sábado, 27 de abril de 2013

El vuelo de los pájaros

- Somos condiciones. Pura definición contextual. Las características de una persona son descripciones basadas en el momento histórico donde se encuentra. Por eso no somos felices ni tristes sino que estamos felices o estamos triste dependiendo, siempre dependiendo, de aquello que nos rodea. Así, también, uno no ama, no es una característica perenne como tener ojos marrones, pie plano o un lunar particular. Uno ama en secretas alegorías y en base a concordancias de tiempo y espacio. Uno está amando vaya a saber por qué influjos determinado.- cerró sus ojos en un redundante parpadeo, como cerrando las tapas de un libro pesado, viejo, de páginas amarillas. Encendió un cigarrillo y pitó. Sintió cómo el humo espeso se estacionaba en su boca, en su paladar y luego cómo recorría su garganta, llenando sus pulmones de calor. Calor único que sentía cuando fumaba o cuando tomaba whisky. Calor que se potenciaba cuando combinaba ambos elementos.
Ella, sentada más allá de la mesa, en el extremo opuesto, lo miraba. Sabía que lo dicho era una elaboración devenida de distintas reflexiones, de distintos pensadores. Lo admiraba, sólo un poco, por su capacidad de poder sintetizar todo lo que había leído para poder avalar sus pensamientos. 'El vuelo de los pájaros' le llamaba ella a su acción por la sorpresiva cantidad de autores que cabían dentro de sus pensamientos y el destino incierto que, al principio, parecía remontar la bandada de afirmaciones que él hacía.
- Entiendo lo que decís y lo comparto. Pero dejame decirte algo que pienso. No me sale citar, reflexionar ni intuir a tu modo sin embargo me acontece un suceso. Para vos quizás sea una condición, una concordancia con respecto al tiempo histórico donde nos estamos moviendo y que, es más, es posible que en la vuelta de la esquina todo cambie. Pero para mí no es así. Sonará gracioso pero me encuentro en la justa combinación de la yuxtaposición donde el universo todo se alinea, donde cada elemento del cosmo está en el lugar correspondido, dispuesto a la ideal medida, coincidiendo con la precisión del tiempo, tiempo y espacio en el cual te amo. Tal vez es ahora, sólo te amo por este suspiro que estoy emanando entre palabra y palabra. Y ello es de vital importancia porque con que todo coincida una vez, con tal de que las cartas sean barajadas de esta manera una única vez, se convierte en eterno, por toda esta casual condición.- suspiró. Luego, como un brutal reflejo, pestañeó brevemente, resaltando el brillo en sus ojos color miel. Se sonrojó y rió, marcando los hoyuelos de su sonrisa.
El resto, lo que pudo o no pasar después, lo que pudo o no pasar antes, no interesa, no debería importar. Habría que empezar apreciar la eternidad de los momentos, el vuelo de los pájaros.

