Laelaps era un perro mitológico. Supuestamente, Zeus le regaló el perro a Europa y ella lo cedió a su hijo Minos, quien lo dio en cuidado a Procris para pasar a ser, más tarde, propiedad de Céfalo. Laelaps tenía, como principal característica, ser un perro de caza que siempre atrapaba a su presa. Lo extraño fue lo sucedido con sus últimos dueños. Procris y Céfalo estaban enamorados y se habían jurado fidelidad eternamente. Dada una ocasión, Céfalo, como apasionado cazador, se condujo ocho años de aventura para, bueno, cazar y, dato no menor, para probar la fidelidad de su esposa. En determinada oportunidad, Céfalo desconfió de Procris. Por lo tanto, para poner a prueba a su amada, se disfrazó de otro y la sedujo. Finalmente, la conquistó siendo alguien más y la amó bajo los sauces y los ligustros. Más luego, la perdonó hacia sus adentros y todo siguió curso.
Al mismo tiempo, Procris desconfiaba y ponía en tela de juicio la dedicación de Céfalo para con ella, conducida, principalmente, por sus largas ausencias a la hora de cazar. Alimentada por el rumor de un criado, quién le dijo que Céfalo llamaba a Eos para salir, Procris decidió seguirlo. En determinado momento, el cazador llamó a Eos. Escondida detrás de unos arbustos y atenta a lo dicho, Procris salió de su guarida para sorprender a su esposo en la mayor de las traiciones que un enamorado puede acometer. Sin embargo, Céfalo estaba solo, descansando bajo un árbol y cantando un himno. Pero al ser sorprendido por los movimientos y ruidos, se erigió y lanzó su infalible jabalina, matando, así, a su amada.
Céfalo tuvo a su cargo a Laelaps. Cuenta la historia que en un momento, la zorra teumesia estaba ocasionando estragos en zonas de cultivos y criadero de aves de corral. También la zorra tenía una particularidad. Los dioses la habían creado para que jamás sea atrapada. Céfalo, no considerando ello, mandó a Laelaps para que la prenda.
Y ahí ocurrió la paradoja. El perro que no deja escapar a su presa persiguiendo a la zorra que jamás podrá ser alcanzada. El Olimpo entró en una revolución. Zeus, hijo de Crono, decidió, simplemente, convertir en piedra a ambos animales.
Jorge amaba a Mónica. No sabía bien por qué pero no entendía su vida más allá de ella. Como cualquier enamorado, quizás. En ocasiones, sentía su corazón desgarrarse por no poder contener tamaña cantidad de afecto. Sin embargo, Mónica amaba a Otro, un vil tipo que no merecía ni la sombra de ella. Curiosamente, Mónica se hacía de distintas destrezas y habilidades para sentir merecerse alguna muestra de afecto de este Otro espécimen. Y ello, a Jorge, lo mataba cada noche. Ya no comía correctamente, sus amigos habían dejado de llamarlo porque no sabía decir algo más allá de Mónica, vestía desalineado y la barba de días parecía formar parte desde siempre del surrealista cuadro de su cara.
Paralelamente, Valentina estaba perdidamente enamorada, como cualquier enamorado, de Jorge. Trabajaban juntos y desde la última fiesta de fin de año de la empresa, no paraba de pensar en él. Indecorosamente, lo invitaba a salir, a su casa, al cine, al café, a la sala de copiado para revolcarse sobre alguna de las máquinas. Nada le importaba a Valentina con tal de pasar un momento con Jorge.
Y ahí ocurre la paradoja. El hombre enamorado está destinado a jamás conquistar a la mujer amada y, en simultaneidad, no poder darle oportunidad a aquellas que en verdad lo aman.
Y así, quizás como berretines del destino o sacudidas de la suerte, nos vamos encontrando con corazones petrificado por algún amor.