sábado, 24 de agosto de 2013

En tinieblas

Accionó la llave de la luz. El foco redondo, poseído por un ventilador blanco y polvoriento, dio unos primeros brincos de destellos sin encenderse por completo. Movió la palanca hacia arriba y abajo, una y otra vez, hasta que el haz de luz bajo consumo brindó verdad sobre la escena.
El cuerpo de un desconocido yacía en el piso de su comedor. Las puertas estaban cerradas, la ventanas también. Un charco de sangre se desprendía del tipo que portaba un elegante sobretodo marrón y cabellos húmedos y peinados con el viento. Un zapato se había separado del ser y se encontraba próximo a la heladera. Se encontraba recostado sobre su lado izquierdo, con los brazos dispersos y saliva endurecida en la comisura de sus labios entreabiertos.
El se acercó para examinarlo, creyéndose envuelto en una broma o en un pésimo sueño. Notó la mirada extraviada que apuntaba al modular donde guardaba las cacerolas. De repente, en un rapto de lucidez y claridad, notó que el tipo que se tendía sobre las cerámicas de su hogar era él mismo.
Dio unos pasos hacia atrás, sobresaltado y aturdido. Notó que él (en el piso) llevaba una nota doblada en su mano izquierda. Aún sin comprender lo que sucedía, la tomó.
Al desplegarla, vio su letra cursiva dibujada a los apurones.
El foco redondo volvió a titubear. El cuerpo desprendía calor y silencio desde el eco del suelo. La luz se apagó y el lugar se volvió tinieblas.
Se acercó a la llave y volvió a repetir el movimiento de arriba y abajo.
La luz volvió al foco pero no así el cuerpo a la escena ni la sangre ni el zapato ni el tapado marrón ni los cabellos húmedos al viento.
Taciturno y con los ojos hundidos en el rostro, intentó leer la nota. Sin embargo, un fuerte dolor en la boca del estómago lo aquejó, impidiéndole cualquier acción que no sea tomarse de la zona apenada. Sin quererlo y, aún más, sin saberlo, comenzó a sangrar. Y lo hizo de tal forma que sólo le quedó tenderse en el suelo, sobre su lado izquierdo.
En el acto, perdió el zapato del pie derecho, el cual hizo carrera hasta la zona de la heladera. Intentó nuevamente leer la nota que apretaba en su mano izquierda pero con sus últimas fuerzas, volteó su rostro hacia la puerta de entrada para visualizar quién se apremiaba a ingresar con el uso del manojo de llaves.
El foco redondo volvió a titubear. Su cuerpo desprendía calor y silencio desde el eco del suelo. Perdió la facultad de la vista, enfrentado al modular donde guardaba las cacerolas. Apretó la nota en su mano hasta doblarla. La luz se apagó y el lugar se volvió tinieblas.