miércoles, 24 de abril de 2013

Ser todo, ser nada

No sé bien cómo hemos llegado a esto. Bajo qué intrincados caminos elaborados o tomados por los titilantes destellos de la suerte hemos caminado para llegar a este punto. Punto en el cual prestamos, digamos, un tercio de la vida para trabajar en, probablemente, lugares que detestamos, con personas que detestamos. Sólo algunos bienaventurados podrán estar orgullosos de las tareas que ejecutan que, sin embargo, son para otro, siempre son para otro. Y eso, por más pintoresca que sea la oficina, por más redundantes que sean las tetas de las secretarias, es triste, te anula un poco.
Pero todavía convive algo más sorprendente que lo anterior. Cuando expulsados de los arquitectónicos edificios donde se erigen suntuosas oficinas o marchando en filas desde las fábricas tumultuosas se emprende el camino del regreso, el trabajador se enfrenta a un desquiciado planteo: ¿Es conveniente volver?. Como si fuera poco, uno recuerda a una mujer que no lo quiere, cocinando algún plato que no quiere, manteniendo conversaciones que no quiere. El hombre toma el tren, el subte, el colectivo, lo que fuera, subsumido y triste en este pensamiento. Emprende, sí, el camino de retorno de forma casi inconsciente, movido o motivado por el diagrama de las calles, por el empujón de la sociedad de correr todo el tiempo. En ese trayecto, el hombre no está en este plano, no se encuentra en contacto con la materia. Puede ser todo los dioses, todo el Olimpo. Puede ser sus demonios y su salvación. Puede ser todo y no es nada.
Así me sentía después de trabajar un sábado otoñal, donde los resortes del sol acomodan cada instante. Salí después del mediodía, pensando que ya llegaba tarde a un asado en San Fernando. Aún no recuerdo bien ni cómo hice para llegar a la estación ni cuántos cigarrillos fumé en el camino. Solo me encuentro, guardado en el recuerdo, estar mirando por la ventanilla hasta hallarme dormido.
Sin querer, logré despertarme para notar que aún no había llegado a la estación Carupá, lo cual me alegraba por no haberme pasado. Sin embargo, no había superado, aún, la mitad del trayecto. Luego de consultar la hora, noté que habían pasado cuarenta minutos luego de subir al tren y que, acorde al cronograma, ya debería haber bajado en mi destino.
En una fugaz ronda de reconocimiento, viré mi rostro en distintas direcciones sólo para notar entrecejos de frustración, labios amargos de espera y brazos cruzados de enojo. Las conjeturas no tardaron en hacerse eco en los pasillos de la formación. Una señora mayor comenzó quejándose que la falta de inversión en el transporte público causaba esto, que con gobiernos de factos estábamos mejor. Una mujer elegantemente vestida hacía resonar suspiros y enviaba mensajes instantáneos, llamaba y pedía disculpas, que era seguro su llegada tarde. También se hizo notar la fatalidad de algún accidente, de lo idiota del ser al matarse y seguir molestando post mortem. Entre tanto, el tren daba intervalos de avance, haciendo un tanto más agónica la situación. No se hizo tardar el momento de hastío general para convergir en una marea de rechazos de explicaciones y urgida de una certeza explicatoria conjunto, claro, la llegada a destino. 
Todos se habían confabulado, lo pensaron bien. Todavía me sorprende la capacidad organizativa que tienen los cúmulos sociales cuando se trata de actos banales. Convergieron en saltar estrepitosamente de la formación, apartar al maquinista de su tarea y tomar el control del transporte hasta ser escuchados. La gente, creo haberlo dicho en alguna otra ocasión, está muy sola, nadie la escucha, como un animalito herido, rumiante en búsqueda de un abrazo contenedor.
Con la lenta marcha, el tren llegó a la estación. Para mi fortua, era Carupá. Sólo tenía que hacerme a un costado de la masa hervida en desesperación y hacerme del andén para llegar a la anhelada reunión.
Las puertas se abrieron, no con dificultad, exhalando el chillido impuro de lo hermético, como haber estado embolsado al vacío. Salieron desesperados, nerviosos, apretando los puños y mirando en todas direcciones. Hasta que al fin lo notaron. Una ambulancia se retiraba y pasajeros emocionados aplaudían y se abrazaban. Claro, eran pasajeros del anterior servicio o que ya se encontraban en el andén antes que nosotros. Un policía se acercó, conmovido hasta el llanto, tembloroso y con las pupilas dilatadas. Intentó hilvanar las palabras pero sus torpes labios temblorosos le impedían cualquier comunicación. Tomó aire, puso su mano izquierda sobre el pecho mientras con la derecha ejercía la orden de alto. - Nació.- dijo - No hay dudas, es el hijo de Dios. Y nació hoy, en el tren, ahí, donde están parados ustedes. - y rompió en llanto. Arrugó su gorra y ensayó un pseudo abrazo para si mismo.
Por lo pronto, los demás quedaron atónitos. A penas llegaron a soltar el maquinista, pensaron un poco y continuaron movilizados por la rutina. Seguro a alguno se le hacía tarde para algún partido, quizás una linda adolescente debía ir al Parque de la Costa y gritar en cada juego que subiera, posiblemente un nene estaba deseoso de dar su mundo por un pancho con papas.
Miré al cielo, el cual apartó las sorteadas nubes dando paso a un color entre turquesa y celeste. Coloqué mis auriculares en su disposición precisa. Caminé las cuadras necesarias. Pedí disculpas por haber llegado tarde. Dí gracias por haber llegado a tiempo.

