viernes, 20 de junio de 2014

Una golondrina hace al verano

Así como sucede con los sueños, no puedo determinar cuándo comenzó todo. En ocasiones, pasa lo mismo con las mejores discusiones, en un plano más tenso. El movimiento mismo de lo que ocurre devora todo alrededor e, incluso, a sí mismo como aquel animal uróboros que comía de sí.
Llegaba en los últimos días de primavera y luego se iba al caer las primeras hojas otoñales. La veía descender en la estación del viejo tren, otras veces sólo me topaba con ella en una esquina del pueblo como si ella siempre hubiera estado allí o, como me ha tocado pensar, como si yo hubiera estado desde siempre esperando allí. También supe encontrarla en la cocina de casa, al levantarme con el crujir de algún plato o la silbatina de la pava, untando dulce en algún retazo de pan, rebotando la luz del sol, que se colaba por la pequeña ventana del recinto, en sus mejillas redondas. Ella conocía los vericuetos de mi humilde hogar como para entrar sin dificultades pero no sería justo dejar de lado que intentaba anticipar su llegada dejando las puertas abiertas o frecuentando la estación en franca espera por volverla a ver.
La deliciosa ocasión del reencuentro jamás encerró alguna suerte de espectáculo de efusividad. Algún saludo ocasional, un  beso de mejillas, un gesto insipido eran actos comunes a la hora de vernos. La angustia y el deseo se reprimían aún más, dando una sensación que bordeaba los límites de los sentimientos, embargandome en la duda de hasta dónde, hasta cuándo, se puede sentir. Sólo un ejemplo cabe y que puedo recordar en este momento. Dicen que aquellos que están por morir, y que lo saben antes de cualquier detección médica, sienten un maremoto de, justamente, sensaciones dentro de sí mismos, un estado de vilo que les permite comprender todo pero que lo olvidan por concentrarse en cuándo llegará ese instante, ese punto final. De tal forma, adquiere mayor protagonismo el momento clave que aquello que sucederá.
Así, solían sudarme las manos al escuchar el clamor y el revoltijo que las primeras golondrinas producían, invisibles, en las copas de los árboles. El calor se asomaba en las esquinas y el polvorín de las calles quietas espesaban los labios, las palabras y la mirada se hacía fina, con los ojos ralos  escurridizos.
Llegaba ella como agua fresca, con algún vestido floreado, suelto, con las piernas blancas y suaves. Una sonrisa encarnada en las comisuras pronunciadas de los labios y la coquetería al orden del día. Algunas veces sabía cargar una pequeña valija marrón o algún bolso que parecía inmutable cuando tenía que partir. Lo que condiciona aún más cualquier precisión es que nadie sabía bien desde cuándo era que frecuentaba el pueblo o si retenía algún lazo familiar con algún sobreviviente vecino de otras épocas. Un rumor aseguraba que una abuela había vivido unos pocos años cuando ella era aún una niña, y fue allí que adquirió el hábito de volver a estas olvidadas pampas. Año tras año, temporada tras temporada.
Desde que comenzamos a frecuentarnos, en la tibieza de la adolescencia, intenté acapararla más. Busqué excusas para que se quede y hasta planteé seguirla hasta donde vivía. Allí otro problema: jamás supe de dónde provenía. El ramal del tren llegaba hasta Buenos Aires pero no podría acertar algún otro dato más. Sin quererlo o bajo un lenguaje no verbal, coincidimos no preguntarnos nada de esa vida, de todo aquello que sucedía fuera del tiempo juntos. Producíamos un paralelo, una alternativa a todo aquello que era el destino, los horarios de oficina, la rotación de los cultivos, los cambios de las tarifas en los peajes de hora pico y hora no pico.
Así vivíamos, de a ratos, de temporada. El problema devino cuando la vida normal no bastaba, no era suficiente como condensadora de deseos y pasó a convertirse en un obstáculo. No queríamos que nuestra forma recayera en la rutina, en cepillarse los dientes antes de dormir, en las pastillas para el corazón, en la quita progresiva de sal en las comidas. 
La destrucción del sistema ferroviario ayudó a que dejara de volver. Pero las vías siguen latentes allí, inconmovibles, oxidadas y maltrechas pero hacedoras de esperanza. Todos los días me recuerdan que quizás puede llegar, en algún momento, con algún vestido, con los labios brillantes y la pausa las caricias de sus manos.
En algún momento, dejé las puertas abiertas y no me he dado cuenta. Llévenselo todo, les dije desde la oscuridad del cuarto. Estaba por amanecer, el fogonazo y el estruendo hicieron revolotear a las golondrinas que descansaban fuera.