lunes, 19 de agosto de 2013

El hielo ya no enfría tu bebida

María Pía sube al taxi un tanto mareada y con destellos de rubor en sus pómulos redondeados. Se sienta en el medio de la parte de atrás mientras sus otras tres amigas se distribuyen en los asientos restantes. Lleva consigo una petaca de licor sin tapa desde la cual reparte sorbos y sonrisas, calor y vida eterna.
Ha pasado un tiempo desde que María Pía no sale a bailar o siquiera a un bar a tomar algo. Las obligaciones de ser madre soltera no le permiten una movilidad en la vida social nocturna y, además, ella se sobreexige muchísimo en la crianza de la pequeña Catalina, quizás para paliar la ausencia de la figura paterna. Desde niña había soñado con el marido perfecto y los hijos perfectos, con los domingos en la casa de su madre rodeada de niños, de las vacaciones en alguna playa tranquila, en la preparación de la comida para alimentar a su familia, ser el alimento de su familia. Donde sus demás amigas o compañeras de curso veían una vida rutinaria y vacía, María Pía veía la felicidad en estado puro. Sin embargo, las piruetas del destino la depositaron en un divorcio conflictivo, en un ex marido acompañado con jovencitas que aún poseen dibujadas en sus muslos las tablas de las polleras de los institutos y una cuota alimentaria mínima, miserable. Pero Catalina era preciosa y un abrazo de ella podía derrocar a todos los miedos de su madre.
Hombres han sido pocos hasta ahora. Nada de sexo aún. Sólo ha llegado a unas citas, alguna salida al cine y el estímulo en su entrepierna cuando dos dedos callosos apretaban y marcaban su clítoris. Todos malos tipos, en su opinión. Un compañero de trabajo en una dependencia del Estado,  un ex amigo del secundario, una cita a ciegas con el primo de una vecina, y así, y así.
En esta deliciosa ocasión, María Pía viaja con sus compañeras de trabajo, en un taxi, a una de esas calles donde los bares crecen uno encima de otro, donde hay discotecas que prometen todo. Su madre casi le rogó que salga, que ella cuidaría a Catalina, su linda nieta, y que se divierta. Su madre la ha visto triste a María Pía, que ya no sonríe como antes y que está tomando muchas pastillas que le receta el psiquiatra. Salí, le dijo, yo le preparo lo que más le guste y la llevo a tomar un helado, aprovecha, le dijo, sos hermosa hija, píntate un poco y vestite bien, le dijo. Y María Pía se enguajo sus ojos para no llorar. Está bien mamá, le respondió, pero ceno con ustedes. Y así había sido hace unas horas atrás. María Pía terminó cocinándole uno de esos snacks con forma ficticia de pata de pollo, rellenos de lo que dicen ser pollo, con una ensalada mixta de la cual la linda Catalina sólo comió los trozos de tomate. Luego, miraron una película infantil hasta que la nena cayó rendida. La arropó, besó su frente y su madre le recordó que estaba llegando tarde. Entonces, María Pía comenzó a cambiarse, no quería que la nena mirara su producción. Sacó de una bolsa de papel madera un pantalón divino que compró esa misma tarde. El pantalón es azul, le ajusta las piernas, las aprieta y levanta su cola. También se colocó una remera suelta, blanca con la imagen de una famosa actriz fumando. Lleva un corpiño negro que le sostienen sus pechos suaves, un tanto decaídos pero que excitan de todas maneras, que cumplen su objetivo. Se maquilla, aplica una base, contornea sus labios pulposos, delinea sus ojos marrones y enaltece sus pestañas. Por último, deja caer su pelo por sus hombros como lluvia y rocía gotas de un perfume frutal. Se observó en el espejo y se sintió hermosa, cautivadora. Su madre le dijo que el taxi, otro taxi, ya estaba en la puerta, que estaba preciosa y que la pase bien. Se abrazaron, madre e hija, en el umbral del domicilio y María Pía se fue.
De tal forma, se dirigió al departamento de una de sus compañeras de trabajo. Realizaron allí los últimos retoques en sus cuerpos, en sus rostros. Bebieron de extrañas botellas una suerte de líquido que portaba un color radiante. Rieron, fumaron, bailaron entre ellas con la música de la moda. María Pía puso un poco de rubor en sus pómulos redondos y fue sorprendida cuando, al irse, le dieron una petaca sin tapa para ir disfrutando en el camino.
Ahora en el taxi, se siente irresistible. El taxista la mira por el retrovisor y le comparte un guiño sordo. Ella esconde su sonrisa entre sus hombros. No le gusta el taxista que bien podría ser su tío o su padre pero le gusta gustar, eso le hace bien. Las amigas gritan agudamente, miran chicos que pasan con autos de lujos, musculosos, con remeras casi pintadas en sus cuerpos y camisas de colores burlones.
Llegan a su destino y notan que es un tanto tarde para continuar en un bar, por ello deciden directamente ir al boliche. Una de las compañeras de María Pía conoce al encargado de la entrada. No hacen fila e ingresan divertidas por la puerta grande del recinto, secundadas por la atenta y frustrada mirada de aquellos que esperan y exasperan por entrar.
María Pía ríe y camina al ritmo de la música. Sus tetas danzan deliciosas y entrecierra sus ojos con toda sensualidad. Hasta que observa, hasta que mira detenidamente.
Cientos de jovencitas, miles de ellas, con vestidos apretados, con piernas eternas, con bustos prominentes, dispuestas a todo, paradas sobre los parlantes, sobre tarimas, acodadas en la barra, ingresando y saliendo del baño, frotándose contra hombres indiferentes que saben que pueden elegir entre otras más jóvenes y más predispuestas. Y se abruma. Casi nadie la mira, no la notan. La boca se le contrae y la saliva se le torna amarga. Sus compañeras están en el guardarropa a punto de dejar sus abrigos.
María Pía ya no baila, ya no camina. Mira que nadie la mira. Y esconde su tristeza entre sus hombros.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Duerme, duerme

