao, se encuentra una historia devenida a fabula, que indica la existencia de un árbol que desprende hojas escritas, en su reverso, con la historia particular de cada ser viviente. Claramente, la historia es sólo visible para la persona a la cual corresponde. Como dato adicional, cada hoja que se desprende de las ramas significa la muerte de la persona correspondida.
Más acá en la historia, el judaísmo, con uso del método Kabbalah, busca interpretar las sagradas escrituras en búsqueda de la absoluta verdad, la cual, sin ir más lejos, llevaría a conocer el futuro, de yapa el pasado y el presente.
El cristianismo también aventuró un futuro un tanto cruento, dictado desde la sabiduría del Señor. El Apocalipsis depara un fin terrenal para luego, si se hicieron las cosas bien, reencontrarse en otro plano, en la perfección absoluta.
En el día a día, siempre han existido adivinos, brujos, magos y juglares que han jurado tener el poder de predecir los acontecimientos más inminentes en la vida de cada ser. Hoy en día, las cartas del Tarot, las borras del café y las líneas de las manos surcadas, brindan verdades y oportunidades a todo aquel que pueda aprovecharlas.
La humanidad toda se ha desvelado, siquiera en una oportunidad, en descifrar qué deparará el mañana. Hecha esta intromisión, es menester recordar que los sueños se han tenido en cuenta a la hora de tomar rumbos, esposas o imperios.
Resulta un tanto claro saber que aquella persona que ha podido ganarse el conocimiento de los sucesos por venir, ha obtenido ciertos privilegios y favores en pro de su sabiduría.
Juan Manuel sabía sobre ello y decidió favorecer su suerte aprendiendo ciertas destrezas y recordando ciertas fechas y sucesos. El muchacho del distrito de Bella Vista no tenía de muchos amigos y, los poco que tenía, no lo convidaban con aventuras y sorpresas capaces de calmar las llamas vivas de su juventud. Además, quería aprovechar su capacidad mnemotécnica para impresionar ciertas jóvenes que se paseaban por la peatonal de San Miguel.
Así fue que Juan Manuel se aprendió finales de películas, datos de historia, fecha de cumpleaños, nombres de calles, libros y novelas enteros, poemas inconclusos y colegios de la zona por donde habían pasado la mayoría de los habitantes de la localidad. Si bien conocer datos del pasado o el presente no habilitan a uno jactarse de saber sobre el futuro, Juan Manuel sabía cómo aprovecharlos para darse como entendido de la adivinanza y compañero del tiempo venidero. Simplemente soltaba frases, repetía fechas, anunciaba hacia qué palo se iba a tirar el arquero, indicaba cuándo moría el personaje en las películas e informaba sobre el momento justo cuando el colectivo iba a doblar en la esquina. Toda esa información, y he aquí la magia, la brindaba sin que nadie le haya preguntado algo.
Ha tenido suerte en distintos aciertos, principalmente con los colectivos ya que se acercó a la terminal de la línea 440 y la de la 176 para preguntar horarios y ramales que pasaban por la avenida Presidente Perón. En caso del tren San Martín, bueno, los horarios ya estaban colgados en la entrada de la estación y no era mayor prestigio conocer su llegada o partida.
Como todo, ciertos datos ayudaron a distintas personas y Juan Manuel fue adjudicado de cierta fama por sus capacidades mentales. Sin embargo, también como todo, la mera repetición de datos inconexos de preguntas y la cierta ineficacia de los mismos, lleva al cansancio de los oyentes. Andrés Casares se ha encontrado, más de una vez, sorprendido paseándose por la plaza ante la inescrupulosa intromisión de Juan Manuel con algún dato realmente innecesario. 