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* Este pequeño es tanto inspirado como dirigido a la reunión que se dio lugar en lo de Ato. Agradezco a todos por la cálida tarde. Cualquier agregado más de palabras, siento que será tan vano como corto.

lunes, 15 de abril de 2013

Y haga realidad sus sueños

Ramirez lo venía pensando hace tiempo. La idea, por aquella vez, le hizo pie en la cabeza y no se borró ni un solo instante. En cada momento libre, el plan se iba construyendo en los rumiantes pasillos de sus sinapsis. Pensativo, contaba los pasos que debía de dar, los giros que tenía que hacer, el pulso de la voz con la cual iba a pronunciar las palabras.
Esa mañana, protegido con un sobretodo marrón claro, se aventuró en el café de la esquina, en diagonal a su objetivo. El frío ya se filtraba por todas partes, por los burletes, por las sonrisas abnegadas del destino. Tomó el diario del día y ojeo los titulares. Pidió un café con leche y tres medialunas. Hasta eso había planeado. Hace más de un mes sabía que iba a pedir tres medialunas por más que no iba a comer más allá de dos.
Se sintió preparado, listo. La boca un poco seca, como árida pero dulce a la vez. Los labios un poco brillosos por la pintura del dulce de las medialunas. Solicitó la cuenta y la pagó. Acomodó su saco, largo hasta las rodillas, como el piloto de Humprhey Bogart en Casablanca. Sí, era idéntico a Humprhey Bogart, la corbata, el caminar, las manos en los bolsillos, acomodando el arma, pegándola bien al cuerpo. Así, salió a la calle.
Prendió un cigarrillo y permaneció al costado del café. Miraba de reojo a la financiera, a las empleadas que estaban más allá del escritorio, sentadas, hablando por teléfono, volcando palabras en las computadoras, como si ellas fueran sólo tetas, cuello y pelos erosionados de tintura, que sonríen y coquetean, que mastican chicles de goma eterna y escriben mensajes instantaneos. Las miraba, fugazmente. Contó nueve clientes: tres en la fila de la caja para pagos, con caras lánguidas y un tanto arrepentidos; otros dos en la fila para retirar efectivo, apresurados y con las manos temblorosas, los ojos hecho añicos de sueños; dos más estaban hablando con dos empleadas, se pasaban documentos, recibos de sueldos, presupuestos y miraban atónitos, los cuerpos inclinados hacia adelante, las bocas abiertas y el puso indescifrable, anhelando formar parte de la fila de retiro de dinero; los últimos dos, estaban en los bancos de espera, con números arrancados para el orden de llegada, mirando un televisor de cuarenta pulgadas, fino, como las costuras de labios vírgenes, y donde repetían una y otra vez la posibilidad de llevarse el dinero, la facilidad de pago y, fatalmente, el slogan de la compañía. Slogan que se podía ver pegado a todo lo largo de los vidrios del local, en la marquesina sobre la calle, en los volantes que se desprendían de hasta los árboles. Ramirez lo vio una y otra vez, siempre que pasó por el local, hace algo más de veinte años que venía leyendo y repitiendo para sí esa frase, ese truco de marketing: “Y haga realidad sus sueños”. Toda la composición rezaba algo como “Lleve el dinero y haga realidad sus sueños. Sin gastos administrativos.”
Él trabajaba cerca de ahí, en un local que ya no está, que ahora se convirtió en un expendio de cafés basura y galletas norteamericanas. Cada día que salía de allí, debía forzosamente recorrer todo el largo de la financiera hasta la parada del colectivo. De tal forma, contemplaba el asqueroso accionar que allí se gestionaba. Día tras día, empleadas tras empleadas, se producía la venta de dinero, la burla más explícita de un sistema corrompido desde su violenta concepción.
