martes, 26 de noviembre de 2013

Detrás de los muros

Con el revés de su mano izquierda, se limpió la frente empapada de sudor. El calor agobiante no daba tregua alguna. Blandió su espada torciendo la muñeca del brazo derecho y se inclinó sobre la sombra que él mismo proyectaba encima del árido terreno. La breve armadura, la cual cargaba hace días, continuaba con un subjetivo crecimiento de su peso real producto del cansancio. No sabía bien por qué peleaba, sólo le fue comunicado el objetivo: derrumbar las murallas y avanzar sobre el enemigo. Luego, podría volver a su hogar, besar a su esposa y mirar cuánto habían crecido sus hijos.
Faltaban tres semanas aún para que Juan Carlos cumpliera treinta y dos años de trabajo en La Footwear Company. Una suerte de emoción y de desinterés se conjugaban en él. Sí, sentía el agrado de pertenecer, de haber conservado su puesto más allá de las modificaciones que el transcurso de los años produjeron sobre la empresa. Pero esa misma adaptación al constante cambio de contexto, ocasionaron en Juan Carlos un desapego en relación a los hechos, quizás, sustanciales de la vida. Sin embargo, no estaba preparado para seguir combatiendo pero la caída de la muralla oriental era inminente. Podía verse viajando, retornando a Cartago. Corría, corría como nunca, hasta que un fuerte dolor en la zona hepática hizo que aminorara la marcha. Apoyado sobre sus muslos, buscando el vital aire que llenara sus pulmones, logró divisar a lo lejos al gran Aníbal, cabalgando hacia la victoria. La imagen lo impactó. El comandante en jefe batiéndose a la par de sus huestes. Sabía que la batalla sería contada por el resto de los tiempos, se pudo ver inscripto en las hojas de la historia.
Hojas que se desprendían de viejos biblioratos y ebullecían, expectantes, en resmas apiladas. Eso resume el último recuerdo que Juan Carlos tiene de su cubículo en La Footwear Company. No esperaba el cierre de su sector y el inaplazable despido. Claro, soñaba con el retiro y el viajar junto a su esposa, luego de tanto tiempo postergando planes. Pero de pronto, las fichas del dominó de su estructura psicológica, temblaron hasta desmoronarse. Juan Carlos no se sentía parte de nada, agobiantes eran sus días donde leía los horóscopos de viejas revistas apiladas para descubrirse fracasado en cada tópico de su signo. La identidad, su rasgo profesional distintivo, ya no existía. Él dejó de ser parte de, bueno, su propia vida, por una “reingeniería en los procesos administrativos” acorde le habían dicho. Lo curioso es que no se sentía parte de las filas de los jubilados, le faltaban años de aporte y la declinación de la vida sexual. No sabía más que trabajar allí, acostarse temprano los domingos para abandonar sus sueños al día siguiente. El tiempo discurría lentamente. Luego de la euforia, el silencio absoluto. Eran siete mil hombres, apiñados, cansados, en silencio. El pueblo helénico de Sagunto yacía en el suelo de la ciudad, detrás de los muros, muertos, protagonistas de un suicidio masivo, consensuado. Como práctica anterior, dejaron escrito sobre una pared “El lugar es suyo, la vida aún nos pertenece”.
A Juan Carlos lo encontraron sus hijos, con la mirada constante, recostado en su cama. Su esposa, hasta él mismo lo había olvidado, contaba cinco años de fallecida y sepultada en el cementerio de la Chacarita. Y él, de traje y zapatos lustrados, se quitó la vida, como en un acto único de imperiosa voluntad, tal si fuese la única decisión libre en su vida, sin derramar una gota de sangre y apretando en su mano derecha la pluma en forma de espada que le supieron otorgar en La Footwear Company por sus años de servicios prestados.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Para que no te olvides