Vaya uno a saber cómo y bajo qué circunstancia ocurren ciertos hechos pero basta con saber que en el momento justo donde su imagen de futurista y de señalado como aquel que lo conoce todo se estaba desarmando, Juan Manuel fue visitado, en sueños, por una especie de ángel, dibujado en volutas de aire, como un garabato, quién le reveló la existencia de un panfleto que se repartía sobre la calle Conesa, cerca de la plaza de Muñiz, el cual brindaba, como un dato más, el número secreto con el cual se puede abrir las puertas de la esencia del universo. Más luego, despertado del sueño, Juan Manuel relacionó al ángel del sueño con el Angelus Novus y el Ángel de la Historia, a quien Walter Benjamín le hacía tanta gracia.
Juan Manual tomó dos mates amargos esa mañana antes de partir hacia las cercanías de la plaza Muñiz. Una vez allí, encontró a una joven de ojos claros y de labios arrugados y partidos, repartiendo volantes. Nadie tomaba uno y, los pocos que lo hacían, daban dos pasos para hacerlo un bollo y arrojarlo lo más pronto posible. Se acercó a la adolescente para solicitar un volante. Ella, estática y con el rostro virgen de sonrisas, extendió su mano para darle una boleta rosada, escritas con unos dibujos similares a runas. Juan Manuel agradeció y tan pronto tomó el papel, la chica ensayó un gesto y se desvaneció. El muchacho de Bella Vista salió disparando en dirección a la estación de tren con la suerte justa que llegó a subirse a la formación con destino a su domicilio.
Una vez arriba, dio lectura al panfleto y bajó en el andén siguiente hecho un hombre nuevo, con aires de cierta sabiduría mística.
Comenzó a rondar los bares adivinando resultados de partidos de fútbol, fijas en el hipódromo de Palermo y ni hablar de las certezas para el sorteo de la lotería nacional vespertina. Siguió refiriendo a los gritos respuestas a preguntas no hechas, recomendaciones a consejos no pedidos. Así, advertía a jóvenes que no se enamoraran de ciertas muchachas. Varias veces lo echaron del Bingo de San Miguel por evitar grandes ganancias para la casa y no fue permitido en los bares por irse sin pagar adjudicándose el conocimiento sobre todo y la necesidad de alabarlo con la invitación de la consumición.
Momento a otro, Juan Manuel se fue quedando sin lugar donde desplegar sus saberes. También, alejó a sus amigos por el hartazgo que involucra conocer cada instante por venir. Sin embargo, pudo hacerse de amistades malévolas, interesadas en su habilidad para la timba y por su atractivo para las mujeres con interrogantes. Al respecto, Juan Manuel rechazó indecorosas invitaciones de señoritas con las cual sabía que iba a tener desencuentros seguidos del martirio del rechazo.
Un domingo de Septiembre fue la última vez que se supo de Juan Manuel por la zona de San Miguel. Ciertos vendedores ambulantes del tren, dicen que lo han visto por la estación de Paternal, vestido de harapos, mendigando monedas a cambio de una certeza. Los visitadores médicos del partido, indican que Juan Manuel se dedica a escribir poemas en el revés de las hojas secas de un árbol ubicado cerca de General Pacheco; poemas que luego regala en favor de una sonrisa o una palmada en el hombro.
Muchas otras historias se han entretejido hasta hoy en día sobre el paradero real de Juan Manuel. Es cuestión de tiempo para que su historia se convierta en referencia, luego en cuento, quizás en leyenda, como una explicación a todo esto que pasa.
Los jubilados que juegan a las bochas en el cajón de arena de la plazoleta de la calle Primera Junta, juran que Juan Manuel nunca ha existido porque ya está ausente.
En la sede del CBC, sobre la calle Gaspar Campos, un profesor de Ciencas Políticas indica a cada camada de cursantes que el camino al conocimiento es un camino de soledad. Nadie quiere darse por enterado de ignorante cuando cree que conserva los más rumiantes secretos. Tampoco nadie quiere enterarse de sucesos que de nada le han de servir en la rutina. Mucho menos sucede con el futuro. Conocer lo que vendrá hace eco en la falta de sorpresa, en machetearse en esto que es la vida.
Convengamos que lo lindo de los almanaques es arrancar las hojas día por día, como un suave y lento goteo de historias, como un árbol que se desviste de a una silueta a la vez.

