viernes, 12 de junio de 2015

La presencia de la nada

Esto que voy a contar es algo corto, conciso, pero necesario, por lo menos para mí es necesario. Lo he guardado por un tiempo porque no encontraba su sentido ni su razón de ser por tanto no le di demasiada importancia, en ese aspecto es similar a lo que dicen aquellos que están pendiendo del hilo del último aliento, ante la fugacidad de la existencia, que ven pasar toda su vida por delante de sus ojos, todos esos momentos que han sido almacenados, y los recuerdan con una óptica distinta, jugando con los significados, viendo dónde estaba la importancia de cada instante. Creo que también les debe suceder a los que han tenido un vicio. Siempre pensé que aquellos que han tenido que cargar con ese deseo que hace mal, en realidad no saben en ese instante que se les está apagando algo de sí mismos, que están muriendo de esos ratos, de darse al deseo, al vicio; y que sólo son capaces de entender en lo que se encontraban cuando han podido salir de aquello que les daba vida y les daba muerte al mismo tiempo, y miran hacia atrás y juzgan lo que creían que estaba bien. No importa el vicio, bien podría ser cocaína, caballos, mujeres, correr maratones. Eso no importa. El sentido va cambiando, lo que antes parecía una nimiedad, se torna imprescindible, y viceversa. Uno mismo va cambiando, también debe ser por eso. Consigo, también se modifican el orden de importancia de las sucesiones que acontecen: deja de valer lo que antes cotizaba en la vida misma, el peso de lo eterno se flexibiliza.
Me encontraba discutiendo con M. como siempre solíamos hacer. En ocasiones, esas discusiones eran precisas, aguardaba que la semana se pasara volando para sentarme frente a ella y hablar sobre cualquier cosa para poder llevarle la contra, y estoy convencido de que, en ocasiones, ella también esperaba por ese día y preparaba una contraofensiva. Eran aquellos tiempos donde sólo nos veíamos ciertos días, a veces por temporada, y podíamos hablar por horas. Sin embargo, también existían aquellos días donde ninguno pronunciaba una palabra y eso estaba bien de todas formas. Compartíamos, o mejor dicho, sentía que compartía con ella una suerte de conexión que nos permitía sentirnos menos solos en el mundo, despreciábamos a la gente en su masividad y eso se nos notaba en las muecas de nuestros rostros. Y ahora que recuerdo esto, me sorprendo al considerar que mientras más descrédito le brindábamos al resto de los mortales, más se nos acercaban desbordando simpatía, quizás no pudiendo entender que nos encontrábamos bien de esa manera, solos, apartados, inconclusos.  Discutíamos sin saber,  difamando a Poe o a Rimbaud sin haber leído nunca sus obras, señalando lo nefasto de la idea de Kafka o coincidiendo con Huxley pero ignorando si alguno de ellos era escritor o músico de jazz.  Nos sentábamos enfrentados, en mesas y sillas de maderas, aplastadas por las inclemencias de la ciudad, del clima, e hilos de un humo blanco tan blanco que parecía tener consistencia propia, se expedía de los labios de M. que cruzaba la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, enlazando sus brazos para dejar extendida la mano siniestra donde ondulaba el cigarrillo mientras sus pequeños bucles rebotaban de risas por sus hombros hasta desaparecer a la altura los omoplatos. Fue al contemplarme a mí mismo en el momento exacto que miraba a M., describiéndome todas sus acciones casi narrando una historia o un abstracto poema, que lo noté. La quería. Quería a M. con todas las palabras que jamás nos habíamos dicho, con las fuerzas de ese abrazo partido en mil pedazos. Por ello fue tan triste cuando ocurrió. Sin embargo, no fue una tristeza normal de esas en las que se siente el crudo y frío pinchazo del dolor al instante de haber sido afectado, fue algo más profundo, un frío más seco, un pinchazo más angustiante, fue una pena, sí, esa es la palabra perfecta: pena. Porque el dolor venía arrastrado desde antes, la tristeza en sí misma venía de tiempos ancestrales y había mutado en algo más profundo, sin vértices ni puntos de referencias, una gran ausencia de todo, la presencia de la nada misma. Aún sigo un tanto aturdido por estas cuestiones y me olvidaba de una parte crucial de este asunto. Ocurrió una vez – algunas cuestiones son tan shockeantes que sólo necesitan de aparecerse una vez para retumbar en el eco de la eternidad – cuando caminábamos con M. por un costado del parque Lezama, por Brasil, frente a los bares y discutíamos sobre Sábato y El túnel, imaginando al pintor corriendo por el parque, a Ernesto mirándolo desde la punta del Bar Británico; y nos reíamos con M. al notar que ya doblábamos por Paseo Colón hasta meternos en las entrañas del parque para luego resurgir al mirador que da frente a Almirante Brown con todo ese rugir de la gente que viene y que va, esas almas desesperadas. Y yo miraba a M. que fumaba, que si no hubiera sido por el ruido podría haber jurado estar mirando una pintura de Courbet. Y ella reía al viento, sí que reía. Pero vi la mano trémula del destino, su retraído y recóndito asomo al acecho, cuando esa anciana se acercó tímidamente pidiendo una moneda y que ante nuestra negativa se aproximó aún más a los dos, primero a M. susurrándole unas palabras al oído, imperceptibles, pero que produjeron una mutación en las facciones de mi compañera, dejándola petrificada. No tuve tiempo de reaccionar al notar que la anciana posicionaba sus dichos sobre mi hombro para suavemente condenarme. Dijo, cómo olvidarlo, que me maldecía “te enamorarás de la más cruel en el amor”. Y se marchó en dirección a Defensa. 
Por alguno de esos motivos que simplemente suceden y no son cuestionados, jamás habíamos vuelto a hablar sobre el asunto. Concluimos tácitamente que no deberíamos compartir aquello, que fue una situación sin importancia. Pero algo había pasado en ambos luego de ese día. En los ojos de M. ya no se notaba el particular brillo que fue siempre característico, también nuestras discusiones o habladurías fueron apagándose de manera tan paulatina que no pudimos notarlo. Además, por mi parte, no podía terminar de descifrar aquello que había pronunciado la anciana. Siempre había evitado las relaciones con personas sumamente conflictivas o que levantaran sospechas en sus acciones. He querido y me han querido bien hasta que se apagaba el sentimiento y no quedaba más remedio que continuar por caminos separados. La más cruel en el amor había dicho. Y así fue. Es por ello M., es por ello. Dejamos de ser eternos tan particular y mundanamente que no lo notamos, y fuimos cediendo a todo lo demás, ya nos aburrían objetos distintos y cada uno fue alternando el orden de las propias importancias hasta el punto de dajrme de incluir en aquello que le importaba, vaya a saber uno porqué. Y fue cuando se marchó de la última mesa que compartimos, de nuestra última conversación, que por fin lo había comprendido. Después de hablar de Derrida, Sartre, Lévi Strauss, de todos ellos, que tuve la respuesta en tú beso de despedida, a aquella pregunta de la vida. No es la más cruel en el amor aquella que lastima con su presencia sino la que aprisiona con su ausencia, M. Sentí que debía decírtelo, en ocasiones aguardo que te presentes espontáneamente en algún café, arrastrando tu figura, envuelta en tu piloto marrón, riendo con los ojos, tus bucles saltando al sol.