viernes, 28 de junio de 2013

La paradoja

Laelaps era un perro mitológico. Supuestamente, Zeus le regaló el perro a Europa y ella lo cedió a su hijo Minos, quien lo dio en cuidado a Procris para pasar a ser, más tarde, propiedad de Céfalo. Laelaps tenía, como principal característica, ser un perro de caza que siempre atrapaba a su presa. Lo extraño fue lo sucedido con sus últimos dueños. Procris y Céfalo estaban enamorados y se habían jurado fidelidad eternamente. Dada una ocasión, Céfalo, como apasionado cazador, se condujo ocho años de aventura para, bueno, cazar y, dato no menor, para probar la fidelidad de su esposa. En determinada oportunidad, Céfalo desconfió de Procris. Por lo tanto, para poner a prueba a su amada, se disfrazó de otro y la sedujo. Finalmente, la conquistó siendo alguien más y la amó bajo los sauces y los ligustros. Más luego, la perdonó hacia sus adentros y todo siguió curso.
Al mismo tiempo, Procris desconfiaba y ponía en tela de juicio la dedicación de Céfalo para con ella, conducida, principalmente, por sus largas ausencias a la hora de cazar. Alimentada por el rumor de un criado, quién le dijo que Céfalo llamaba a Eos para salir, Procris decidió seguirlo. En determinado momento, el cazador llamó a Eos. Escondida detrás de unos arbustos y atenta a lo dicho, Procris salió de su guarida para sorprender a su esposo en la mayor de las traiciones que un enamorado puede acometer. Sin embargo, Céfalo estaba solo, descansando bajo un árbol y cantando un himno. Pero al ser sorprendido por los movimientos y ruidos, se erigió y lanzó su infalible jabalina, matando, así, a su amada.
Céfalo tuvo a su cargo a Laelaps. Cuenta la historia que en un momento, la zorra teumesia estaba ocasionando estragos en zonas de cultivos y criadero de aves de corral. También la zorra tenía una particularidad. Los dioses la habían creado para que jamás sea atrapada. Céfalo, no considerando ello, mandó a Laelaps para que la prenda.
Y ahí ocurrió la paradoja. El perro que no deja escapar a su presa persiguiendo a la zorra que jamás podrá ser alcanzada. El Olimpo entró en una revolución. Zeus, hijo de Crono, decidió, simplemente, convertir en piedra a ambos animales.
Jorge amaba a Mónica. No sabía bien por qué pero no entendía su vida más allá de ella. Como cualquier enamorado, quizás. En ocasiones, sentía su corazón desgarrarse por no poder contener tamaña cantidad de afecto. Sin embargo, Mónica amaba a Otro, un vil tipo que no merecía ni la sombra de ella. Curiosamente, Mónica se hacía de distintas destrezas y habilidades para sentir merecerse alguna muestra de afecto de este Otro espécimen. Y ello, a Jorge, lo mataba cada noche. Ya no comía correctamente, sus amigos habían dejado de llamarlo porque no sabía decir algo más allá de Mónica, vestía desalineado y la barba de días parecía formar parte desde siempre del surrealista cuadro de su cara.
Paralelamente, Valentina estaba perdidamente enamorada, como cualquier enamorado, de Jorge. Trabajaban juntos y desde la última fiesta de fin de año de la empresa, no paraba de pensar en él. Indecorosamente, lo invitaba a salir, a su casa, al cine, al café, a la sala de copiado para revolcarse sobre alguna de las máquinas. Nada le importaba a Valentina con tal de pasar un momento con Jorge.
Y ahí ocurre la paradoja. El hombre enamorado está destinado a jamás conquistar a la mujer amada y, en simultaneidad, no poder darle oportunidad a aquellas que en verdad lo aman.
Y así, quizás como berretines del destino o sacudidas de la suerte, nos vamos encontrando con corazones petrificado por algún amor.

