tag:blogger.com,1999:blog-72416279052992489272024-03-13T14:25:51.550-03:00Pone los ravioles, viejaDiegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.comBlogger192125tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-91434841061729641342021-08-30T01:09:00.001-03:002021-08-30T01:24:51.439-03:00Qué le vas a hacer<p style="text-align: justify;">Qué justas son las cosas, che. Y mira que el otro día hablábamos de eso en una reunión, de las casualidades o causalidades, de qué está hecho el mundo. Yo te decía, antes, que el mundo estaba hecho de buenas intenciones y así andábamos, emparchando cada paso que dábamos, y vos hacías una mueca y pasabas el mechón de pelo que caía sobre tu cara detrás de la oreja, ¿te acordás? Vos me decías que todo es contradicción, desencuentro, todo es una permanente ausencia, y te reías achinando los ojos. Te reías y mirabas a la nada que estaba ahí nomas, echada sobre la vereda como un perro cansado y viejo que pensaba que la vida pudiera haber sido otra cosa pero que ya está; la ojeabas así como cuando se te perdía la vista en la lancha en Tigre, en las marrones aguas y en los árboles que se arrastraban sobre el río, indecisos de seguir en pie o tirarse de una vez al lecho subacuático del Delta. Qué justas son las cosas que miro para atrás y se me arremolinan esas imágenes, una tras otra apilándose como copos de nieve del primer frío en un bosque de la Patagonia. Porque desde acá te miro y con los ojos cansados te digo que alguna vez lo pensé, más de una vez en verdad, sabes cómo soy, que me quiero adelantar, que quiero controlar los piedrazos que da la vida, los atropellos, haciendo malabares, buscando saber dónde va a pegar y cómo para ya ir viendo qué hacer, cómo armarme de nuevo. El otro día me dijeron, te cuento, que los sentimientos no se manejan como pensaba, que de nada sirve anticiparse, que el razonamiento queda para saber si lo que te queda de whisky te alcanzará para una o dos noches más o si los tomates que compras hoy serán para una ensalada o una salsa. Y yo me quería adelantar, quería estar <i>preparado</i> y fui tejiendo lugares, aromas, escenarios, a veces llovía o era de noche o era otoño o un cumpleaños o un velorio. Me iba vistiendo diferente, usaba casi siempre el mismo perfume y en ocasiones me daba vuelta y me iba, otras te encaraba y te decía cómo, cómo hiciste y me arrodillaba abrazándome a tus piernas. Y para qué mentirte, mira, ya tanto tiempo y por qué no contarte. Si hasta iba por la casita de tus viejos a ver si encontraba tu sombra o alguna excusa para toparnos ahí de golpe. Las cosas que uno hace, viste. Pero te decía eso, que no se puede administrar lo que uno siente porque, mirá, si fuera así yo hubiera estado mejor preparado, hubiera tenido cartas para barajar o alguna salida elegante y no quedarme parado como un maniquí en recambio de vidriera, desnudo y ausente, cuando te vi cruzando la calle. Porque si, si después vos me viste y todo eso, yo te vi antes, unos veinte, veintisiete pasos antes de que me notaras, yo te había visto. Y eso que te decía del tiempo, lo que siempre me llamó la atención del tiempo, la plasticidad con la que está construido donde un fin de semana puede pasar como un pestañeo y al mismo tiempo ver una persona cruzando la calle y parándose frente a un local de ropa puede parecer una eternidad. Sentí que el pecho retumbaba convirtiéndose en un bombo legüero en una peña y que todo se congelaba, los autos se frenaban, las hojas de los árboles dejaban de caer, las nubes quedaban petrificadas. Rompí en un suspiro cuando te diste vuelta buscando cualquier otra cosa y te encontraste conmigo quieto, apostado en la esquina, mirándote. Abriste la boca levemente y los ojos se te volvieron redondos y grandes. Y te abrazó en un movimiento natural y rutinario que formaron desde el momento en que uno encuentra refugio en los brazos de alguien más. Te tomó hacía si apretando tu cabeza sobre su pecho, acurrucándote como un gorrioncito que se cayó del nido al pasto mojado y frío en una tarde de lluvia de Agosto. Y siguieron caminando luego, haciéndose uno, con un brazo sobre el cuerpo del otro.</p><p style="text-align: justify;"><br /></p><p style="text-align: center;">(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=2qDou8eHXGQ&ab_channel=EzequielAltamirano">♪</a>)</p>Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-91270025700549536072021-01-30T19:38:00.000-03:002021-01-30T19:38:20.931-03:00Garúa<h3 style="text-align: left;"><p style="text-align: right;"><span style="font-weight: normal;"><span style="font-size: small;"><i>A Poty.</i></span></span></p></h3><p style="text-align: justify;">Y no me acuerdo bien pero creo nunca me llamaste, no desde que empezó esto de los celulares sin botones y con conexión a internet, las aplicaciones y las jorobas incipientes acompañadas de las tendinitis y la insensibilidad en los dedos meñiques y anulares de la mano derecha de la población. O sí, sí me has llamado antes. Pero primero me mandabas un whatsapp, me preguntabas qué tal, esperabas que respondiera y ahí me decías si podías llamarme, que querías consultar algo o comentarme una cosita, que si sabía yo dónde habías dejado el pañuelo rojo con pintitas blancas que solías llevar a teatro, cuando hacías ese curso de improvisación en el tallercito mal iluminado cerca de la estación. Pero me preguntabas primero si podías llamarme, si podía hablar. Por eso me sorprendió, me cagué todo. Encima justo había puesto el teléfono con audio, yo que lo uso siempre en silencio y, como estaba ocupado, trepado a una silla descolgando algunos cuadros que eran tuyos, una macetita color marrón gastado con un cactus que dejó de crecer un día, deliberadamente, como si hubiera dicho 'hasta acá, y que todos me chupen un huevo si no les gusta', que estaba acomodado al lado de una taza, de esas tazas grandes para el café con leche, que se rompió un domingo a la tarde, en otoño, ¿te acordas?, y que rellenaste con tierra y pusiste una de esas plantas, cómo se llaman, esas que están ahí y a veces ni las notas, que no crecen ni decrecen, están ahí, las suculentas, esas. Entonces puse el teléfono con sonido porque no sé, algo me dijo que tenía que hacerlo y ahí escuché que llamaban pero no pensé que ibas a ser vos. Y me cagué todo. ¿Qué pasó?, pensé. Tu vieja, me imaginé. Algo le pasó a tu vieja, que está grande, que no se queda quieta. Hola, ¿cómo estás?, bien y vos, bien, todo en orden. Bueno, disculpa que te llame así pero quería hablar con vos, ¿che está todo bien? ¿pasó algo?, yo estaba duro duro, sentía las cervicales que se ponían tensas, como uniéndose en un solo hueso, a la mierda los discos intervertebrales. No, no, todo bien, quedate tranquilo, pero podés hablar. Sí, sí, decime, qué pasó. No, nada, ¿vas a andar por casa mañana? Si, si, en eso habíamos quedado, ya compré las cosas y justo estaba juntando unos cuadros que eran tuyos, te los llevo. ¿Cuáles cuadros? Uno que habías pintado, el del atardecer, ¿te acordas? Después te llevo también el de la foto de Paez Vilaró. Ah, bueno, dale, dale, entonces te espero mañana. Si, quedate tranqui, mañana nos vemos. Bueno. </p><p style="text-align: justify;">Y desde esa tarde hasta la tarde siguiente, quedé anulado. Nadie llama por llamar, pensaba. Si ya estaba hablado que iba a ir, que te iba a llevar los cuadros y las otras cosas. Era raro, al menos. La concha de su madre, pensé. Encima tengo esa mierda que se me pegan las dudas y hasta que no se resuelven, no les dejo de dar vueltas y vueltas, que también me pasa lo mismo cuando me quiero acordar de un jugador del Newells previo a ser campeón con Bielsa, o recordar los partidos que jugó Diego con la Lepra y me quedo pensando, mirando a la nada, como en pausa, así como en el cuento ese de Fontanarrosa, que copió descaradamente el gordo aquel de Mercedes, El ocho era Moacyr. Qué cuentazo. Bueno, qué carajos está pasando, pensaba. Si hasta llegué al peaje en la moto y quise pagar cuando las barreras estaban levantadas.</p><p style="text-align: justify;">Y bueno, cómo estuvo el viaje. Bien, te respondí, no había nadie en la ruta. Ah, qué bueno, qué bien, y miraste al piso de lado, inclinando ligeramente tu cabeza hacia la derecha. ¿Tomas mate?. Si, claro que tomo mate, dije y esperaba que soltaras lo que tenías para largar. Y me hablabas de espalda, cebando los mates desde la pava que estaba a fuego despacito. Que las cosas iban bien, que había sido difícil en un principio pero que bueno uno se adapta, que las cosas son malas o buenas porque son novedad que después uno se acomoda. ¿Estás con alguien más?, te interrumpí. Y apoyaste las dos manos morochas en la mesada fría y te encogiste de hombros. Está bien, eh, no le des vueltas, sabíamos que esto nos iba a pasar alguna vez, empecé a hablar. Que está bien que te dieras la oportunidad, que si, que mientras estés bien, todo va a estar bien, que ya vamos a ver cómo hacemos con el trabajo, el negocio, pero que si hay que darle para adelante, hay que darle para adelante, otra no queda. Estoy embarazada, dijiste aún de espaldas.</p><p style="text-align: justify;">Y que bueno, que vos querías preguntarme si me molestaría que, en caso de ser varón, le pudieras poner el nombre de mi viejo, Guille, Guillermo, que también podría funcionar para nena pero no sabías, que lo sentías varoncito. Y que querías que se llamara así porque veías en mi viejo cosas que te hubiera gustado de tu papá, que estuvo ausente tanto tiempo rebuscando la vida en el barrio Sur de Montevideo, pateando candombe y tomando cerveza caliente en las calles húmedas del puerto. Que veías en papá esa dureza con los hijos que le había puesto la vida, esa distancia, las pocas palabras y la cara de culo, pero con el amor en los ojos, que los grandes pueden empezar a transmitir cuando van ganando tregua y pueden bajar un poco la guardia como en el doceavo y último round cuando los boxeadores, ya cansados, saben que no se van a pegar más y esperan por los puntos y la decisión de los jueces, y pueden bajar la guardia un poco, los hombros cansados y tensos de cubrir tantos pero tantos golpes. Que eso te trasmitía el viejo, que era todo amor con los nietos, quizás como revancha de lo que no pudo ser con los hijos pero que sentía lo mismo con nosotros, dijiste, que vos lo veías cuando se sienta en la punta de la mesa y no empieza a comer hasta que todo el resto lo haga y que primero sirve vino a los demás antes de tomar él. O cuando toma mate, también, que empieza por comerse las facturas que nadie quiere como esas que tienen membrillo y son de hojaldre, que es preferible masticar una lechuga con el mate antes que eso, pero que él lo hace para dejarle las medialunas o las de crema pastelera para mi vieja o para los nietos. Que me entenderías si te decía que no pero bueno, que la culpa fue de los dos también, que dijimos de no tener hijos y nunca más hablamos de eso y habían pasado como diez años de la última vez que charlamos del tema, que vos tenías mucho para dar aún.</p><p style="text-align: justify;">Y me puse a mirar por la ventana con la mano izquierda sobre la boca y la pera, apretando los labios contra los nudillos. Garúa, dije. Y pensé automáticamente en el tango del Polaco y en esa frase que siempre me gustó decir 'El tango te espera'. Seguido se me vinieron todas esas cosas que van a ocurrir de inmediato o en veinte años y te van esperando. Uno se acerca, poco a poquito, pero indefectiblemente se te vienen encima, estemos preparados o no.</p><p style="text-align: justify;">Y si, garúa, dijiste, estaba anunciado que iba a llover. En verano a veces llueve y refresca, viste. La cagada es cuando sale el sol después, la humedad y los mosquitos que rebrotan con todo, ¿no?, continuaste. Creo que voy a irme, te dije. Y me fui tocando tu panza llena de nada aún, que luego iría hinchándose a medida que pasara el tiempo, pensando que nadie llama porque si.</p><div style="text-align: center;">(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=Iib5av5I7Qc&ab_channel=LuaD%C3%BAo">♪</a>)</div>Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-59106995857819138792020-09-12T21:54:00.000-03:002020-09-12T21:54:03.952-03:00Todo siempre es otra cosa<p style="text-align: justify;">El otro fin de semana, o el anterior, qué se yo, viste que es difícil notar esas cosas, cuando uno dice <i>el otro día</i> que bien podría ser entre ayer o la tarde de otoño en la casa de los abuelos hace quince años cuando todos los primos aún nos reuníamos y no había el concepto de terreno en la punta de la lengua ante cualquier inminente conversación. Pero escúchame, aún más te digo, ¿te diste cuenta que no prestamos atención? No, no te digo de forma general. O si. Mira, decime algo, yo lo estuve notando pero decimelo vos. Hace memoria, anda para atrás. Y ahora suponé que te morís ya, de inmediato. ¿De qué te acordas? ¿De qué trata esa película tuya que se te vendría encima en el último instante? Con suerte, cinco o seis recuerdos se apilan. No, no importa la edad que tengas. Podes tener setenta y tres años o veintinueve, lo mismo da. Contame, ¿qué se te vino? Un asado en lo de los tíos, un día de escuela, la chica flaquita de Belgrano que dejaste ir, una foto que te sacaste en una playa de arena blanca, el gol de Maradona a Juventus desde dentro del área, una perla, un motivo por el cual haber vivido. Eso, con suerte, sólo eso te acordas, ¿ves? Por eso te digo que vamos viviendo así, a los ponchazos. Pero espera, no, no es que sea sólo vos, a todos nos pasa. Si, puede ser el sistema, esto de vivir para proyectar, de que mañana está la recompensa, la zanahoria. Pero no sé, che, dejame decir que no lo sé. Siento que tenemos miedo o pánico, ¿te dije alguna vez de dónde viene la palabra <i>pánico</i>? Mira cómo son las cosas. Resulta que Pan era un dios de los griegos, ¿viste que esos tipos tenían dios hasta para cuando uno se tiraba un pedo? Bueno, este Pan era dios de los rebaños y no sé qué otra cosa, pero particularmente era referente de la sexualidad masculina. Y resulta que el tipo tenía esa cosa de descender en los campos y poblados para ir a perseguir pendejas. Pero este sujeto no era que iba con buenas formas, al menos ¿no? Claro, el tipo llegaba y agarraba sin preguntar, correteaba a todas las chicas y a las ninfas sin discriminar. Y ahí todos corrían. Gritando y con los brazos al viento, la gente gritaba buscando refugio. Y a eso se le llamó pánico, lo que provoca Pan, claro. Bueno, ¿qué te decía? Ah si, lo que nos pasa y no nos pasa, ¿viste? Es una cagada, no sé cuál es la forma de revertir este tema pero lo primero, al menos, es ponérselo a pensar, más allá del miedo o el pánico ¿no? Bueno, te decía, el otro día, estaba terminando unos mates, habrán sido cerca de las ocho, todavía no había oscurecido totalmente. Acá todavía es verano y llueve mucho, no sabes cómo. Pero ese día estaba despejado. Y abrí la ventana que da a la avenida y justo se levantaba un vientito fresco como de esos que corren en la costa, por allá en San Bernardo o Mar de las Pampas, sabes lo que te digo, ¿no? Claro, así, con el murmullo de los árboles y el calor del día que aún perdura las primeras horas de oscuridad y que se va calmando con el viento salado que hace que la arena liviana se levante del suelo y se te pegue en la piel. Algo así pero acá, sin arena ni sal, pero ese mismo viento. Y el caso es que, al parecer, se alzó humo de una parrilla que queda cerca, quisiera creer que es esa, un restaurante argentino que está a una cuadra. Y era ese olorcito a asado, a grasa que cae sobre la brasa y que te lleva lejos, a otros tiempos, a esa vez que habíamos alquilado una casita con los chicos en la costa, justamente, para pasar fin de año. ¿Viste que hay algo en el aire cuando llegan esas fechas? Si, sé que se va perdiendo, que ya no es como antes pero todo es cambio constante, todo siempre es otra cosa. Sin embargo, algo queda de esa <i>magia </i>de la espera por el cambio de año, la promesa de que todo va a estar bien. La cuestión es que nos encontrábamos en la costa, habíamos comprado asado y estaba el fuego prendiéndose. Y nos sentamos en la mesa del patio, con los pies descalzos descansando en el pasto fresco. Nos pusimos a jugar al truco, tres contra tres, de esas partidas que nunca se terminan porque uno se pone a hablar y a recordar. Al fin y al cabo, la vida es recordar, no hay más que eso, no busques más. Nos acordábamos de cuando salíamos todos los viernes y sábados, a este boliche de la calle Tribulato, casi sin un mango. Vos vieras lo que era acercarse a la parada del colectivo con el miedo de que haya pasado el último mientras removías las monedas en tu bolsillo, setenta y cinco centavos que rogabas por favor que pasaran por la máquina. Pero escucha, ¿sabes de qué nos acordamos? De que teníamos una metodología cuando salíamos a <i>levantar</i>, un procedimiento implícito. Claro que esto no garantizaba nada, eh. Está de más decir que coronamos más fracasos que victorias. Pero el tema era el siguiente, debíamos repartirnos, distribuirnos de forma individual por las pistas mirando y tanteando el terreno. Así como te digo. Solos. El tema era acechar de a uno, de eso nos acordábamos. El procedimiento no era ir en manada, no. Por supuesto, éramos carentes de condiciones físicas por lo que buscábamos <i>conectar</i> desde otro lado, desde la gracia, el habla o las habilidades que cada uno tenía. Por ejemplo, El Loco era muy bueno para el encare, él si tenía facha. El Mago tiene cara de bueno, entonces entraba después con simpatía y representando la imagen de buenos muchachos. En mi caso, llegaba para bailar y para hablar, siempre fui bueno en eso. Y ahí, en el duplex de San Bernardo, nos reímos. Si que éramos buenos. La pasábamos muy bien y buscábamos que las personas alrededor también lo hagan. Convivían en ese instante una mezcla entre filantropía con ganas de acceder a un <i>sí </i>de una chica de una forma rítmica y particular. ¿Si teníamos suerte? Para nada, miles de rechazos y contados aciertos. Alguna vez deberíamos conversar sobre eso, acerca de lo que es sobrevivir a rechazo tras rechazo, de eso no se habla mucho. Pero no viene al caso esto último, lo que pasó fue que recordamos que en verdad fuimos buenos en esa práctica más allá de los resultados. Es que, en un punto, no importaban las métricas sino el proceso, la diversión porque sí. Bueno, esto que nos acordábamos, nos llevó a pensar, mientras las costillas rechinaban sobre la parrilla, en qué nos habíamos vuelto buenos en ese momento, qué es aquello en lo que podemos ser reconocidos, una actividad o acción o habilidad que nos caracterizara y que innegablemente formara parte de nosotros, y que cualquier persona que nos conociera podría decir que sí, que somos bueno en esto o aquello. Esa vez, se formó un silencio particular, como ahora, de esos donde todos quedan callados pero los ruidos contextuales continúan como el asado a las brasas, las copas de los árboles que se agitaban ligeramente, los primeros fuegos artificiales de niños ansiosos, la música que habíamos puesto y la de las casas vecinas, los bocinazos de los autos que salieron a comprar hielo a última hora, un perro que ladraba porque ladrar era su razón de ser, el carraspeo de uno de nosotros en la mesa. En una especie de movimiento involuntario colectivo, los seis bajamos la cabeza a espiar las cartas que teníamos en mano, aún sin hablar, mientras sonaba una canción de esa época, de cuando éramos buenos los viernes y sábados por la noche. Y, temo decir, creo que aún no hemos levantado la vista desde ahí.