domingo, 12 de enero de 2014

Días espléndidos

Se nos desprendían los quince años de la piel en forma de escamas plateadas, y los dejábamos desparramados junto a las propinas en las mesas de los bares. Sentíamos el mundo tan palpable y nuestro que no nos importaba el hambre en el África, las enfermedades en Malasia o los nuevos pozos petroleros coronados bajo el sol ardiente del desierto.
Escapábamos de las clases con el vértigo corriendo por las venas, eructando el miedo que no nos decíamos pero que se posaba allí, en nuestras miradas cristalizadas. Las bocas de los subterráneos nos devoraban y escupían sucesivamente y nos sentíamos frescos, con el rubor pulposo en nuestras mejillas. No teníamos preguntas trascendentales y eso estaba bien. Nos solíamos desvivir en busca de experiencias, siendo nuevos niños en un novedoso jardín de infantes. Así, corríamos riesgos ilusorios al saltar los molinetes de las estaciones o al tomar golosinas de los kioskos al paso y humedecíamos los filtros de nuestros primeros cigarrillos y nos mordíamos torpemente los labios el uno al otro ante la avanzada desesperación por aquello que es por vez primera.
De pronto caigo en el abismo oscuro de imágenes sucias a las cuales araño ansioso ante la fuerza ejercida por sujetarme a ellas porque súbitamente nos encuentro en nuestro viaje juntos a una playa arbolada luego de que termináramos nuestros estudios secundarios. Promediábamos los dieciocho años y vos ya cargabas con una seducción que jamás pude comprender dónde la habías aprendido. Tus pies desnudos sobre la arena opaca, salpicaban sueños paso tras paso y todo era un limbo, una producción onírica de la cual despertaba con el cosquilleo de tu risa escondida tras lentes de carey. Y ahí fumabas, un cigarrillo seguido de otro, y tu aliento cargado de humo y tu lengua espesa recorriendo el lóbulo de mis orejas. Tenía yo la envestida de un salvaje y mordía tus muslos suaves hasta que te retorcías y lanzabas un suave quejido empastado en tus dientes. Fueron días espléndidos donde todo podía colapsar en nuestros alrededor pero lo mismo daba.
Las irremediables condenas que fuimos posponiendo llegaron para enredarnos entre sus brazos flacos pero firmes, aprisionandonos en horarios de oficina y carreras de grado que fuimos dejando una tras otra, así como nos abandonamos a nosotros mismos, sin quererlo. Nos reunimos luego para recordar aquellos momentos que (de pésima forma) quedaron abotonados en los rincones felices de nuestra memoria. Te casaste con un tipo que te convenía, me dijiste una vez, y vestiste de blanco en un atardecer de campo en las afueras de Buenos Aires, un atardecer que caía derrotado como un boxeador que se arremete contra la lona noqueado por un apercat certero mientras tus hoyuelos se pronunciaban en tus mejillas con el amargor de un para toda la vida nervioso, casi impersonal. Luego, te encontré sola, cerca de unos tilos longevos, fumando, con los brazos cruzados y la mirada extraviada. Pisabas un colchón de hojas secas que crujían bajo tu caminar errático y me sonreíste con el brillo goteando en los ojos y no me dijiste nada cuando comenzaste a toser copiosamente al momento que una brisa perfumada nos invadió los cuerpos hasta llevarnos a una noche de focos coloridos, donde el césped húmedo de rocío se pegaba a los tobillos, manchando los dobladillos en los pantalones de gabardina. Brindabas con copas finas y espumantes, repitiendo la mueca banal frente al lente de la cámara, actuando besos indecorosos para el porvenir.
Y la voz en off dentro mío retumba aquello que debí decirte esa noche pero que ahogué estúpidamente, estrangulando con mis propias manos palabra por palabra. Aunque lo sabía, no te miento si te digo que lo sabía, que esa sería la última vez que nos veríamos porque los dos lo sentimos en la angustia de nuestros cuerpos que aquella ocasión se convertiría en el eco titubeante de una negación perpetua. Y postergué verte, sí lo postergué. Es que no soportaba que acarres ese anillo en el dedo y que vistieras esos vestidos de ama de casa, chamuscados por cenizas de cigarrillo, o que miraras por las ventanas así como mirabas, perdida, sorda, ausente por querer otra cosa, por estar sintiendo estallar la derrota en el paladar y yo ahí, frente tuyo, queriendo robarte de un abrazo de la vida y llevarte a mil playas, capaz de hacerte un mundo y dártelo después. Por todo eso no volví, por ello me fui a Uruguay y te mentí en esa carta, asegurándote que lo hacía por la experiencia, por un pedido o una promesa. Por Dios, no soportaba la vida, era eso, sólo eso no más. Pero qué sabía yo de la vida, qué sabía. Aún sigo sin saber nada, no tengo el atino siquiera de advertir una pizca de destino y cómo iba a saberlo antes si ya no nos mirábamos siquiera, si ya nos ahogaban los recuerdos y la vida nos barajó de esta manera. 
Pero vos sabías bien cómo era yo, me fiaba mucho de la realidad, del futuro. Y ahora te veo hundiendo las yemas de tus dedos en la placa mezcla de brillo y puntos negros, rasguñando la foto enmarcada, vieja, gris, por la cual se escurren intactos todos los sueños y veo que lloras y no quiero que llores, y hasta me parece que me escuchas porque se te cae una sonrisa desde la comisura de tus labios y lloras y reís y te peinas el llanto con el revés de tu mano, esa que porta la sombra de un anillo. Y salpicas con tus lágrimas aquellas flores de plástico que olvidaron una vez y sirven de confort para aquel que vino y sabe que estarán allí por siempre, como yo, en este maldito cementerio, tan lejos de todo, tan lejos tuyo.
Qué sabía que me iba a morir, qué sabía yo.

viernes, 10 de enero de 2014

Los árboles lloran

Ronroneó, convirtiéndose en un capullo acorazado pero débil, vulnerable, sobre mi hombro. Todavía recuerdo su piel, adiamantada, eterna, reposando allí, lejos, sobre los rincones rudimentarios de mi cuerpo.
Vertió una de sus piernas sobre las mías y la deslizó de arriba hacia abajo, lentamente. Mientras tanto, dí torpes manotazos por sobre la mesa de luz en busca del atado de cigarrillos. Cuando dí con ellos, posé uno sobre mis labios, lo encendí y pité. Una cortina de humo se confundía con los rayos de luz del televisor sordo que se hundía en el rincón de la habitación. Pensé en las guerras, en cómo cualquier discusión o interés desembocó en la lucha armada. De allí salté a contemplar las consecuencias de los combates, las mutilaciones, las familias desgarradas, hijos huérfanos, esposas viudas y me detuve un instante en las afecciones mentales que se producen. La psicosis, las pesadillas de medianoche, los tics nerviosos, las caras de los hombres que se han matado, los recuerdos de la guerra torturando todo el día, todos los días, haciendo de uno un esclavo pensando qué hubiera sido mejor si haber muerto allá o seguir atado a todo lo que sucedió, muerto pensando.
Se desprendió de ella un suave murmullo como hilo de miel acompañado de una sonrisa suya, tan suya, hacia dentro, guardada para sí. En ese instante su cuerpo se configuró enorme, pesado, para mí. Me molestó su calor, sus cabellos, sentí el irse cada uno de mis sentidos hasta quedar hecho un hueco, sosteniendo el nombre de alguien más en la boca, mordiéndolo una y otra vez, una y otra vez.