sábado, 21 de septiembre de 2013

Final del día

Estiró, una vez más, el vestido blanco estampado con flores hasta las rodillas. Las finas tiras blancas marcaban y hundían la piel rosada de los hombros. Era todo una gran masa de tensión. Los senos explotaban en hormonas y tapujos ante la atenta mirada de algún pasajero que se quedara parado ante ella, a falta de asientos.
Sus pies acababan en unas finas sandalias marrones mientras que sus cabellos castaños se sucedían en una trenza coronada por una bincha blanca también de florcitas estampadas.
Era un colectivo el escenario improvisado de aquella obra también improvisada. Un colectivo que comenzó su recorrido en el conurbano y debía llegar a la capital federal. Eran las ocho de la mañana de un lunes.
Las caras demolidas de rutina subían las escaleras del transporte, empujadas por la derrota más pura y conmovedora. El desaliento se manifestaba ya al alzar el brazo aquel que solicitaba servicio al colectivo. Sin embargo, las pupilas se dilataban al instante, las cejas se levantaban y el torso se erguía y se ahondaba al momento de verla ahí, entre los primero asientos, con el vestido y esos muslos carnosos, suaves, firmes, pulposos muslos de Ítaca. Ella era un color en una vida de escala de grises, de matices apagados.
Todos la miraban, mujeres y hombres por igual. Se simulaban sonrisas ante alguna mirada de ella, desde su asiento, tímida, tal hámster preocupado de llegar tarde al trabajo el primer día. Los ojos celestes o verdosos intimidaban a operarios inmensos y a secretarias gordas y desafiantes. Pero no se encontraba esa intención en su mirar. Ella era distinta, siquiera en ese viaje.
Llegado un punto, pidió permiso, tomó una cartera marrón que nadie llegó a ver si era marrón o negra o cartera, y se bajó para perderse en la multitud de gente. Una estela de suave perfume jazmín se desprendió de su cuerpo y quedó flotando en la comunidad del transporte. Muchos aspiraron, silenciosamente, y cerraron sus ojos concentrando alguna imagen, haciendo muecas de acariciar un seno, de apretar un muslo. Y siguieron.
Fueron bajando, ya distintos. Era lunes, alrededor de las nueve y treinta y cuatro cuando terminó el recorrido el colectivo en el área del Correo Central.
Esperaron el final del día para encontrarla nuevamente pero jamás reapareció. Se ilusionaron con un mañana, con la probabilidad de que seguramente volvería a subirse a ese transporte. Pero ello no sucedió. Y así perdieron la dicha el resto de la semana.
Volvió a ser lunes, ocho de la mañana. Y allí estaba ella, con un vestido similar, con la pureza intacta de una obra de arte. Los ojos volvieron a brillar. Los pasajeros se alegraron, en una dicha compartida inconscientemente. Las mujeres, celosas de la atención merecida hacia la joven, habían comenzado a arreglarse más, a sostener miradas y sonrisas, a practicar ese delicioso juego de la seducción.
La situación se fue repitiendo todos los lunes, por un lapso de dos meses. Todos comentaban lo sucedido en el ámbito de la fábrica, de la oficina, de la vida, qué poco tenemos.
Luego, la joven desapareció por un mes. Y el anhelo, la alegría, todo, se derrumbó como un castillo de naipes. Hasta que resurgió, con el mismo vestido, sandalias y peinado de la primera vez. Una suerte de calor reconfortador alivio el pecho de lunes ocho de la mañana de cada uno.
Durante meses, bien se podría decir años, se continúo con la rutina pero, en este bendito caso, alentadora.
Cierto día, un mensaje invadió televisores, radios, revistas y diarios. Provenía de la Organización Internacional del Trabajo quienes mandaban una misiva al mundo.
“A los trabajadores y trabajadoras del mundo.
Desde la OIT queremos informarles acerca de los cambios que se han venido realizando en el último año al día de la fecha y, debido a su rotundo éxito, profundizaremos en pro del bienestar del trabajador y de las condiciones y medio ambiente donde éste desempeña tareas.
Sabemos bien que hace siglos, los lunes por la mañana son imposibles para cualquier ser humano. Por ende, conjunto al labor de psicólogos, motivadores, especialistas en el trabajo y abogados, construimos el Plan Motivador. El mismo consiste en colocar una joven entre dieciocho y veintitrés años de edad en cada medio de transporte público, los días lunes. El viaje de las mismas no cubre la longitud de cada ramal o línea sino, más bien, un setenta por ciento de las mismas.
Habíamos partido de la hipótesis de que una figura prometedora pudiera animar a aquellos que la rodearan de un sentimiento renovador: la esperanza.
En simples palabras, preocupados por el malestar general con el primer día de la semana, realizamos el proyecto para que el trabajador quiera que ese día llegue con la fantástica ilusión de tener algún casual contacto con el espíritu renovador que impregna las jovencitas.
Partimos del sustento teórico de que la vida radica en la juventud y que, al estar rodeado de ella, uno puede contagiarse de vida, llenar el espacio que deja la cotidianeidad en cada uno de nosotros.
Sin más, saludamos a ustedes atentamente.”