miércoles, 13 de marzo de 2013

De hojas de durazno

Su expresión ya no fue la misma. Sí, volvió a sonreír, a abrazar, a mostrar afecto, a decir te quiero y esas cosas que nos ayudan a expresarnos. Sin embargo, todas esas acciones parecían más obedecer a la rutina, al uso y a la costumbre.
Él no volvió a ser el mismo desde que escuchó cómo el golpe del metal contra el metal sellaba la puerta. Los candados se retorcían y los juegos de llaves hacían su típica danza ceremonial para separar. Siempre ha resultado curioso cómo un molde, una figura de bronce, dentada, delgada y tan fácil de ser otra cosa, otra llave, pueda sentenciar destinos, separar en mitades, hacer pertenecer como alejar a lo no querido.
Tuvo que ser fuerte, como pudo, como le salía. Por su esposa, por los nietos. Esas enseñanzas de que los hombres no lloran, que las lágrimas son para las mujeres, todo desatino. Pero no lloró. Sus labios se arrugaron, como hacia adentro y hacia abajo. Su boca segregó saliva, saliva amarga que con cada trago hacia temblar todo el túnel de transporte hasta el estomago. Un estomago vacío, sin fuerzas. Un estomago que duele, que tiene hambre pero que no quiere comer. Un estomago que se retuerce y llora por él. Le duele ahí, siente un vacío raro, un vacío como lleno por el estomago, quizás un tanto más arriba. Es muy difícil señalar a dónde duele cuando duele todo, cuando uno no es ajeno.
El sol le pegaba en la coronilla desnuda de la cabeza. Les dijo a los demás que se adelantaran, que el quería estar un momento solo.
Se sentó en un banco verde que habían arrimado para la ocasión.
Una suerte de aves se posaron sobre las ramas florecidas de un árbol de durazno japones. Le llamó la atención tanta contrariedad.
Una gota de sudor se desprendió de su cuero cabelludo y rodó por su nuca. Colocó sus manos sobre los muslos cansados y lanzó un suspiro que hizo cesar el canto de los pájaros que se encontraban cerca.
Se levantó del asiento. Se sentía desorbitado, como si se encontrara en otro plano, en otro mundo. Miró al cielo y la claridad de un celeste turquesa no le brindó respuesta alguna. Caminó un poco y se paró frente al vidrio. Apoyó su mano derecha sobre el mismo y cerró los ojos.
- Esto no debería de ser así. - dijo. Luego, giró por sobre sus pasos y se marchó.
Cada semana repite su visita, casi siempre solo. Todavía no puede focalizar el dolor, decir por dónde comienza o dónde termina, señalar alguna parte. Hay momentos que piensa que se siente bien pero los gestos que ya son ausentes o ecos del recuerdo, le hacen notar la ausencia, la imborrable marca de aquello que ya no está.
Le duele la ausencia del hijo, de saber que su único hijo ya duerme en el último de los descansos en el mausoleo familiar, en el cementerio de la capital. Y le acongoja algo particular, más allá de todos los dolores, un sentimiento, un dolor totalmente nuevo e inexplicable. Se le ha hecho piel el dolor de que, sin saberlo, también muere uno mismo al morir un hijo, porque es ver cómo nos apagamos. Duele porque entendió que los hijos son la última oferta de ser eternos en un mundo fugaz y efímero, de vivir nuevamente, una vez más.
Se pregunta, todavía, sí en verdad fue él que murió o su hijo. Las hojas perennes del árbol de durazno japones lo confunden aún más.



viernes, 8 de marzo de 2013

Instrucciones para escribir

Las siguientes anotaciones fueron escritas por Andrés Casares en el diario zonal del partido de San Miguel, publicado el día cinco de octubre del año 2010.