sábado, 15 de junio de 2013

Habitación disponible

Si es de noche, otoño, Buenos Aires, llueve y uno no puede captar la magia o la poesía del momento, bueno, estás muerto. Hay algo de vos adentro que no sirve, algo que falla, que no te permite más. Esto también sucede con otros rubros, como cuando acaricias un seno virgen y no te da escalofríos o te sensibiliza. O como cuando no subís el volumen al instante que se reproduce tu canción favorita.
Bueno, era de noche, otoño, Buenos Aires y llovía. Divisé el letrero de “Habitación dispoible”. Asumí que refería a una habitación disponible pero algún corto circuito o unos focos quemados no permitían que la letra n se luciera. Ya había estado en ese lugar antes, hacía tiempo. Sin embargo, la hostería parecía detenida, como si la hubiesen construido así. Anteriormente, concurrí con prostitutas de minifaldas opacas que ya no tenían el vigor en sus movimientos o el brillo de esperanza en los ojos. Y el hecho de haber asistido en varias oportunidades, me daban la seguridad de conocer ciertos rincones de aquel motel cerca de la autopista. En lo único que podía pensar era en ese cobertizo abandonado, un tanto alejado, que juntaba telarañas en las bisagras de su puerta y tierra en el picaporte, olvidado, como un bunker de la segunda guerra mundial.
El parabrisas del auto totalmente empañado por calor humano y cigarrillos que se entorpecían en el breve cenicero debajo del equipo de audio. El tipo seguía inconsciente, volcado sobre el asiento trasero, cubierto por una manta marrón que, vaya a saberse por qué, yacía olvidada en el baúl, como abrigando a la rueda de auxilio, desde siempre.
Estacioné y apagué las luces. Me dirigí a la recepción para solicitar un lugar donde pasar las horas. Las manos frías me transpiraban y portaba el aroma del humo de tabaco como si hubiese nacido con el. Una chica joven, rubia, de tetas turgentes, sentía perder la vida más allá del escritorio, más allá de la computadora gris que acumulaba tierra y fotos de veranos felices, toda rodeada de tazas sucias de horribles colores. Casi sin gesticular, usando los mínimos movimientos necesarios, me alcanzó un juego de llaves y me preguntó si desayunaría en el lugar. Contesté que no, que antes de las ocho de la mañana me retiraría. Aboné por adelantado y dejé una mísera propina en un tarro de plástico, en un rincón del mostrador.
La iluminación deficiente y la individualización de los asuntos de cada quién, me permitieron desplazamientos libres sin preocupaciones. Tomé al tipo por los hombros y lo conduje, casi arrastrándolo, al cuadrado donde una cama, una mesa de luz chueca, un baño y unas cortinas desde el techo hasta el piso, se conjugaban creando el cuadro naturalista de la habitación. El tipo quedó tendido sobre un piso de alfombras gastadas, que alguna vez supieron lucir un espléndido color rubí.
En resumidas cuentas, ahí estábamos, el tipo y yo, acompañados por una pregunta: ¿qué harías si pudieras matar a alguien sin repercusión alguna?
Me refiero a que nadie se entere, ningún peso de la ley, de la moral, la ética. Ningún reportero haciendo camping en la puerta de la casa. Ninguna revista alimentándose meses con los artículos sobre qué comía los domingos o qué películas miraba el asesino. Nada. La cuestión es tener la decisión, el poder o, como Foucault le gustaba decir, ejercer el poder. Tomar una vida. Ser dios un instante. Respiré. Digo que respiré por una convención de que si uno respira es porque está vivo. No sé bien si yo estaba respirando, si estaba agitado o si simplemente había dejado de inhalar y exhalar aire. Sólo sentía mi corazón latir no tan repetitivo como profundo, como retumbando, impulsando sangre con todas las fuerzas, dejando, bueno, la vida en cada palpitar. También sentía cómo el mango de la pistola glock se volvía más tibio en mi mano.
El peso de un arma cargada y con un silenciador, es incomparable. Uno siente una fuerza objetiva que puede llegar a molestar a medida que el tiempo pasa. Pero, al mismo tiempo, está el peso del destino, de aquel receptor de la bala, del tipo que está en el piso sobre la alfombra, desmayado, como cuando lo encontré detrás de esos tachos de basuras de la ciudad, por la zona de Parque Patricios. ¿Tenía familia? ¿Habrá sido feliz? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo dio su último beso? ¿Qué comió ayer? ¿Por qué él? Las preguntas pesaban tanto más que las balas.
Deambulé por la habitación. La luz del velador únicamente encendida. Afuera el mundo se debatía en si mismo y parecía que iba a perder. Claro, prendí un cigarrillo. Por un instante, el sonido del fósforo raspando la lija de la caja fue lo único que podría escucharse en la vida, lo único necesario. Sentí que el tipo se movió pero no era cierto. Los juegos mentales, las sombras que se proyectan en la nada misma y esas cortinas detestables, me estaban jugando una mala pasada.
¿Podría quitar una vida?
Apreté el gatillo, apreté los ojos. Sin embargo, el haz de luz librado en la tempestad de la noche encerrada en la habitación, penetró por las pequeñas hendijas de mis ojos, produciendo una especie de flash fotográfico. El cigarrillo rebotó en la alfombra dos veces antes de quedarse quieto y consumirse.