</p><p style="text-align: center;">(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=3ahTpjl5RlA&ab_channel=CarlosPintoV." target="_blank">♪</a>)</p>Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-44749437594647607832020-08-07T23:38:00.004-03:002020-08-07T23:57:02.346-03:00Fotografías II<div style="text-align: justify;">Aquel día que llevabas una musculosa amarilla aunque luego refrescó y tuviste que ponerte un saco negro porque agosto en Buenos Aires, por la noche, traiciona; y yo estaba pasado de cerveza y con eso pude acercarme y decirte algo.</div><div style="text-align: justify;">El domingo que te vi caminando con unos auriculares en San Telmo y jugaban Boca - River, y sentados en el Bar Británico te contaba que Sábato se acodaba por una mesa pegada sobre la ventana e imaginaba a un Castel deambulando por Parque Lezama. Que Sábato lo único bueno que había hecho era nacer en provincia y El Túnel, que todo lo demás que le adjudicábamos era un reflejo de nosotros mismos, de las cosas que hubiéramos querido que sean.</div><div style="text-align: justify;">Una noche nublada sobre Avenida Cabildo esperando el 60.</div><div style="text-align: justify;">Las hojas verdes que surfeaban sobre las aguas marrones de un delta agitado de lanchas que iban y venían, una tardecita primaveral. Las ganas de todos de escapar a Tigre que acumulamos día a día.</div><div style="text-align: justify;">Una cerveza artesanal en uno de esos bares que parecen fractales como si todos fueran sacados de un cuadro de Pollock, una copia sobre otra copia.</div><div style="text-align: justify;">El autito blanco o crema que se guardaba en un garage excepto esa noche que amaneció sin batería, rueda de auxilio y estéreo un fin de semana largo. <span> </span></div><div style="text-align: justify;">La mañana que te vi lagrimear cuando masticabas que el mundo era una mierda y donde intenté decirte que no pero yo no estaba tan en desacuerdo.</div><div style="text-align: justify;">La playa de Buzios que se hacía cada vez más chiquita conforme pasaban las horas y el olorcito a arroz con caldo de camarones y frijoles que vagaban por los pasillos.</div><div style="text-align: justify;">Una tarde de otoño haciendo un TEG casero.</div><div style="text-align: justify;">Los chocolates Block que cuando los mordías automáticamente los mirabas profundamente como si el mundo fueran vos y esa masa oscura y concluías que era lo mejor que le pasó a la humanidad.</div><div style="text-align: justify;">Un octubre en Mar de Las Pampas, pateando unos medanos desteñidos y el viento que hacía ondular tu capucha, las medialunas que se llenaban de arena.</div><div style="text-align: justify;">La vez que aprendí a hacer berenjenas al escabeche y pensábamos por qué no nos íbamos a vivir cerca de algunas montañitas y hacer comida en conserva para vender, quizás un pequeño restaurante con postres caseros y café con la cuenta.</div><div style="text-align: justify;">Un Parque Nacional en el sur y los pies que se congelan en el agua clara.</div><div style="text-align: justify;">La cámara de 35mm en el atardecer de Cartagena, vos parada sobre una muralla donde esclavos negros e indígenas tuvieron un primer contacto para poner piedra sobre piedra, transpirando uno sobre otro, la disentería que se pegaba como moscas a los cuerpos desnutridos.</div><div style="text-align: justify;">Un auto que frena, al costado de la ruta donde el sol castigaba, una tarde de primavera en Mendoza, donde nos quedamos varados después de hacer rafting sobre un hilo de agua.</div><div style="text-align: justify;">Aquella vez que, acostados en el pasto durante una noche de verano, te conté que las estrellas que vemos ya murieron y que nos llega la luz de lo que fueron por eso del tiempo que se demora a que la información viaje. ¿Qué es real? preguntaste. Aún no lo sabemos.</div><div style="text-align: justify;">Los vasos que chocan en una cena familiar y los más chicos corren alrededor de la mesa y ríen.</div><div style="text-align: justify;">Ese lunes por la mañana en Vuelta de Obligado al 3100 donde te vi por el retrovisor arrugando los labios y la mirada, al mismo tiempo que yo lo hacía, haciéndote cada vez más chiquita y estática.</div><div style="text-align: justify;">La madrugada que pasé en Ezeiza con valijas negras intentando no quedarme dormido porque a veces dormir es despertar y viceversa.</div><div style="text-align: justify;">Mis piernas cansadas y sin fuerzas bajando el Ajusco mientras una campera de algodón intentaba protegerme hasta donde podía de la llovizna y la noche que se cerraba.</div><div style="text-align: justify;">Una pandemia.</div><div style="text-align: justify;">Los mates amargos para uno, en un balcón sobre avenida Chapultepec.</div><div style="text-align: justify;">Mi cara iluminada por la pantalla de una computadora un viernes por la noche, en la temporada de lluvia mexicana, escuchando las rollas que solíamos poner antes de irnos a dormir.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=a5uQMwRMHcs">♯</a>)</div>Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-16904366637920949632020-05-13T22:49:00.000-03:002020-05-13T22:49:12.692-03:00Cascarita de naranja<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
<i>No se puede hacer nada con la tristeza.</i></div>
<div style="text-align: right;">
Anónimo.</div>
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No hay mucho que hacer, viste. Empecé, quizás como todos, buscando la productividad hasta el último gramo. Comencé por levantarme temprano, veinte minutos de yoga, desayuno a base de frutas y leche de almendras, trabajar como un condenado hasta que el estomago pedía por favor que pare, que quería ingerir algo que alguna vez estuvo vivo; luego seguir trabajando hasta levantar la vista y darme cuenta que no hay luz natural, que el sol pasó con las nubes por arriba mío y se cagaron de risa. Extender la manta de nuevo en el piso, hacer yoga por segunda vez, luego barrer, cocinar arroz con un caldito de gallina y mirar a la distancia al celular que reproduce algo que ya ni sé mientras empujo los granitos blancos en el plato con la mano izquierda mientras la derecha sostiene mi cabeza cansada como Atlas cuando le tocó sostener al cielo. Los fines de semana tocaron cocinar, aprender que la levadura es un bicho vivo y que en México el picante es un proceso más que una experiencia en sí y que las papas no se cocinan más ya que son más dura que la certeza de saber que no existe el retorno, no hay lugar ni forma de volver a nada. Luego, probablemente como todos, me rendí. Volvió el mate con galletitas de la mañana, un sanguche de lo que fuere por el mediodía y mirar repeticiones de goles de Maradona en el Napolí después de trabajar mientras me quedo horizontal sobre una colchoneta en un piso densamente poblado de pelusas. También volvieron los mates por la tarde, a eso de las siete y media, con cascaritas de naranja, como sucedían en casa, más que nada en verano, cuando mi viejo sacaba la pava rozando el hervor al patio, debajo del árbol que levantaba el piso con sus raíces y donde corría un ligero viento entre las siete y ocho de la tarde cuando menguaba un poco el calor de Buenos Aires.</div>
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Creo que fue unos domingos atrás, no tengo la certeza, la cuarentena hace que todos los días sean o domingos o martes a la tarde, más cuando llueve. Estaba tomando mates en la habitación, en un cuarto piso de Popotla, una pequeña colonia, de las más antiguas de la ciudad de México, que se encuentra a mitad de camino entre lo que supo ser Tenochtitlan y Tacuba, por donde quisieron escapar los soldados de Cortés luego de hacer una masacre y por donde fueron emboscados, regando el lago de cuerpos españoles marcados por las obsidianas afiladas de las macuahuitl. Y ahora se entrelazan los edificios con casas residenciales y puestos de tortas o tacos o elotes o lo que se pueda vender. Hay un punto en Popotla que hace de referencia al lugar y es el árbol de la noche triste donde se dice que Hernán se apoyó sobre el para llorar luego de escapar junto a un puñado de soldados. Aún día, hay personas que se sientan cerquita para hacer lo mismo, probablemente con otros motivos. Y me encontraba en la habitación, ladeando la ventana y mirando las calles vacías, tomando mate con cascarita de naranja. Venías midiendo tus pasos, mirando al piso, con la boina gris sobre la cabeza y el cubrebocas celeste atado por la nuca. Llevabas una bolsita de papel marrón, por lo que pude ver, quizás era el pan o alguna verdurita que faltó para el pozole, quizás un medio de tortillas para hacer un taco de guisado, algo. Si bien estábamos lejos, pude distinguir tu mirada, habías encontrado una piedrita uniforme y empezaste a patearla, despacito, con más precisión que energía, con el fin de que te acompañe a tu casa. Pude comprender a través de tus pasos, de la punta de tu pie delicado que pateaba, de la sonrisa que se escondía tras la mirada concentrada al suelo, que te acordabas de cuando todo era quintas en el barrio, que eras un cinco aguerrido, con pase justo y recuperación, que tu vida era jugar a la pelota. Sentiste toda la energía que tenías, que parecía volver y no lo pudiste creer. Una sensación como una correntada de viento te llegó donde las arrugas te abandonaban y las rodillas empezaban a ser una parte más de tu cuerpo dejando de mandarte un mensaje de pánico o fragilidad. Te animaste, soltaste las manos que aferraban la bolsita marrón para que comenzaran a acompañar tus movimientos. Si vos salías de jugar a la pelota, te dabas un baño y la ibas a buscar a ella, perfumado y peinado, con la camisa blanca de rayas lilas anchas y el único pantalón beige que tenías para salir, si te decían que parecías salido de una caja de muñecos, ¿cómo no ibas a poder? Y te subías a la bicicleta, tomabas la dirección hacia Condesa donde ella vivía, en esa casona donde tenían hasta un cuarto de servicio y perros traídos de otro lado. Allí donde no te importaba lo que decían de vos, de ella, de ustedes dos, eso de que no iba a funcionar, que ella hablaba inglés y vos, a duras penas, podías multiplicar; no te importaba que te digan que el agua y el aceite no se mezclan porque habías planchado esa camisa que siempre te trajo suerte y no hay mejor cosa que distinguir, que ser distinto, decías. Si vos salías de la fábrica, con la sonrisa como nueva para ir a la cancha a jugar, como si recién te hubieras levantado y después agarrabas la bicicleta para Condesa. Y avanzabas pateando la piedra, gambeteando piernas que ya dejaron de estar hace un tiempo, levantando la mirada cada tanto sin perder de vista el arco o la esquina la cual se hacía más cerca. Vos la querías muchísimo pero decidiste mostrarte fuerte, sin evidenciar nada, cuando ella se fue a vivir por un inminente Santa Fé, en una casa que tenía de patio un cerro verde, de robustos árboles y marido de apellido importado. La sonrisa te dejó de salir como antes pero seguías con tu trayectoria, quizás invadido por la rutina o el envión, quién es uno para poder decidirse. Y llegabas a la esquina cuando tropezaste, los años te quitan muchas cosas pero, uno de las más crueles, es la incapacidad de reacción. Sabes lo que va a pasar pero no lo podes evitar, como mirar una película que ya conoces de memoria. Y los brazos no llegaron a amortiguarte cuando tu cara dio contra el piso y la piedra siguió su curso hasta el cordón. Desde el cuarto piso te vi, quise ir a ayudarte pero no sabía cómo te ibas a sentir, vos que pedaleabas de Popotla a Condesa silbando sin agitarte, y ahí te encontrabas sobre la esquina de Mar de Banda y Mar Egeo, solo, con la bolsa marrón desparramada a un costado. Luchaste para poder levantarte y te seguí con la mirada en tu nueva renguera, en el momento que tus ojos miraron al piso, buscando algo que ya no va a volver más.<br />
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-39500126598583748452020-03-23T02:34:00.000-03:002021-01-28T11:30:35.258-03:00Tomates<div style="text-align: justify;">
Cuando cambiaron los planes y decidieron que teníamos que ir a aquel restaurante venezolano en una colonia adinerada de acá, de la ciudad de México, me resigné. Es cierto que nunca he sido buena madera para lugares donde van a almorzar los oficinistas, de trajes y corbatas, de secretarias con faldas ajustadas y platos gourmets pero luego pensé que quizás podría perderme una buena oportunidad de comer algo distino. Y allí fuimos. No quedaba muy lejos del trabajo por lo que caminamos por las calles de Polanco, esquivando autos, puestitos de garnachas y plazas arboladas con verdes hojas. Al momento de llegar, por suerte, no era un lugar ostentoso sino, más bien, un rinconcito agradable, de rico perfume y música caribeña. Atrás nuestro habían quedado las calles transitadas y embotelladas de autos de lujo, taxis rosas y blancos y todo esa atmósfera pesada que se respira en esta ciudad, mezcla de contaminación, humedad de un lago drenado, avaricia y guerra que dejó una civilización arrasada quinientos años atrás y el aceite que se desprende de los tacos de canasta. México parece que se está por extinguir todo el tiempo pero renace en otro lado como un brote que trepa hacia el sol desde el tronco enmohecido y deshecho que descansa en el suelo en un bosque húmedo.</div>
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Tomamos asiento y automáticamente nos acercaron el menú. Contábamos con la ayuda de una compañera venezolana que nos explicaba qué significaba cada plato y nos aproximaba recomendaciones sobre qué pedir y cómo combinar. Por mi parte, fui predispuesto a pedir una arepa que, por suerte, trajeron rápidamente. Y fue en el primer bocado cuando se mezclaron los sabores que entrecerré los ojos y agudicé el oído para escuchar una cancioncita colombiana y pude verme sentado en el cordón de una calle pequeña, en Cartagena, hace unos años atrás, comiendo una arepa de venezolanos que salieron de su lugar de origen para buscar una nueva vida. Estábamos hospedados en Getsemaní y nos levantábamos a las cinco de la mañana por el calor y la humedad. Parecía que la ciudad misma nos estaba echando como si quisiera descansar de todos nosotros y fumarse un pucho viendo el atardecer desde la muralla, la cual no deja entrar pero tampoco deja salir nada, algo así como estar preso en libertad. De noche nos sentábamos en la plaza de la Santísima Trinidad, cerquita de la campana histórica que llamó al levantamiento del pueblo, donde hoy día la gente se reúne a tomar cerveza, bailar y comer de los puestitos. Rentábamos una pequeña casa en la calle angosta, la de los paraguas, y nos molestaba muchísimo la cantidad de turistas que se paseaban para tomarse una foto ahí, los cuales nos impedían el paso. Creo que fue uno o dos días antes de que debíamos regresar que te encontré a la madrugada, duchándote por el intenso calor, escuchando una canción de Marley y susurrandola mientras apretabas un pomo de shampoo y gotas gordas como granizos se estrellaban en el suelo del baño. Te escuché muy alegre, haciendo algo rutinario de una forma extraordinaria como aquella vez donde escuchabas esa misma canción en la cocina, mientras preparabas algo, un domingo de otoño, bien temprano. Que te habías levantado con ganas de cocinar y de comer pastas, me dijiste, que esperabas que no me hayas despertado. Y te respondí que no, desde el baño, que estaba bien, que podríamos tomar unos mates. <i>Ya tengo el agua en el termo</i>, te adelantaste y sabías que esas acciones siempre me gustaron, esas respuestas a preguntas que aún no se habían formulado. Me dirigí a la cocina, al ritmo de la música, para pararme luego en el marco de la puerta y desde ahí contemplarte aún de lejos pero cerca, a unos sesenta y cinco centímetros de distancia, viendo cómo te movías por la cocina, con el pelo revuelto en un rodete, los rayitos de sol con mucha luz pero poco calor que entraban por la ventana que daba al pulmón del edificio. Tenías un recipiente lleno de tomates peritas, pelados, recién sacados del punto de hervor donde se les desprende la piel para quedar todo pulpa. Colocaste uno entre tus manos, sin la capa fina que naturalmente lo recubre, y te diste vuelta mostrándomelo. <i>Mirá</i>, dijiste, <i>mirá cómo late</i> y se te escapó un pequeño chirrido de risa como la de un niño que sostiene un bicho bolita y lo toca para que se enrollé en sí mismo. <i>Hasta parece un corazón</i>, agregaste. <i>Es cálido y late como un corazón</i>. Y luego lo apretaste con una mano mientras que con la otra levantabas el jugo antes de que cayera al suelo. Las semillitas y el centro del tomate se te escurrían entre los dedos mientras se resentía la presión de tus manos en lo que iba quedando del fruto. <i>Ya no late más</i>, y lanzaste un suspiro.</div>
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Las arenas del reloj fueron corriendo y, con ellas, todo lo demás. La lejanía, el rencor, la resignación, los viajes, la vida que va brotando pero de una forma no esperada como los edificios de la capital mexicana que se hunden por partes, sin premeditarlo y con un orden aleatorio. Y es ahora que me encuentro acá, a tanta distancia, en tiempo y espacio, en donde siento que quedé <i>pegado</i> a ese marco de puerta desde el cual, aún ahorita, si entrecierro los ojos, puedo ver los tomates, tus manos sosteniendo uno rojo, bien rojo, latiendo como un corazón pequeño y brillante, intervenido por la luz que se cuela por la ventana que da al pulmón del edificio, en ese departamento del quinto piso donde tu celular reproduce una canción de Marley que hace bailar lo último que está quedando de tu rodete y a los mechones de pelo que se te corren hacia la frente para pegarse a tu sonrisa de lado, tan íntima.<br />
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-33479832454692295132019-12-31T19:36:00.000-03:002019-12-31T19:36:02.277-03:00Cenizas<div style="text-align: justify;">
