sábado, 29 de noviembre de 2014

De uno a otro

Qué le vamos a hacer, che. Las cosas se dieron así y acá estoy, escribiendo, cosa que no hacía hace rato y que jamás pensé en hacer. Es que siempre hice otra cosa, algo más, salía con los muchachos, jugaba al fútbol, si me vieras jugar al fútbol... Pero tampoco soy un bruto, eh, que quede claro. Pero si que me cuesta esto, che, si que me cuesta. Y no lo pienses que es porque no lo siento o porque me va y me viene sino que es difícil y más cuando no la esperas así, que las cartas se barajen así y que te toque bailar con las más fea, porque si lo esperas, bueno, algo te animas a hacer, a más o menos tener un plan, saber a dónde disparar. Pero no, viejo, no, la vida te viene así, de frente y porrazo te encontras con todo golpeándote la puerta hasta tirártela abajo, saltando los paredones de la rutina, algo nuevo que se te viene encima y ahí te quiero ver. Porque no todo es bueno, che, y eso te quiero decir, no todo es bueno.
Yo hice todo lo que tuve para hacer y con aciertos y desatino, no me quejo de lo me tocó. Pero hay cosas que te demuelen de a poco. Y quisiera que la vayas evitando o que la puedas identificar cuando te veas triste y desorientado como me he visto yo. Ya ves, la experiencia es un peine que se te da cuando te quedas pelado y el orden de las cosas se te caga de risa. Entonces lo que te decía es que hay cosas o situaciones que te van a amargar. De ahí te tenes que alejar, la cuestión es intentar ser feliz la mayor cantidad de veces porque si bien ser feliz es algo cualitativo también es cuantitativo. No basta ser feliz una vez con el calor intenso del fuego cuando el hielo frío de la tristeza se va licuando en la dialéctica de todos los días. Y eso también es muy importante: cuando estés triste, está triste de verdad, con el llanto, con el dolor en el pecho, con las ganas de volver a nacer en cada momento; porque en la tristeza uno puede mejorar, uno se puede poner en contacto con lo más recóndito de sí mismo y saber qué quiere. Una vez me dijeron que estar triste o jugar a estarlo, es un tanto peligroso, como un oso que amigablemente se acerca hasta pararse en sus dos patas traseras para darte el zarpazo en la jeta y dejarte pagando, con el culo pegado al piso y no te podes levantar más. Está bien estar triste en la medida que entiendas que es para estar feliz. Porque todo tiene su contradicción, ya verás, todo tiene su ying y yang.
Y jamás le tengas miedo a amar. No seas tibio, no quieras midiendo lo que das y lo que te brindan. Deja todo por amor, jugatela en cada instante por lo que en verdad aviva tus fuerzas. Enamorate, enamorate como un cretino, como un loco, como un desquiciado que lo único que sabe hacer es amar. Aunque tampoco es una cuestión de ir dejando el corazón como propina en cualquier lado. Y nunca pero nunca busques la felicidad en otra persona. La felicidad es propia de uno mismo, de la comodidad que existe en lo que se hace y piensa, en la coordinación de ambas acciones. No creas que la pareja es un complemento o alguien que es necesario. Sólo vos mismo sos necesario para vos mismo. Las relaciones están hechas para ser construidas todos los días, compartiendo la felicidad propia y creando el vínculo de compañerismo con quien compartir hasta los silencios más incómodos bajo la comodidad del corazón bien ubicado. 
No permitas que el dinero marque tu destino. Que un trabajo o profesión sea la cual te dictamine qué hacer y cómo hacerlo. La plata está en las manos de la Iglesia, las putas, los políticos, los narcotraficantes y los peluqueros. La vida es vivir de lo que realmente gusta, de sentirte con ganas de levantarte de tú cama para ir a tu empleo o tu trabajo. No importa el valor monetario: de nada te servirá ganar millones cuando realmente no eres feliz. Lo que ganas por recibo de sueldo lo terminarás gastando en médicos y laboratorios por enfermedades que vas a inventar todo los días. Lo ideal sería vivir de tú pasión, de lo que te da energías o aquello por lo que dejarías todo. No lo pienses, largá todo lo que estés haciendo y partí a ese destino. Nunca en la vida te lo perdonarás si no lo haces.
Escucha buena música y lee buenos libros. Te van a demostrar sentimientos que quizás creías ocultos y estructuraran ideas que no podrías expresar estando alejados de ellos.
Y me encantaría poder decirte más pero tenes que vivir. Sólo hace lo que tengas ganas de hacer, jamás te conformes y lucha por ser lo más libre posible. Que nunca te definan nada, como yo lo hago aquí. La vida se construye a cada segundo y sólo ahora lo acabo de entender. No sabes cuánto quisiera decirte todo esto cara a cara, convidarte con un mate y mirar a la nada mientras te hablo. Pero la pucha que es vueltera la vida, eso sí agendalo, es vueltera. Y ni siquiera te conozco los gestos o cómo podrías reaccionar. Ni acariciarte he podido o tenerte entre mis brazos. Es que morir te priva de tantas cosas, nene, de tantas cosas... Quizás me veas en fotos y te van a contar mil anécdotas de todas las que pase. He vivido, pibe. Y así espero que vos lo hagas también.