Informe policial.
La señorita Laura Mariel Quiñones, argentina, de estado civil soltera, de veintitrés años de edad, empleada, que sabe leer y escribir, ha escuchado sus derechos y garantías. También se le informa que cualquier información maliciosa, no fidedigna o falsa, conllevarían cuestas judiciales, gravámenes y privación legítima de la libertad. Cuando se le pregunta si entiende lo anterior, afirma que si y declara: que no conoce al involucrado, que no escuchó disparo alguno o discusión previa, que ella lo atendió al llegar y que el sujeto portaba síntomas de ebriedad, por lo tanto ella sólo se limitó a darle un manojo de llaves y acompañarlo hasta la habitación donde el sujeto dio unos pasos hasta desplomarse sobre la alfombra. Que ella intentó ayudarlo pero el individuo tornó su conducta agresiva, insultándola y gritándole que se vaya. Que ella lo dejó solo en la habitación y se dirigió a su puesto de trabajo en la recepción de la hostería.
Habiendo sido testigo de la causa, informa que el cuerpo del sujeto se encontraba sin vida, tumbado sobre la alfombra, cerca de la cama y de un atado de cigarrillos.
Queda a disposición de la justicia una pistola glock con silenciador cargada con nueve balas calibre .45, una vaina de bala del mismo calibre, un vehículo perteneciente a la víctima, una billetera con trescientos cuarenta y ocho pesos argentinos y documentación del individuo afectado.
Con esta información y las pericias policiales, se sustenta la hipótesis de un suicidio premeditado.
La señorita Laura Mariel Quiñones deja sus datos de contacto y firma conforme.


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Gracias, Humberto, por el título.
Claro, no menos, también gracias por los ánimos, las ideas y por hacerme sentir como un par.