Un hombre se recuesta en el sofá, en busca de una reparadora siesta antes de la cena.
El tráfico de ida, el guiño prefabricado de la recepcionista, la oficina, el café instantáneo, los reportes de millones de pesos, el almuerzo de charlas banales, la reunión insípida, las transferencias de dinero a islas que sólo sueña con visitar, el tráfico de vuelta, una pronunciada indigestión en el estómago que lo aqueja, una promesa de visitar al médico, la corbata relajada y roja, las monedas para el peaje, la radio con interferencia, la camisa arrugada, el tanque de nafta suspirando, las luces de los autos, las adolescentes del barrio que asoman tetas tímidas y culos prominentes, la saliva secándose en la comisura de los labios, su espalda cubierta de sudor, una nueva puntada en el estomago, se acuerda de una novia que tuvo, se acuerda de que se sintió feliz alguna vez, las balizas encendidas, el sol que se descuelga del cielo, las nubes que abrazan la gris noche, el portón que corre manualmente, los perros que no acusan su llegada, el vecino que se acerca para preguntarle si tiene cable en su casa, el gesto señalando que recién llega, el aliento caliente que pasa por su paladar, la lengua espesa y lenta, la camisa arremangada, el saco que se arruga, la radio que cambia de segmento, el estallido del portón al cerrarse, las balizas que se apagan, observa la hora en su celular: las diecinueve y cero ocho minutos, asiente e ingresa a la casa.
Se recuesta en el sofá, en busca de una reparadora siesta antes de la cena. Vive solo. Ella se fue, se marchó hace unas semanas que ya parece una vida entera. Ella era la vida, le supo decir a un amigo en un after office. Ella era la vida y se fue, dijo, se fue con una valija. Mi vida y una valija, continúa pensando hacia sus adentros.
La heladera zumba en su carraspeo habitual. Dentro de la heladera se encuentran cuatro sobres de aderezos sin abrir, dos botellas grandes llenas de agua de la canilla, dos botellas chicas llenas de agua de la canilla, tres huevos blancos levemente manchados, siete ramas de perejil que se acodan en un vaso naranja, una bolsa de lechugas de hojas verdes que destellan puntas ennegrecidas, una botella de gaseosa por la mitad y sin gas, un plato de vidrio que sostiene a una porción de fideos con tuco. Piensa en los fideos, en cómo los va a tomar, en llevarlos al microondas, en que va a mirar su reflejo en el microondas, en las ojeras que aparecerán, en los segundos del microondas, en los segundos de su vida que se disipan en sus labios cortados, en que se acabó el queso, se acuerda que ella compraba el queso, en qué estará haciendo ella, y se duerme.
Se duerme el hombre en el sofá. Duerme y sueña. Y sueña que es un emperador chino porque hoy estuvo trabajando con unas cuentas de chinos. Es chino pero sus ojos son de occidental, y es emperador. Y dentro del sueño, como emperador, el hombre se duerme en el palacio imperial y también sueña. Y ahora como emperador sueña que es una mariposa que vuela, que emerge de un capullo, que vuela, que copula, que es feliz, que se acuerda que es feliz hasta que muere el mismo día y despierta, despierta como emperador. Y se sacude como en un espasmo en el sofá. Y ya no es más emperador. Y ya no es más mariposa.
El hombre se despierta ya de día. Consulta su reloj que marca las seis treinta y dos de la mañana del día siguiente. Y se sienta en el sofá. Sus hombros se encorvan y su cabeza cae aplomada. Siente que pesa más, siente pesado respirar, siente el corazón latir, sabe que está vivo en algún punto pero no en cuál. Se siente destrozado.
Y no es que duda entre si es un hombre o una mariposa o un emperador. Lo demuele la certeza. La certeza de ser un hombre, tan sólo un hombre que extraña, que sabe que fue feliz y que ya no recuerda el recuerdo de serlo.