Me parece que nunca te lo conté pero, bueno, viste, hay tantas cosas que no se dicen. ¿Me escuchas? No, te pregunto porque quizás con la puerta cerrada no llega lo que te digo. Pero si, hace lo tuyo, yo hablo. No sé, hoy lo volví a pensar de nuevo, cuando te vi ahí, de espaldas en el café, en el momento en el que pude chusmear tus hombros encogidos mientras tenías con las dos manos la taza y mirabas a un costado, a la ventana, pero no observabas afuera sino, más bien, a la pestaña del entramado de madera y vidrio donde no había nada, así como cuando uno mira para dentro, ¿viste? Te juro que fue ahí y vos sabes bien que yo no juro al menos que esté muy seguro, esa costumbre que me quedó de chico como llorar por el gol del Diego o enojarme cuando las cosas no me salen como quiero. De ahí no dejé de pensar a cada rato sin embargo fuimos haciendo las otras cosas, lo de caminar por la plazita del bajo tan callada como nunca y la calesita que crujía de no moverse, ¿sabés? Bueno, y yo pensaba, se me venían imágenes y me las quería quitar de encima pero me invadían. Y no creo mucho en las casualidades, eso no, pero a veces pasan. O quizás es uno mismo que va atando los hilos y va remendando algo que nunca existió y le pone uno nombre de <i>casualidad </i> y ahí nos tenes creyendo en que por nacer en un determinado día y horario todo está dicho, las estrellas hablan, los planetas te putean y la vía láctea se fuma un pucho mientras se te caga de risa. ¿Te acordas que estaba la feria en la plaza? Bueno, después del puesto de los duendes y los sahumerios, estaba el viejo de los libros. Yo solía comprarle una vez cada cinco semanas dos libros, más o menos ese era el promedio. Carlos, se llamaba el tipo. Aún se llama así. Y cuando hoy lo vi, y el me vio, nos saludamos con un gesto austero, levantando la cabeza y volviéndola al lugar original sin más remedio. Al momento de ir haciendo lo propio, noté el título de un libro prolijamente acomodado. La Pesquisa, ¿te acordas? Creo que no lo viste y yo tampoco te dije nada al respecto, me parece que nosotros también estábamos crujiendo de silencio. Y no pude evitar cerrar lo que pensaba porque antes de que nos encontráramos, pude ver una pareja que discutía. Estaban sentados uno al lado del otro y no se miraban, bueno él no miraba mientras ella lo observaba con algo parecido al odio pero peor, quizás decepción, a medida que repetía cosas que habían pasado, enumerando con cierto detalle los errores y las interpretaciones de las acciones que, al parecer, él había cometido. Y algo que dijo ella, lo escuché anteriormente. Resulta que un tiempo atrás, me encontraba caminando por una plaza de México, por Coyoacán, y encontré a una chica que estaba llorando, sola, sentada en un banco verde con los codos apoyados en los respectivos muslos, teniéndose la cara con las dos manos abiertas. Tendrías que haberla visto. Era la perfecta definición de inestabilidad y devastación. Ideal para una película de Fellini, quizás mostrando a una joven que acababa de perder a su novio luego de que este último se arrojara al río Tiber aún traumatizado por la guerra; faltaba verla en blanco y negro nomas. Bueno, me acerqué a ver si podía ayudar en algo, no sé, me salió así. Y le pregunté qué le estaba pasando, si necesitaba que llamara a alguien. Tardó un poco en componerse para poder decirme que no, que la dejara pero me quedé porque realmente sentí que no podía sólo irme con ella en ese estado. Pude ver que tenía sobre su regazo un libro, imagino que sabrás cuál. Sí, La Pesquisa de Juan José Saer. Quedé impactado porque era muy raro que encontrara a alguien que conociera la obra fuera de Argentina, inclusive ahí era difícil que fuera nombrado. Esas son las injusticias que nos vuelven locos. Empecé a hablarle sobre la novela, sobre el drama que entretejió el escritor para llegar a ese final, todos los caminos alternativos y, a veces, antagónicos que generaban ganas de tirar el libro al diablo y seguir con otra cosa. Ella rió con la boca forzada por la desolación, generando un gesto agridulce que me pareció de lo más sincero que había visto en la vida. Le dije que debíamos ir por un café, en esa época aún yo lo tomaba, hace un año que lo dejé, ¿te acordas? Ya no sé bien qué dejar para el próximo. A veces siento que la vida es una constante contracción de placeres, ¿sabes? Bueno, fuimos a un barcito que tenía mesas en una peatonal. Me contó que encontró a su novio con la hermana, con su propia sangre, desnudos en el living de la casa de verano que habían alquilado junto a su familia en las costas de Puerto Escondido. Aún no podía superarlo, me dijo. Y era claro, habían pasado menos de veinticuatro horas porque ella automáticamente se tomó el primer vuelo y se volvió a la ciudad. Pensó que caminar le iba a hacer bien, que Coyoacán, a pesar del ruido, si te alejas unas cuadras, podes encontrar tranquilidad y ahí, ella, podría repensarse. Tomó su cartera, el libro y se largó a caminar, dejando atrás todo rastro de racionalidad que le fuera otorgado producto del shock de descubrir a su hermana y su prometido transpirados y desnudos en el piso del living. Y en un punto, en la plazita que tiene esa iglesia tan antigua como México, se derrumbó. Su vida, todos los puntos que había trazado en el mapa de su futuro, habían sido tirados, derrumbados del tablero con el cual estaba jugando. Es que, me dijo, pensaba irse con él a Europa, iban a migrar primero a España, luego a Italia, donde él tenía familia y una finca que esperaba sus conocimientos de agronomía. Ella ya había seleccionado los libros que llevaría, la ropa que iba a dejar y no podía parar de pensar sobre la toscana y lo lindo que debería ser el calor cerquita del Mediterráneo. Todo se había desmoronado tan rápidamente como las cenizas de los cigarrillos que fumaba, uno tras otro.</div>
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Esperá, no te entiendo, escucho tu voz desde la ducha que acaba de silenciarse. Es que ella tomaba la taza como vos lo hiciste hoy, ¿sabés? Y de pronto se me apareció ese primer recuerdo, luego la plaza, la calesita, la pareja discutiendo, el libro. No sé, até todo sin querer. No, no te entiendo, nos conocimos hace dos días, me decís desde toda tu piel sin ropa apoyada en el marco de la puerta del baño. ¿Cómo esperas que sepa todo eso? Sí, tenes razón, te digo. A veces no me doy cuenta. Es que siento que estamos tan solos y tan desnudos en todo esto. Discúlpame.</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-69815233012800554932019-11-29T21:10:00.000-03:002019-11-29T21:10:54.299-03:00Para Jane<div style="text-align: justify;">
Cuando bajé del auto y viste el libro que llevaba pegado al costado de mi cintura, me miraste como diciendo <i>boludo, bajaste con eso y no te diste cuenta</i> y por eso, casi de inmediato, te dije que bueno, que ya estábamos lejos del vehículo y que no me molestaba cargarlo. Giraste en vos misma, hacia tu izquierda, mirando el auto recién estacionado a unos escasos dos metros de donde nos encontrábamos parados y marcaste un gesto levantando tus cejas y amurallando tus labios en un tenso movimiento. <i>Bueno</i>, dijiste, <i>vamos por ahí así conversamos de todo</i>. Te iba siguiendo mientras hablábamos del clima, de la política, de por qué en Uruguay había agarrado tanta fuerza la derecha, qué había pasado con todo ese sueño latinoamericano. Entramos al bar, al patio interno que tenía aire acondicionado, techo vidriado y plantas pegadas a la pared. Tenía pinta de haber sabido ser una casona vieja de barrio norte, de ladrillos rojos apelmazados unos sobre los otros, erigiendo paredes altísimas para combatir el calor y la humedad de Buenos Aires en verano. Y ahí estaba, un hogar convertido en una cervecería artesanal, con un patio interno con aire acondicionado y ladrillos estratégicamente colocados a la vista. Nos sentamos para pedir una limonada, casi que se nos rieron en la cara y tardaron más tiempo que una propaganda en la radio metro en traernos los tragos.</div>
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Apoyé el libro sobre la mesa de madera y lo miraste girando un poco tu cabeza porque, desde donde lo veías, el título y el autor te daban al revés. Es tuyo, te dije. Quiero que te lo quedes, hay un cuento ahí que para mí es todo. Aún no entiendo bien por qué me produce una nostalgia pero rara, distinta a la normal, como si extrañara un momento de mi vida que nunca viví. Miraste el libro y el cuento, el título <i>Capítulo para Laucha</i> y quisiste comenzar a leerlo pero te pedí que lo hagas en soledad, que hay cosas que aún me avergüenzan. Antes de cerrarlo, lo agitaste un poco y se cayó la hojita que prolijamente había doblado en cuatro partes, escrita en puño y letra, con imprenta mayúscula como si escribiera gritando, en tinta negra. <i>Qué es esto</i>, me preguntaste. Escribí algo para vos. Te conté que estuve yendo a un taller de narrativa en el cual escribía cuentos todos los encuentros y el último fue este y me parecía bueno que lo tengas porque si alguien, alguna vez, escribiera sobre mí, bueno, me gustaría verlo. <i>Mira vos, no tenías que hacerlo</i>, dijiste. Léelo en soledad, no es muy bueno pero es hasta donde me alcanza.</div>
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Quizás en lo inconsciente sabía que al irme al baño, al esperar que se desocupara, hacer lo mío y volver, lo habrías leído; por eso al ver tu cara y la hoja desarmada entre tus manos, no me sorprendí pero no me encontraba preparado para saber cómo continuar.</div>
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El cuento iba por acá.</div>
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La conocí porque un compañero de trabajo me dijo que tenía que empezar a salir de nuevo, que me haría bien. Creo que lo había cansado con mis historias y, aún más, con mis silencios sorpresivos en los cuales no emitía ni un ruidito como si fuera un muñeco de cera sentado en la oficina. Aparte, me dijo, ella es piola y tienen gustos parecidos. Fui porque no quería dejarlo mal plantado a él y, además, necesitaba volver a sentarme frente a alguien sin tener que bajar la mirada.</div>
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Todo fue bien, en verdad teníamos unos puntos importantes en común. Le gustaban las películas de Tarantino y las de Woody Allen les provocaban nostalgia que sentía ajena, como si viera a una persona caerse en la calle y quebrarse la muñeca derecha y ella sintiera ese dolor en la propia. Sin embargo, fue cuando pidió un bife de chorizo con salsa de hongos lo que me dejó estático. Automáticamente pensé vos no sos la de los hongos, vos no podes pedir eso, porque quien pedía todo lo que pueda con champiñones era la que me provocaba esas historias y aquellos silencios. Luego de pensar en eso, instantáneamente, y sin darme cuenta, me vi sentado en otro lugar, en una mesita de madera rústica del restaurante de un pueblito patagónico, observando un callado lago azul, abovedado de montañas, por encima del hombro de ella que pedía todo con hongos.</div>
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Cuando volví en sí, intenté seguir el hilo de una conversación en la cual nunca estuve en verdad, mientras por dentro pensaba qué otras cosas se me quedaron impregnadas de ella. Seguramente Bowie, quizás Montevideo, definitivamente no podré pisar Mar de las Pampas otra vez, los tacos mexicanos que hacía con tanto cariño o la forma que tenía el primer abrazo que daba cuando despertábamos juntos. ¿Ella pensará lo mismo? ¿Habrá quedado atado algo a mí que también la haga recordarme? No sé bien qué podría ser, tal vez algún video del Diego jugando a la pelota, una torta de frutilla y chocolate que siempre hay en mi cumpleaños, la canción Guanuqueando de Divididos que pongo cada vez que hago asado. Quizás tampoco ella pueda ir a Mar de las Pampas o a Gesell o a toda la costa donde nos escapábamos un poquito de nosotros mismos en lo que era la mono ambiente rutina, ¿a qué otro lado estará yendo <a href="https://ponelosravioles.blogspot.com/2019/06/fuera-de-temporada.html" target="_blank">fuera de temporada</a>?</div>
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Atiné a decirte que el final alude a otra historia que había escrito. Y me miraste con los ojos grandes y la boca brevemente abierta. Te sentí lejos y distante, como absorta mirando las olas romper en el medio del mar, en una playa desierta y fría, de vientos suaves pero constantes donde la arena remolona baila en la superficie. Prendiste un cigarrillo, aún sin hablarme. Asentimos uno al otro pero más bien hacia dentro, donde quedó todo lo que alguna vez fuimos.</div>
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Laucha, pensé. Y pensé que hay cosas que nunca deberían escribirse.</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-71509024651726833562019-11-08T21:39:00.001-03:002019-11-08T21:39:48.560-03:00Cuándo<div style="text-align: right;">
<i>Llenas tus valijas de amor y te vas</i></div>
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<i>a buscar el cuerpo de una mujer.</i></div>
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<i>Y descubrís que amar es más</i></div>
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<i>que una noche y juntos ver amanecer.</i></div>
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Cuando comenzamos a nacer (1972)</div>
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Sui Generis.</div>
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M. nos envió un mensaje a cada uno, pidiendo que nos reuniéramos pronto, que tenía algo para contarnos. La última vez que nos habíamos juntado fue antes de que él se fuera a Nueva Zelanda, en una improvisada despedida. Luego, a su regreso, cada uno lo visitó por separado. Estuvo allí por un lapso de tres años y, durante ese tiempo, fuimos construyendo la vida que llevábamos. El gordo se había casado y contaba con dos criaturas, Chicho fue a probar suerte al sur y volvía de forma intermitente a estos lados, René puso una maderera cerca de Baradero y ahí sigue, Coco continúa laburando en una oficina en el centro que es lo mismo que decir que algo de él ya está muerto. Por mi lado, hice lo que pude parado frente al mostrador del almacén y ahí sigo. En el mensaje, M., nos indicaba la dirección del lugar donde quería que fuéramos, que no llevemos nada, pedía también, que él se encargaría de todo. El nombre de la <i>calle</i> me resultó familiar. Nos daba instrucciones del tipo: tenes que ir a la casilla de la lancha colectivo, decir que vas al arroyo Espera 860, a la casa de Don Enrique, ellos te van a saber bajar. Era la casa que el abuelo de M. tenía entre los ríos del delta, la que compró hace más de veinte años cuando se jubiló del banco y con la cual quería disfrutar de su retiro sin saber que moriría a los dos meses de haber adquirido el inmueble. Nosotros íbamos a esa casita isleña asiduamente en los veranos de nuestra juventud. Pescábamos desde el muelle y hacíamos asados en una parrilla a la vera del río. Parecía una cargada que nos hacía M. al indicarnos cómo llegar si todos sabíamos bien la forma de hacerlo. Fue ahí donde el gordo conoció a la madre de sus hijos cuando Chicho invitó a la prima y trajo unas amigas, una de ellas sería la mujer del gordo.</div>
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Por otro lado, entre nosotros, nos hablamos para ver si todos habíamos recibido el mismo mensaje. Al confirmarlo, comenzamos a pensar por qué tanto misterio. Sin embargo, nos alegraba la motivación de juntarnos de nuevo, de vernos alrededor de un fueguito y a la espera de un asado isleño. Seguimos las instrucciones de M. y esperamos al fin de semana que llegara para acercarnos a la boletería de la lancha colectiva.</div>
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En el momento que nos vimos todos, nos fundimos en un abrazo grupal y fuimos charlando, rememorando cómo eran esos encuentros de verano donde contábamos menos kilos y más energías. Al abordar nuestro transporte, tuvimos la sensación de que volvíamos al lugar donde nunca debimos salir. Cuando estábamos cerca de nuestro destino, notamos a una persona sentada cerca de la orilla, con las luces de la casa prendidas por detrás. Encontramos a M. en la reposera, cerca del muelle de madera, esperándonos. Estaba vestido enteramente de blanco, con un sombrero de ala ancha, de color marfil, escondiendo una bandana blanca que rodeaba su cabeza rapada. ¿Qué haces así, boludo? Dijo el gordo. Pareces el hijo de Gaby Alvarez y Alan Faena, gritó Chicho aún en la lancha. Ya reunidos todos en suelo firme, nos dirigimos a una mesa de madera dispuesta para que cenemos. Entre los primeros bichitos de luz que fueron aparecieron se mezclaban los chispazos de las leñas ardiendo en la parrilla. M. presentaba un color sepia en su piel, con los ojos hundidos en el rostro y una sonrisa temblorosa que dejaba ver dientes espeluznantemente blancos en contraste a encías bordó.</div>
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René se asomó a la parrilla y continúo con el asado ante la mirada aprobatoria de M., mientras el gordo se acercó a la picada servida en la mesa. Chicho se prendió un pucho con el calor de una brasa al mismo tiempo que junto a Coco traíamos unas cervezas de adentro. Nos sentamos todos a acompañar al gordo en la picada y luego fueron sirviendo las achuras y el asado. Ya en sobremesa, ante el rubor de una brisa venida de cuando teníamos veinte años, M. tomó la palabra y nos comentó que era lo que pasaba ante la atenta mirada de un puñado de jóvenes que aún no se habían dado cuenta que ya no lo eran.</div>
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Se me ha formado una metástasis, no sé bien por dónde está ya. Todos quedamos callados menos el gordo que, increíblemente, había vuelto a un pedazo de queso de la picada. ¿Qué es mestestis? ¿Por qué te pones a hablar en difícil, boludo? Le dijo el gordo empujando un pan a la boca. Cáncer, gordo, que tiene cáncer, arrimó Coco. El gordo se sumó automáticamente al silencio isleño, de grillos ronroneantes y de bichitos de luz lúgubres. Qué vas a hacer, M., pregunté luego de unos minutos. No sé, la verdad, hay días en que tengo miedo, otros resignación y quiero tirar todo a la mierda. Hay días en los que pienso por qué a mí. Pero hay algo que me atormenta sobre todas las cosas y por eso los reuní, para poder compartirlo con ustedes y que se ayuden. </div>
<div style="text-align: justify;">
¿Se ayuden dijo? Nos preguntamos en silencio todos, con las miradas y los ceños fruncidos. Si, ya sé lo que dije, continúo M. Nunca me había preguntado esto hasta ahora, desde que comenzó a caminar este bicho por dentro y necesito que ustedes se lo pregunten para que no les pase como a mí. Dale, hijo de puta, decilo, dijo nerviosamente René. M. río para sí, acercando leventemente la pera al pecho, mirando hacia abajo. Cuándo, muchachos, cuándo, esa es la pregunta que me está consumiendo realmente y no está mierda que me invadió, eso es lo que necesito que se lleven y que empiecen a masticar para saber qué hacer. Inmediatamente, todos sentimos el segundero de un reloj interno activándose por primera vez.</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-44523689484484249302019-11-01T23:10:00.000-03:002019-11-01T23:10:00.255-03:00Palán Palán<div style="text-align: right;">
<i>Es mi destino</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>piedra y camino</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>de un sueño lejano y bello</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>soy peregrino.</i></div>
<div style="text-align: right;">
Piedra y camino (1944)</div>
<div style="text-align: right;">
Atahualpa Yupanqui.</div>
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<br /></div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Te acordas de él? ¡Mirá lo canoso que está! - me dijo mientras sacudía su brazo y mano derecha por el aire, saludándolo al otro que caminaba cruzando la esquina junto a su señora y su hija.</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Quién es? - pregunté.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Es el de los 'Cabezas', el mayor. Bueno, no el mayor mayor, habían uno o dos más grandes que él. ¿Cómo le decían?</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿El 'Oso'?</div>
<div style="text-align: justify;">
