domingo, 16 de marzo de 2014

La dinastía del durazno

La historia de la humanidad, en las distintas civilizaciones y sociedades que se han sucedido y convivido, se han presentado paralelismos capaces de equiparar y comparar a unas con otras sin mayores esfuerzos. La benevolencia y la maldad del poder de los dioses, la ofrendas al culto, los funerales, las elecciones de gobernantes, la disposición de las ciudades, las guerras, las conquistas, hasta las pasiones como la búsqueda de la belleza perenne, del amor correspondido, de la vida luego de la muerte y, por sobre todo, la inagotable búsqueda de la vida eterna. La humanidad toda ha dedicado algún momento de su existencia a escrutar acerca de las formas capaces de brindar una vida sin punto final. En común acuerdo, se ha establecido que los dioses eran quienes detentaban el secreto que los mantenía eternos. Se cuenta que los reyes del Olimpo vivían a base de una dieta de ambrosía y néctar para abrirse paso a la inmortalidad. Iðunn era aquella que cultivaba y protegía a los árboles de manzanas doradas que dotaban de eternidad a los dioses nórdicos, quienes desde el Asgard podían controlar que los nueve mundos sostenidos por el fresno del universo. En el caso de las antípodas, particularmente en China, los famosos inmortales tienen una particularidad: primero fueron hombres que, luego de enfrentarse a distintas pruebas, hubieron sido condecorados con la eternidad más alguna u otra destreza según el caso. Es el ejemplo de He Xiangu quien, de joven, tuvo un sueño donde una deidad le ordenaba comer mica para remediar la muerte. Cumplido ello, sus habilidades para escalar montañas crecieron sin remedios. Así, subía y bajaba los montes en búsqueda de alimentos para su madre hasta que un día, sin espacio a la duda, se despojó de toda materia y subió a los cielos, a plena luz del día. Más trabajoso fue el caso de Zhongli Quan quien, luego de una de tantas guerras, escapó como fugitivo hasta ser guiado a un pueblo donde vivía un maestro que habría alcanzado la paz con el Tao. Allí, fue guiado para la reflexión, el pensamiento y, a través de la meditación, alcanzar la panacea. Cuando logró su cometido, se retiró del pueblo que, al volverse para observarlo una última vez antes de partir, había desaparecido por completo. Zhongli vagó por las montañas meditando y reflexionando hasta ser recompensado por los dioses con una píldora colocada en una caja de jade. A continuación, se retiró de la mortalidad para hacerse parte de los dioses.
Ya sea por destreza, por consideración, recompensa o mediante la obtención de algún material, la perpetuidad ha sabido ser la búsqueda de los seres. Es por caso la leyenda del durazno de la inmortalidad que tuvo lugar entre los años ochocientos y setecientos antes de Cristo, en la antigua China. Allí se creía de la existencia de un árbol capaz de producir frutos que brindaban la facultad de vivir por siempre. Sin embargo, tenía una pequeña peripecia: el fruto en cuestión sólo era producido una vez cada cien años por el árbol y tenía en su interior, en la semilla dentro del carozo, una inscripción que guiaría al afortunado al cielo de forma material y sin dilaciones. Sin embargo, el árbol que producía el fruto, jamás era el mismo. Y, asimismo, si el fruto una vez cortado no era consumido el mismo día, se transformaba en cenizas. La historia llegó a oídos del emperador Xuan Mie quien no dudó en poner en alerta a todas sus tropas en busca de aquel árbol.
Las legiones se fueron sucediendo y los duraznos poblaron la capital imperial. El emperador mismo comenzó por probar cada fruto pero la empresa se volvió dificultosa. Por ello, empleo a todas las personas de la ciudad en escrutar cada fruto, con la misión de doblegar la fuerza de los carozos y así dar con la fina semilla.
Los años fueron pasando y la economía del imperio peligró ya que se desviaban todos los ingresos a la implacable búsqueda de aquel fruto. Tan sólo el temor al enfrentamiento aplacó los ataques de los enemigos de China quienes pensaban que el despliegue de las tropas de la forma en que se estaba llevando, era una táctica de Xuan Mie para expandir su dominio. Por ello, se inscribió en el libro de la historia a Xuan Mie como el emperador táctico.
A medida que se fueron sucediendo los días, los años, la paciencia de Xuan Mie también fue sucediéndose. Agobiado ante el fracaso y la dilación, mandó a ejecutar a todos los generales a cargo de la búsqueda, junto a sus consejeros por equivocarse acerca de la investigación. No quedaban demasiados rincones por recorrer del imperio y el descontento de los habitantes frente a las arrasadoras tropas fue entorpeciendo la figura del gobernante.
Xuan Mie envejeció y las fuerzas fueron abandonando su cuerpo. Cierto día, mientras yacía en la habitación imperial, un consejero ingresó agitado y sudoroso, con un rollo de papel en su mano. Entrecortada la voz, pudo decir que habían encontrado un fruto con una semilla escrita de doradas palabras y que se encontraba en camino. En el ocaso de aquel día, el fruto, divido en dos mitades, ingresó en un cuenco de arcilla, acompañado por un pequeño recipiente tapado con un suave lienzo donde se adivinaba un pequeño grano. Xuan Mie pidió quedar solo en la habitación. Se cuenta que pasado un día, al ocaso siguiente, el consejero de mayor confianza del emperador ingresó a los aposentos del gobernante. Encontró el cuerpo sin vida de Xuan Mie, descansando junto a las vasijas sucias de cenizas y un pequeño escrito sobre el estómago que rezaba  la frustración del monarca sobre su gestión en la vida: Xuan jamás se había enamorado, no había buscado hijos, no pudo expandir el imperio, no creó mejores caminos o grandes edificios. Tampoco avanzó la ciencia o la educación, no aportó beneficios a la salud del pueblo o a la felicidad de sus súbditos. Por ello, decidió que ya era tarde para él, que la vida era otra cosa, siempre es otra cosa.
Además, se puede adivinar que la inmortalidad sólo es de fiar cuando se es joven. Nadie ha sabido querer a un eterno viejo.

