jueves, 23 de mayo de 2013

Te llamo porque recibimos tu cv


- Bueno, Diego, quedamos entonces para el viernes, a las cuatro de la tarde. Ya te pasé la dirección y pregunta por mí. Te recuerdo, mi nombre es Camila. Adiós.
Asentí con la cabeza, como saludando a la nada misma, mientras pitaba mi ya medio cigarrillo. Me encontré sentado, en el banco de una plaza, tomando nota de un horario, una dirección, un nombre, una empresa y lo que fuera que esperaban completar. Tenía una entrevista de trabajo.
Al llegar a casa, busqué la guía para saber cómo llegar y pensé en con qué ropa me vestiría. La preocupación no duró más allá de cinco minutos. Luego, acerté con una deliciosa película de Woody Allen, Annie Hall creo, donde, en una circunstancia graciosa y autobiográficamente incorrecta, un pequeño Allen es conducido al médico por su madre porque el muchacho tiene la constante preocupación de la inminencia de la muerte y del perpetuo alejamiento de los cuerpos dados por la teoría expansionista. Minutos antes de que terminara la película, me desvanecí por el cansancio sobre el sillón.
Al levantarme, me duché inmediatamente para despabilarme. Antes, claro, había acomodado la ropa necesaria para la entrevista. Por suerte, los zapatos estaban lustrados desde tiempos inmemorables, sólo hacía falta pasar un cepillo para eliminar las volutas de tierra y polvo. Ya acomodado y listo, partí de casa hacia la entrevista.
No fue difícil llegar. Siempre he calculado bien los tiempos y he detestado las tardanzas bajo cualquier punto de vista. El viaje fue cómodo más allá de usar tres medios de transportes distintos.
En definitiva, ahí donde estaba yo, sentado en un sillón rojo punzó, en la planta baja de un edificio de treinta y dos pisos, mirando a un suelo reluciente ser limpiado una y otra vez, con dedicación, por una joven del personal de maestranza, como si todo fuera eso, limpiar el piso. Jugaba, entre los dedos, con la tarjeta magnética que me habían alcanzado. Me pidieron que aguarde unos momentos, al parecer había llegado un poco antes.
Aún sentado en el sillón, observé dónde me encontraba. La calle atrás, una plaza desgarrada por colectivos y portafolios, una especie de fuente con una fina capa de agua que rodeaba al edificio, una cafetería dentro del hall, culos gloriosos abrigados por pantalones opacos, tetas finísimas rebotando por los aires como los planetas saltando en el sistema solar.
La recepcionista interrumpió mi contemplación y me indicó el ascensor que debía tomar conjunto al piso al cual debía llegar. Era una fila de ascensores, rápidos, equipados de televisores dentro, con espejos en hd. Toda una locura.
Camila estaba aguardándome a la salida del aparato metálico. Con un cálido apretón de manos delicadas, de dedos casi vírgenes, me condujo más allá de una serie de puertas para desembocar en una especie de sala de conferencias o de capacitación donde otro tipo, del cual no recuerdo el nombre, aguardaba sentado y mirando a la nada misma.
Pasados los ritos de los saludos, me ofrecieron si quería tomar algo. Pedí un café el cual trajeron a la brevedad, luego de un llamado a un número de interno que no parecía terminar más. El café era exquisito, humeante, espeso, la porcelana nueva. Agradecí con sonrisas breves y miradas inexpresivas.
Sin demoras, se hicieron las preguntas correspondientes, se delineo lo que se esperaba cubrir y me comentaron los beneficios que la organización brindaba. Hice algunas preguntas para demostrar interés y cerraron el proceso indicándome que en el transcurso de la semana entrante se estarían comunicando en caso de quedar seleccionado.
Me despedí con apretones de manos. Con Camila, fue más bien una caricia. Sin quererlo, la saludé avanzando contra su cuerpo. Ella era muy joven, breve, con un flequillo prolijamente cortado en línea recta sobre las cejas. Al caminar, el sonido de sus tacos parecía desgarrar la alfombra azul de los cuartos. Pude sentir el aroma de las mañanas de primavera que se desprendía de sus movimientos.
Al salir, no recuerdo bien qué hice. Ah, sí, me dirigí a la calle Reconquista, a un bar. Tomé algunas pintas e intenté coquetear con algunas transeúntes.
Los días pasaron sin mucha diferencia. Sólo el bestial calendario me ha dado noción de que el ahora es distinto del ayer o del mañana.
Finalmente, me ha llamado recién, para proponerme comenzar a trabajar con ellos lo más pronto posible, que me necesitaban dijeron, que era increíble la brutal similitud entre el perfil diseñado y mis competencias, que yo estaba hecho para ese trabajo, como sacado de una caja de legos y para ser puesto allí, encastrando regiamente con los orificios y las protuberancias que proveen los bloques y los personajes de los ladrillitos.
La chica, Camila, se encontraba emocionada, todavía me pregunto por qué. Luego de anunciarme cómo seguiría la incorporación, confirmar el horario, los papeles que tenía que llevar, los otros que tenía que firmar, hizo una pausa para aguardar mi contestación. El silencio bestial, abrumador y envolvente, casi innecesario, se dio lugar.
El trabajo era estupendo, los beneficios, el lugar, la paga. No hacía falta siquiera confirmarlo, decirle que sí, era una de esas ofertas que son imposibles rechazar. Por ello, el silencio fue como un pausa diagramada, innecesaria para la ocasión pero cortés por el modo. Le dije a Camila que no, que no estaba interesado, que le agradecía por todo pero estoy buscando algo más y, como si fuera poco, me habían llamado de otro lugar.
Podía casi imaginarla del otro lado del tubo, sentada en la oficina, iluminada por tubos blancos fosforescentes que dan la sensación de pleno día hasta en las más abrasadoras oscuridades. Sentada y con el teléfono en la mano, boquiabierta, por tres segundos, quizás cuatro, volviendo en sí porque algo tenía que decir.
- Bueno, Diego, es una pena pero espero que tu decisión sea para tu felicidad. Igual, guardamos tus datos y en cuanto surja otra oportunidad, nos estaremos comunicando para ofrecerte una posición acorde a tus expectativas y capacidades. Buenas tardes.
Colgó y yo sonreí.
No, no me habían llamado de ningún otro lado. Tampoco había buscado otra oportunidad. Sólo me faltaba un desenlace para esta historia, un pequeño giro que nos dé para pensar.