- No, el Osito era uno de los más chicos, junto al Negro. Bueno, ya nos va a salir cómo le decían.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Ahh, ya sé quien es pero no puedo acordarme cómo era el apodo.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Está grande, eh. Y qué buen pibe que era. Lástima la cagada que se mandó de pendejo pero qué buen pibe que era.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Sí, un cagadón. Eran muy chicos los dos, ella también. ¿Te acordás el revuelo que se armó en el barrio? Lo parió.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Cómo lloraba el padre de ella, en la vereda, abajo de ese árbol que tiene las hojas que curan, ese...</div>
<div style="text-align: justify;">
- El palán palán.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Ese, cómo lloraba bajo ese árbol el tipo.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Qué le vamos a hacer, por lo menos siguieron adelante los dos más allá de que él se fue y formó otra familia, la nena no se ve muy grande, ¿qué edad tendrá?</div>
<div style="text-align: justify;">
- Qué se yo, unos cinco o seis años, ¿no?</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Y la <i>otra</i>?</div>
<div style="text-align: justify;">
- Está grandecita ya. Creo que la vi noviando con un pibito de acá la vuelta.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Siempre me parecieron buenos pibes esos muchachos.</div>
<div style="text-align: justify;">
- También había una hermanita, ¿no? Ya deben estar grandes todos.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Si, había una. Me acuerdo una vez que estaban jugando conmigo acá, en casa, en el fondo, cuando estaba el terreno baldío de al lado todavía y teníamos las rejas de la calle bajitas. Yo tenía un montón de juguetes en un canasto de ropa marrón que daba vuelta en cualquier lugar del patio y con los que me ponía a inventar boludeces, desde batallas con soldaditos a carreras de autos. Y una vez vinieron ellos, los más chicos, no sé cuántos eran pero vinieron a jugar. Cada uno tenía un juguete que lo traían entre las dos manos, casi sin moverse para que no se les cayera. Bueno, ahí estábamos jugando y ellos me pedían permiso para usar tal o cual autito o muñeco o ladrillitos. No sentí el primer silbido pero sí escuché el 'eu' que gritaron desde la vereda. Estaban los hijos del tano, los hijos más grande de Roberto, Ángel, y alguno otro más seguramente. Me llamaron y me dijeron que me acerque a ellos, hacían así con la mano, moviéndola extendida en el aire, de arriba a abajo, mientras se reían.</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Y qué hiciste?</div>
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- Me acerqué a ver qué querían.</div>
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- ¿Qué te dijeron?</div>
<div style="text-align: justify;">
- Mirá cómo son las cosas. Yo no sabía la intención, habré tenido unos cinco o seis años, qué sabía lo que querían decir. Me pidieron que le pregunte algo a los 'Cabezas'. Me lo susurraron, no sé si fue Ángel o Cartucho, uno de los dos fue, el resto contenían las risas.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Pero qué te dijeron, boludo, qué puede ser tan grave.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Me pidieron que les preguntara si tenían baño en la casa. Y no sólo eso, me dijeron que se los gritara, a mitad de camino entre unos y otros.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Qué pendejos de mierda, no lo puedo creer. ¿Y qué pasó?</div>
<div style="text-align: justify;">
- Los 'Cabezas' se fueron sin voltear siquiera a mirar, atravesando el baldío en dirección a su casa. El más grande ellos, este que ahora es canoso, abrazó a dos hermanitos más chicos y los guío entre los pastos altos. Mientras, los otros se cagaban de risa. Uno se tiró al piso y parecía que iba a vomitar de tanto reírse. Creo que fue Matias quien corría por la calle gritando y revoleando los brazos, riéndose.</div>
<div style="text-align: justify;">
- ...</div>
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- ¿Sabes cuando se dejaron de reír con eso?</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Cuándo?</div>
<div style="text-align: justify;">
- Una vez vino el primo de Damián, de Capital creo que era. Bien rubio y tenía todo el equipito de Boca original, la última camiseta y los botines negros relucientes. Había llegado con los padres a visitar a la familia, me parece que fue la primera vez que lo vimos por acá. No recuerdo si volvió a venir después.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Ah sí, sé de quién me decís, creo que los padres decidieron volverse a Italia, antes del dos mil uno, algo sabían.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Mirá, no estaba al tanto de eso. Bueno, jugamos a la pelota con él esa vez, no era muy bueno pero si elegante, tenía una gracia rara para jugar, algo que nunca habíamos visto antes, además transpiraba parejo, no como nosotros que eramos un charco de sudor. Y fue cuando terminamos de pelotear que nos sentemos formando un círculo, ahí en el borde de la vereda y la calle, antes de que hagan el asfalto en la cuadra. Bueno, ahí nos pusimos a charlar, más bien nosotros nos pusimos a preguntarle cómo era la capital, qué cosas hacía, si había calles de tierra o perros que se escapaban de una casa a otra. Él nos respondía tranquilo, midiendo las palabras, casi como si estuviera dando una conferencia de prensa. Después nos quedamos callados y ahí él pregunto. Primero nos miró a todos, gravemente, como pidiendo que le prestáramos atención, que lo que diría iba a ser serio. Él estaba sentadito sobre la pelota que trajo. Tomó aire y nos pregunto si teníamos baño en nuestras casas. Algunos se rieron pero él no. Se quedó inexpresivo y expectante. Nos observó uno a uno, girando su cabeza rubia y transpirada esperando que alguno de nosotros, al menos, le responda. Cuando se fue en el auto, aún nos miraba de la misma manera. Ninguno se atrevió jamás a contestar.</div>
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(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=fNpGD3LtWH8" target="_blank">♪</a>)</div>
Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-8465107217438734592019-10-18T22:09:00.000-03:002019-10-18T22:09:39.774-03:00Azahar<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
<i>El tiempo se tuerce, redondo y eterno</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>como agolpa el árbol el fruto y la flor.</i></div>
<div style="text-align: right;">
El limonero real. Jorge Fandermole.</div>
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<br /></div>
Me gustaba quedarme solo en casa. Especialmente los domingos cuando papá y mamá se iban a comer por algún lado y volvían tarde. Entonces, esperaba a escuchar el ruido de la puerta de madera que golpeaba contra el marco y luego el tintinear de las llaves que cerraban el portón para dar paso al auto que se encendía marchándose. En ese momento, me levantaba de la cama y ponía algo de música mientras me preparaba unos mates para mí solo, acompañándolos con unas galletitas o pizza fría del día anterior. Por eso también me gustaban los domingos, porque la noche anterior había pizza. En casa, los lunes eran de milanesas y los sábados de pizza de la cual sobraban dos o tres porciones que, al día siguiente, se convertían en un manjar. También leía el diario que llegaba más gordito de lo normal por todos los segmentos que se agregan además de la revista que de sus ciento cuarenta y cuatro páginas, ciento veinte eran de publicidad. Me gustaba leerla de atrás para delante porque en la parte final estaban los chistes y ahí escribía Fontanarrosa. Con Inodoro Pereyra me reía de las ocurrencias pero luego me dejaban en un letargo - siempre quise usar esa palabra - hasta que empezaban los Simpsons en la televisión y se me pasaba.<br />
Casi llegando al mediodía, usaba la plata que me habían dejado mis viejos para ir con un envase de vidrio a lo de Graciela a comprar una coca. Gastaba las monedas que me sobraban de la semana en el colegio para sumar unas papas fritas sueltas que hacían de picada antes de comer los patys. Recordando esto, casi puedo sentir el aroma a carne cocinándose sobre la plancha y el humo que destilaba dando vueltas por la cocina que luego se escapaba por la ventana entre la abertura y los huequitos de la persiana.<br />
Después de comer, ocasionalmente salía al patio donde estaban mis perros de pata corta, remoloneando al sol, a veces durmiendo uno encima del otro. Solía sentarme cerquita del limonero porque su aroma me recordaba cuando el abuelo hacía asados en la casa, ahí nomas del taller de carpintería, y se apoyaba en una rama gruesa de aquel árbol frutal que crecía a unos pasos de la parrilla. Conforme pasaron los años, llegué a leer <i>El limonero real</i> de Saer y no pude comprender muy bien, hasta hace muy poco, la importancia del título, la figura del árbol y su relación con la historia. El limonero de cuatro estaciones es capaz de dar limones todo el año, por lo que en su vida se mezcla el fruto y la flor constantemente, junto a hojas perennes que viven y mueren siempre de color verde, generando una perseverante repetición que roza lo infinito porque lo eterno no es más que la reincidencia de las cosas.<br />
Más tarde mis papás llegaban y traían algo para comer de su paseo. Veíamos uno o dos partidos de fútbol, cenábamos una comida rápida y a dormir. En lo personal, el tiempo entre las cinco y las siete de la tarde era un puñal que caminaba a mi alrededor. Sentía que algo se iba para no volver, que debía recomenzar la rutina y que aquel era el instante exacto donde me encontraba más lejos para estar nuevamente en las mismas circunstancias de soledad. Era una sensación similar al último día de vacaciones previo a volver a casa, donde la única esperanza que se encuentra al desaliento es imaginarse el próximo destino, la siguiente oportunidad de ser otro nuevamente. Sucede que, una vez de vacaciones, en general, uno se convierte en otra persona. Quizás más benévolo, seguramente más feliz; con características distintas, haciendo superlativo lo bueno de uno mismo y soslayando lo negativo. Así me sentía los domingos estando solo, dedicándome a percibir la brisa de verano cerca del limonero, jugando con los perritos y leyendo el diario.</div>
<div style="text-align: justify;">
Sin embargo, creo que puedo precisar que fue ese último domingo de mayo, luego de unos diez años, cuando aquello que tanto me gustaba, se transformó. Es que los años se escaparon corriendo como un niño desesperado que sale del colegio el último día de clases, alocado y casi sin dirección y me depositaron junto a vos para que el mismo tiempo, que parecía pausarse, nuevamente se esfumara, generando una neblina entre aquellos y estos años. Lo último que pude escucharte fue esa puerta marrón que golpeó definitivamente contra el marco pegado a la pared, y luego tus pasos resueltos cruzando el jardín. Supe por esos dos sonidos que te habías ido para nunca más volver. Y noté, casi inmediatamente, entre los rayitos de sol de domingo por la tarde que se colaban en la casa por las cortinas como agua que atraviesa un colador, que yo también me había ido hace un tiempo atrás y no recordaba bien dónde me dejé.</div>
<div style="text-align: justify;">
Quizás por eso fue que se me ocurrió salir al patio y, en un movimiento inconsciente, mirar al limonero, algo torcido y con una parte seca, la que daba al fondo de la casa. A pesar de ello, la otra mitad tenía hojas verdes casi fosforescentes, colmada de botoncitos de color violeta, flores y frutos, construida en tallos fuertes y enérgicos. Allí fue que me acordé de mi abuelo haciendo el asado apoyado en la rama gruesa, de mi papá punteando la tierra y acariciando los frutos amarillos y rugosos, y de mí mismo sentado un domingo a la tardecita cerca del aroma ácido de las flores blancas del limonero. Y me reencontré ahí, enredado entre las sombras de las hojas verdes y las ramitas secas que aún no se rinden.<br />
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(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=CnQ8N1KacJc" target="_blank">♪</a>)</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-54486210843668337832019-10-12T20:24:00.000-03:002019-10-12T20:24:22.379-03:00Nunca había llovido tanto por estos lados<div style="text-align: justify;">
Se habían mudado hace unos cuatro o cinco años. Aparecieron de pronto, un fin de semana, en un auto azul y con un camión de mudanzas. Alquilaron la casa de los Pereyra y entraron con cajas rotuladas y distintos muebles. Se los veía contentos, iluminados más allá del cansancio y el calor que resonaba en aquella primavera.<br />
Al principio, ponían música todo el tiempo. Desde cumbia colombiana hasta jazz por las noches fresquitas. A ella se la escuchaba reír con particularidad como cuando se ríe con el cuerpo entero, con los ojos, los brazos, la panza que se pone dura y las rodillas que se chocan entre sí. Él trabajaba y se lo veía llegar cansado, a veces de noche, otros días bien temprano a la mañana, según la rotación de los turnos de la fábrica. Pero al momento de pisar la vereda de la casa, enderezaba su espalda, arreglaba de un manotazo sus rulos castaños y entraba con una sonrisa. Por su mirada y su andar, podría decirse que, para él, su casa era otro mundo, otra patria donde, tal le pasó a Alicia luego de perseguir al conejo blanco, las cosas obedecían a un orden lógico distinto, a una conexión de sistema cerrado entre las cuatro paredes alquiladas de la cual los vecinos envidiábamos el aroma a tuco que desprendía una olla a las once de la mañana de un domingo lluvioso o el estruendo del primer beso en el reencuentro luego de estar separados unas horas.<br />
Por eso fue extraño la primera vez que se escuchó el golpe seco contra una mesa o quizás una puerta cerrada, seguido del sollozo contenido o por sus manos o por un repasador que habrá utilizado para tapar sus labios carnosos que levemente se hincharían un poquito más. Poco a poco, la música se fue apagando, las risas se transformaron en cigarrillos que ella fumaba sola, en el patio, mientras él comía solo y el aroma a tuco se convirtió en el sonido de una moto del delivery que bien podría traer algunas empandas, tal vez una pizza.<br />
Se sucedieron, en ese tiempo y en distintas horas, corridas dentro de la casa, muebles que se arrastraban en un orden aleatorio y no consensuado, sumado a llantos ahogados y resquebrajados. Las primaveras no duran cien años, pensaba en mi rol de testigo a la distancia en esos momentos. Una noche en la que no podía dormirme, me encontraba mirando una película en el televisor cuando un golpe similar a aquel que escuché por primera vez, el que parecía castigar a una mesa o a una puerta cerrada, se volvió a oír pero con una sensación más humana, como de un chasquido de piel tensa blanca que automáticamente se volvería una masa agrandada y roja que, luego, al pasar los días, se transformaría en un color mezclado de verde y de violeta para dejar paso a un cerrado negro, color de la misma tonalidad que tiene aquel pasado tan lindo que se arruga en el abanicar de una mano de hombre abierta. Un silencio espeso quedó latiendo en el aire entre nosotros. Ellos dos en su casita y yo al lado, inmóvil, mirando una comedia de los años ochenta con el televisor en mute. Habrán pasado unos diez o quince minutos hasta que escuché la puerta de la casa vecina, la cual daba a la calle, abrirse seguido de unos pasos pesados y duros. Luego, el motor del auto encendiéndose y ella fumando un cigarrillo en la galería que daba al fondo de la casa.<br />
A esa noche, le siguieron días grises. Nunca había llovido tanto por estos lados. La casa de al lado permanecía casi herméticamente cerrada. Las persianas bajas, la puerta delantera que parecía no haberse abierto en más de diez años y el pasto en la vereda que ganaba terreno aflojando algunas baldosas. Las hojas de un paraíso se iban juntando en el cordón, obstruyendo el paso del agua hacia la boca de tormenta. De ella sabía que <i>estaba bien</i> por el hilito de humo de su cigarrillo que podía observar más allá de la medianera que nos dividía.<br />
No exagero que la volví a ver, en persona, luego de unos cuatro o cinco meses desde aquella vez. Nos cruzamos en el chino del barrio y ella sostenía un canasto en el flexo de su brazo izquierdo. Cargaba con algunas latas de conservas, pan lactal, leche descremada y una botella de vino. Tenía un solerito floreado que marcaba su cintura, dejando paso a dos piernas que eran toda piel. Los labios carnosos se mordían uno a otro en la decisión de llevar tal o cual mercadería. Un leve mechón de pelo rubio caía sobre su ojo izquierdo mientras tarareaba una canción de otra época. Los melones se acomodan al andar, pensé y me encontré asaltado por esa frase que había escuchado tiempo atrás, cuya imagen siempre me trajo aparejado un recuerdo dulce de verano.<br />
En las casas linderas, volvimos a sentir ese aroma a tuco de domingo y de tartas dulces para el mate, sumado a la música que se había pausado aquella vez y que volvía a rellenar la casita alquilada. Parecía que todo estaría bien.<br />
Y creo que fue eso lo que me dejó consternado, inmóvil y sin saber qué pensar en aquel viernes que llegaba a casa después de trabajar, eso de pensar que todo marcharía bien. Fue eso lo que me dejó perplejo, ver ese auto azul, de nuevo, en la calle, las hojitas del paraíso que volvieron a juntarse en el cordón de la vereda obstruyendo el agua y las persianas bajas junto a la puerta que parecía no haberse abierto nunca desde la última vez que se cerró.<br />
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(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=AIsPfcpyJHU" target="_blank">♪</a>)</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-53112334130218322292019-10-04T23:30:00.000-03:002019-10-07T16:32:40.708-03:00Ramito de violetas<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
<i>Quien cada nueve de noviembre</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>como siempre sin tarjeta</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>le mandaba un ramito de violetas.</i></div>
<div style="text-align: right;">
Ramito de Violetas.</div>
<div style="text-align: right;">
Carlos <i>La Mona </i>Jiménez.</div>
<br />
<br />
Ahí llega de nuevo, piensa. No lo ve pero ya conoce ese paso cansino de arrastrar los zapatos de seguridad y de todos esos kilos que fue ganando con los años. Siente, además, la vibración del portón negro y oxidado que se le escapó de la mano y que choca contra la estructura de hierro. Mientras, él avanza hacia la puerta de chapa blanca, manchada de manos que se apoyaron en ella y del oxido que fue martillando la pintura. Al mismo tiempo, ella cocina un guiso de fideos moñitos donde escasea la carne y el tuco no logra ni la consistencia ni el color que debería tener según lo que recuerda a como solía hacerlo su abuela. Le faltan cosas, piensa y agrega, ya no alcanza para nada. De él se escuchaba, antes que cruzara el portón y luego los dos metros de patio delantero hasta llegar a la puerta de chapa blanca, un silbido de otra época, fuerte y sonoro, con agudos ribetes y acentuaciones graves. En el instante que posó los dos pies grandes revestidos de zapatos negros, que apuntaron a la puerta de la casa, dejó de chiflar para abrirse paso. Llevan casados algo más de diez años. Cuando les preguntan hace cuánto han dado el sí, ambos se miran cómplices y dicen fechas inexactas para salir del paso, pero ella sabe que fue por los primeros días de diciembre, que hacía calorcito y que aquella vez caminaba arrastrando levemente un vestido blanco prestado. Luego de recordar eso, en las distintas ocasiones que les consultaron sobre su unión marital, ella hunde los labios como para dentro de la boca y lanza un breve suspiro.<br />