lunes, 3 de noviembre de 2014

El sabor de todos tus miedos o el equilibrio de las cosas

Una vez más pasar por la vieja puerta alta, de madera, de pintura gris y descascarada. Y luego esperar. Sentado. Vitrinas tras vitrinas a su alrededor exhibiendo libros aún más viejos que la puerta, trofeos de un brillo opaco, fotografías grupales de distintos años, los mismos profesores que se sucedían en cada grupo, al ritmo del paso del tiempo, perdiendo cabellos, ganando peso, las caras que anteriormente eran todas sonrisas se iban transformando en profundas ojeras y entrecejos marcados. Y podía verlos fumar más allá de la vieja puerta alta, alejados de los alumnos, bebiendo café, mirando continuamente las agujas del reloj, esperando algo.
Mediados de junio y ya cuenta con diecinueve amonestaciones, piensa. ¿Cuántas serán esta vez? ¿Dos, tres, cuatro? Eso complicaría el resto del año. Pero la satisfacción no podría ser mejor. Entre la angustia de sus pensamientos y el condicionamiento que tendrá hasta el próximo ciclo lectivo, se le escapan sonrisas, se frota sus manos una con otra, sus rodillas tiemblan y recuerda lo que hace minutos acaba de pasar. Tres precisas trompadas que voltearon a Pacheco. Tres preciosas piñas que lo dejaron atontado, ensangrentado, con los lentes por el piso y las monedas para golosinas a disposición. Aún siente en sus nudillos, de la mano derecha, la piel de Pacheco hundiéndose y cediendo al empuje de la fuerza concentrada.
Entra a la oficina del director, barbudo, con el pelo casi gris, un chaleco de lana y una camisa cuadriculada pegada en la piel. Hay olor a cigarrillo y café, la luz entra por el lado izquierdo del recinto provocando que sea innecesario encender algún foco artificial. Toma asiento y su corazón late tan fuerte que bajo el debido silencio, se puede escuchar su galopar.
Ése fue un recuerdo marcado en las antípodas de la mente de Ernesto. El colegio normal cuatro, la primaria y la secundaria allí. No fue un alumno brillante, tampoco un repetidor. Un simple y común transeúnte más que ocupó pupitres, rindió exámenes, trabó amistades y se enamoró. Claro, era inquieto también. Llegar a pelearse era una actitud de él ante la vida. Su padre le pegaba, su hermano le pegaba, él debía pegarle a alguien más, el equilibrio de las cosas. Y Pacheco padeció su forma de desenvolverse. Pacheco, de hombros venidos hacia delante, el pecho hundido, con abundante cabellera negra y la piel blanca como un resplandor. Era estudioso y no le gustaban los deportes, no jugaba al fútbol y prefería quedarse leyendo en las clases de educación física antes que correr alrededor de una cancha o tras una pelota. Y le llovían las trompadas por ello, por ser distinto. Fue un suplicio aquella época.