viernes, 17 de mayo de 2013

La campana de Gauss


Si bien todos los días hacía frío, los domingos de ese mes de mayo, hacía aún más. Julio había notado que todo se potenciaba en los domingos, era algo impresionante. El frío, los recuerdos, la soledad, las risas estruendosas al salir del cine, los pocillos de café. Todo se volvía eterno en el minúsculo espacio de un segundo.
Caminaba. Con frío, encogiendo los hombros, tapándose los orificios nasales con una bufanda gris y enfriando la mano de vez en cuando al fumar un cigarrillo. Era tarde. Los días se hacían cada vez más cortos, tal vez no tanto por el efecto otoñal sino más bien, pensó, por la fragilidad de los vínculos, la rapidez de los cajeros automáticos, los cruceros en el culo del mundo.
Los domingos en Capital Federal han sabido ser de otra escena, como de otro cuadro. No parece el epicentro del país, las imágenes que vende la caja negra día tras días. Es otra cosa, todo parece más barrio, pocos autos, avenidas anchas y la vida que pasa entre el mediodía y las cinco o seis de la tarde, luego sólo queda la pena, los taxis desvelados. Julio paseaba, caminaba, por avenida Belgrano, encarando para la avenida Jujuy para luego pasar por un alto en La Perla de Once. Más tarde, tomaría un colectivo hasta Villa del Parque, quizás llegaría a tiempo para ver el noticiero y las temperaturas de la semana. Oh, la humanidad.
De dónde venía, mucho no importa. Es más, ni el mismo Julio recordaba de dónde venía. Sentía que estaba caminando siempre, no por el cansancio sino por la ausencia de un destino fijo.
Miró la hora en su reloj plateado, el cual hizo un destello de brillo al reflejar las luces de un auto que se acercaba. No transitaban muchas personas por la calle, sólo apreció algunas mujeres con bolsas de mandado y jóvenes hablando sobre el resultado de un partido de fútbol en una esquina. También observó bares, copetines al paso, poblados por hombres casi pintados como cuadros. Sintió, de pronto, el ruido de una moto de baja cilindrada que se acercaba por la vereda, por detrás.
Recordó aquella vez que, siendo adolescente, dos muchachos le robaron, ayudados con la movilidad de una motocicleta. Y ahora, siendo un adulto, Julio sintió el mismo miedo de aquel día. Esas cosas que la psicología premia con el campo psicológico mental, ambiental, la estructuración de la conducta. Quedó paralizado, aterrado. Replegó su cuerpo contra la persiana de un local cerrado. La moto descendió a la avenida, llevando quizás una docena de empanadas o una grande de muzzarella y morrones.
Conducido por la desorientación, dobló antes de Jujuy, tomando Dean Funes. Ningún auto se dirigía por esa calle, claro, la misma se corta en Moreno, desembocando a un estacionamiento sombrío, siquiera los domingos. Apretó el paso y frunció sus puños dentro del saco. Cada cuatro o cinco pasos, se volteaba para verificar que nadie lo estuviese observando o siguiendo. En sí, no llevaba mucho dinero consigo y las pertenencias se limitaban más, cada día tenía menos. Finalmente, se topó con el estacionamiento y vio unas sombras moverse, en frente, cerca de unos árboles y unos autos estacionados.