Instrucciones para escribir más o menos de forma elegante
También, además de servir como itinerario para el acto de la escritura, el presente bien puede ser una guía para la gestión o empresa de cualquier acción de índole artísticas.
Sin embargo, siendo yo ducho para las letras, comenzaré a dar el puntapié preciso para intentar resumir las menudencias necesarias para la creación letrada.
Primero, tome lápiz y papel. Bien se puede generar con una computadora pero las distracciones que esta genera pueden llevarlo a la búsqueda de resultados de partidos de fútbol o la compañía de señoritas que se encuentran, quizás, escribiendo como usted, produciendo, así, la desvirtualización de lo cometido. Por ello, se recomienda la rusticidad, la soledad y la introspección que el papel virgen y el lápiz o la lapicera enaltecedora generan.
Acomódese en un lugar cómodo, luminoso y, preferentemente, con la existencia mínima de distracciones. Es decir, que haya entre algunas y ninguna. Es harto imposible escribir una narración digna en la hinchada popular de Racing Club de Avellaneda dada las distracciones y la ebullición general de la masa de personas eufóricas que allí se reúnen. También, en los adentros de la casa, en la tristeza de un patio ausente de niños jugando a la pelota, de veredas caducas de jóvenes y eternas musas inspiradoras, se podría generar algo ligeramente recomendable. Además, la falta de distracciones da a lugar a la reflexión, a la autocrítica, a la melancolía, seguida de la tristeza y, finalmente, dando lugar al suicidio. Evite la muerte hasta el último momento, siquiera hasta ver publicada la obra.
Los lugares recomendables para dar el zapatazo liberador y, así, llenarse la boca de gol en esta hazaña, puede ser el bar Samsara en la galería de San Miguel, el hipódromo de Palermo un viernes antes de la salida de los oficinistas. También en el copetín al pasado en la estación Pueyrredón de la línea B del subte.
Una vez comenzado este encuentro, acodado en una mesa o en la barra de algún bar, con la disposición de los elementos sobre superficie firme, puede usted, ahí, abandonarlo todo.
No, no le estoy tomando el pelo, querido lector. Ahora viene lo esencial, preste atención. Aquello que le quiero decir es como un pase de Bochini a Bertoni. Fíjese, lo que hay que hacer ahora es, sin adornar y sin más firuletes, es vivir.
Salga de donde esté y adéntrese en calles que no conozca. Hágase de amigos en los talleres mecánicos, comparta con ellos sus costumbres y, en lo posible, anímese a conquistar a una prima o hermana de alguno. Al mismo tiempo, rompa relación con los amigos de toda la vida para darle el espacio a los nuevos.
Intente, todo el tiempo, tener más tiempo, tiempo para usted, como pidiendo adicionar quince minutos más como tiempo suplementario a un partido ya casi perdido. Hágase echar de su trabajo. Hágase echar de su novia actual y acepte todos los compromisos de reuniones para luego ausentarse al ir a otras citas.
Realice un viaje, en lo posible en tren. Recorra un ramal, ida y vuelta, con la ausencia de boleto. Converse con los taxistas y discuta de temas que no conozca con el encono y la seguridad que brindaría ser experto en la materia.