Entró al negocio, tomó un número y se sentó frente al televisor. El arma, una escopeta recortada, lo obstaculizaba para casi todos sus movimientos. Sin embargo, pudo acomodarse lo suficiente hasta que anunciaron su turno.
Contó, en voz bajita, como con un susurro divertido, como con un hipo y casi saltando, los pasos hasta llegar al escritorio de una resoplante muchacha agria, acompañada de gestos de repulsión, con dientes torcidos y una suerte de seña en el entrecejo, como si estuviera enojada desde jardín de infantes, como si se hubiese ofuscado una vez y para siempre.
Sin sentarse, Ramirez abrió su piloto al estilo Humprhey Bogart al mismo tiempo que la chica abría su estrepitosa boca de dientes chuecos. Todos convergieron en un silencio atroz, en la deliciosa y fatal espera de querer cuándo ese tipo iba a disparar, a matar a alguien, a demandar algo. Ramirez se paseó por el local, con la escopeta recortada apoyada en el hombre derecho, confiado, pensando en por qué no hizo esto antes. Todas las empleadas calladas, alguna habrá activado una alarma silenciosa y esperando. Ellas esperando ser, digamos, atendidas, solicitadas.
Ramirez rió. Dio un giro en si mismo y con el reverso de la mano izquierda intentó, en vano, secarse un poco el brillo pegajoso que las medialunas dejaron en su boca.
- Vengo, me apersono acá porque quiero algo. Eso está claro, ¿cierto? - lanzó la pregunta con la cabeza agachas. - ¿Cierto? - pronunció más fuerte, dando a notar que no era retórica su exclamación.
- Sí, s... Señor, ¿en qué puedo ayudarlo? - emitió, en un silbido nervioso, la chica de dientes chuecos.
- Miren, yo estoy desesperado. Ya lo ven, tengo una escopeta recortada en la mano, unos pocos pesos en los bolsillos y un puñado de malas anécdotas. Sí, libros varios, ausencias muchas, besos que no he llegado a dar. Pero, también, la vida se me escabulle, se me escapa, como que se ha dado por vencida conmigo. No sé si me explico bien. - refirió Ramirez, tomando claro poder de la situación, inflando el pecho y mirando el cielo raso.
Las muchachas no buscaban esconderse. Habían sido entrenadas para saber que cualquier movimiento podría producir una alteración del atacante y, así, desembocar en una reacción no deseada. Eso de acción reacción pero caótico. Se limitaban a asentar en las afirmaciones de Ramirez y a negar en los casos requeridos.
- Señorita, sí, a usted, la de dientes torcidos y mirada perdida. ¿Sabe qué es lo que quiero? No, por favor, no me de la plata. La guita corrompe, nos hace tan vacíos, tan vanos. Vengo acá, a pedir algo, porque hace veinte años que transito por lo largo de este local y siempre he visto a la misma gente. No, bueno, la gente no específicamente la misma pero sí el mismo tipo. Es como si existiera una clase social, una estirpe de gente con las mismas peculiaridades. A lo que voy, y perdón si hago de esto un extenso discurso, es que veo gente desesperada, todo el tiempo, gente como yo, que no sabe qué hacer, que no sabe siquiera morir por sus propios medios. Y eso me atrajo, en cierta medida. - Ramirez hizo una pausa. Una suerte de congoja lo abrigó. Solicitó un vaso de agua y tosió un poco para aclarar la voz. Una rubia le alcanzó un caramelo de menta.
- Vengo acá, hoy, con una escopeta recortada porque estoy desesperado y quería saber si ustedes me podrían prestar un sueño, alguna excusa para seguir viviendo. Pero no, mamita, la plata no me la des, saca la bolsa del mostrador, la plata es la que nos está matando, un poquito, todos los días.