Pero cuando vio la radiografía, no la entendió. No era como siempre salían, como es la costumbre ver. No se distinguían muy bien las costillas, el esternón o las mismas clavículas. Pensó que quizás existía un error. Revisó el nombre que figuraba en el sobre de papel madera que le acabaron de entregar. Sí, Ernesto Chazarreta. Era de él. No es nada, seguramente, le dijo su esposa cuando notó el rostro de Ernesto. Y aún le quedaba ir a trabajar, ir a la fábrica, comenzar con dos semanas de turno noche, luego volverá a dos semanas más al turno mañana y así serían los ciclos hasta que se jubile o renunciara o, en un noble acto, se matara. No te preocupes, Ernesto, vas a ir al médico y él te va a saber decir qué tenes y te va a dar más estudios para hacer, no es nada. Y Ernesto fue al médico, a los médicos porque tuvo que ir a cientos para hacerse a la idea que el cáncer se encontraba ramificando por sus pulmones, de la misma forma que los árboles arman sus copas de hojas verdes. No había opción, debían operar.
Bien, contá de veinticinco hacia atrás, ¿entendes? Sí, veinticinco, veinticuatro, veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte, dieci, dieciocho, diecisie, diecis, quin... Revisen la presión. Estable. Revisen la frecuencia cardíaca. Estable. Cortemos. Ahí está. Dios, qué desastre. Acá, presiona acá, bien, ahí. Un poco más. ¿Presión? Estable. ¿Frecuencia? Estable. Bien. Pueden irse un momento a descansar, voy a coser. Sí, me las arreglo solo, no hay problema. Los llamo, en dos minutos pueden volver. Vayan.
Ernesto, Ernesto. Podes despertarte, Ernesto. Estás bien, todo salió bien, vamos Ernesto, desperta. Su esposa le mordía el oído a palabras para que despertara. La operación fue un éxito. Seguirían análisis, quimioterapia, procedimientos, controles, dietas liquidas. ¿Qué? ¿Estoy bien? ¿Salió todo bien? Ernesto sonreía al hablar, aliviado. Sí, Ernesto, todo salió bien. Apoyado en el marco de la puerta, se erguía con un metro ochenta y tres centímetros el cirujano. El ambo verde, cabellera abundante y negra. Estuvo todo el tiempo con vos, Ernesto, ha sido una maravilla, si lo hubieras visto cómo se desvivió por atenderte Ernesto, si lo hubieras visto. Está bien, señora, es mi trabajo, además, a Ernesto le guardo un especial aprecio, ¿o no, Chazarreta? Ernesto estaba confundido. El dolor, el primer despertar, desnudo tras una fina gasa como sabana, el pecho que parecía de alguien más. Y lo pudo ver. Pacheco frente a él, a él caído en una cama, con vida gracias a Pacheco. Quiso agradecer pero las palabras en su mente no se hacían eco en los movimiento de su lengua. Está bien, Ernesto. Descansa. No tenes nada que agradecer. Además, ahora, sí, ahora si estamos a mano, dijo Pacheco. Y desapareció.
Luego, la vida de Ernesto no tuvo mayores inconvenientes. Vivió sin problemas tan sólo con las restricciones de salud que implicaron la operación. Pero siguió visitando médicos, pidiendo órdenes para verificar su cuerpo mediante radiografías, electros, resonancias, etcétera, etcétera. También buscó a Pacheco para saber qué fue aquello de quedar a mano, qué había hecho con él. Eso le preocupaba, por eso continúo con exámenes por el resto de su vida, para saber qué hizo con él.