Su boca se colmaba de aliento caliente, de rincones húmedamente secos y labios quebradizos. El aire frio y erotizante del melancólico otoño, conducía a su cuerpo al apuroso escondite entre los hombros. Las manos ocultas en los bolsillos del sobretodo, sudaban nerviosas, retorciéndose en sí mismas como serpientes que se acurrucan por sobre su mismo cuerpo. Contenía lágrimas, claro, en las comisuras de sus ojos limpios y extraviados, los cuales divagaban, aún, en rededor de la escena que no lograba comprender.
Sus zapatos lustrados se sucedían en el cementerio de hojas secas, improvisado en la vereda de baldosas rotas y sueltas. El bolsillo trasero de su pantalón negro retenía las palabras dispersas a modo de ayuda memoria que había volcado, esperanzado, en las líneas cuadriculadas del papel. De pronto, su propio suspiro lo hizo estremecer. Detuvo su andar en la ochava inusual que es Buenos Aires. Bien podría estar en París, en Roma, en Cuzco, en Pekín, pensó, bien podría ser alguien más, terminó por lamentarse.
Se sintió perdido, algo tosco para memorizar nombre de calles y saberse plenamente ubicado. Siempre pensó que Buenos Aires o la vida, bien valen lo mismo, se limitan a ser lo que uno sólo alcanza a ver. El resto, lo lejano, es sólo una repetición constante de aquello que uno hace, como góndolas de supermercados atiborradas de un mismo producto una y otra vez. Ahogó un bostezo con la mano derecha, obedeciendo más a un acto de llamarse a silencio previendo un insulto al aire que a esconder la gesticulación del sueño.
Primitivo, pensó. Si tan sólo hubiera sido primitivo y menos entendedor, otra sería la historia, se debatía en el fuero interno. Antes el hombre se hacía respetar y era la mujer quien humedecía los pañuelos y suplicaba por afecto a la mirada esquiva, se consolaba. Acalló sus explicaciones cuando notó que ya se encontraba sentado en la mesa, revolviendo un pocillo de café, mirando por el ventanal que daba a Avenida San Juan, sorprendido entre no saber qué sucedió de un instante a otro. Aún conservaba el sobretodo cuando se percató que le molestaba por el calor, la restricción de movimientos. Nuevamente pensó en ella, en su mirada breve y abstracta como extraída del periodo azul de Monet. Pensó e imprimió dolor sobre sí al cerrar fuertemente los parpados, buscando recordar más y queriendo sentirla cerca. Finalmente, dejó caer su cabeza sobre la palma de la mano izquierda que ofició como sostén. Se sintió cansado, la viste le ardía indiferente. Soltó, impaciente, un suspiro que contenía un deseo: “quizás en el paraíso ella sí este conmigo”. Pidió la cuenta, dejó propina.
Ganó la puerta y la calle sólo para recordar que  olvidaba el sobretodo. Sin embargo, antes de amagar un intento de reingresar, se detuvo aguardando un escalofrío producto del viento y del frío que no jamás llegó. Extrañado, giro su vista por el lugar y notó un clima templado, de árboles frondosos, coloreados de un verde que jamás pensó que existía. Mientras deambulaba, un pequeño perro amorronado y regordete, jugueteaba con los cordones de sus zapatos. Al momento de querer echarlo, una suerte de calor en el pecho se hizo presente: era Duncan, su entrañable perro de la infancia. No podía dar crédito a lo que veía.
Siguió caminando, olvidado de todo lo anterior, para encontrarse con amigos de la niñez donde él mismo también podía ser niño y jugar a la escondida, a la rayuela, a las bolitas y a las tantas aventuras que se crean a cada instante cuando todo es nuevo. Más luego, esperaba por él su familia, en una amplia mesa dispuesta en el jardín de una casa que, bien podría jurar, era la casa de sus abuelos donde tan feliz supo ser. Pidió que lo aguarden, un instante más, que iría a verificar algo y que pronto volvería. Su familia, alzando las manos, lo saludaban, dichosos y en espera a su retorno. Se topó con sus ídolos, con jugadores de fútbol, escritores, músicos, pintores y profesores del colegio que aún recordaban su nombre. No entendía cómo podría estar pasando todo ello pero bien sabía que otra explicación no podría existir: se encontraba en el Paraíso.
Finalmente, la hipótesis era certera. Estaba ella, en una esquina, precisamente una ochava. La mirada que tanto le gustaba se encontraba entumecida, turbia, nerviosa y esquiva. Cuando corrió para tomarla entre sus brazos, ella rechazó el abrazo y quedó triste frente a él.
De pronto, todo lo recorrido hasta allí, se derrumbó ante la negativa. Era inconcebible, era el Paraíso y ella no lo abrazaba. Se sintió estafado, Dios, otra vez estafado. En sí, murmuró, todo es distante, todo es una suave sucesión de amargura, ¿por qué no me abrazas?
Ella atinó a acomodarse el pelo y relamerse los labios, con la mirada en otro punto, en otro lado, como esperando a alguien o algo. Es el Paraíso, sí, dijo ella, pero también es el mío y a quien quiero y espero, está aguardando y queriendo a alguien más, desafortunadamente. Lo siento, concluyó en su retirada, al parar un taxi y al dejarlo acongojado en la ochava.
Dubitativo, pensó en volver al café a buscar su abrigo y quizás salir por otra puerta, ver otros destinos. Sin embargo, decidió, por último, no salir de su casa. Leyó nuevamente la hoja cuadriculada con palabras sueltas a modo de ayuda memoria que acababa de escribir. Ella quizás ni aparecería a la cita, el frío otoñal era de temer. 
Se apenó, sí, pero la pena era suya. Por fin tenía algo propio en este mundo repleto de hipotecas.