martes, 11 de junio de 2013

La luz del día

Estaba rodeado.
Él bien lo sabía. De nada valían sus armas, sus conocimientos en artes marciales, las horas de meditación, las películas de Jet Li o Van Damme que había visto.
Respiraba. Muy lento, muy fuerte. Como si el pecho se hundiera todo en cada exhalación. Como si se llenara de nuevo, luego, como el santuario de algún patrono que ofrezca trabajo, solución a causas urgentes o drogas sintéticas en los días claves.
Sudaba. Sudaba como una gacela corriendo por su vida en las praderas africanas. Sudaba en frío, con el cabello mojado por la transpiración y con una gota gorda que le daba escalofríos, recorriendo su columna vertical. Las ropas, también, húmedas y pegadas al cuerpo. El torso velludo parecía brillar por las gotas de sudor tal si fuera el oasis de algún desierto en cuentos didácticos.
Las manos temblaban y las miraba fijo para que dejen de operar esos involuntarios movimientos, mordiéndose las palabras para no retar a sus, bueno, propias extensiones.
Todo en la habitación parecía exaltarse, haciéndose hasta el mínimo detalle superlativo. El ventilador que giraba parecía detenerse en cada pestañeo. Las cortinas que fluían lentamente daban la sensación de seguir un patrón de baile. Las sombras parecían las tinieblas donde cualquier demonio podría hacer hogar. La luz del sol que entraba por la ínfima ventana era tan cálida como única, de un color dorado hecho particularmente para la ocasión.
Por momentos, el tipo se desesperaba. Chocaba contra las cuatro paredes, golpeaba la puerta despintada, deshacía la cama e insultaba al aire. También, se tranquilizaba. Se recostaba sobre las sábanas arrugadas, se sentaba en algún rincón, hojeaba un libro que nunca había leído pero que quedaba bien en la mesa de luz.
Por un instante no hizo nada. Todo fue proceso mental. Pensó. Estoy rodeado, se dijo. Afuera está la muerte, está el fin de todo, sólo soy yo y la habitación, este cuarto gris, se dijo. Ni un último abrazo, ni un último beso, ni un último te quiero, ni un último deseo, se dijo.
Todo estaba perdido. Morir a plena luz del día, con un sol capaz de sellar la paz en cualquier guerra activa, menos en esta.
Lentamente, abrió la puerta. El picaporte casi resbaló de su mano traspirada. Ni un cigarrillo, se dijo. Dio el primer paso y sintió frío.
Oh, la muerte, la democracia de la vida.
La escena, todo, es bastante similar al final de Juan Moreira. El gaucho agazapado, peleando hasta el último de los instantes, aferrándose a la vida más allá de si esta es justa o no con uno. Moreira sin balas, con un cuchillo, riñendo en los pasillos de un prostíbulo, mirando en cada hendija, en cada rincón abierto, la luz del día en el que iba a morir.
El tipo salió de la habitación. Se vistió sin demoras y partió hacia el shopping. Era domingo y ya había almorzado, no sabía qué más hacer. Pensó en mirar algunas vidrieras, caminar los siete pisos del lugar, quizás comprar alguna remera o una chomba. Tal vez invitaría a Josefina, una chica que frecuentaba hace poco. Si, la voy a llamar, se dijo. Pensó en invitarla a cenar a un patio de comidas enorme, como un zoológico gastronómico. Y, quién sabe, tal vez ir al cine, estaban dando una de acción, de autos que no paran por nada en el mundo como si acelerar fuera la única forma, la única manera de escapar.