Tomó aire, como pudo, y abrió bien grandes sus ojos. Era un señor entrado en años, revolviendo un container, acompañado por un perro que no paraba de mover la cola, como si la vida fuese eso, no más. El viejo tomó su carro y siguió marcha, zigzagueando la mirada de vereda en vereda para buscar algún tesoro que salvara el hambre de días.
Julio sentía que el corazón no podría andar más rápido. Se tomó el pecho y respiró, cerrando los ojos y buscando tranquilidad. Luego, observó su reloj, como oculto, juntando y apretando las manos en el estomago, haciéndose bolita. Siguió su camino, no sin antes mirar hacia Sánchez de Loria, para saberse conocido del contexto.
Llegó hasta la calle Catamarca y quiso seguir por esa calle hasta llegar a la avenida Jujuy pero vio a un puñado de adolescentes en mitad de la calle. Pensó que tal vez estaban esperando el colectivo pero no quiso arriesgar su suerte. Dobló hasta llegar a Alsina. La zona se caracteriza por estar poblada de albergues transitorios. Con ello, en distintas esquinas se concentran prostitutas y proxenetas. Al llegar a la intesercción, encontró a un hombre, de baja estatura y trigueño, discutiendo, casi en puntas de pie, con una bellísima muchacha, rubia, alta, con la cara marcada por un tajo, sobre la mejilla izquierda, quién al principio sólo miraba hacia abajo y luego comenzó a gritar contra, al parecer, el empleador. Justo cuando doblaba, Julio fue empujado por los movimientos y el forcejeo que comenzaron a trabar entre la jovencita y el hombre bajo.
Sin pensarlo, comenzó a correr hasta llegar a mitad de cuadra y, agitado, miraba hacia delante y atrás, sin respiro. Llegó, finalmente, a la avenida Jujuy. Dobló encarando para la estación de Once, no veía la hora de llegar a la Perla y calmarse.
Sin embargo, un último susto lo tomó desprevenido cuando, al pasar por la puerta de un banco, notó que un hombre pedía ayuda, desde adentro, enroscado en cartones y sabanas sucias. Lo tomó por sorpresa y volvió a correr. La calle estaba desierta. Taxis estaban parados en la estación de servicio y los colectivos eran inconstantes. Apreció, antes de entrar a un bar anterior a la Perla, las luces de un patrullero dando la vuelta.
El miedo nos ha mantenido a salvo como especie. El miedo constate a los peligros, a la inminencia de la muerte, nos ha protegido para llegar a ser, bueno, lo que somos. Sin embargo, el mismo miedo ha sido el supervisor de nuestra vida de montaje, alienándonos, sometiéndonos, construyendo los muros de una prisión en la cual nos sentimos libres, seguros, estoicamente felices.
Julio tenía miedo pero llegará a su casa, mirará el pronóstico y las distintas noticias para saber cómo vivir. Comerá sano, hará ejercicio una vez por semana, sostendrá relaciones banales con mujeres y envejecerá. Habrá vivido los años dados por la estadística, la campana de Gauss. Pero ahora, estaba ahí, en La Perlita, un bar que está antes de la famosa Perla de Once, aterrado, sintiendo el frío que haría mañana, que haría en la semana, el resto de la vida.

