domingo, 31 de agosto de 2014

Todo lo que tuve para ser

Lo hice todo, todo, todo lo que tuve a mi alcance. Algunas decisiones fueron plenamente mías, otras condicionas, otras impuestas.
El colegio católico donde me criaron con profesores añejos y olor a cigarrillos, compañeros que juegan con figuritas en los recuerdos, las maestras con el rostro rebalsando decepción. El mismo colegio, todo la vida, la parte que te forma la estructura para después aguantar los turnos de doce horas en la fábrica sin que te cuestiones el orden de los elementos, basta con sólo pensar el destino de las próximas putas vacaciones para ahorrar todo el año y derrocharlo en quince días.
Tuve amigos también. En el barrio, en el club, algunos de la secundaria. Jugar a la pelota hasta tarde en la calle de tierra, el sonido del balón al estallar debajo de alguna rueda. Los berretines de pibe, el andar en bicicleta, el robo de las monedas a los viejos para comprar caramelos, los cumpleaños felices. ¿Sabes algo? Lo pasé bien de purrete. Era lindo la simpleza del correteo continúo, la inocencia de las voces.
Y luego vino la secundaria con los cambios hormonales. Tuve granos por doquier y he besado labios vírgenes y resecos. Se sucedían salidas, bailes, primeros cigarrillos, alcohol. La música. Sí, claro, la música. Descubrir canciones y artistas es despertar todos los días. Y tuve la fortuna de toparme con una profesora que aún tenía pasión por lo que hacía. Ya ves: a todos se les agota, en un punto. El problema con la pasión, si es ejercida, es que se la come la rutina, se la devora y se vuelve un acto repetitivo, estoico, como cepillarse los dientes o hacer el amor los viernes. Pero a esta profesara aún no le había sucedido. Y me miró, tuvo una suerte de ojo clínico porque un día se apareció con un libro y me dijo, no lo olvido, me dijo: Léelo y después coméntame. Eso me dijo. A mí, a un pibe que no pensaba más que en ponerla. Y lo leí. En un fin de semana lo leí. Y ahí mi vida dio un giro, un vuelco. Espera, no lo intentes. Va a ser peor, no te muevas tanto. Es importante lo que digo, ya termino, ya vas a notar porqué es importante. De ahí en más, no pude dejar de leer. Ahí me convertí en otro, quizás en lo que soy ahora.
También sobrevino la universidad, los trabajos, los cambios. Las novias presentadas en casa. Conocer otras familias, otras costumbres, tomar colectivos que en la vida hubiera imaginado que existieran. La recorrida de calles desconocidas, el alcohol y los mareos de la noche.
Y te conocí. De pronto, un día, ya sabemos la historia. Qué linda que estabas aquél día. Todo para que estemos aquí. ¿Alguna vez pensaste en todo aquello que hemos pasado? En fin...
Lo hice todo, ya he dicho. Todo para llegar a este momento. Pero no, no, nena, no te angusties. Primero serás vos y después yo. Te lo prometo. Y bien sabes que yo no prometo porque no cumplo pero cuando lo hago es porque sé que lo voy a hacer, que voy a poder. Por eso, tranquila. Ya termina todo. No te juegues la mano, te lastiman las cuerdas, ¿para qué vas a sufrir? ¡Ya está! No hay más que hacerle. Todo lo que tuve para hacer, lo hice para llegar a este momento, a este instante. No, tampoco yo me lo imaginaba cuando iba a quinto grado o en la universidad, o cuando te conocí y pedí por tu número, no, claro que no lo imaginaba. Pero el ribete del destino, de la secuencia de los hechos, nos ha llevado acá. Quizás es porque debíamos hacerlo. Pero no, no te retuerzas, ya acaba. No llorés, pavota, que tan linda te queda la sonrisa...
Sé que me querías. Quizás fui yo el que te quiso a destiempo, no lo sé. Pero me he convertido en esto, en ésta circunstancia. Cerrá los ojos, es como que estás por dormir. Sólo vas a escuchar la explosión del disparo. Vas a dormir. Después yo.