Él tiene las manos grandes, de dedos como un racimo de chorizos, y callosas, llenas de durezas amarillas, casi marrones. Cuenta con una fuerza de otro mundo, venida de otros tiempos, la cual emplea en la fábrica, al pie de una estampadora de láminas de metal. Entre los recortes plateados que salen despedidos luego del golpe de la matriz contra las hojas, recuerda que vivía en el campo, siendo muy chico, sin embargo con las manos grandes, y mataba a los pollos apretándolos bien fuerte por el pescuezo, haciendo que la sangre del animal corriera hasta la cabeza y se concentre ahí para luego hacer morcillas. También rememora la historia aquella cuando, antes de venirse para la ciudad, intentó domesticar un caballo guacho que encontró en el monte y que el muy bravo no se dejaba ni atar ni ensillar y de la bronca se paró en frente y le apretó el cogote con las dos manos duras hasta que los ojos del bicho se le fueron para atrás dejando una bolita blanca y desesperada al borde de salir disparada. Lo soltó después de que el pingo bramara un alarido que estiró en el aire hasta tumbarse en el suelo. Cuenta esa historia cada vez que puede, a veces la repite más de una vez en una misma reunión cuando toma.<br />
Quizás por eso es tan bruto, piensa ella. Toda esa vida de campo, esos fríos que rayan la piel en los inviernos. Encima, agrega, el padre se daba a la bebida y se ponía malo y le pegaba a él y a las hermanas. Si la madre siempre me cuenta que él se vino para la ciudad porque lo iba a matar al padre si se quedaba un rato más. La saluda con un gesto lejano y el primer contacto que tiene con la casa es con la heladera de donde saca una botella de agua. Desabrocha la camisa de grafa azul y se sienta silencioso en la punta de la mesa. Tarda unos minutos en prender el televisor, tiempo en el que mira fijamente a un punto imposible de precisar pero que por el ángulo de su cabeza y la posición de sus ojos bien podría ser entremedio de las cortinas que dejan espiar afuera, a la calle y a la gente que pasa por la vereda. Un sobresalto la sorprende a ella mientras se agacha a buscar una bolsita para recambiar el tacho de basura. La carta, se dice para sí. Una carta en sobre blanco que no lleva remitente y que está dirigida a ella. Esa misma carta de puño y letra, escrita con la misma mano que cada nueve de noviembre compra el ramito de violetas que luego le llega sin tarjeta y que ella acurruca en el cuenco del pecho como hamacando a un hijo que mira por primera vez a su madre y la reconoce como suya. Ese conjunto de flores que no llegaron nunca a vivir más de medio día porque siempre las recibe de mañana y las hace añicos antes de que él llegue, arrastrando los zapatos y empujando la puerta con la pesada mano callosa. ¿Dónde dejé la carta? se angustia y la mirada comienza a enturbiarse. Intenta respirar haciendo un esfuerzo consciente por inspirar aire pero no siente que sus pulmones se llenen. Comienza a recorrer en su mente todo el trayecto que hizo durante el día, por qué lugares de la casa estuvo. Se le viene la imagen de estar acostada en la cama a medio hacer, con los pies orientados a la cabecera y los codos apoyados en el borde, tarareando una canción mientras sutilmente rompía el sobre para leer las palabras que esperaba cada día un poco más. Sale disparada al cuarto, él la mira de refilón sin mover el cuello y vuelve la vista al televisor.<br />
Toma el sobre que estaba arriba del acolchado y lo convierte en muchos papelitos. Coloca la carta en el bolsillo del delantal y encara al baño para tirar lo que anteriormente era un sobre blanco en el inodoro. Tira de la cadena y se lava la cara. Vuelve a sentir aire en el pecho y cierra los ojos. Piensa en las manos enormes de él y por un instante siente una fuerte presión en los ojos como si estuvieran por salir expulsados de su lugar. Se moja el rostro nuevamente y con las dos manos se alisa el delantal. Estuvo cerca, piensa.<br />
Cuando la escucha salir del baño, apurado arruga el papel que le sirve de borrador y lo mete en el bolsillo del pantalón, no sin esfuerzo por la torpeza involuntaria de sus enormes manos. Voy a tener que empezar de nuevo, se dice. Quizás cambie de sobre, medita, el color blanco es muy de escuela. A ella le gusta el violeta, quizás encuentre alguno de color lila.<br />
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(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=CamkEEXydpA" target="_blank">♪</a>)*<br />
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<div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: x-small;">*Hace mucho me dijiste que te gustaba porque esta canción contaba una historia. No pude verlo en ese momento. Pero ahora acá va, luego de tantos estos años.</span></div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-33279300407635572082019-09-29T17:52:00.001-03:002020-12-30T16:57:21.633-03:00El espejo<div style="text-align: right;">
<i>"Amanece y ya está con los ojos abiertos."</i></div>
<div style="text-align: right;">
El limonero real.</div>
<div style="text-align: right;">
Juan José Saer. 1974.</div>
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<div style="text-align: justify;">
Cuando por primera vez entró al cuarto que ocuparía en la pensión, notó el espejo ovalado, algo sucio de manchas del tiempo, colgando a media altura, en la misma línea que la mesita de luz. La cama estaba pegada a la pared, en la cual yacía suspendido un crucifijo. El encargado del hospedaje fumaba mientras caminaba con su valija, sin pronunciar palabra. A medida que fueron surcando los pasillos, pudo observar que había una cocina compartida donde se encontraban dos mujeres que tomaban mate, sentadas con las piernas cruzadas y envueltas en vestidos floreados de colores apagados. Divisó, también, un patio interno enredado de hojas secas desordenadas por el piso y de macetas colgantes mezcladas de malvones y potus de hojas verdes.<br />
Había bajado del tren recientemente, dejando atrás los calores cuyanos y aún con el lomo cansado de tanto hachar por entre medio de los montes. La camisa blanca con rayas verticales de color violáceo se fue tiñendo de transpiración y tierra que voló desde Mendoza hasta Constitución. La valija de cartón y la manta que aún conservaba desde que salió de allá, de Colastiné, eran la única constante en su vida errática de golondrina. Dejó su Santa Fe profundo, de pesados veranos y de ronroneo de ríos, para probar suerte por otros lados, donde alcance para comer, dijo antes de salir. No recuerda con precisión cuántos años pasaron pero aún conservaba el anhelo de volver triunfante, con algo de plata para comprarse un ranchito y poder trabajar en el campo o en el río, que es el campo de los litoraleños.<br />
Acomodó la valija sobre una silla de paja que solía ser de un color celeste pero el uso constante la había ido devolviendo a su marroncito claro de madera recién pulida. Se echó en la cama con las manos cruzadas detrás de la cabeza y fue dormitándose. Comenzó a soñar con el calor y con las frutillas guachas que crecían cerquita de los arroyos. Le llegaron imágenes de los saltos y los chicotazos que dan los bichos del río sobre el agua cuando cae el sol y salen a comer. Entre el sueño y la realidad, se le fue asomando el olorcito a leña que empieza a prender y a largar chispazos en las noches de verano allá, en Colastiné. Y también la sueña a ella, a quien aún le escribe como puede, con letras deformadas y faltas de ortografía, con tosquedad en las oraciones y sobresaltos de acciones. Pero aun así, le escribe para decirle que algún día volverá, que ella lo espere, que qué linda debe estar. Sin embargo, nunca recibe respuesta. Él sabía que nunca le llegarían noticias de ella porque su trabajo podía durar un mes, dos meses, quince días en cada lugar y de vuelta irse a dios sabe dónde. Igual, él le escribía y le contaba de las cosas, de cuánto la extrañaba también.<br />
Era un viernes por la tarde cuando llegó. Tenía hambre y sueño a la vez. Durmió hasta el sábado cuando se levantó a darse un baño y a cambiarse de ropa. Salió por los alrededores para conocer dónde se encontraba y buscar algo para comer. Al momento de volver, en la tardecita calurosa y húmeda del sábado, surcó nuevamente los pasillos de la pensión y vio a las mujeres de vestidos floreados apagados tomando mate, en esa oportunidad en el patio interno. Ellas lo observaron caminar, mirándolo de arriba a abajo, sin abandonar los movimientos cíclicos de preparar el mate y tomarlo pero sí dejando de hablar, en súbito silencio ante su paso. Ingresó a su habitación algo avergonzado sin entender bien por qué. Dejó el paquete de yerba, el pan y el picadillo que había comprado sobre la mesita de luz junto a las hojas y el lápiz que iba a usar para escribirle. Pasó frente al espejo y miró de refilón su cara. En ese momento, algo en él se entumeció como un calambre bien adentro, entre el corazón y la punta del pecho. Descolgó el espejo y lo apoyó en la cama. Bajó la valijita de cartón al suelo y arrimó la silla de paja. Se hizo de noche y prendió la luz, la cual quedó iluminando durante toda la velada y hasta el día siguiente.<br />
Ya se había hecho domingo. Las migas de pan iban desde la mesita de luz, pasando por las sábanas gastadas y haciendo un caminito hasta llegar al suelo. La lata de picadillo estaba vacía y un mate de yerba fría reposaba a un costado de él. Había comenzado a hacer calor en Buenos Aires, la primavera avanzaba anticipando un verano que no permitiría tregua.<br />
El dueño de la pensión lo vio desde la ventana, por entremedio del espacio que se formaba en las cortinas. Estaba de espaldas, sentado en la silla de paja y el espejo apoyado en la cama, contra la pared, formando una línea recta e imaginaria con el crucifijo colgado. Estaba en cuero, se notaban los músculos tensos junto a las costillas y hombros huesudos. Se paró un rato a mirarlo en su inmovilidad hasta que la curiosidad le ganó y entró. ¿Qué está haciendo usted?, le dijo desde el umbral de la puerta que abrió sin siquiera golpear primero. Me miro, dijo. ¿Pero qué mira? ¿Qué le pasa?, volvió a preguntar el otro. Es que hace mucho tiempo no me miraba a un espejo, ya no me acordaba de cómo era yo. Ahora soy distinto de lo que recordaba de mí, dijo.<br />
En Colastiné, las frutillas guachas empezaban a darse en flor.<br />
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(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=qlG6RUVAZec" target="_blank">♪</a>)</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-87745849484324194292019-09-20T18:40:00.000-03:002019-09-20T18:40:01.379-03:00Todo aquello que uno no dice nunca<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
<i>Miren que me han puesto apodos pero 'Pelusa' </i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>es el que más va conmigo </i><i>porque me devuelve</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>a la infancia en Fiorito. </i><i>Me acuerdo de los Cebollitas,</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>de los arcos de caña </i><i>cuando jugábamos s</i><i>olamente </i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>por la Coca y el sándwich. </i><i>Eso era más puro.</i></div>
<div style="text-align: right;">
Diego Armando Maradona. 1992.</div>
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Estaba comiendo tostadas con manteca y dulce de leche, acompañando un té. De chico tomaba mucho té y me decían que me iba a secar de vientre porque eso pasaba cuando se tomaba mucho té. También me decían que debía tomar leche para crecer sano y fuerte, con los huesos duros para poder jugar bien a la pelota. Pero a mí la leche nunca me gustó. En ese momento, la leche tenía mucho gusto a, bueno, leche. Era muy fuerte y el simple olor de la misma me producía mareos. Solo tomaba cuando podía agregarle nesquik y azúcar para disfrazarla. Pero en casa nunca había nesquik porque la plata, si bien alcanzaba, no sobraba para esas cosas. La plata, en aquella época, se usaba para comprar milanesas sólo los lunes, el pan de todos los días, la manteca, el dulce de leche y, ocasionalmente, el asado de los domingos que compartíamos en la casa de los abuelos. No habían vacaciones y el piso de la cocina de casa era de material, aún no se podía soñar con colocar cerámicas. Todavía el patio conservaba su ficticia expansión ya que no teníamos división con los vecinos. Era todo una gran masa verde con árboles y ligustrin que daba esa sensación de inmensidad. Papá hacía asados en el piso, con una chapa y unas barras de hierro soldadas, apoyadas en unos ladrillos que estaban encimados unos al otro. Y ese domingo papá hacía asado mientras yo estaba tomando té con tostadas con manteca y dulce de leche, y se agachaba para mover los carbones, colocaba la carne del lado del hueso sobre las barras de hierro y esperaba que algo pasara. Luego salía de ese lugarcito colocando otras chapas o cartones en forma ovoidal para evitar que los perros se acercaran a la parrilla. Hacía algo de calor o, mejor dicho, iba a hacer calor durante la tarde pero por la mañana se presentía la sensación de aplomo que originaría el sol contra la tierra mientras que se soltaba una suave brisa de primavera, haciendo que los árboles se muevan tibiamente y que el humo de las brasas se disipara hacia un costado y luego para arriba. Era domingo y no habíamos ido a lo de los abuelos. Me parecía raro que esa vez nos hayamos quedado en casa, pero quizás fue porque era fin de mes y el asado no era asado sino que era algo de carne, quizás falda, quizás sólo unos chorizos, y a veces las carencias se esconden. Además, ese octubre yo había cumplido mis siete años, mi hermana se había ido de casa y mi hermano estaba a punto de perder el año escolar. No había muchos ánimos de reuniones. Ese día jugaban Boca y River en el monumental. En las otras casas, se tejía el mismo humo hacía un costado y hacía arriba. En algunas, colgaban banderas de cada equipo en las ventanas que daban a la calle. Y se escuchaba cumbia santafesina desde los parlantes ubicados en los patios.</div>
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A papá lo veíamos poco, en general. La fábrica le exigía turnos extraños donde le quedaba un fin de semana libre cada cincuenta y dos días, o algo así. Rotaba de turno en cada semana e intentaba hacer horas extras cada vez que podía. Entonces cuando se encontraba en casa, estaba tan cansado que buscaba dormir. Mamá me pedía que vaya a jugar a la pelota a la calle o que haga silencio si quería quedarme en casa. Mientras, ella baldeaba el patio o la cocina. Mamá siempre baldeaba o cocinaba. Por eso la casa siempre olía bien, a perfume de flores o a bizcochuelo para el mate. Ese domingo, un vecino nos había prestado el decodificador para ver el partido en el televisor grounding a color, modelo ochenta y seis. Había dicho que él iba a ver el partido en la casa de los suegros y ahí tenían uno por lo que iba a quedar en la casa sin uso, que no veía mal que nosotros lo pudiéramos aprovechar. Papá le agradeció y tomó con vergüenza el decodificador. No le gustaba pedir prestado o molestar a los vecinos por lo que la presencia del aparato generaba en él un encontronazo de sensaciones ya que por un lado quería ver el partido y, por el otro, le daba culpa usar lo ajeno. Lo dejó en la punta de la mesa del comedor y salió a hacer el asado y evitó acercarse al interior de la casa buscándose tareas como barrer o cortar unos yuyos del patio. Mientras, yo miraba dibujitos y desayunaba y veía desde las ventas abiertas el humo de las parrillas correr. Ese día, no era cualquier día. Jamás un día donde jueguen Boca-River es cualquier día. Pero en lo particular, a nosotros nos habían prestado un decodificador y pasábamos ese domingo en casa y no en lo de los abuelos.</div>
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La relación que habíamos tejido hasta ese momento con mi papá, se había ido formando entre los ratos que lo podía ver y en los cuales él no estuviera cansado. El agotamiento físico y mental produce en las personas, por lo general, ausencia. Cuando cualquier ser vivo no está en condiciones normales de energía, deja de ser uno para convertirse en la sombra de lo que realmente es. Además, no compartíamos muchas cosas por la edad y por los intereses. Soy el hermano menor de tres y al momento de nacer, papá ya tenía sus cuarenta años a cuestas. Por tanto, nos hicimos a nuestro modo, creando una relación propia como todas las de padres e hijos. Yo lo miraba de lejos y renegaba de que fumara tanto. Papá siempre estaba trabajando o fumando. En la casa o en la fábrica. Algo que <i>tenemos</i> es un gesto tan particular que, cuando se repite aún hoy en día, me da una sensación de frescura y seguridad, de que todo va a estar bien o que voy por el camino correcto. Recuerdo que lo hacía cuando, sentado en la punta de la mesa, quizás en cuero durante el verano, después de comer y con las migas de pan desordenadas sobre el mantel, y yo jugando alrededor de él o en el patio y luego entrando al comedor, pasaba cerca de donde se encontraba y me agarraba, haciéndome detener y pararme en paralelo a él, con los brazos rectos pegados al cuerpo, y me agitaba la cabeza con su mano, desordenando mi pelo y dando una o dos palmadas sobre el cuero cabelludo después. Luego, me soltaba mientras sonreía y veía irme a seguir jugando.</div>
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Después de comer, papá salió al patio a fumar. Se apoyó de costado, con el hombro derecho, en la pared que daba fin a la casa y miraba el patio, las últimas estelas de humo y el ford escort marrón en el cual se reflejaban el sol y las hojas del árbol de granada que aún estaba en flor. Luego, tiró el cigarrillo al pasto y volvió a la casa para conectar el decodificador. Puso los cables, apretó el control remoto y vio, por primera vez, un partido de fútbol pago a través del televisor de la casa donde vivíamos. Se sentó en la punta de la mesa, corriendo a un costado el recipiente de vidrio, que aún contenía algo de hielo que se iba volviendo agua y vino blanco, para ver mejor. Boca ya salía a la cancha y formaba con: Córdoba. Vivas, Bermudez, Fabbri, Arruabarrena. Toressani, Cagna, Soldano. Maradona. Latorre, Palermo. Después ingresarían Riquelme, Caniggia y Traverso. Un equipazo por donde se lo mirara. Pero algo pasó cuando Boca salió, más bien cuando el equipo estaba en el túnel y Diego alentaba a sus compañeros. En el momento exacto en el que el diez desarmó la arenga circular y volteó con el pecho levantado para encarar la salida del túnel y dar con la cancha, papá comenzó a llorar. Pero no lloraba de forma desgarradora, no. Quizás decir llorar es exagerar. Lagrimeaba, más bien. Pero no por ello perdía fuerza lo que sentía sino todo lo contrario. El ronroneo de las lágrimas silenciosas y ensimismadas en uno, son la manifestación de la contención de todo aquello que uno no dice nunca y que lo desborda. Llorar desconsoladamente es un acto dramático, teatral por así decirlo. Pero llorar sin, bueno, llorar, intentando controlar a uno mismo y sentir que desde adentro uno se va desbordando, como una represa que se quiebra de tanta presión, es aún más real que cualquiera otra forma de lagrimear. Por mi parte, al ver a mi papá de esa forma, tampoco pude contenerme. Es que llorar en esa época, aún hoy en día, era difícil. El hombre siempre tuvo la lágrima negada. Jamás había visto de esa forma a papá, tan íntimo y vulnerable, capaz de desarmarse con la menor brisa que pudiera llegar a tocarlo. Y yo lo acompañaba, a la distancia, sentado en el piso mirando el televisor grounding y, de reojo, mirando a papá. Entendía que era un acto que precisaba de un acompañamiento distante pero presente. También, al decir verdad, me daba vergüenza llorar. Sucede, en relación a todo esto, que Maradona significa muchas cosas depende de quién y cómo lo mire. Se podría decir que existen tantos Maradonas como puntos de vista. Y papá algo sabía o presentía y por eso lloraba. Una historia de amor y fútbol que tendría un fin cinco días después, cuando Diego anunciaría su retiro, el día de su cumpleaños.<br />