domingo, 7 de abril de 2013

En dos movimientos

Usualmente, cuando bajo del tren, del San Martín y bajo en San Miguel, cuando vengo de Retiro o de Palermo o de Chacarita, es decir, cuando viajo en el tren a dirección a Pilar pero me bajo en San Miguel, me separo de la manada, del rejunte, de las caras lánguidas que arrastran penas hasta la parada del colectivo, eufóricos de llegar a la casa para ver el suave goteo del reloj de la vida, plasmado en algún canal, en algún noticiero, mientras piensan en qué momento todo salió mal, en qué punto pisaron el palito. La cuestión es que yo me aparto, un poco, y no sigo por el andén sino que tomo las escaleras, paso por encima de los rieles, de la maquinaria, luego me introduzco en un primer piso atestado de moscas, de olor a orín fresco, de ausencia de luz. Acto seguido, bajo, bajo hasta las boleterías, donde la primera imagen es un bar, pequeño, triste, donde la gente compra y consume milanesas completas y fuma, la gente fuma mucho. También ahí, en el hall, se puede ver las dimensiones, las esquelas de la gente que corre, que quiere tomar el tren, que quiere irse a algún lado, que se apura por sacar boleto, que se enoja con el reloj, con el que atiende, con el que está adelante. La gente está apurada, corre.
Salgo, sigo caminando. Los días de semana, noto esto cuando tengo que asistir a trabajar, a dejar gotitas de mí en un lugar donde soy tan desechable como los bidones de agua que piden, como los vasitos de telgopor donde la gente deja saliva y muerde los bordes. Pero voy, por una módica suma de lo que, para ellos, vale una persona. No gano un carajo y me están por pegar un boleo, quiero decir. Pero el paisaje es lindo y puedo robar elementos de librería, ganchitos, lápiceras, voligomas hasta el hartazgo, un manotazo de ahogado, un suspiro de última vez. El bar esta cerca, eso es bueno.
Sin embargo, lo que acá hace todo, lo que importa, es el trayecto porque algo pasó mientras caminaba por la plaza, bordeándola. Los fines de semana se suele armar una especie de feria. Hay de todo: artesanías, ropa, dibujos, pinturas, libros, sahumerios y minas que leen el destino en la palma de la mano, en un mazo de cartas, en la borra de un café, en las marcas que los incisivos hacen en un chicle de menta. Y la gente corre a comprar, a mirar, a tocar, a llevarse a la casa cosas que jamás pensó en llevarse. La gente va y compra, compra una réplica de un pekinés, tamaño natural, tallado en madera o se hace leer el pliegue de las grasas en el cuello para saber si jugar el cincuenta y seis en la nacional o en el sorteo de la lotería de la provincia.
Lo llamativo, es que todos se desesperan por comprar, por mirar, por persignarse frente a la iglesia, por caminar, por ver qué sigue después. Y ahí, justo ahí, pasa todo.
La gente se detiene, saca una foto, se ríe. Los niños hacen morisquetas con las manos, sin saber qué hacer con ellas, comos si fuese la primera vez que tienen manos y las usan, las retuercen, se tocan la narices empapadas de mocos, de frío, y también miran porque los padres les dicen que miren.
El momento es colosal, único, irrepetible. Las personas, la gente, que no detecta el instante y sigue caminando, corriendo, por una oferta en un local, por un colectivo que no espera, siguen dando vueltas como las apresuradas volutas y jirones que las hojas secas del otoño ensayan en el aire antes de rebotar y aniquilarse en el piso de las plazas, antes de ser pisadas, justamente, por la gente que corre. Aquellos que se detuvieron, hacen el cuadro.
Una estatua viviente. Un tipo pintado todo de color cobre y oxido, usando un saco también pintado del mismo color, parado sobre una pequeña protuberancia que simula ser una gran roca. El tipo no se mueve y por eso la gente se detiene, para ver qué va a hacer, cuánto habrá que pagar para que haga algo. Y lo que llama la atención, el gran signo de admiración en toda la historia, es que no ha dejado ningún gorro, lata, vaso, sombrero para depositar una moneda, alguna retribución, para poder forzarlo a ejercitar el movimiento. Muchos adultos y muchos niños se acercaron con un billete en la mano, queriendo depositarlo en algún lado, hacer que el tipo se mueva, siquiera un rato, pero se encontraron con el mayor desconcierto a no saber cómo funcionaba el intercambio.
En ciertas ocasiones, es posible vislumbrar la intolerancia y el fastidio de las personas que, subsumidas en un movimiento de masas, no pueden tolerar alguien que va en contra, uno que piensa distinto. Por eso, las personas empezaron a putear, a silbar contra el hombre sonriente sobre la roca, todo vestido y pintado de cobre y oxido, porque dos movimientos se habían producido desde el hombre que, todavía, no había lanzado un suspiro.
Dos movimientos que bastó para dejar perplejos a algunos, destruidos a otros e inconmovibles a terceros que no entendieron un carajo. Dos  movimientos que se produjeron adentro, en los pensamientos, en los billetes colgado de las manos, en el frío golpeando las narices. Dos movimientos como dos pasos, dos pasos que rompen las hojas secas de un otoño floreciente.
Dos movimientos resumidos en la prisa constante que no deja mirar el paisaje. Dos movimientos resumidos en la corrupción de todo por el todo, de una mentira compartida, de la devastación de todo cuando vemos que el dinero no logra los movimientos deseados.
El tipo sigue sin moverse, sonriente al ocaso, mientras el público cambia. Y la nueva audiencia se alegra, queda fascinada por la tolerancia a no moverse. Después, la gente se desespera, quiere que se mueva y busca dar plata a cambio. Y así.