sábado, 10 de agosto de 2013

Lolita

No exagero si digo que fue un día tal como el de hoy.
Los días bisagras e híbridos donde uno no sabe a ciencia cierta si se encuentra en otoño o en invierno o en verano o en primavera, poseen esa dulce magia de rayos ardientes del sol sobre el rostro que se tornan en brisas frías en las apresuradas noches. Las luces de los postes se encienden tan pronto se resuelven los relojes a marcar las seis treinta de la tarde. El malón derrotado disfrazado de mamelucos y corbatas horrendas abarrota los trenes, los subtes, los colectivos, las autopistas, las calles, los bares.
Y ahí me encontraba yo. Una camisa blanca percudida debajo de un saco negro, un libro abierto en la mano izquierda y la oscilante mirada entre las líneas de la novela y la verificación del arribo del colectivo. Sentía un ardor de fuego en los ojos cansados. Un último cigarrillo se consumía entre los dedos de mi mano derecha.
En uno de esos vaivenes de mi mirar para la comprobación de la llegada de mi transporte, la vi. Dios, ¡cómo la vi! Hoy maldigo haberla visto, haberme encadenado a su recuerdo.
Tenía la mirada extraviada y preocupada, con los ojos brillosos y titubeantes. Consultaba constantemente un reloj pulsera plateado, el cual bailaba en su fina muñeca. Una mochila gris y gastada colgaba por uno de sus hombros y arrugaba, aún más, el guardapolvo blanco que se resignaba a perder la elegancia, luciendo el moño posterior con ligeros toques de suciedad. Tenía muslos robustos y las medias azules pegadas al par de mocasines marrones. El pelo, a dos aguas, lacio, con terminaciones rubias en las puntas, caía sobre los hombros y la abrigaba frente a la soledad de la espera. Tenía la nariz breve, puntiaguda y rosada, la cual fruncía conjunto a sus cejas al notar el movimiento constante de las agujas del reloj. Además, pude notar que arrugaba los labios como si estuviese saboreando alguna sustancia amarga. Sin embargo, en los pocos momentos donde pudo relajar su boca, la misma se develo como pulposa, suave pero ofreciendo la firmeza precisa que garantizan los besos eternos.
Comenzó a caminar, de un lado hacia otro, motivada por una angustia nerviosa que podía divisarse por los movimientos exasperantes que repetía una y otra vez. Exhalaba un aire frutal que combinaba exquisitamente con el aroma adolescente que se desprendía de su cuerpo. El pelo la seguía a veces como una sombra y a veces como una fijación craneal. Inclinaba su cuerpo, quebrando su cintura efímera, hasta quedarse parada sobre una pierna para obtener mayor precisión acerca de qué colectivos se acercaban. De tal forma, el juego de sus muslos se volvía intimidante. Mis manos sudaban y se tornaban aún más torpes todos mis movimientos. Eché un vistazo alrededor para verificar si alguna mirada externa se encontraba juzgándome en aquella situación. ¿Qué hacía un hombre como yo observando con tanta obstinación a una jovencita como aquella?  No quedó más remedio que intentar disimular con lectura esa pequeña y ocasional obsesión.
De pronto, noté que se acercó a la calle e hizo parte de una fila improvisada para subir al transporte. Mi boca se secó y noté disminuida mi visión a causa de una especie de ceguera temporaria, obtusa y empapada en nieblas. Sentí los suaves vellos de mis brazos erizarse y un escalofrío hizo que temblara casi imperceptiblemente. Sin siquiera darme cuenta, estaba formando parte de esa fila para abordar a aquel colectivo que ni siquiera se asomaba a mi destino original.
Hacia mis adentros, me repetía que no podía estar haciendo esto, con qué fin, hasta dónde llegaría. Dentro de mi pecho, los ritmos de mi corazón fluctuaban ante las miradas casuales que exploraban a la jovencita. Su edad, bueno, no sería prudente decirlo pero su piel tenía la tibieza de una niña ligada a la firmeza de unos senos vírgenes y escondidos detrás de un corpiño aún con vestigios de estreno.
Viajé parado, colocando mi ser a dos asientos de donde ella se encontraba acomodada. Miraba, ella, a través de los vidrios húmedos, con una expresión ausente y abrazada a su mochila gris. Cada tanto, las luces de la avenida desgastaban su visión y entrecerraba sus ojos color miel y dormitaba unos segundos. Por mi parte, la observaba con brutalidad, con ansiedad de querer acercarme y tener una propuesta imposible de ser rechazada, así poder llevarla a mi departamento y hacerme con ella entre mis brazos.
En determinado momento, tuve la oportunidad. El asiento de al lado de ella quedó vacante. Sólo yo estaba parado en el transporte y podía sentarme allí e inventar alguna pregunta para iniciar la conversación primera. El resto sería fácil, todo fluiría como el agua de los rápidos.
No recordaba estar tan nervioso anteriormente. Por Dios, pensé, soy un hombre exitoso o siquiera  medias. Ella aceptaría un café, quizás bajo la promesa de un regalo, un libro muy lindo que muchas adolescentes habían convertido en best seller. Sí, eso debería funcionar.
Apoyé mi cuerpo en el asiento de cuero. Conservé mi visión hacia el frente. Ella seguía recorriendo las vidrieras de los comercios desde su butaca, traspasando el vidrio.
Tomé aire, profundamente. Exhalé e inhalé tres veces. Apreté el libro en mi mano y viré mi rostro hacia ella. Incliné mi torso para lograr una ilusoria cercanía y cuando mis labios se separaron para pronunciar las primeras palabras, ella tomó su mochila, abrazándola y me miró. Brillaban sus ojos dulces y su pelo cubría tal manto su rostro. Permanecimos breves segundos mirándonos, sin decir una palabra. Sentí mi corazón latir tan fuerte que el sonido bien podría inundar a todo el vehículo.
Súbitamente, los labios suaves y pulposos de ella se abrieron y comenzó a gesticular. Algo dijo pero no pude descifrar qué. Tenía un tono de voz preciso, como de un susurro tímido y convincente. Ante mi inmutable presencia, ella repitió las palabras que, nuevamente, no llegué a descifrar.
Finalmente, repitió ahora trinando los dientes y abriendo los párpados. Los músculos de sus ojos se contrajeron y pude percibir una ligereza de rencor en su expresión.
- Permiso, señor. Tengo que bajar.
Me dijo señor.


