domingo, 18 de mayo de 2014

A todos nos pasa

- Está muy mal. Hace días que no lo veo bien. No come mucho y le gana el cansancio. Por el fondo, allá, está bajo el árbol. Deberías ir a verlo.
Entonces emprendí una caminata que me pareció eterna. Conocía los vericuetos de mi casa, es decir, toda la vida he vivido allí. Sin embargo, en aquella ocasión, se me antojaron las distancias como extrañas, ajenas, sentía el desborde de todos los elementos: la casa que se me venía encima, el paredón que divide con otras propiedades como un muro enorme, el cemento del suelo tal si fuera acolchonado, los pies mismos pesados tal rocas, la hendidura en el pecho repitiendo un sonido hueco. No sabía con qué iría a encontrarme pero mi naturaleza tendenciosa a lo trágico, me preparaba para lo peor.
- Hey, viejo, ¿qué está pasando? Venga, venga para acá - le dije.
Nada. Ni el menor esbozo de movimiento ni la agitación alguna en la respiración. Nada. Sólo el trinar de algunos pájaros que se acomodaban en las quebradizas ramas del árbol verde. Pude notar su mirada gastada y el porte característico deshecho en las rastras del suelo. El lomo compungido de tierra se estremeció cuando soltó una mezcla de bramido y suspiro. El último aliento, pensé, y mis ojos se tiñeron de lágrimas pálidas.
- Abrime el portón, abrilo ya que me mando, voy solo, déjame con él - le grité a la nada misma para terminar lanzándome como tiro a ganar la calle.
Estaba quieto en el asiento trasero, recostado sobre un improvisado paño que, en realidad, era una sábana recién lavada. Podía notar que tenía miedo, claro, ¿quién no lo tendría? Pero al mismo tiempo, desprendía de sí una tranquilidad única, de esas que se les cae como vuelto a aquellos que todo lo saben.
Llegamos al recinto blanco, de tubos de luces magras. La frialdad de un médico absorbiendo un mate lavado, el delantal arrugado que escondía una predominante barriga. Al verme entrar, atinó acomodarse los lentes sobre la nariz y, en un movimiento peculiar y certero, pasó el revés de su mano debajo de las fosas nasales. Lanzó un soplido.
- Venite para acá. Guarda con esas jaulas. - dijo dándome la espalda. - Apoyalo ahí, ahí está bien.
El miedo se confundía con angustia, con sorpresa, por esperar un alimento a la fe.
Su mirada con las cejas arqueadas, el cristal del brillo en los ojos, reflejaron aquellos momentos compartidos. Sería un desatino nombrarlos ahora, acá, por dejar algunos fuera, tan importantes y cotidianos que han ido pasando como las huellas sobre la arena en el mar. No podía mirarlo. Tenía bronca, encono que luego se convertía en un arrepentimiento, en querer arrodillarme y pedirle disculpas. Y él sólo me miraba, apenado pero casi arañando una caricia, buscando decir que todo iba a estar bien, que no me preocupara, que la culpa no era mía.
- Está jodido, pibe. - tosió tres veces, de forma seca. - Qué le vamos a hacer. No te cobro nada para el trámite.
No podía creerlo. Aún no logro concebirlo. Lo tomé entre los brazos y nos largamos de allí. "El trámite" pensé. En lo que va de la vida, pocas frases me han calado tan hondo.
Perdón amigo mío el no haber ido antes, de no ser más precavido. Pero sé que vos me sabrás entender. Si hay alguien en este mundo atestado de indiferentes, vos sos el único que sabrá entenderme. No quería ir antes y muy dentro mío sé que vos tampoco. No quería que me digan que estás grande, que poco es el tiempo que te queda, porque significa que yo también estoy más grande, que poco es el tiempo que me va quedando. Para nosotros. Para todo.


A mi perro.