Hasta el momento, fue el acto personal por excelencia que tuve con papá en mi niñez. Veintidós años después, un domingo de septiembre, papá estaba en la punta de la mesa, sentado y con la mirada fija en el televisor. Las canas le fueron ganando terreno en el pelo y la vista, junto a una galopante sordera, le han ido jugando trucos y trampas. Yo estaba al fondo de casa, haciendo el asado en la parrilla, bajo el techo de tejas rojas. Alternaba esa tarea con ir pintando la casa, ayudando a mi hermano, pasando fijador y luego el rodillo cargado de pintura. Papá nos llamó, emocionado y alegre, como llaman los chicos a jugar a la pelota al dueño de la pelota. Ya sale, dijo. Mira toda esa gente, mira qué lindo, agregó después. Nos sentamos en la mesa los tres, en silencio. Nos habíamos vuelto grandes pero aún conservábamos entre los tres ese parecido ancestral, el reflejo de todos los genes que anduvieron en camello o barco o en los malones, siempre buscando de qué vivir. Mirábamos de frente al televisor hasta que salió, nuevamente, de la manga, con el pecho hinchado hacia adelante y las piernas maltraídas. Los pelos blancos en la barba y la sonrisa de alguien que vivió la vida cinco o seis veces en algunos años. La gente, en las tribunas, aplaudía, tiraba papelitos, alentaba y gritaba como si estuviera por comenzar una guerra o, mejor aún, una nueva era. Maradona se paró en el medio de la cancha, tomó una pelota con sus dos brazos y la acurrucó en el pecho. Diego también estaba grande como recordando que los milagros perduran pero readaptando sus formas. Lloraba, Diego, mientras la gente coreaba su nombre. En ese momento, los tres, sentados en una mesa, la misma mesa que siempre estuvo en casa, también llorábamos para cada uno, sin mirarnos. Aún hoy, para un hombre, llorar está mal visto más allá de toda inclusión. Papá se levantó, se paró detrás mío, frotó su mano cansada por mi pelo y dio dos golpes en mi cabeza. A seguir jugando, me dijo. Todo va a estar bien.</div>
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(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=sjXr_G6qhVI&t=28s" target="_blank">♪</a>)</div>
Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-87086131136268279992019-09-14T01:34:00.000-03:002019-09-16T08:24:32.068-03:00A veces real, a veces ficticio<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
<i>La vida se gasta.</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>Y es miserable </i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>gastar la vida </i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>para perder </i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>libertad.</i></div>
<div style="text-align: right;">
José <i>Pepe </i>Mújica</div>
<div style="text-align: right;">
Ex Presidente de Uruguay</div>
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Un día, un cierto día, creo que fue un lunes, quizás un martes, todos los medios de comunicación, de todo el redondo mundo, se pusieron de acuerdo para lanzar un comunicado. Acá eran alrededor de las diez de la mañana, lo que quiere decir que en México serían las ocho, en España las tres de la tarde, en Australia las once de la noche y así con el resto del mundo. Claro, había gente que dormía, en la madrugada, y que luego se enteraría al despertar, quizás por el televisor o por algún mensaje en su celular.<br />
Recuerdo bien a un hombre solo, de traje y corbata, una camisa blanca y la espalda derecha pegada a la silla ergonomicamente negra. Un fondo neutro, unas hojas en su mano y el micrófono erecto. Se aclaró la voz, batió los papeles hasta acomodarlos y comenzó a hablar. <i>Querida audiencia, hemos interrumpido la programación habitual de todos los canales para hacer el siguiente anuncio</i>. Y ahí explicó eso de que en todo el mundo estaba ocurriendo lo mismo, el anuncio repetido al unísono en distintos idiomas, con distintos dialectos. Todos en sus casas, cambiaban de canal intentando entender si todo era una broma de mal gusto o si era algo que se había roto en alguna emisora o repetidora. La misma imagen, el mismo hombre solo y de traje se repetía una y otra vez.<br />
La noticia era que ya estaba, que el mundo no necesitaba trabajar más. Se había llegado al punto exacto de la róbotica y la nanotecnología en el cual trabajar, en ese momento, estaba de más. Biólogos, médicos y nutricionistas habían descubierto una forma de alimentación novedosa, abundante y accesible, lo cual no generaría gastos y estaba al alcance de todos, era algo de mezclar acelga con agua de la canilla, adicionar una fórmula y recitar un mantra. Al mismo tiempo, los laboratorios habían desarrollado una píldora, algo minúsculo, que podía detener cualquier avance de enfermedades que atacaran al organismo y que, además, podría dotar de una inteligencia tal, a nivel de las células, que generaría defensas de avanzada capaces de predecir la estructura necesaria para combatir mutaciones de enfermedades o la aparición de nuevas. A partir de ese punto, al día siguiente, según la región donde cada quien se encontrara, se comenzaría una nueva era de la humanidad donde se accedería a los elementos que garantizan la vida. Todo ser humano tendría la posibilidad de acceder a alimentos, salud y hogar, porque se había decidido también, entre los líderes mundiales, que la gente debía tener dónde vivir, las condiciones mínimas. Finalmente, el humano se encontraba habilitado para darse netamente a las artes, a la poesía, al canto, a la escritura, a la música, al teatro. O al deporte, también. Al deporte como un goce, como una expresión corporal de felicidad, de la búsqueda en compartir, de la descarga consciente y vital de energía. La gente dejaría definitivamente de correr por las plazas o avenidas, con esas caras de sufrimiento, donde sólo daban vueltas de dieciséis kilómetros para estirar el reloj de arena de la vida un poquito más. La humanidad viviría de su cosecha, de su cultivo, las manos enterradas en la tierra, el lomo apuntando al sol y el sudor de la frente goteando en el suelo punteado. Nos habían devuelto la libertad, luego de millones de años atados a grilletes y cadenas, a veces reales, a veces ficticias. Podíamos volver a nuestras pasiones, a hacer lo que realmente queríamos hacer y ser. Nos devolverían la pasión, dios santo y las jarras de vino que preparaba José. <i>¿Qué es la vida sin pasión?</i> decía el tipo solo en el televisor. <i>¡Adelante! Vayan por todo, ¡la vida es suya!</i> terminaba el anuncio.<br />
Hubo un silencio sepulcral, que duró unos cuantos segundos por no decir minutos. Entre la incredulidad y la incertidumbre, se empezaron a dar los primeros aplausos, bocinazos y la lluvia de papeles que empezaban a caer desde las ventanas de los edificios de microcentro. Luego, los noticieros empezaban a mostrar las distintas manifestaciones que sucedían en el mundo. La gente se reunía en plazas, en los monumentos, en las veras de los ríos y en los estadios. Música, carteles, cervezas y pirotecnia, constituían la imagen que se sucedía en todas las ciudades y poblados del mundo entero. El ser humano ya no trabajaría para nadie más que para sí mismo. Y con poco alcanzaba, no hacía falta demasiado.<br />
Seguido de los festejos, comenzaron algunos disturbios. Empezaron con la quema de patrulleros, el saqueo a algunas casas de electrodomésticos, en algunos países pidieron por la cabeza de sus presidentes o primeros ministros. Luego, se armaron orgías en las plazas, algunas improvisadas y otras dejaban entrever una modesta organización con su lugar para dejar las zapatillas o los baños móviles. La gente saqueaba y cogía en cualquier rincón, con todo lo que tuviera alcance. Esos fueron los primeros tres días después del anuncio.<br />
Luego, una fuerza natural, un desprendimiento cerebral que conduce a dejar lo placentero por ser repetitivo, calmó todo. Porque el placer, por sobre toda las cosas, tiene su razón de ser, su sazón, en cuanto es escaso o prohibido. En el universo no existe manifestación sin polaridad (gracias, Hundred). Y ahí el mundo comenzó a cultivar su alimento, al mismo tiempo que comenzaba la repartición de las pastillas. El sol brillaba por este hemisferio, la primavera se veía asomar.<br />
Comenzaron a crecer la cantidad de centros culturales, de lugares de reunión, de escuelas de danzas, de teatro, talleres de narración, cursos de masajes, aromaterapia. Abrían gimnasios, se enseñaba yoga en las plazas de los barrios, se alineaban los chakras en las casas de neumáticos. La gente rotaba en las actividades. El mundo olía a palo santo e incienso.<br />
Cierto momento, la rueda que impulsaba los movimientos, se fue deteniendo. Los talleres estaban ausentes de personas, las plazas también. No había mucha gente deambulando por las calles y el aroma festivo de esos primeros días se fue diluyendo paulatina y constantemente. El desanimo empezó a crecer, la intolerancia ganó terreno y la queja fue convirtiéndose en constante en la boca de las personas. La gente no encontraba su pasión. Había tiempo, sí, pero no había qué hacer con él.<br />
Los primeros suicidios ocurrieron entre el quinto y el sexto día. Aún, no paran.<br />
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(<a href="https://www.youtube.com/watch?v=QYgozRR1DLQ" target="_blank">♪</a>)*</div>
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*Recuerdo que te gustaba esta canción.</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-52013762468488501412019-09-07T19:52:00.002-03:002019-09-09T10:21:54.719-03:00Ahora después<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
<i>- A ver si sos jugador todavía.</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>- No, pero toda la vida voy a seguir jugando.</i><br />
Diego Maradona en respuesta a<br />
Fernando Niembro.<br />
(Equipo de Primera - 2001)<br />
<br />
<i><br /></i></div>
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Yo nadaba. Pero nadaba mucho, muchísimo. Nadar, para mí, era todo. Nadar era mejor que coger, para mí, en ese momento. Había comenzado de chico, mi vieja me había llevado porque tenía un problema en la espalda, algo del crecimiento, un lado de la cadera más apuntando al norte que otro. Y le dijeron que nadar hacía bien. Pero también le decían eso a la gente que se quería suicidar, o al que le fastidiaba el trabajo o aquel que encontró a su primo arriba de su novia, la propia, no la del primo, en pelotas los dos, en la casita que alquilaron para pasar quince días en Villa Gesell, que después de eso dejó de ser Villa Gesell para convertirse en un cuadro lúgubre, una luz que se apaga. A esos le decían, también, que nadar hacía bien, que tenían que ir. Porque, en definitiva, no importa qué hagas, en este occidental mundo, lo que importa es hacer. Hacer y parecer. Parecer sobre todas las cosas, eso es lo que importa. Y hacer no importa qué, lo que se te cante, lo que te quede a mano. No importa la calidad sino la cantidad. Entonces a mi me tiraron al agua y jamás pude volver a salir. Me encantaba nadar. Esa posibilidad de flotar y poder volar con la seguridad de lo maleable, la capacidad de adaptabilidad que posee el agua. Comencé yendo dos veces por semana y casi llegando a la adolescencia un profesor me propuso competir. O le dijo a mi vieja que por qué no me llevaba el sábado a una competencia al club, que eran chicos de mí categoría, que iba a estar bueno. Y mi vieja me llevó. Y mi profesor me había anotado para correr sin consultar porque veía que tenía pasta, que podía hacer algo bien en la vida y ese algo bien era eso, nadar. Fue mi primera competencia y en la última brazada, en el momento justo que tocaba con la mano contraria la pared que marcaba el final, salí a respirar, miré que los otros carriles habían chicos que iban por la mitad de la pista, y sentí, a corta edad, que eso era lo mío, esa sensación inmediata de felicidad que lo desborda todo y hace que uno se sienta inmenso, invencible. Quería sentir eso todo el tiempo y ya tenía el medio para hacerlo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Entonces nadé. Comencé a ir tres, cuatro, cinco veces por semana a entrenar. Los días de descanso salía a correr por el parque o le daba una vuelta en bici. También complementaba con ejercicios de elongación y una dieta basada en frutas y vegetales orgánicos cultivados y cosechados sólo y únicamente por personas nacidas y criadas a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Mientras seguía compitiendo. Los fines de semana, algunos días de semana, en el club, en el municipio, en el colegio, en la provincia, a nivel nación y algunas competencias internacionales dentro del Mercosur y América Latina. Había conseguido una beca del estado para solventar algunos gastos y, según las condiciones de la misma, tenía que ir dos o tres veces por mes al CeNARD por charlas, talleres y entrenamiento. En un punto, a los quince años más o menos, comencé a entrenar doble turno. Me levantaba a las cuatro y media de la mañana, desayunaba liviano y agarraba la bici hasta el club. Entrenaba de cinco y media a seis y media o siete y de ahí al colegio. Luego, salía de la escuela y volvía a ir al club, unas dos horas más. Después de eso una siesta, comer liviano y constantemente y repetir. Día tras día. De chico fui renunciando a cosas. A juntadas, a acostarme tarde, a hacer fiaca en la cama, al alcohol, ni hablar siquiera de la idea de fumar. Mis compañeros y amigos fuera del mundo de la natación no entendían cómo podía tener tal conducta. Yo sólo era el pibe que nadaba, no más que eso. Una identidad tan magníficamente creada, eso era. Yo era nadar, nadar era yo. No pesaban en mí todas las cosas perdidas y todos esos <i>ahora después</i> que les decía a mis amigos o a mi familia cuando querían contarme para una reunión o una salida. Se había fijado en mí un objetivo, una meta. No, no era sólo eso. Era algo más fuerte: un <i>propósito</i>. Cuando entendes la palabra propósito, entendes la fuerza que trae con sigo. Desde la entonación de sus consonantes hasta le intervención de sus vocales. Ni hablar de su acentuación en la <i>ó</i>. Y cala aún más cuando la haces acción, cuando transformas en movimiento todos esos pensamientos rumiantes que anidan en vos. Y yo tenía un propósito, yo quería participar en los juegos olímpicos. Era bueno-bueno, eh. Me daba la nafta, yo lo sabía. Entonces necesitaba prepararme.<br />
Habíamos planificado junto a mi profesor en presentarme a mis diecisiete años por lo que necesitaba dos años de mucho sacrificio para poder llegar en buena forma. En natación - no sé si aplica lo mismo para otras disciplinas - es requerido superar una marca, un tiempo clasificatorio, para poder competir. Año a año, esa marca se va corriendo y es más difícil llegar. Ese tiempo se calcula según las clasificaciones dadas en competencias anteriores. Cuando llega el momento, tomadores de tiempo certificados se paran al borde de la pileta y avalan el tiempo que hiciste. Es blanco o negro. Llegaste o no llegaste. Esos dos años fueron de aún más prohibiciones, de mayor soledad y concentración. Tenía una meta, un enfoque.<br />
Fue en febrero, un siete de febrero, que tuve que presentarme a las siete de la mañana en el CeNARD. La toma de tiempo sería a las diez. Pero teníamos que alistarnos todos, al menos eramos unos cuatrocientos chicos que querían participar. Habían venido de todos lados, de cada rincón del país. Se respiraba la tensión en el aire. Y te cuento todo esto por lo siguiente, vas a ver. Fue mi turno, me tocó a mí. Saltar del borde, zambullirme y nadar. Hice lo mejor que pude, nadé como un condenado. Tocaba las paredes de los límites de la pileta, veía la línea azul pintada en el fondo, mantenía una respiración constante y centrada. Lo dí todo y aún más en el último sprint. Y no llegué. Miré el <i>no</i> que gesticuló con la cabeza el toma tiempos mientras se alejaba. No llegué. Fueron dieciséis milésimas las que me dejaron afuera. No lo podía entender. Estaba en el agua, intentando recobrar el aire, el calor en el cuerpo templado por las aguas inquietas.Y no lo podía entender. Tuvieron que ayudarme a salir de la pileta, es hoy en día que aún no recuerdo cómo hice para llegar a casa.<br />
Así fue que aprendí de qué esta hecha la vida, los particulares giros que la componen. Vos quizás nunca nadaste. Quizás te dedicaste a otra cosa, qué se yo. Pero, de una forma u otra, más tarde o más temprano, tuviste que salir a dar una bocanada de aire y darte que cuenta que no llegaste, que qué hiciste con todos esos años que no vuelven más.<br />
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-46689835596872106652019-08-31T18:22:00.000-03:002019-08-31T18:22:06.280-03:00Se te escapa<div style="text-align: justify;">