Me dijo señor.


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A Lolita, libro del que sólo sé la módica suma de su precio.

viernes, 2 de agosto de 2013

No te vayas nunca

Preocupada, miró su reloj pulsera una vez más. El suave y dulce flujo de los segundos se cristalizaba en sus ojos. Comprobó la hora exacta con el viejo reloj que colgaba cerca de la cocina. Un gutural tic tac se hacía presente en la casa fría, húmeda, vacía.
La radio murmuraba noticias de ayer, de otro tiempo.
Ansiedad. La ansiedad se hizo presente en su cuerpo, en el movimiento convulso de sus pies contra el suelo, en las manos fuera de control, en el desarme y arme de bucles sobre su pelo recientemente peinado con un rodete. Las ollas a fuego lento cocinaban las verduras que religiosamente eligió, una por una, en el mercado. Una dulce torta de arándanos terminaba su cocción en el horno. Dos platos enfrentados, dos copas enfrentadas, un par de cubiertos enfrentados, un candelabro en el centro de la mesa uniéndolo todo desde el destello titubeante de las velas, depositados en el comedor, todo sobre una mantilla blanca, de formas romboides y fractales.
Él iba a venir. Era cuestión de instantes de que golpeara suavemente la puerta, que esté erguido más allá del ojo de pez en el pasillo, portando algún vino o algunas flores o quizás unos bombones. ¿Usará el traje negro, el gris o el marrón? Se preguntaba. Se distraía a sí misma, mejor dicho.
La ausencia se profundizó aún más al notar que llevaba media hora de atraso. No era usual en él, siempre puntual y odioso de las tardanzas. Quizás algún incidente en el tráfico o largas filas en la chocolatería para hacerse de una buena caja de bombones. Sí, eso debe estar atrasándolo. Además, ya no existían buenas chocolaterías, reflexionaba ella, en voz alta y acentuando las últimas palabras de cada oración.
Escuchó el crujir de las escaleras y pasos firmes y de hombre que se sucedían. No cabía duda alguna, era él que por no esperar el ascensor, se adentró a subir a pie los tres pisos en ese loco afán de los enamorados que siente la vida sólo al lado de aquel que aman. Corrió, ella, a baño, urgente. Se retocó el peinado, comprobó que el maquillaje no fuera excesivo ni omitido y logró acomodar su vestido casi pegado al cuerpo. Se sintió hermosa y era hermosa, valgame dios.
No logró aguardar que tocara la puerta y directamente la abrió para extender sus brazos y así no dilatar el entrañable encuentro de dos cuerpos que se aman. Sin embargo, una brisa profunda chocó contra su esencia quitando toda esa ansiedad que llevaba consigo. Desafortunadamente, dejó en ella esa amarga sensación de angustia, de la incapacidad expresiva, del ruido en el pecho hueco y del deseo de llorar una vida sin poder esbozar la más ligera y ridícula de las lágrimas.
Las ollas hervían su contenido y hacían golpear las tapas contra sí. La torta de arándanos se doraba por demás y su base pasaba de una esponjosidad majestuosa a una dureza de roble. Se dejó caer en la silla, absorta, mirando la perilla de la puerta silenciosa, omnipresente e incorruptible.
Sintió el rimel correrse, los zapatos ceder y el rodete deshacerse, fatigado, volcando mechones de pelo sobre los hombros y el rostro. Él, una vez más, no iba a venir. La triste escena de los viernes por la noche se repetía en la casa con total entereza e igualdad como la primera vez, como si fuese fiel a un guión ensayado una y otra vez. Ella lo sigue esperando, más allá de los doce años que separan el trágico accidente que le quitó la vida a él en el subterráneo, cuando se dirigía a la casa de su amada, elegantemente vestido con aquel traje gris que tan lindo le quedaba, que acentuaba sus hombros y su torso, abrazado a una caja roja de bombones de la mejor chocolatería de la ciudad.