Y el cuerpo de ella desprendía ese aroma a jazmín. Y sus ojos celestes o verdosos tranquilizaban a las feroces bestias. Y no se podía descifrar si los muslos brillaban por los rayos del tibio sol o por resplandor propio.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Antes de endulzar tu café

- Yo lo vi, patrón, yo lo vi. – emitió, agitado, Braulio. Tenía la boina azul gastada y cubierta de polvo que no se podía diferenciar si era del bagazo o de la tierra que se sucedía en el viento. El pantalón que él consideraba nuevo, pero que había pasado por dos peones más anteriormente, tenía las rodillas emparchadas y la parte de las botamangas gastadas del roce con el suelo. Le quedaba chico y sus tobillos desnudos se mostraban tímidos, curtidos por las inclemencias del clima, al igual que sus manos callosas y sucias y cansadas. – Yo lo vi, patrón, gritó mucho y después no gritó más, patrón. – y los ojos de Braulio brillaban en lágrimas. Señalaba, en la desesperación, un lugar, un norte, donde dijo haber visto algo que le llamó la atención. No podía precisar la distancia o alguna referencia por la conmoción del momento.
El patrón se encontraba frente a Braulio, entornando los ojos para divisar la dirección señalada. Colocó su mano derecha como visera para aclarar la vista mientras que su mano izquierda descansaba en el bolsillo de su nueva bombacha de campo. Miró para otra dirección, giró la cabeza, miró al piso y revolvió la dentadura y la lengua para lanzar un escupitajo indiferente. Se colocó un escarbadientes que sacó del bolsillo derecho del pantalón y comenzó a moverlo, ayudado por su lengua seca y rasposa. No emitía sonidos. Braulio continuaba agitado, había corrido tanto que no se dio cuenta que perdió una pulsera de hilos que su esposa le había confeccionado. Gotas de sudor brotaban desde la boina azul de Braulio, gotas secas, sucias de tierra y bagazo.
- Yo lo vi, patrón. Él desapareció, Marcelino desapareció. – dijo al patrón mientras yacía encorvado, apoyado sobre sus muslos para recuperar el aire. Su voz se aclaraba y no se animaba a escupir frente al patrón.
- Y, escúchame vos, Braulito. – el patrón no lo miraba a Braulio, simplemente estaba parado junto a él, mirando para cualquier otro punto de fuga, con ambas manos en los bolsillos, con las piernas separadas, cómodo, seguro, el pecho sobresaliente - ¿Vos qué viste precisamente, Braulito?
- No lo sé, patrón – contestó, temblando. Ahora la agitación y el cansancio eran cuestiones secundarias. Ahora el miedo a un reto del patrón se volvía patente, una cuestión real. Quizás lo dejaría sin vales para cambiar en la proveeduría o lo mandaría a hacer el trabajo pesado que hacían los nuevos negros que tenían que dormir parados, hacinados, en una pieza que llamaban “rancho”. – Yo escuché el ruido, patrón, algo que se movía entre las cañas. Y vi que algo que agitaba, patrón. Y Marcelino, patrón, Marcelino. ¿Vamos a ir a buscarlo? ¿Qué le decimos a su familia, patrón? Usted sabe, patrón, Marcelino tuvo una hija hace poco, patrón, y cómo la quiere, usted vio cómo la quiere, patrón.
- No sé, Braulito, no sé. Vos quédate tranquilo que ya hablaremos con la familia. No sé si mandar a que lo busquen, Braulito. Por eso quiero saber, qué pasó, qué viste. ¿Acaso no fue…? – y por primera vez el patrón miró a Braulio para descifrar la expresión en el rostro mientras formulaba la continuación de la pregunta suspendida.
Braulio dudó. No estaba seguro de lo que vio. O sí. Vio a Marcelino desaparecer entre el cañaveral. Escuchó que gritó fuerte pero por sólo segundos. Y luego recordó que estuvo corriendo, que ya no tenía la pulsera hecha de hilos. Braulio tuvo miedo de no saber la respuesta, de no acertar con lo que se quería oír porque, en verdad, el no sabía nada.