viernes, 14 de marzo de 2014

Gentil genre

Fue primero el chirrido oxidado de la puerta de madera. Luego, los zapatos, los tacos de los zapatos, chocando contra el frío del mosaico. O no, en verdad fue el eco de las pisadas por sobre el pasillo y el aliento viscoso con tos de cigarrillos negros que se acercaban a la puerta que después produjo el ruido de las bisagras venidas a menos. Con su entrada, se avecinó aún más la penumbra que inundaba el recinto. Sólo tomaría un tiempo, unos instantes. Ella se alertó por los sonidos y colocó su dedo índice derecho sobre sus labios rojos carmesí cerrados en señal de silencio. De nada sirvió. No era posible distinguir nada. Tan solo el tacto sería capaz de conducirlos. Allí ella pensó que bien podría ser cualquiera quien entrara a su habitación, produciendo una extraña sensación de excitación sobre sí. Comenzó por sentir humedecerse su entrepierna y el calor que se aferraba en las orillas del elástico de su ropa interior. Apretó fuerte, bien fuerte las piernas y se recostó sobre su lado derecho, pegando su cuerpo contra la pared despintada. El frío del revoque chocando contra su ropa fina la estremeció. Pensó en la penumbra, ella bien podría ser otra, alguien más que no ser ella misma y una suerte de adrenalina y temor la abrazó al instante. Sintió los brazos de él que, sigilosamente y casi arrastrado por la memoria, se sentaba sobre el borde del colchón reservado para sí.
Se sucedieron besos cálidos, caricias avasallantes y tibios susurros, hasta que de un tirón, el vestido de ella cayó pesadamente sobre el suelo, tirando en su vuelo un portarretrato desde la mesa de luz. El ruido producido los hizo parar un momento y los dos pares de ojos se abrieron a la nada misma. Rieron uno sobre los labios del otro y continuaron.
Él se montó sobre ella comenzando con un ritmo que se encontraba entre lo armonioso y lo controlado por el afán de no producir mayores sobresaltos. Ella mordió sus besos para luego pasar a oprimir el hombro de su amante a medida que hundía sus uñas cortas en los suspiros de la espalda ancha. Esto motivó al hombre a dar rienda suelta a su goce que crecía y crecía junto al de ella quien afrontaba dificultades para contener sus gemidos hasta que la mano rugosa de él logró acallarlos. Ella lo quería ver, quería sentir sus ojos posándose sobre los propios, sentir el deseo que se desprendía de él, el deseo sólo a ella, sentir que la quería, a ella sola, por más que estén las otras; porque en su razonamiento, ella estaría siempre en su mente, como la única. Pero no podía verlo. No podía decir nada frente a esa mano grande, de hombre, que se humedecía con su propio aliento y le ahogaba los besos, los suspiros, el amor y los instintos más básicos. ¿Por qué no la quería?
El motor de unos autos lo alertaron. Dudó entre retirarse y llevarse el tiempo necesario para presentarse arreglado y no ser sorprendido en las inmediaciones de aquel dormitorio. Sin embargo, la pasión lo doblegó y continúo con sus movimientos cada vez más rápidos y más fuertes y más profundos y más cálidos y más rápidos, hasta apretar fuerte, muy fuerte la cintura de ella y quedarse quieto y resoplando, bramando como las bestias, con la mirada ausente, austera, envuelta en penumbras.
Con un golpecito suave, de la mano que oprimía la boca de ella, le indicó que se corriera. Fueron dos pequeñas palmaditas dadas con las yemas de los dedos rojos. Sin mediar palabra, se levantó el pantalón, abrochó su cinto de cuero negro gastado y tropezó en sus primeros pasos al colocarse los mocasines también negros como todo alrededor, acompañándose por el trajín del eco que producía el estallido de los tacos de los zapatos ante la naturaleza del piso. Desde el vacío de la habitación de ella, se pudo apreciar el portazo al cerrar el cuarto de él. Por su parte, ella continúo en la misma posición, sobre sus espaldas, desnuda y aún buscado la mirada de su Adonis.
Pasaron unos minutos hasta que volvió en sí de su abstracción. Se sentó sobre el borde de la cama y con la punta de los dedos del pie derecho, tanteó sobre el frío suelo hasta dar con su vestido monocromático. Se irguió entre las sombras y vistió su figura con aquella tela impersonal para su sensualidad. La sotana marrón no entendía de justicia sobre su silueta. Siquiera ello ayudaría a que nadie en la misa siguiente pensara en ella y en su cuerpo blanco marcado por los dedos del párroco.