Busque pelearse por causas nobles. Defienda, siquiera una vez, al más débil sin importar el número de contrarios: son varias las anécdotas de la historia que refieren la ausencia de la verdad en las más cómodas mayorías. Entonces, póngase en el lugar incómodo y, aunque pierda, siéntase a gusto con lo hecho, con la defensa hasta las últimas consecuencias por aquello que uno cree, como la brutal defensa que presentaba el equipo de Boca con el Chicho Serna en el medio campo y el Patrón Bermudez como brutal número dos.
Luego, enamorese, lisa y llanamente. Enamorese muy rápido, tan ligero como las destrezas del Loco Houseman para el pique sobre la banda lateral, en puntas de pie, casi danzando en el aire.
Acá le advierto de una condición, estimado futuro colega. Debe usted enamorarse de aquella que jamás le pueda brindar el cariño correspondido. Es decir, usted deberá enamorarse de la mujer no correspondida. Desde allí, le advierto, podría acontecer la desdicha y el sufrimiento, formando una dupla delantera tan temible como aquellos Matadores del recordado San Lorenzo de Almagro.
Una vez conseguido lo anterior, los amigos nuevos del taller mecánico lo abandonaran por ser insoportable y dar lástima por su condición de enamorado, sumando a ello su falta de trabajo y su necesidad de dinero que lo llevará a pedirles unos pesos prestados. Observará, usted, cómo las causas nobles lo abandonan y cómo lo que uno ayer creía como única e irrefutable verdad, hoy se vuelve en astillas de un sueño roto. A partir de todo esto, los ramales de los trenes le parecerán todos iguales y le responderá con monosílabos a cualquier taxista que le consulte desde el retrovisor.
Estimado lector y futuro colega, le diré que, también, todas las calles le parecerán desconocidas y sombrías.
Sin embargo, los amigos de toda la vida vendrán a su encuentro. Lo ayudaran en la economía y lo escucharan en las repetidas historias, en noches largas de sinceridad. Usted se disculpará y todos lo llenarán de palmeadas, recordandole que la amistad se lleva junto al corazón y que jamás usted se encontró solo.
Cierto día, pasados los años y llegado a la certidumbre de que el único camino imposible es el del regreso, acomódese en aquella mesa o barra del café o bar. Retome al papel y a la lapicera o lápiz expectante, quienes lo han esperado con la paciencia de la esperanza ciega, y cuénteles cómo le ha ido. Sin querer ser vanidoso, comenzará, seguramente, por hablar sobre la mujer amada, inmortalizandola en versos que la comparen con todo lo mejor del mundo.
En el discurrir de las distintas líneas, usted observará que tiene una mágica experiencia, valiosa por donde la mire, capaz de dar respuestas y soluciones pero con la cual no puede contar por saberse con la certeza de que no puede volver.
Le advertiré que, también, sus palabras pueden pasar desapercibidas y no ser leídas o comprendidas que, básicamente, es lo mismo.
Sentirá todo lo hecho como inútil y, quizás, tenga razón pero, le aseguro, que el camino de la excelencia está minado de dudas, de trampas, de amistades maliciosas y de gambetas necesarias, donde uno siempre se ve a la mitad de camino, en el medio de la cancha, recibiendo la pelota de espaldas al arco contrario, al destino final y supremo, enfrentado a furiosos enemigos capaces de resignar sus propias vidas en pro de frenar el avance de uno. Pero no por ello usted habrá de rendirse, como lo supo Dieguito Maradona en aquella agónica corrida.
Recuerde: si las puertas de la gloria fuesen alcanzables sin esfuerzo y renuncias, todos seriamos tanto más miserables y pobres tipos.