De mi infancia tengo muchos recuerdos pero saltan de uno a otro. Es decir, me acuerdo cuando íbamos al camping del sindicato de donde trabajaba papá, de la pileta que parecía un océano y de ver cómo mi hermano jugaba a la pelota con los más grandes. También me acuerdo de un día en particular que fuimos y en el que yo lloraba porque no me habían dejado entrar a la pileta y mi hermano me consoló llevándome a comprar un helado. Después, recuerdo estar en una gran tormenta en tercer grado, en el patio techado del colegio, desde el cual se desprendian y volaban o caían las chapas en medio de un acto escolar. Por otro lado, se me viene a la memoria aquella vez que jugamos a la pelota desde las nueve de la mañana a las diez de la noche, casi sin parar más que para tomar agua o ir a comer; en esas tardes de verano donde uno pensaba que la vida siempre sería así, eso. Qué equivocados que estábamos. Luego, algo que se marcó a fuego en mí fue cuando elegí o, mejor dicho, nos elegimos con quien sería mi primer perrito. Porque cuando uno, sin querer, nace, las cosas ya le están dadas, y por más que a uno le dieran la oportunidad de elegir, bueno, no nos encontramos aptos para tomar decisiones en ese momento. Más adelante, la vida y el tiempo, que sólo a veces son lo mismo, te va dando chances de poder tomar una decisión y ser capataz del destino propio. Desde la remera que decidís conscientemente usar a la bolita preferida que vas a utilizar en el gallito ciego o los amigos que vas a elegir para jugar un partido después de un pan y queso. Y con los perros pasa que cuando naces, ya están en la casa, por lo general. Entonces te crías con ellos, los tomas como alguien más de la familia, que ya estaban ahí cuando llegaste. Pero cuando tuve unos seis o siete años, tuve la posibilidad de quedarme con Chopper. Fue llegar a casa con él, en brazos, su cola cortita porque nació así, el lomo blanco con algunas manchas café con leche desparramadas por el cuerpo. Me acuerdo aún hoy en día el momento exacto cuando elegí su nombre. Elegir un nombre no es fácil. Es algo que otra persona te da con una inmensidad de manifestaciones e intenciones resumidas en una conjunción de letras con las cuales te conocerán por el resto de tu vida. Sí, lo podes cambiar. Pero siempre te va acompañar, por más que de forma burocrática lo elimines de los documentos que firmes, de todos los trámites, dentro tuyo siempre sabrás que te llamaste de una forma. Otra cosa que me acuerdo es cuando tenía diez años y tomaba la comunión. Fue en el año dos mil, toda la previa al quilombo que pasaría. Papá se había quedado sin trabajo y estuvo un tiempo parado hasta que pudo rehacerse y comenzar un emprendimiento, gracias al soporte y ayuda de mamá. Nunca faltó nada en casa, no había lujos en aquella época y ni por cerca se pensaba en tener vacaciones. La cuestión es que ese día, el de la comunión, llovía. Llovía como si la lluvia se hubiera acordado que era lluvia y hubiera comprendido porqué está en el mundo, lo que tenía que hacer. Era sábado. Papá no había ido a la iglesia para quedarse a hacer el asado. Vendrían mis tíos, primas, primos, familias amigas. Habían corrido el ford escort del garage para poner las mesas dentro, en forma de u, circundante a las paredes del recinto. Todo intentaba ser amarillo y blanco. Algunos globos, las servilletas, los manteles y unos arreglos de flores plásticas atadas a un par de velas, una blanca y una amarilla, que oficiaban de centros de mesa. Mamá había ido a la iglesia conmigo, se estaban dejando de usar las hombreras que tanto en los noventa se utilizaron y quedaban aún unos últimos peinados a la permanente que, también, tanto se habían usado. Tenia puesta una camisa blanca, el pantalón gris habitual del colegio, el del lunes a viernes que ahora vestía un sábado. Los zapatos negros bien lustrados y una cinta blanca y amarilla sobre el brazo izquierdo, con la figura de una cruz. Cuando tuve que confesarme, entre semana, no sabía bien qué decir. ¿Qué cosas se confiesan?, pensaba. ¿Y por qué decirle algo a un tipo que ni siquiera me escucha, que no me mira, que está tapado por una entrerreja de madera, me absolvería de todas las cosas que hice mal? ¿Por qué algunas cosas son consideradas malas y otras buenas? Habré dicho algo sobre mentir, sobre no ayudar en casa o sobre hacer renegar a mis viejos. Tres ave maría, dos padres nuestros y listo. La cuestión surge cuando al estar en casa, los primeros que llegaron fueron mis abuelos. La abuela me tomó de los hombros con firmeza, como se tomara un mueble pesado para correr y limpiar debajo de el, y me besó. Automáticamente me soltó para destapar las empanadas que había hecho y ayudar a mamá en los preparativos. El abuelo caminaba un poco más atrás. Yo estaba en el fondo, cerca de la parrilla y cerca del garage con las mesas en forma de u. Todo amarillo, todo blanco. Y el abuelo venía caminando como caminaba él, con su andar de todos los años que se lleva encima y el pantalón gris bien subido, con la camisa dentro y un buzo que lo cubría. Tenía sus dos manos en los bolsillos del pantalón. Al verme, me dijo que me acercara. Sacó unos cincuenta pesos y quiso dármelos. Pese a mi edad, sabía lo que ocurría. Sabía que los abuelos andaban mal de plata, que las cosas estaban jodidas y no quise aceptar lo que me daba. Él se sonrío e insistió sin dejarme más remedio que tomar el billete y guardarlo a cambio de una tarjetita. Contrariamente a la abuela, él se acercó, casi inclinándose, con toda la posibilidad que las rodillas maltrechas le permitieron. Y me dijo <i>se te escapa</i>. No entendí a qué apuntaba, qué quería decir. Nunca tuve una relación cercana con el abuelo. Mis hermanos y primos tuvieron la chance de tenerlo más tiempo, ser grandes y aprovechar su presencia con más sabiduría. De él siempre tuve referencias, desde chico hasta hoy en día. Un tipo bueno por sobre todas las cosas. Pero bueno de verdad, consecuente con sus actos y pensamientos, familiero, compañero, hábil y alegre. Amante de la pesca y de los asados. Fue carpintero por los rumbos de la vida y en la juventud trabajó como <i>golondrina</i> saliendo de Santiago del Estero para ir a la cosecha de papa en Bahía Blanca, o la zafra en Tucumán, o la vendimia en Mendoza o San Juan, o la recolección de manzanas en Río Negro, y así. Mi papá siempre cuenta que una vez hablando con el abuelo, él le dijo <i>¿sabés por qué me vine de Santiago? Porque un día llegué de una zafra, de tres meses en el medio del campo, de todo el calor del mundo concentrado, lleno de plata, los bolsillos me reventaban de plata porque ahí sólo se trabajaba, desde las cinco de la mañana a las siete de la tarde, ahí no había otra cosa, y volví a mi casa, a Santiago, y no había para comer. Estábamos en el medio del monte, en Santiago, con los bolsillos llenos de plata y no había para comer. Me tuve que ir. </i>Y así voy tejiendo quién fue mi abuelo, con lo que dicen, lo bueno y lo malo. También con lo que no se dice. Somos, todos, lo que presentamos y, en mayor medida, lo que nunca fuimos o no nos animamos a ser. Dijo se te escapa, pensaba. Y cuando le iba a preguntar qué quiso decir, se adelantó para decirme <i>no sé mucho de la vida, viví y lo sigo haciendo, por impulso, por costumbre, como un tren que dejó de acelerar y no se frena porque le da lo mismo pero quiero decirte esto: no dejes que se escape. La vida, Dieguito, la vida. Mirá, acá está todo, en la familia, en los amigos, en las reuniones, un asado, un mate, un beso de tu vieja, un abrazo de tu viejo, esas empanadas de tu abuela. No corras a Europa buscándolo. Ni se te ocurra ir a hacer caridad en Haití, les chupas dos huevos vos y cualquiera que vaya allá, en Haití. No pienses en que escalar el Himalaya te hará héroe o que bañándote en un río de India vas a sumergirte malo y vas a resurgir bueno, es toda una boludez eso. En vos está el universo y lo que quieras hacer con él. Acá está la sopa, acá está el queso, acá dentro, </i>dijo martillando su dedo índice derecho en mi pecho, <i>acá tenes todo lo que necesitas. En el mundo vas a estar solo únicamente cuando te olvides de vos mismo, la puta madre.</i><br />
<i>Dejalo al nene, papá, </i>dijo mi vieja que se venía de la cocina al fondo, con las empanadas en una fuente y tapadas con un repasador. <i> Ahí vino gente, Diego. Anda a recibirlos, lleva las tarjetitas, quizás te dan algo de plata.</i><br />
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En esa época yo tenía un ford fiesta modelo noventa y cinco, el español. De un color azul algo metalizado y con el cuenta kilómetros tocado. Fue mi primer auto, yo tenía unos veinte, ventiun años. Y había visto y leído <i>Into the wild</i> y otras cosas, autores del estilo de Walt Whitman y Tolstoi. No sé bien cómo llegué a una y otra cosa, ese momento era todo energía y ganas de cambiar el mundo y el mundo era hasta donde podía estirar los dedos y me llovieron estas gigantes obras y ahí la cabeza se me dio vuelta como si el mismo Cassius Clay me hubiera dado una trompada antes de entrar a la segunda pelea contra Frazier. Y lo olvidaba, había leído mucho Bioy Casares antes. Bioy Casares estaba bien cuando tenía veinte años, menos también. Y me quedé fascinado con el cuento <i>Planes para una fuga al Carmelo</i>, más que nada quedé impactado con el título. O, más bien, con Carmelo. ¿Qué carajos es Carmelo? pensé en ese momento. Y busqué un mapa y ahí estaba Carmelo, en la costa uruguaya, en frente a la división entre Buenos Aires y Entre Ríos. Decidí que tenía que ir ahí, que tenía que ver qué era lo que tenía Carmelo. Porque Bioy Casares, Carmelo, veinte años, atan mil cabos y los dan vuelta, el mundo aún sigue pareciendo amable a esa edad y la posibilidad de una aventura genera un temblor desde la punta de los dedos hasta la sonrisa de lo desconocido.</div>
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Le hablé de mi plan a Martín, mi mejor amigo. Le conté que necesitaba ir y manejar en la ruta, cruzar a otro país y ver qué pasaba. Que Carmelo podía ser un destino o una parada, no lo sabía. Y el me preguntó cuándo quería hacer eso y le dije que la semana que viene yo salía solo. Le expliqué lo del cuento, de Into the wild y que me sentía enjaulado y necesitaba algo de sorpresa en mis días. Bueno, vamos, me dijo. No había pensado en que podíamos ir ambos, sólo le estaba contando cuáles eran mis planes pero cuando incluyó la pluralidad en el plan, pensé que no era mala idea.<br />
Preparé el auto la noche anterior. Cargué con una mochila con algo de ropa, unos libros, aceite y agua para el vehículo. Me dirigí a lo de Martín a pasar la noche ya que al siguiente día saldríamos desde su casa. En ese momento, él tenía un negocio, un almacén de barrio que funcionaba muy bien. Y en el momento en el que me fui a dormir, bien temprano para salir bien tempano, él se quedó cerrando el almacén y tomando cerveza hasta el punto de haberme levantado al día siguiente y él seguía tomando mientras miraba una película. Cargué la mochila de Martín y a Martín en el auto y emprendimos viaje.<br />
El trayecto hasta el cruce General San Martín que une Gualeguaychú con Fray Bentos, lo hice con Martín durmiendo. Ya en Uruguay, él se despertó e íbamos charlando un poco sobre la ruta, la vida, de por qué carajos hacía tanto calor y por qué no había asfalto en todo el trayecto. Desde que pasamos Fray Bentos hasta unos cincuenta kilómetros antes de Carmelo, el camino fue de tierra. Estaban reconstruyendo la ruta y tomamos un camino alternativo que nos impedía bajar los vidrios por lo que dentro del auto era todo calor.<br />
Finalmente, llegamos a Carmelo. Pasamos por la rambla a tomar una <i>Pilsen</i> y estirar las piernas. Fumamos unos cigarrillo y brindamos frente a la corriente superficial del río que no cesa de correr. Luego seguimos recorriendo, pasamos por la Plaza Artigas y vimos el monumento al prócer. Continuamos cruzando el Arroyo de las Vacas para llegar al camping en el cual nos íbamos a quedar.<br />
Eso fue todo Carmelo.<br />
El día se volvió tarde, la tarde se transformó en noche. Levantamos la carpa al lado del ford fiesta modelo noventa y cinco y nos fuimos a bañar pensando en salir a comer algo luego. Pero comenzó a llover. Y llovía como si nunca antes hubiera llovido. Como si la lluvia hubiera comprendido qué es llover y el sentido de su acto y dejó caer toda su agua de todas las formas posibles, con viento, rayos, truenos y relámpagos. El viento voló la carpa de raíz mientras nosotros aún seguíamos adentro, intentando que no se vaya para el lado del río. Tuvimos que salir, tapados con una campera y un toallón, a meter la carpa debajo del auto para que se quede allí hasta el otro día. Finalmente, disparamos dentro del ford para esperar que pare el aguacero.</div>
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En el auto, mojados, con frío y sobretodo con hambre, intentamos alimentarnos con lo que teníamos. Un paquete de galletitas y un termo con agua <i>caliente</i> que había puesto a las cinco de la mañana al salir de casa de Martín. Pasamos hambre y el frío recrudeció. No tuvimos más remedio que cagarnos de risa con lo que sucedía hasta que empezó a caer granizo y paramos de reírnos para luego soltar carcajadas imparables. Estábamos en un lugarcito del mundo, encerrados en un auto sin más opción a esperar que aparezca el día siguiente. Nadie sabia bien a ciencia cierta dónde estábamos, dijimos con Martín. Pero tuve que confesarle que en un descuido, me había escapado a pedir un teléfono y marqué el único número que recordaba y que no debía recordar. La llamé, le dije a Martín. A quién llamaste, pelotudo. Le dije donde estábamos, que si le podía avisar a mi familia, que era el único número que me acordaba. Pero vos te acordas otros números, gil. ... . Te voy a decir algo, me dijo. Está mal lo que estás haciendo, no te estás dejando salir de vos mismo, estás en una constante repetición del pasado, en un loop de todo aquello que quedó como recuerdo, y ahí estas viviendo, una y otra vez, en una puta calesita que ni anillo tiene porque no tiene otra vuelta, es la misma vuelta de mierda de siempre, boludo. Sos un tipo inteligente, siguió, me sorprende que no te des cuenta de todo esto. Todo el mundo vive y revive, todo continua pero vos estás ahí, sentado en un cine que pasa la misma película del orto una y otra vez. Ya basta, loco, ya basta. Al final vinimos acá para que escapes pero no te dejas escaparte de vos mismo.<br />
Dejó de llover mientras dormíamos. El sol apareció como pidiendo disculpas.</div>
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Creo que la tercera o cuarta vez que salimos habíamos decidido comer en la pizzería El Cuartito. Talcahuano y Paraguay, centro porteño. Esa vez tuvimos que esperar pero era sábado, un dolar más amable y se ramificaba el verano en el aire. En cambio, esta oportunidad nos encontraba en un jueves, un florido invierno y la crisis golpeando la puerta a martillazos. No importa cuando leas esto, Argentina es repetitiva, una constante debacle con breves brotes, con esporádicos veranos.</div>
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Nos habíamos encontrado antes, unos días atrás por capital. Una ciudad de casi tres millones de personas que se vuelve de seis millones de lunes a viernes para ocupar oficinas como paneles de abejas, dejando todo el polen, la chispa primigenia de cada quién, en cada reunión, teleconferencia, videoconferencia y almuerzos frente al mail. Dios Santo y la cicuta de todos los días. En ese escenario nos encontramos de golpe. Venía, por mi parte, de ver la promesa de cobrar un cheque de una aseguradora. Entraría en detalles pero esa es otra historia. Y vos venías, me dijiste, del psicólogo, uno que mezclaba terapias alternativas, musico y aromaterapia en un séptimo piso, un departamento que lindaba con un privado por un lado y una cueva donde venían guita por el otro. Podía imaginarme el aroma de ese pasillo. Dijimos de ir a comer. Todavía tengo tu número, te llamo, te dije, haciendo fácil la ecuación sin advertirlo.</div>
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El Cuartito tiene colgado por doquier banderines, fotos, camisetas y dedicatorias de fútbol y otros deportes. Nos sentamos en una mesa para dos de esas donde entran o el plato o las bebidas o la pizza pero jamás todos los elementos juntos, la máxima expresión de la racionalización o productividad. Acá quiero hacer un parate y dar una recomendación. Yo no se nada de muchas cosas, por no decir de todas, pero de aquello que se, dejame opinar. Si nunca fuiste al Cuartito, quiero decirte que tu vida aún no comenzó. Si, bueno, vivís pero no. No hasta que hayas probado la fugazzeta rellena. Una vez que lo haces, sentirás el aire llenando tus pulmones por primera vez, el rumiante y ancestral latido de tu corazón. Luego, estarás preparado para llegar al nirvana, para pedir lo mismo en La Mezzeta, palabra mayor, me pongo de pie. Sigo. Pedimos para comer y tomar, nos miramos uno al otro y hablamos sobre qué fue de nuestras vidas, qué paso desde la última vez que nos habíamos visto. Quizás es menester aclarar que aquello que motivó el encuentro o reencuentro fue aquel brillo en los ojos que vimos recíprocamente, esas ganas de decir por qué no si tan lindo la hemos pasado juntos, todos los recuerdos asomándose en pelotón. Porque si, la habíamos pasado bien, fueron excelentes años y considero que ambos no entendíamos qué fue lo que había pasado. Por eso, lo siguiente ocurrió.</div>
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Embestidos por el mismo envión que nos condujo hasta aquí, a estar enfrentados uno con el otro, hablando sobre lo vivido de cada quien, notamos que eramos dos completos extraños. Porque si bien concidiamos en que nos extrañábamos, no era a nosotros mismos sino a esa continuidad que nos quedó grabada en la memoria, esos recuerdos en movimiento de todo lo que fue y vive en constante repetición. Eramos dos extraños buscando uno en el otro la foto que alguna fue fuimos, aquello que dejamos de ser hace rato.</div>
<div style="text-align: justify;">
Al notarlo, terminamos de comer y sin decir nada nos fuimos por rumbos separados. Caminé hasta Corrientes, entré en una librería. Me topé de inmediato y sin querer el libro La invención de Morel y sonreí para mí mismo mientras que el destino se me cagaba de risa. Algo de El Kuelgue se escuchaba desde la calle.</div>
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<div style="text-align: right;">
<span style="text-align: justify;"><i>Si Dios es libertad es porque primero forjó </i></span></div>
<div style="text-align: right;">
<span style="text-align: justify;"><i>los barrotes de las jaulas que nos contienen.</i></span></div>
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Todo comenzó cuando vi una foto de un atardecer en el Taj Mahal. La mezcla de los colores, la luz que se iba apagando y los tintes blancos que se oscurecían, me atrapó. La imagen daba una sensación de calidez, de fraternidad, de un abrazo después de llorar o, mejor aún, de un abrazo antes de quebrar en llanto. Si, ahí debería situar el punto inicial que me llevó a venirme a India para siempre.<br />
Venía boyando entre las esferas de la vida: el trabajo, el amor, la familia, los amigos, la pasión. Entendí que ver todas estas enumeraciones por separado cultivaba una falta de unión conmigo mismo, algo de mí no podía asociar los distintos escenarios y eso producía una especie de angustia o malestar que creí poder subsanar viajando a la India, la cuna de toda la alineación y balanceo de estas cubiertas que son la vida. Comencé a investigar para irme de viaje, ver qué pasaba por allá.<br />
Revisando requisitos, recomendaciones y el costo del viaje, me fui adormeciendo mientras miraba de refilón a aquel hindú de ropas holgadas y de elegante sonrisa, con los ojos blancos bien profundos contrarrestados con su color de piel y que me decía que el Taj Mahal en realidad era azul, antes, cuando se hizo por primera vez. Que hubo, en su momento, una gran guerra que casi lo destruyó del todo y que obligó su reconstrucción. Al finalizarlo, decidieron pintarlo de blanco pero que en verdad era azul, azul marino. Y que desde un punto distante, como rodeando el edificio, se podía ver, aún, una parte de la antigua construcción y de su color azul original. Motivado por la curiosidad y por el ofrecimiento del improvisado guía, nos dirigimos a esa zona. Había que atravesar el río Yamuna en una balsa y ayudar a remar con unos palos cortos, introduciendo el remo en el agua como pidiendo permiso, bien suave pero sin perder energía, sin prisa pero sin pausa, hasta llegar al otro lado de la orilla donde se sorteaban una serie de árboles, maleza y movimientos errantes de algunas personas que iban y venían en la costa. Eramos siete personas en esa balsa, el guía, dos chicas de Holanda, tres franceses y yo. Entre ellos hablaban en francés y yo no entendía absolutamente nada. El Taj Mahal se nos alejaba a nuestras espaldas y el sol iba retrocediendo luego de una jornada calurosa.</div>