sábado, 11 de mayo de 2013

Cuando de morir hablamos

En este momento, un joven estudiante, hijo de comerciantes, llamado Dionisio, cae muerto en la cruda acera de Atenas cuando es reprimido por la policía local, en el marco de una  protesta social.
Paralelamente, el soldado Bene es torturado hace días. Apenas se puede distinguir sus ojos de su nariz, producto de la inflamación que los golpes ocasionaron en su rostro. Recuerda cuando niño tomó su primer arma y leyó su primer libro, en un Congo menos corrompido, siquiera en su retina desprendida. Fuerte a sus convicciones, no dice una sola palabra a sus torturadores. Finalmente, muere, dejando un cuerpo sin uñas y famélico.
En otro marco, el adolescente Yuki redacta una breve carta de despedida para todos sus familiares y breves amigos. Deja olvidados, en un rincón de su escritorio, apuntes de matemática descriptiva. Siente que no puede más, que todo es muy competitivo todo el tiempo, y realiza el único acto de su vida que siente que es propio y en el cual puede decidir, ser participe: se suicida con un corte en la garganta. Llega a mirar, como una cruel despedida del mundo, los peces de colores que brillan y danzan, frente a vidrios y espejos, sin saber en realidad cuál es su hábitat natural. Se acuerda que se olvidó de alimentarlos.
El cuerpo de policía de la frontera de Texas, comandados por el Sargento Bukchow, encuentra los cuerpos baleados de Maria Soledad Cortes y de Fernando Esteban Machado Cortes, hijo de Maria. Sin miramientos, el comando coloca los cuerpos en una bolsa compartida, los carga en una de las camionetas y se dirigen al puesto fronterizo. Hace calor y los zapatos de Maria quedan en el desierto, junto a una carta que Fernando Rodrigo Machado, esposo de la difunta, había escrito con las instrucciones para poder llegar a la ciudad de San Diego, darse una chance para la vida.
Por acá, ya es otoño y una hoja es expulsada del conjunto social que integra en la corona de un árbol. Se desprende, arrugada, abandonada del color de la vida, y se precipita ferozmente contra una calle de adoquines, haciéndose añicos debido al mortal choque.
Y ahí esta Jorge, sentado en el living, hundido en un sillón desecho de la rutinaria tarea de cargar un tipo que no puede consigo mismo. Ahí esta, él, en su sombría casa de La Paternal, enalteciendo al ambiente de espeso humo producto de sus cigarrillos 43/70. Mira los noticieros, ocasionalmente hace zapping. Trabaja en la oficina de correos hace algo más de veinte años, donde le dieron una lápicera, qué aún no usó, en conmemoración por sus servicios prestados. Sueña con los fines de semana, en particular con los sábados,   donde tomó como habitó releer las cartas de una antigua novia de la adolescencia; sin embargo, los domingos por la tarde sale a la vereda y se deprime mucho. Una vez por mes come en El Palacio de la Papa Frita y ya no recuerda bien qué era lo que quería ser cuando era chico.