domingo, 24 de agosto de 2014

La vida de los instintos

Fue en un mismo instante. Algunos rieron al verlo, a otros se les erizó la piel y se estremecieron. Hay quienes tuvieron un episodio de baja presión, de sudor frío. También estuvieron aquellos que no lo vieron al instante pero que lo notaron al ser señalados por otros. Claro que hubo de aquellos que se escarbaron la nariz o la oreja, aún con el aparato en la mano, mientras leían. En ciertos casos, directamente contestaron otros mensajes anteriores, algunos sólo cambiaron de canal, salteando publicidades.
Luego, la reacción fue desatada paulatinamente hasta volverse una cadena sólida de hechos aberrantes, como sucede con los fuegos artificiales antes del cambio de año, entre las bebidas y las abundantes fuentes de comida.
Se sucedieron llantos y gritos de desesperación. Gente que arrancaba sus autos, otros que echaban todos sus objetos que consideraban de valor encima de un vehículo para darse a la retirada, algunos que sólo atinaron a arrojarlos en la calle y quemarlos en una pira improvisada. Estuvieron, también, los más cautos que comenzaron sus propios incendios en la privacidad del patio de su casa.
Las corridas no tardaron en llegar. No era para menos aunque el descreimiento también reinaba al mismo tiempo que las masas se daban a la desesperación. Finalmente, los Estados decidieron confirmarlo. Cada mandatario de cada país interrumpió la programación de los medios de comunicación para anunciar (o ratificar) lo que ya se palpitaba: sí, todos iban a morir. O lo que es peor aún, algunos irían a morir primero y, luego, los otros se sumarían, de poco pero de forma constante. La cuota justa de incertidumbre que conduce a la desesperación.
Algo había pasado, falló el control sobre unas bacterias con las que se trabajaba en un laboratorio de Amsterdam y comenzó a esparcirse por toda Europa, luego tomó Asia, descendió a África y en poco tiempo llegó a Oceanía y también a América. Iba a pasar, de un momento a otro. Al parecer, el virus se contagiaba a través de las vías respiratorias, sólo bastaba una bocanada de aire para infectarse; luego, unos días o unas semanas bastarían para tumbar hasta al más fuerte. Un paro cardio respiratorio era lo último que sucedía, quizás episodios de vómitos, tal vez elevadas fiebres, en algunos casos el cuerpo iban dejando de moverse de un miembro a otro.
El horror. La vida podría acabar en el siguiente pestañeo y todas las cosas que no se llegaron a hacer: las vacaciones que se postergaron a Cancún, aquel que ahorraba para cambiar el auto, las secretarías que gastaron sus labios en arrugados glandes por la promesa del ascenso, las corbatas infantiles de los abogados que lloran por un abrazo de amor, los libros que fueron acumulando polvo y que no se han leído, la ropa que nunca se llegó a estrenar, los besos que fueron mezquinados, el escupitajo que ahora baila en la boca y que era para el jefe que te dijo de quedarte aquel día del cumpleaños de tu hijo terminando unas planillas, las dietas que se hicieron para vivir un poco más, todas esas noches que salieron a correr con la frustración en los hombros, todo lo que se hizo en la vida para construir un después ansiado, esperado y que ahora bien se podría ir al demonio sólo con un suspiro.
Y el desmán se brindó de forma dionisíaca. Hombres sexagenarios correteaban adolescentes y abusaban de ellas a plena luz del día, en las calles, en las esquinas. El alcohol se convirtió en bebida común junto a los saqueos de los grandes almacenes. Las fábricas cerraron, las oficinas continuaron con las luces prendidas y el mantel de papeles en cada escritorio. Los jóvenes consumían todo tipo de drogas, algunos para dilatar el tiempo, otros para acelerarlo. Las riñas callejeras se producían por robos o por el simple goce de hacerse golpear o atinar un buen zarpazo. Las mujeres dejaban a sus panzones maridos y se entregaban a los animales de bar y a las propuestas más bochornosas. Los militares recorrían las calles en un afán tonto de organizar la realidad, emprolijando el infiero aquél, como caseros de una orgía que todo lo arrasa.
Las más aberrantes acciones del ser humano se vieron plasmadas en las calles, Aristóteles no podría señalar esa distinción de zoon politikon. Tampoco cabría lo de animal social: habían liberado los zoológicos y hombres y mujeres corrían tras los ejemplares para fornicar o dejarse fornicar. Los niños lloraban en las calles y reían al mismo tiempo, las fogatas de las noches no cesaban de brillar y era motivo de reunión y de la continuidad de las más recónditas bajezas, de aquellas que sólo se reprimen en lo más profundo del corazón y que late en cada movimiento, desesperadas por salir, por liberarse.
Con el correr de los días y de las semanas, comenzaron a percatarse de que si bien hubo muertes, no fue tanto por un virus sino por la entrega a ese salvajismo, a la vida de los instintos.
Se escucharon nuevos rumores: quizás no fue un virus en Amsterdam lo que escapó, o por lo menos no fue bacterial sino virtual, algo que infectaba computadoras, que sólo permitía pornografía interracial, algo así. Errores de comunicación.