lunes, 3 de junio de 2013

Chernobyl, Hiroshima, Nagasaki

Hace tiempo no lo veía a Pablo. Las decisiones que fuimos tomando en el transcurso de los años, nos condujeron a caminos bastantes separados. Sin embargo, conservamos, a lo largo del tiempo, una fraternidad que nos impedía dejarnos de lado. Por ello, cada tanto compartíamos un llamado, algún mensaje de texto y promesas varias para poner un punto de encuentro y, así, darnos ese abrazo que acorte distancias.
Recuerdo haberlo conocido por un amigo en común, en un cumpleaños, creo, y nos llevamos bien. Esa noche nos contamos secretos que sólo pocas personas en la vida saben. La comodidad era recíproca. Y, aún más, el asombro al notarnos tan en confianza el uno con el otro. Luego, sí, convergimos en otras reuniones, salidas, etcétera.
Nos encontramos en un bar, en avenida Beiró y avenida San Martín, epicentro de Devoto. La madera barnizada, las luces calmas del lugar, daban la sensación de que el mundo podría bien desgarrarse afuera pero, mientras que allí resonara lentamente la música, se lograría vivir bien.
Elegimos, sin muchos trámites, un lugar.
La metodología del lugar era “sírvase y pague”. Sin dilapidar tiempo, optamos por una cerveza y una bolsa de maní con cáscaras. Por otro lado, también había dos mozas que se ocupaban de atender pedidos de comida elaborada, limpiar mesas, abrir la puerta y, más que nada, sonreír, con delicadeza, mostrando los dientes y arrugando la mirada. Daban ganas de decirle que sí a todo ante tamañas expresiones. Claro, también portaban un par de glúteos cada una que era pecado dejar de mirarlos, como si dios creó particularmente cada culo, dedicándoles un día entero, y dejando a todo lo demás, oh humanidad, al destierro de las pinceladas de un viejo insolente.
Hablamos. Conversamos de todo. Del pasado, del presente y los tanteos del futuro. Él estaba saliendo de una relación y esto implica que cada circunstancia despierte el recuerdo latente de la persona ausente. Con el bagaje acotado de saberme transitado por las mismas praderas de la desesperación, intenté marcar mi punto de vista.
-Pablo, mira, seguramente lo sabrás pero permitime resumir esto en palabras. Uno si bien sufre por amor, sufre más por otra cuestión. El detonante, sí, te acepto, es la ruptura, el quedarse solo. Pero quien profundiza todo esto es la incertidumbre. ¿Por qué la incertidumbre? Porque vos bien sabes que te vas a recuperar. Vos vas a sobrepasar este momento y te vas a reír de la escena que, bueno, ahora, no te causa gracia. La cagada, la gran mancha negra del cuadro, es no saber cuándo. Dos días, dos semanas, dos meses, dos años, dos vidas. Todo ese tiempo puede durar el estar recordando hasta que un día, de un instante a otro, todo pasa. Y ahí reside, se alimenta y crece la angustia, en no saber cuándo pasará, cuándo será ese momento. Pero disfruta, chapotea en los charcos de la tristeza para salir nuevamente, sabiendo que resurgirás y, con atino, estarás viendo rebotar las tetas de la moza aquella, la rubia, en tu frente.
Reímos.
Él, Pablo, también me había brindado algunas verdades que, bueno, no está bien develar. El camino al conocimiento sólo es válido en la medida de que la persona que detente la sabiduría, esporádica, refutable y cambiante, pueda haber comprendido mediante la empiria lo sucedido. Y Pablo bien sabía de lo que hablaba.
Luego de unas cervezas más y de unas bolsas de maní más, pensamos que era mejor irnos a dar una vuelta. Las ganas de fumar me llamaban a adentrarme en la noche. No tenía cigarrillos y afuera, como siempre, hacía frío. Nos levantamos y entre sonrisas con la moza que estaba parada en la puerta, pusimos los primeros pasos en la vereda.
Y vos no me vas a creer.
El mundo, la vida afuera, se derrumbó. Todos nos pareció lúgubre, como los instantes posteriores a Chernobyl, a Hiroshima o Nagasaki. Estamos averiguando todavía qué pasó. No, ninguna catástrofe, ninguna ausencia trascendental. Sin embargo, los rostros de las personas que caminaban, las parejas con besos de burocracia, los autos haciéndose estelas en el aire, sin rumbo, sin destino, todo se había convertido en melancolía. Todos se había corrompido, en mayor o en menor medida. Todos esperando una muerte redentora para siquiera jactarse de unas últimas palabras. Entonces, no salimos totalmente. Deshicimos esos pequeños pasos y buscamos una cerveza más, riendo, mirando el culo de las mozas nuevamente. Porque si estamos condenados, y si lo estamos, que siquiera haya un instante, un suspiro, que se mofe de todo lo demás, algún bar que nos permita sonreírle a las mozas, pensar que podrían darnos bola.