Llegado su momento, Dostoyevski había hecho una aproximación sobre el paraíso en un escrito. En voz de su personaje, dejaba traslucir que en el lugar soñado se encontraba todo aquello que a uno le hacía bien. El amor, la amistad, las reuniones, todo aquello que no dejara al personaje en soledad.
Para Dante, el cielo era Beatriz.
En el caso de Borges, su descripción del paraíso se reducía a una gran biblioteca, posiblemente similar a la de su padre, cuna de grandes conocimientos e inspiración para el genial escritor.
En cierta entrevista, Fontanarrosa dejó a colación de que el paraíso, para él, consistía en una cancha de fútbol donde se desarrollarían, todo el tiempo, las más legendarias jugadas. Al lado de dicho terreno, el rosarino situaba un bar donde todos los amigos se reunían para hablar de, bueno, lo que siempre hablaban.
Para los botánicos, el paraíso es un árbol mediano, de hojas caducas, relativamente ausente de toda poesía pero bienaventurado para la sombra y la dicha debajo de la misma, principalmente en tiempos de calor.
Para los niños botánicos y audaces, el paraíso es un árbol que provee de dulces esferas verdes que, usadas con el elemento indicado, sirven para debatirse en una guerra azarosa remitiéndose uno a otros y con violencia, las ya mencionadas esferas.
Muchos encuentran en el paraíso la tranquilidad, la paz, la no discordia y la perfecta armonía.
Nada allí puede fallar, todo encaja de la justa manera. Se encuentran, convidados por una larga mesa de delicias y vinos, los amigos, la familia, los seres queridos. Allí converge todo lo que anhelamos. En el paraíso, es imposible sufrir.
Para seguir con una descripción genérica, en el paraíso se encuentra la mujer amada que, en este caso, es la misma que la correspondida. En las filas de la redención, el hombre no derrama llanto ni elabora estrategias de conquista para hacerse del cariño de aquella a la cual desea.
Con la fe erudita de los tiempos, hacemos todo lo que este al alcance de nuestras manos por ese paraíso prometido, del cual, una vez, fuimos expulsados. En ilógica analogía, se puede establecer que el paraíso es como una discoteca, un boliche, un bar, donde adentro se encuentra todo, infinitamente todo, lo que alguna vez quisimos. Sin embargo, los tropiezos, las dificultades, los pecados, el decoro o la vestimenta inapropiada, no nos permite el ingreso. Se alegara para ello que es preciso el solemne cumplimiento de ciertos requisitos para ser admitidos.
Ulises Falzone vivía agobiado por sus problemas. El poco dinero que conseguía por ser redactor del diario zonal de San Miguel, lo dilapidaba en juegos de azar o en los bares de alrededor. Andrés Casares, fiel amigo de Ulises, quiso remediar sus males prestándole dinero o el oído para escucharlo. Es que, más allá de la guita, Ulises no tenía suerte con Penélope, una colorada de la calle Italia que trabajaba en la farmacia de la avenida Perón. Penélope era hermosa y cualquier acto de valentía en pro de hacerse de un rato de su compañía, había sido intentado por casi todos lo habitantes masculinos del partido del conurbano. Sin embargo, con Ulises, Penélope tenía una brutal predilección: cada vez que lo veía, ella encontraba nuevas excusas para librarse de él.
Así, los días de Ulises parecían eternos pero de la peor manera. No le encontraba gusto a las amistades, los días y las noches parecían iguales, la música ya no calzaba con ningún compás. Lo curioso, con respecto a las mujeres, es que Ulises recibía los halagos y la oferta lisa y llana de otras señoritas que se dejarían homenajear por él bajo cualquier circunstancia. Lo triste para Ulises Falzone, el viejo jugador, es que no podía pensar más allá de Penélope.
En un curioso y confuso sueño, el redactor del diario zonal, soñó con una especie de paraíso donde se lo incitaba a entrar. Estaban todos sus allegados: sus padres, sus tíos, primos y amigos de su infancia de Junín. También se encontraban los amigos de San Miguel: Andrés Casares, Alejandro Ferenzky, los muchachos del bar, los compañeros de la redacción. Principalmente, estaba, allí, parada y nítida, Penélope, esperándolo, vestida con el ambo blanco de la farmacia, como recién llegada y espléndida. Ulises caminó, como flotando, entre la fila de las personas que allí estaban, hasta el final, donde la colorada esperaba, como si hubiese esperado toda la vida por él.
Con un fugaz silbido del tren que pasaba diez y cuarto por la estación con sentido a Retiro, Ulises se despertó con la agonía de lo sueños.
Ya sentado en el bar Samsara, con un café con leche y dos medialunas, pensó acerca del sueño, de la verdad, de aquello que es el paraíso. Y no estuvo conforme. Más allá de la felicidad, razonó para sí, el paraíso le parecía aburrido. No había chispa, no había debate, discusión, enfrentamiento o amores por los cuales luchar. Ya estaba todo conseguido, fría y milagrosamente calculado en toda su magnánima disposición.
Sin embargo, Ulises Falzone, entendió, llegado a un punto, que el paraíso estaba en los actos de cada día, en la mera comparación, en la contraposición de los hechos. Así, el buscó la amargura, la tristeza, se dejó llevar por las corrientes peligrosas de los ríos de la melancolía y el desatino.
Donde los demás veían pena de por suerte, por sus constante fracasos en todos los tópicos del horóscopo, Ulises se sentía más vivo y eterno que nunca. Porque comprendió que el paraíso requiere de una antitesis, de la incertidumbre, de que quepa en la conciencia que todo, de un momento a otro, puede romperse para siempre.
Entonces, quizás, no está mal afirmar que el paraíso, posiblemente, sea esto, la vida, lo todo. Para esta definición habrá que saber que me atrevo a dar tamaña sentencia desde el tránsito de la juventud. Habría que esperar las correcciones debidas del espíritu cansado, de eso estoy de acuerdo.
Más luego, Andrés Casares se acercó a la mesa, llorando penas por su amada que se rehusaba a todo intento de volver. Entre amigos se consolaron, augurándose mejores fortunas, derrotas perpetuas y un mañana con problemas con soluciones, llenos de las luchas más nobles.