jueves, 7 de agosto de 2014

Vivir siempre ha sabido ser otra cosa

- Que te pregunté por qué existen las guerras.
No la había escuchado, hace tiempo no la escuchaba mucho. El sexo era bueno, claro. Nada especial. Sólo piel con piel, fluidos que convergen con fluidos. Cuando no estaba, a veces me encontraba pensando en ella. Era extraño. Y ella me quería. O no. Quizás esa no es la palabra. Ella me... Me... Ella se sentía en deuda conmigo, algo como eso. En la forma en que me miraba encontré esa sensación. O como si yo le debería algo a ella. No, no es así. Mejor es decir que ella se debía a mí.
Me observaba con ansías, esperando algo que le pueda decir. Siempre me preguntaba todo lo que se cruzaba por aquella cabecita roja y pecosa. Pensaba que tenía la respuesta a todo, o por lo menos un leve acercamiento. Por mi parte, jamás fui un hombre instruido. Sí, tuve la oportunidad de leer a ciertos tipos, escritores, filósofos, pensadores, los indicados como para hacerme una idea de la vida, de las cosas. Pero eran sólo ideas, vivir siempre ha sabido ser otra cosa.
Y justo estaba el televisor encendido. Acabábamos de terminar una sesión matutina del viejo frenesí. Volvía de la cocina, le llevaba un vaso de agua, arrastraba mis pies dejando la estela de humo del cigarrillo detrás mío.
- Es que miraba la tele y ya ves. La gente se mata entre ellos. ¿Por qué tanto odio se tienen? Estamos en el siglo veintiuno y aún se siguen matando, ¿por qué pasa eso? - dijo mientras yacía sobre su lado izquierdo a medida que la teta derecha se desprendía de la sábana que la tapaba. Hice llegar el vaso de agua hasta su mano y me quedé parado frente al costado opuesto de la cama, mirando el televisor, pitando.
No quise que corriera una desilusión. Pensé. Mire el noticiero que mostraba un niño muerto en la franja de Gaza, reposando en los brazos de un soldado. Luego la imagen iba a una periodista rubia, inglesa, que se enroscaba entre los escombros y cubría su cabeza con las manos, el tonto instinto contra misiles de cinco toneladas. El hambre, el constante bombardeo, las ciudades que estaban en un momento y al instante eran una nube de polvo. Un grupo festejando sobre el cadáver de un joven, otro grupo grabando la mutilación de un soldado secuestrado. Y todo aquello que no se decía: las violaciones a jovencitas vírgenes a plena luz del día, el deseo de matar a otro sin importar que pueda ser el médico que invente la solución ante el cáncer o quien pudiera convertirse en el mejor poeta de la humanidad, la desesperación que lleva a la locura, dios mío y todos los putos santos.
- ¿Y? - mordió su labio inferior. No la chupaba bien pero ponía empeño en la tarea. Cuando un niño comete una travesura, no lo juzgas por el desastre que ha hecho sino por la destreza que ha puesto en el. Toda su historia en la vida la había llevado acá, dije hacia mis adentros, a este momento, a mamar de mi entrepierna, a hacerme esa pregunta.
- ¿Cómo es que estás acá? - le dije. Me observó. Sus ojos marrones brillaron. El rojizo pelo, las pecas. Siempre había deseado una colorada, tuve el presentimiento que eran feroces bestias sexuales.
- Bueno, vine anoche, hicimos aquello y ahora... - bosquejó.
- No, no. Me expresé mal. ¿Recuerdas cómo llegamos a conocernos, cómo llegaste acá la primera vez?
- Ah, sí, claro que lo recuerdo.
- ¿Cómo fue?
- Nos encontramos en el boulevard, vos me habías dicho que saliste a comprar cigarrillos en la estación de servicio aquella. Era verano, hacía calor a pesar que era de noche. Creo que había una leve brisa, no sé. Yo estaba mal, no me lo recuerdes.
- Sigue, por favor.
- Pero yo te pregunté otra cosa, no me hagas recordar. - sollozó. Intenté explicarle que es algo necesario que aclaremos, que si lo nuestro iba a crecer, debíamos entendernos, entender cómo empezó todo, con sus errores y aciertos, con todas las circunstancias. Prosiguió. - Vos me preguntaste si estaba bien, si quería ir a tomar un café y charlar, que no me veías bien. - su voz comenzó a tornarse un hilo resquebrajadizo - Y yo no estaba bien, me viste llorando, ahí, en el medio de un asiento en una avenida. Yo pensaba que ese era el último día de mi vida, había pensado arrojarme sobre algún auto, ya todo me daba lo mismo.
- ¿Y por qué llegaste a ese punto? ¿Qué te había pasado antes?
Me dio la espalda, aún recostada en la cama. Las sábanas se enredaron aún más sobre su cuerpo blanco. Respiraba de forma entrecortada. El sollozo se transformó en un gentil llanto, de esa tristeza que cuesta trasmitir, la cual, al respirar, se mete hacia dentro, muy dentro.
- No quiero hablar de eso. - dijo. Utilicé mis recursos, mis encantos para llevarla a hablar del tema. Finalmente, luego de vaivenes, accedió. - Encontré a mi prometido cogiendo con mi mejor amiga, en mi casa, en mi sofá... Y lo peor es que me vieron y no pararon, siguieron, cómplices, como si les divirtiera que los descubriese. Y ella me miraba frunciendo la nariz, desafiándome, mientras dejé caer la bolsa de compras en la puerta del comedor. Y él me miraba y mientra más lo hacía, envestía sobre ella con más fuerza, con más ímpetu. Jamás lo vi moverse así. Salí corriendo, el resto ya lo sabes. Y ahora basta, dejame sola.
Estaba triste y furiosa. Arrebatada. Sentía su respirar trinado, como el bramido del toro que va a dar la última embestida mientras se desangra por el lomo, sabiendo que va a dejar la vida en ese acto.
- Nena, tranquila. Sólo dime: ¿qué sientes ahora? ¿Qué quisieras hacer con tu ex prometido y con tu ex mejor amiga?
- Los mataría. - apretó los dientes, lo pude sentir cuando pronunció esas dos palabras. Las sábanas se tensionaron, su respiración era fuerte y desesperada. - Los haría trizas, escupiría en sus caras, bailaría sobre su sangre derramada.
- Tranquila, nena. Voy por más agua.
Encendí otro cigarrillo. Miré por la ventana de la cocina que daba a la calle. El vecino de frente cortaba el césped del patio delantero. Hacía calor. No tenía nada para beber y debía salir a comprar a la licorería. Vaya día.