lunes, 6 de mayo de 2013

Ustedes son las prostitutas


No vale la pena dilucidar el asunto, camuflar lo cierto con peripecias del lenguaje y sobreentendimientos. Sofía era prostituta y ejecutaba elegantemente su oficio.
Ella era rubiecita, con el pelo largo y suave como si fuese un pastizal de trigo. Tenía ojos marrones que le brillaban al sonreír. La piel, uh, la piel como seda, delicada, hacía pensar que cada vez que la tocaban, la podían romper. Dos tetas, un par de tetas, finas, cónicas, rosadas y casi hechas a la medida. Piernas suaves, firmes, capaces de ser la cuna de cualquier dios o formarse como las desgarradoras y potentes fauces de un león. Las mismas terminaban en un culito redondo, eterno, que hacia pensar que jamás podría caerse, que podría erigirse un imperio o un altar sobre el mismo. También, claro, no mejor dicho que Puig: un pubis angelical.
Convengamos que ahondar en las descripciones de Sofía sólo podría generar el replanteo total de la vida.
Vivía en Palermo, jamás me preocupé en saber a ciencia cierta en qué calle, bastaba con conocer el portero, el piso y el departamento a cuál llamar. En ocasiones, en la mayoría de ellas, el hombre se sesga a la hora de saciar el instinto básico y no sabe por dónde camina, qué hace, qué tipo de mensaje de texto o llamado realiza, a qué destinatario. En mencionada situación, sólo se sabe el deseo y el modo, el resto es contexto.
De tal manera, los vecinos notaron que personajes absortos deambulaban por el edificio, corrían por las escaleras, se desajustaban las hebillas en los ascensores o fumaban nerviosos en la entrada. Como todo, en un principio no fue más que un encuentro extraño, un comentario en las reuniones de consorcio; pero, a medida que pasó el tiempo, los ruidos, los movimientos y los gemidos despertaron el malestar de los habitantes del edificio.
A Sofía no le molestó las acusaciones, los agravios y el rebaje que las viejas coquetas intentaban provocarle con sus miradas. Ella solucionaba todo con una sonrisa, un encogimiento de hombros y, en algunos casos, una suave caricia sobre el brazo, como queriendo dar fuerzas, esperanzas, a un animal moribundo.
El tiempo, voluta de humo entre dedos parcos, se corrompió y, sin quererlo, nos fue abandonando.
Sofía seguía con su trabajo. Sin embargo, cierto día me confesó que se volvía a su casa. Ella era de Pigüé o de alguna localidad cercana. Me contó que se cansó, que la gente hablaba demasiado y opinaba por demás. Al parecer, el dato de su oficio había alcanzado los oídos del vecindario y todos tomaron un cierto enojo, distanciamiento y encono injustificado para con ella. Aquella vez, le dije que la entendía y me ofrecí a ayudarla a buscar algunas cajas para la mudanza.
Al bajar, encontramos que se daba sesión a una reunión de consorcio extraordinaria y, al parecer, el fervoroso tema era la solicitada para que Sofía sea forzada a irse del edificio. Irrumpimos al momento de la división entre los que están en pro o en contra de la propuesta: todos habían levantado sus manos. Sofía se indignó. Se instaló en el centro del semicírculo que acobijaba a los miembros, dio una vuelta para mirar bien la cara de cada uno y dijo:
- Mírense entre ustedes, cobardes. Me juzgan, me señalan, por la profesión que ejerzo. No, no es algo que me gusta, que me produzca orgullo o que sea humanamente digno. Pero he ahí, ustedes, dueños de la suerte, hombres realizados, he ahí, vendiéndose en las más detestables oficinas, dejándose abusar por inversionistas que cuelan dos falanges con el premio al presentismo para matarlos haciéndoles viajar de cualquier forma, a humilladoras horas y por cuánto tiempo, Dios, por cuánto tiempo. Dejan la vida, se prostituyen para llegar lastimosamente a fin de mes, e intentando disfrutarlo, que es peor, buscando convencerse de que así uno es feliz, que eso está bien. Ustedes son las prostitutas y qué triste, qué triste es todo esto.
Se cruzó de brazos y me hizo una seña con la cabeza para que vayamos. Nadie logró articular una palabra.
Particularmente, yo no logré hilvanar algún diálogo. La acompañé en las diligencias y me fui prometiendo volver más tarde para despedirla. Pero no, no pude. Tenía que levantarme temprano al otro día, mi jefe me había pedido que esa semana entrara dos horas antes vaya a saber para qué. No volví a saber nada de Sofía.
Y yo cuento esto porque la extraño. Extraño más que todo un momento preciso que siempre acontecía. Una vez que el acto terminaba, yacíamos los dos recostados sobre la cama deshecha, desnudos y sin hablar, mirándonos. En un instante que jamás se podía descifrar, Sofía sonreía y se encogía de hombros. Luego, me acariciaba el brazo, comenzando por el hombro y descendiendo hasta el codo, para retornar hacia arriba. Me miraba, sonreía y me acariciaba, como si fuese un animal herido, como dando ánimos, brindando la sensación de que era viernes, a la tarde, siempre, y que ya no había más oficina, siquiera por un rato.