- No sé, patrón. Perdóneme que me ponga así. – Braulio largó lágrimas que brotaban como un manantial. Braulio jamás había visto un manantial, el norte argentino, donde el se encontraba, era muy árido, muy seco, el río era como un mar para él. – Es que usted sabe, patrón, lo que ha estado pasado estos últimos tiempos. Sí, para mí fue él. Fue El Familiar, patrón. – y Braulio respiró hondo para meter hacia sus adentros las mucosidades que pendían de su troncosa nariz.
- Sí, me lo temía, El Familiar. Hiciste bien en correr, Braulito. – y el patrón lo palmeo en el lomo cansado y lastimado – Hiciste bien en correr.
- ¿No lo van a buscar, patrón? Yo voy si usted me lo pide, patrón. Yo lo quiero mucho a Marcelino. Y acaba de tener una nena que él quiere mucho, patrón. – los argumentos de Braulio comenzaban a repetirse, a ser menos.
- Braulio, Braulito. Vos sabes cómo son las cosas. No puedo arriesgar a más gente. El Familiar no perdona. Vos bien viste que Marcelino no estaba portándose bien, que estaba muy rebelde. Y eso, El Familiar lo huele, lo sabe. Hay que ser bueno, Braulito, hay que trabajar y dejarse de joder. Así que anda, anda a seguir con las cañas y déjate de joder. – dijo, serio, el patrón.
Y Braulio corrió nuevamente dejando su presencia, su olor, mezcla de traspiración con tierra y bagazo. El patrón se cruzó de brazos y miró la dirección que señaló Braulio por unos instantes. Por detrás, el vehículo de la policía se acercaba levantando polvo. El patrón volteó al momento que el sargento descendía del automóvil, riendo y haciendo muecas de borracheras.
- Ya está, patrón. – dijo el sargento. – Ya está lo que pidió. ¿Se le ofrece algo más? – y se paró cerca del patrón.
- No, sargento, no. Está bien. Usted vaya. Y cuide ese vehículo. Es el segundo que les proveo en el año. No se abusen. – remarcó el patrón a medida que ensayaba un gesto con el rostro indicando que se podían retirar.
La policía provincial se fue al destacamento que tenía dentro del predio del ingenio. El patrón volvió a su oficina y verificó las ventas por concretar. Había buena cosecha y la mano de obra si bien era rebelde, era efectiva. Plata dulce, se dijo a sí mismo, plata dulce. Y rió por lo sarcástico de su propio comentario.
Eran las cinco de la tarde y ya estaba por irse. Su esposa lo esperaría para tomar lección a los hijos acerca de conocimientos generales.
Eran las cinco de la tarde y Delfina se reunió con María en la casa de la primera. Es la hora del té y las dos, divertidas, se encontraban actualizándose acerca de las novedades del barrio, de quién se iba a casar con quién, de quién se iría de viaje y así. En el vaivén de la comunicación, María, despistada, empujó el jarrón con azúcar mientras intentaba endulzar su bebida. De tal forma, el jarrón se hizo añicos contra el piso, con tal suerte que un pequeño trozó ha cortado un poco el desnudo y suave tobillo de María, derramando sangre por sobre la azúcar desperdigada. Ambas rieron por el incidente. Delfina le dijo a María que no se preocupe, que la mucama limpiaría a la brevedad. Asimismo, le indica que debería colocarse azúcar por sobre su herida. Le afirma que la azúcar cicatrizará sobre la sangre.


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Marx, en algún punto, habló sobre el fetichismo de las mercancías. Básicamente, señalaba la posibilidad y, aún más, el hecho que el consumidor pierde noción acerca de lo que consume. Es decir, no denota el trabajo atrás del producto, como si el mismo surgiera espontáneamente. De tal forma, ya no habría relación entre personas sino que los productos ocuparían a las personas.