viernes, 1 de agosto de 2014

Cuando no hay para comer

Los labios carmín, el pelo suelto, al viento, enredándose sobre sí mismos y las puntas flotando detrás de sí, como un halo de luz. Las perlas blancas de los aritos brillan en la cálida noche. Lleva sus zapatos en la mano y calza una suerte de alpargatas para ir más cómoda. Sus piernas se entrecruzan al andar, rozando la piel de los muslos entre sí.
En el día hizo calor, mucho calor, sol y río, agua que brota entre las piedras donde no se sabe bien si baja o si sube, donde no se sabe bien dónde está uno mismo. Ahora de noche, alcohol, una fiesta pueblerina, caras conocidas, luces de colores en el patio de una vieja casa, se mezclan acentos, tonadas, música latina y el caluroso viento de las sierras. Transpiran los brazos, las espaldas, se humedecen las frentes y brillan los labios pulposos y espesos, la piel se pega con la piel, se pasa el alcohol, se lo convida, se suspira alcohol, brota de las manos, de la casa vieja, de una heladera siam a la intemperie, como el agua de los ríos.
Ella decide salir a caminar. O no. No lo decide, sólo se encuentra a sí misma caminando, deambulando, al son - primero - de la música que se hace eco en los pastos, en las piedras para luego trastabillar al ritmo del agua que choca con paredes desgatadas a correntadas, al imparcial, constante y superfluo capricho del agua, que baja, que sube, que se estanca.
Cierra los ojos pero sabe que es peligroso: negarse a ver en la oscuridad es como no tener hambre cuando no hay para comer. La boca reseca y se agrietan los labios. Ríe. Las luces se ven lindas desde lejos. Ella es linda, ojos azules. Se ríe con los ojos, se eriza la piel, sigue caminando y el viento la acompaña, haciendo llegar vestigios de ritmos latinos. El río se encuentra cerca, detrás de unos yuyos altos y frondosos, secos, puntiagudos, que se agitan levemente, a destiempo del viento. Ojos color miel se desprenden de la noche y dan el zarpazo guardado.
La encuentran aturdida, aún respira, entre dormida y sedada. El sol bronceó sus mejillas redondas, su cara quema, resalta el color de sus ojos, azul profundo-celeste turquesa. La toman de los brazos y ayudan a que se reincorpore. Aqueja un dolor punzante en el bajo vientre. Siente que duerme y que sueña, los destellos de luz al abrir y cerrar los ojos, el sonido de una sirena, una camilla metálica que se desenvuelve más arriba de donde se encuentra.
Los labios se rompen en un millón de pedazos, arden sus muslos también. Se siente cansada, busca dormir pero no la dejan. La suben, ella ayuda a que la ayuden. Está subiendo - la suben -. Cuando están acomodándola en la camilla nota su pollera blanca expuesta al sol, sobre una piedra de mediana altura. Se toma la cabeza, le abandonan todas las fuerzas y rueda una lágrima que erosiona los pómulos acalorados y se estanca en los labios opacos y muertos.