(*) Aclaración: las referencias futbolisticas se deben a que Andrés Casares estuvo encarado, en aquella ocasión, de la redacción del suplemento deportivo. La nota no logró mayor trasferencia y éxito.
Hoy en día, el muchacho de San Miguel, sigue esperando la carta de algún lector o una mención en algún prólogo perdido en los mares de las historias.


viernes, 1 de marzo de 2013

La cicatriz

- Papá, estás sangrando. - le dije aquella vez a mi viejo cuando tenía la pantorrilla izquierda empapada de sangre. En realidad, lo que alcancé a ver, fue el pantalón humedecido y pequeñas gotitas de líquido rojo, consecutivas, en una prolija línea que provenía desde la puerta de calle hasta la punta de la mesa, donde papá se sentó para tomar unos amargos.
Esa mañana, como todas, papá venía de buscar la camioneta de reparto. La guardaba en la casa de una vecina ya que en casa no entraba por su ancho. Resulta que la vieja tenía perros, muchos. Ninguno de una raza particular o de una fiereza temible. Siempre fueron perros medianos, de esos que se dejan acariciar. Papá los conocía desde siempre. Habría que saber que papá ya contaba unos doce años en el reparto y siempre guardando la camioneta en el mismo lugar.
Sin embargo, esa mañana, los perros estaban desorbitados. No se reconocían entre sí. Papá me contaba, mientras se arremangaba el pantalón y yo le acercaba una palangana, que los encontraba peleando, revolcándose de un lado a otro, mostrando los dientes, desafiando. Mientras abría el portón, contaba, uno de los perros se le acercó. Bueno, en realidad, el perro lo embistió, clavando sus dientes en la pantorrilla izquierda de papá. Es claro, a esta altura, que los perros estaban alzados.
En bruscos y acelerados movimientos, papá sacudió su pierna y se soltó rápidamente del can. Sin quererlo, en el apuro y en el desatino, las sacudidas erráticas desembocaron en la profundización de la herida, llevando a los músculos al desgarro por los colmillos punzantes. Papá no se dio cuenta de lo sufrido hasta que se lo hice notar en casa.
Papá, como un dato no menor, es diabetico. La persona diabetica tiene hondas dificultades en poder cicatrizar una herida por la exagerada glucosa que poseen en sangre. En la sala de emergencias le comentaron que, además, no podían hacerle puntos tanto por su enfermedad como por el origen de la herida y dada su profundidad. Entonces, sólo debía dejarse cicatrizar. Sí, unos cuidados de entre casa pero no nada que requiera de mayores cuidados.
Poco a poco, papá se fue recuperando. Movía la pierna si problemas, raramente le dolía y continuaba con esos cuidados. Claro, eso sí, no volvió al médico porque, como siempre decía, - Sí a mi no me duele nada, ¿para qué voy a ir? - y continuó con los cuidados.
Cierto día, notamos un olor extraño mientras cenábamos. Era un olor muy similar a lo podrido. Sí, era la pierna de papá que se estaba pudriendo, desde la herida. Él ya no nos mostraba la pierna y cuando se tenía que hacer los procedimientos de limpieza, los hacía a escondidas. Una suerte de cascarita, de una frágil piel negra había crecido. Si uno posaba el dedo sobre este lugar, se podía hundir la zona, como si fuese un melón en estado de putrefacción, tierno, suave pero podrido, muerto.
Recurrimos al enfermero que atendió la ultima vez a papá. Se acordó de él y lo hizo pasar de inmediato. A primera observación, notó lo que sucedía.
Oscar, el enfermero, le dijo a papá que la herida cicatrizó mal, que no era así cómo debería haberse sellado, que por lo menos así le enseñaron en el curso aquél. Dijo la palabra raspaje entre gestos que rozaban la repugnancia y el dolor. Papá no objetó, él es un hombre grande, me dijo que sí total le iban a poner algún tranquilizante, que no iba a pasar nada. Oscar volvió (Oscar se había ido a buscar los elementos necesarios) justo cuando papá nombraba los tranquilizantes. El enfermero negó con la cabeza, le dijo a papá que no, que no puede aplicar nada porque sino no cicatriza, que esto tenía que cicatrizar desde adentro hacia afuera, para que el tejido se regenere, que el músculo se tense, que esto y lo otro. Y que, además, debían pasar, por lo menos, diez sesiones.
Oscar, el enfermero, tomó una especie de lija, roja, como para sacar pintura, y la apoyó sobre la herida con la mano derecha. Con la mano restante sujeto fuerte el tobillo flaco de papá. La fuerza que aplicó al raspar era singular, con la suerte de poder ser despiadado pero sabiendo que está ayudando. Así. Raspó y raspó mientras papá se esforzaba por no llorar y por no levantarse y pegarle una trompada a Oscar, el enfermero.
Luego, Oscar, tomó un algodón con el cual envolvió la punta de su dedo indice derecho y comenzó a "perforar" por sobre la herida, como a tomar la raíz del problema, simulando querer sacarle el corazón a alguien que justo se le está por explotar. Oscar sacaba la lengua y miraba al techo, en pleno acto de concentración, a medida que perforaba, que hacia girar el algodón, el dedo. Papá hubiese querido estar muerto. Y le quedaban nueve sesiones más.
Dije todo lo anterior sólo por los siguientes dos, tres renglones: es hoy en día que veo hombres (por no querer llevarlo al plano femenino) que se alborotan por sanar las heridas con soluciones superficiales. Es claro que hablo de heridas sentimentales. Muchas veces, en el apuro de intentar "recuperar el tiempo perdido" con aquella que nos ha dejado, salimos desbocados para poder conquistar a aquella que esté más a mano. Y, así, vamos buscando tapar el cráter con la mano. Esas soluciones de copetín, sirven en el primer tramo, para salir del apuro. Empero, a medida que los días avanzan y la herida sigue latente, notamos que el tiempo ya no es tiempo, que nos quedamos paralizados en el último beso, en el último te quiero de aquella que se ha alojado en el laberinto de los recuerdos. Luego, los malos olores nos advierten que estamos a flor de llanto, saboreando el vaso de la agonía, de saber que no existe el regreso.
Sin embargo, me permito ir en búsqueda de la esperanza y podríamos decir que, más allá del sufrimiento y de las restantes nueve eternas sesiones, la solución es posible, se puede volver a construir los tejidos.
Todo, hasta que una nueva herida, producida de una nueva gresca, se interponga en el camino y, así, el procedimiento se vuelva a repetir, hasta el fin de los tiempos.