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Cuando llegamos, los franceses junto con las holandesas salieron corriendo para buscar observar esa pieza arquitectónica de otra época, ese azul de otros tiempos. No notaron la cantidad de personas sentadas debajo de los árboles, buscando mitigar el calor mediante las sombras. Tampoco se detuvieron a ayudar a nuestro guía con la balsa. Por mi parte, me quedé unos minutos más tirando de una cuerda mientras el guía empujaba desde el río para subir la balsa a tierra firme. Al terminar, hizo una sutil reverencia como dando las gracias. Imité el gesto más como un acto reflejo que como signo de reciprocidad. Al darme vuelta y querer seguir el rumbo de mis compañeros de lancha, quedé paralizado por toda esa gente debajo de los árboles, espantando moscas con unas ramitas de hojas marrones y sin brillo. Habían viejos y niños, algunas madres y unos pocos jóvenes lo que indicaba que los demás jóvenes y adultos se iban a buscar comida o restos de ellas o que nunca llegaban a esa etapa de la vida por la escasez que abundaba por allí, valga el oxímoron. El calor se entremezclaba con el olor del río de aguas caldosas, de ritmo constante, junto con la transpiración de los cuerpos y el hedor de las vacas que daban vueltas en rededor. Hambre, calor, humedad y olor. Esto bien podría ser cualquier parte del conurbano, pensé. Y haciéndome entender, ayudado por la buena predisposición de mi guía, me acerqué a toda esa masa de gente, de niños que no corrían por falta de energías y que sólo se movían para girar de un lado a otro en los brazos de sus madres, para preguntarles por qué, qué pasaba que no comían esas vacas ahí. Alguien respondió en hindú y mi guía traductor agachó la cabeza mientras escuchaba. Qué dijo, dale, decime, le dije en un español que él interpretó más por el énfasis que por conocer el idioma. En un rudimentario inglés me dijo que el otro dijo que las vacas no es que son sagradas, alguien inventó eso y quedaba bien para el marketing, para incentivar el turismo. Las vacas sufren, son como nosotros, por eso no las comemos. Allí, a las orillas del Yamuna, detrás de un monumento de amor, oscilando entre estar conmovido y aturdido, comprendí que el emparejamiento de las razas, de las especies, del mundo vivo, aquello que nos envuelve a todo en un marco de divina igualdad es nuestra capacidad de sufrir, la implacable manifestación de pasarla mal.<br />
Al despertar, entreverado en el sueño y la realidad, sentí calor y humedad en el cuerpo, la garganta reseca y conservaba en mi retina algunas imágenes del río y del sol que se escondía más allá del límite de la tierra. Intenté incorporarme en mí mismo, vi cómo las luces del sol se entrelazaban a través de las cortinas. Oí unos pájaros cantar afuera y las hojas de los árboles bailando en un mormullo junto al viento. Noté que no era necesario ir hasta allá, se me quitaron las ganas de ir hasta la India, al Taj Mahal. Hay monumentos más imponentes y resquebrajados dentro de uno que hay que salir a visitar.<br />
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Nunca más nos hemos vuelto a ver, perdí la cuenta de los años que pasaron pero cada tanto, usualmente cuando estoy solo o cuando paseo por alguna librería o, por qué no, cuando algo me enternece, no, esa no es la palabra... Cuando algo me moviliza, una suerte de angustia o de melancolía, me acuerdo de vos y, en particular, de aquella tarde que fue un momento bisagra para ambos, principalmente para vos, en lo inmediato y luego para mí aunque no lo supieras, tampoco yo lo sabía en ese momento.<br />
Lo cierto es que fue la última vez en que pensé sobre el asunto, cuando me encontraba caminando por una de esas calles del centro, de las cuales brota gente de la tierra y corren, siempre corren, pero no por deporte sino por apuro, y me detuve cuando creí verte, aunque no estoy seguro si eras vos o alguien muy parecida a vos, lo cual en este punto no tiene mayor relevancia porque jamás importa lo que es sino lo que hace sentir, lo que genera. Quiero decir que podías ser vos o no pero yo creo que eras vos y eso es lo que interesa. Lo cierto es que no atiné a más que quedarme inmóvil, las manos dentro de los bolsillos del saco y la mirada atenta a tu vos o no, envuelta en una especie de sobretodo gris, el pelo negro, algo ondulado, con una bufanda que tapaba tu cuello y parte de tu cara, los ojos negros grandes, con la mirada perdida, esquivando baldosas sueltas de las calles de la capital. También habían baldosas sueltas en el patio del colegio pero pocas porque intentaban arreglarlas antes de que cualquiera se surta la cara contra el piso y, así, evitar que se generen problemas más graves. En ese colegio que a mí me vio crecer desde chico, muy chico, siempre las mismas aulas, los mismos uniformes azules y grises, y vos que estudiaste en otro lado y en algún momento pensaste por qué no, por qué no seguir literatura y enseñar a otros lo que tanto te gustaba y te generaba pasión. Porque qué es la vida sin pasión, dijiste aquella primera clase que tuvimos juntos, los dos y el resto del curso, veinte chicas, ocho varones, colegio polimodal, último año de secundaria. Y a veces pienso que tuvimos clases solo los dos juntos porque al mismo tiempo se daba que el resto no le importaba sobre Ulises o sobre Hemingway o sobre El Sur, y a mí algo me había picado de más chico, en la luz de la adolescencia, de leer e imaginar tantas cosas, y te prestaba atención, a veces a medias porque tampoco podía dejar que me carguen por chupamedias o sensible o qué se yo. Tampoco te habré dicho esto pero yo esperaba desde antes, desde tercer año, para tener clases con vos, que te veía sólo entrar a los salones de los quintos años y a mí me parecías sumamente lejana, con tu boca que era toda sonrisa.<br />
Creo que fue en esa tarde que explicabas porqué te gustaba tanto Borges, qué habías encontrado en él, qué configuración le había dado a tu alma, y dijiste alma casi agarrándote el pecho frente a nosotros que nunca escuchamos decir la palabra alma de esa manera y cuando sucede, comprendes que los años, aunque pocos, los llevas al pedo porque jamás uno sintió algo de esa forma. Y entre la fascinación, la incomprensión y la búsqueda de destacar, se genera la crueldad, donde los años pocos te juegan en contra para pensar y hacer chistes, gastadas y toda la variedad de estupideces del momento, de la manada. Por eso quizás miraste para abajo y mirar para abajo frente a veintiocho adolescentes no es lo recomendado según tantos libros de pedagogía, porque parecíamos animalitos indefensos pero siempre alguno arañaba la locura o la indecencia o la aglomeración de hormonas y se aprovechaba del corazón bueno que estaba delante para sobresalir, para hacerse notar. Y vos esperabas pacientemente que nos calláramos, querías que nos hagamos grandes y responsables de nosotros mismos, eso dijiste también. Nos dabas la oportunidad de crecer y nosotros la pasamos por arriba porque a los dieciocho la cabeza está en otro lado, el enfoque y la proyección de uno mismo no pasa del fin de semana, el horizonte de vida alcanza solamente los cinco días corridos. Te pegaste al lado del pizarrón, la espalda a medio apoyar sobre la pared y los brazos entrecruzados con una fotocopia de El Sur que se iba arrugando mientras que el bullicio crecía y crecía. Mordiste bronca y angustia porque cuando vos estabas del otro lado, sentada y mirando al frente, en el magisterio donde te enseñaron a, bueno, enseñar, pensabas en todo lo que ibas a dar, la forma de tus clases, las historias que nos ibas a contar sobre la literatura y querías que todos escribiéramos, de alguna forma, con nuestras herramientas y al modo que pudiéramos. Porque escribir, dijiste, es vivir para siempre.<br />
Por eso, cuando gritaste y dijiste que nos calláramos, que ya basta, algo en vos se quebró, algo de vos dejó de ser vos. Y quisiste dar un paso atrás ante nuestra mirada que esperaba ese momento para redoblar la apuesta porque la juventud, entre muchas cosas, es tirar de la soga lo más que se pueda y desafiar todo el tiempo. Y no sé bien quién dijo, alguna de las chicas, que qué le pasaba, que estaba loca, y alguien más, entre risas y alaridos, preguntó si estabas tan nerviosa para qué fuiste a dar clases para estallar más risas y silbidos mientras vos te ibas haciendo un ovillito en vos misma, en tu pelo ondulado, en la boca que solía ser toda sonrisa.<br />
Y hoy entiendo que es tarde, siempre es tarde en esta vida para todo por eso de la experiencia que es un peine que te dan, bueno ya sabes cómo sigue. Y siempre es tarde. Porque uno comprende tarde, hay cosas que a uno no le enseñan y las tiene que ir a aprender al campo, a las trincheras, y todos damos por cierto que así es la forma de aprender. Lastimando o lastimándose. Porque verte llorar y salir del aula para nunca más volver, cuando dije que no te bancas nada, que seguro te habías peleado con tu novio, insinuando que Borges era tu novio, fue lastimar. Uno no ama hasta que no lástima.<br />
Y créeme, Sonia, si alguna vez lees esto, que lastimar también implica lastimarse, lo aprendí con los años, seguramente ya lo sabías. Porque uno carga con el llanto ajeno, con el peso de todo aquello que es irremediable.<br />
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-33092557119688753792019-07-26T18:33:00.000-03:002019-07-26T18:33:58.221-03:00Eso es todo<div style="text-align: right;">
<i>"La Sole se fue</i></div>
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<i>de lo linda que era"</i></div>
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Esto es to-to-todo amigos</div>
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Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota</div>
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Cuando levanté la vista, luego de recoger el libro y los papeles que se me habían caído al piso y que se habían entremezclados con los de ella, la reconocí. Ahogué la puteada que estaba a punto de salir, la cual se transformó en una especie de sonrisa cargada de recuerdos, como si esa misma sonrisa se hubiera dormido hace muchos años atrás, de la época de adolescente, y luego, pum, despierta de nuevo, ahí, en la esquina de la peatonal, a la salida de la farmacia. Hacía tiempo no volvía por San Pedro y de las últimas veces que había regresado, intentaba no cruzarme a nadie por lo que no asomaba el hocico por el centro o me iba de noche, sin dejar rastros. Quizás ha sido una manera inconsciente de defender los recuerdos, nunca quise ver qué había pasado con todo eso que alguna vez me había hecho feliz, prefería dormir todas aquellas historias en la memoria sin contaminarlas con la histeria de la realidad, con el paso incesante del tiempo. Debo confesar, aprovechando estas rachas de querer sacar todo de adentro, que también habrá sido una manera de defenderme de mí mismo, de no querer ver en qué me he convertido. No, no por nada malo, qué se yo. Hice lo que pude conmigo. Quizás así debería llamarse mi próximo libro. En fin, no me quejo, en parte, me fue bien, no sé. Digamos que tuve algo de éxito. Pero ¿qué es tener éxito? Valgame Dios y la Virgen que llora lágrimas de fernet, diría una especie de amigo. La comodidad de una herencia me dejo lo suficientemente bien parado para poder escribir y dedicarme con algo de repercusión a esto, además de dar algunos talleres de escritura y narración, sumado a otros de interpretación de textos. No vivía con lujos pero tampoco me faltaba para comer o hacerme de un vino digno, algo de la segunda góndola del chino. A veces me podía comprar un lindo queso para acompañar, un fontina, algún saborizado artesanal. Ahí estaba la felicidad, la materialidad del sentimiento.<br />
Pero ese día, temprano por la mañana, decidí ir por la peatonal luego de haber paseado por la rambla. Tenía que comprar algo para el dolor de cabeza que me entumecía y allí me encontré con Soledad, al recoger los papeles que se nos habían fugado de las manos al chocar uno con el otro. Los años, no sé cuántos ya, habían acentuado sus características faciales. Algunas pequeñas arrugas, la frente tensa, el brillo en los ojos, un flequillo recto de color casi negro, las pestañas arqueadas, la nariz como un botoncito y algo roja, los dos huequitos que se le formaban en los cachetes cuando sonreía y ella siempre sonreía. Creo que lo que me enamoró de ella cuando era chico era esa capacidad de poder hablar y sonreír, de hacer reír cada palabra que pronunciaba. Y en frente estaba yo, un tipo que podía escribir una novela de un tirón pero que en ese momento se quedó mudo cuando ella preguntó que cómo estás, tanto tiempo, mientras abrazaba sobre su pecho, con sus dos brazos, las hojas y la carpeta que juntó del suelo. Qué lindo verte, Abel, me dijiste. Sí, es toda una sorpresa, estás preciosa, te dije, Sole. Y te sonrojaste levemente, esquivando lo que acababa de decir. Nos pusimos a hablar sobre las cosas, y te pregunté de qué eran esas hojas, con dibujos, todas iguales. Son fotocopias, soy profesora de la escuela, la media uno, ¿te acordas? Donde íbamos los dos. Si vieras cómo son los chicos hoy, te morís. Éramos nenes de cuna comparados con estos de hoy en día. Y ahí abriste la boca, sorprendida y soltaste uno de tus brazos desde el pecho para acariciarme el antebrazo, jalándome con fuerza hacia vos. Tenes que venir, dijiste. A veces les hago leer de tus cuentos a los chicos y les cuento cómo eras vos a su edad y no se lo creen. Venite, dale. Jamás supe decirte que no. Está bien, el viernes que viene estoy ahí con vos. Y con los chicos, dijiste mordiéndote tu labio inferior.<br />
Y ahí estaba, el viernes siguiente, parado frente al portón de ingreso de la escuela media uno, mirando hacia la esquina donde fumaba los cigarrillos que le robaba a mi viejo, en el mismo lugar donde nos cagábamos a trompadas por cualquier cosa. Ahí estaba yo, usando el saco de un traje que hacía años no utilizaba, mezclado del perfume que rocíe para combatir el olor a naftalina, lo cual generó un nuevo aroma entre aquellas dos esencias. Llevaba unas hojitas para guiarme en lo que iba a decir, en lo que iba a contar. Habían reunido a toda la escuela en el viejo patio techado. Conservaba el mismo color el piso y la exacta disposición de las cosas. Sólo faltaba el viejo Quique, el portero, que seguro había muerto tiempo atrás pero juro que si lo embalsamaban y lo dejaban al lado de la banqueta que usaba para apoyar el termo y el mate junto a su trapeador, cualquier ex alumno que pasara se podría confundir en la línea de tiempo y dudar en qué año del mundo se encontraba. Todo el alumnado secundario sentado en las sillas de plástico, los profesores, la directora en el improvisado escenario junto con vos Soledad, Sole como pedías que te llamen, con tus huequitos marcados, los labios finos levemente pintados. Te miré y algo en mí se tranquilizó, pude acercarme serenamente a una silla al costado del atril.<br />
Un alumno comenzó a leer un cuento mío, de esos que escribía al principio, uno de esos desgarradores que solía crear cuando sólo me importaba chocar las sensaciones del otro, y yo escribía borracho de vino, tirado en el suelo de algún departamento o encorvado sobre la mesa del comedor, agarrándome con fuerza la cabeza y temblando palabra tras palabra. Cuando escribía con pasión, con sentimiento. Alguien comenzó a aplaudir una vez que terminó, el resto lo siguió. Me acerqué al atril con mis hojas sueltas y empecé a leerlas. Les conté un poco de mi infancia en San Pedro, las calles por donde me movía, las naranjas que se caían y continuaban cayéndose desde las copas de los árboles del centro, los torneos intercolegiales, los primeros escritores que admiré, las primeras novelas. Les conté sobre cómo comencé a escribir, qué era la inspiración, cómo desarrollar una idea. Y compartí con ellos cómo fue irse de San Pedro, qué hice en mis años vigorosos, qué había estudiado, los países por donde había viajado, las veces que me enamoré. En un arrebato de confianza, les expliqué por qué me costaba tanto volver y que aún no tenía muy en claro qué pasaría conmigo los próximos siete días, siete años, siete vidas.<br />
Algunos escuchaban con mayor atención que otros. Sole, la Sole, me miraba con algo de entusiasmo. No tenía más que decir luego de veinte minutos de hablar sin parar. Entonces decidí abrir el juego y consultar al público allí presente si tenía alguna pregunta. Y ella se levantó. Algo rubia, el guardapolvo blanco, ojos claros, unas leves pecas en la nariz. Sí, señor, quiero preguntarle algo, dijo. Está bien, ¿qué pasa?, contesté. ¿Eso es todo?, dijo. Y me trabé al contestar porque quise responder rápido entendiendo que la pregunta iba por un lado pero antes de amagar una palabra la miré nuevamente, parada entre sus compañeros, mirándome fijo, y entendí que la duda iba por otro camino. ¿Eso es todo?, volvió a repetir. Gracias, dije. Hice una reverencia al público, a los directivos, a vos Sole, también. Y me fui. Me tenía que ir.<br />
Casi como una profecía autocumplida, entendí por qué no quería volver a San Pedro o no quería cruzarme con nadie de aquella vez. No sabía que esta pregunta me esperaba ahí, en una adolescente de unos dieciséis, diecisiete años. Una persona creada, puesta en el mundo, que aprendió a caminar, a hablar, a escribir, a leer, a interpretar, a querer, a soñar, a desilusionarse, a resucitar de sus mismos infiernos, puesta ahí, para cruzarme una sola vez en la vida, en todos los años del mundo, para hacer esa pregunta, esas tres palabras. ¿Eso es todo? Luego de pensarlo y sentir desde adentro, puedo contestarte ahora, así, de esta cobarde manera, lamento no haber tenido el coraje de hacerlo en esa oportunidad. Pero si, nena, eso es todo. La vida es eso, sólo veinte minutos parado frente a una multidud que te mira.<br />
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<span style="font-size: x-small; text-align: left;">*A María Soledad Rosas. La Sole.</span><br />
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-5759194959621115942019-07-19T18:33:00.000-03:002019-07-20T09:30:51.566-03:00Casa prestada<div style="text-align: justify;">
Cuando fuimos a vivir juntos nos pareció una idea sumamente beneficiosa para los dos, en los sentidos racionales e irracionales. Con esto me refiero a que ambos alquilábamos por separado y la casita que nos prestaban quedaba casi en el punto exacto entre la distancia que teníamos uno del otro. Los motivos irracionales obedecían más que nada a la intensa necesidad que se nos hizo de intentar pasar el mayor tiempo juntos. Por su parte, la casa, aunque venida en años, conservaba la melancolía y el brillo de los años viejos, de todas las historias que habían pasado por ahí.</div>
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Quedaba sobre la calle Defensa, a dos casas de la esquina con Desmol. Pertenecía a una tía de Julieta, en realidad la había heredado un primo de ella que estaba viviendo en el exterior y, para darnos una mano y para evitar que extraños se metieran en ella, nos permitió vivir allí hasta que nosotros podamos acomodarnos un poco mejor. Los muebles estaban tapados con sábanas viejas y las sábanas viejas estaban tapadas con una película de tierra. El piso estaba algo desteñido y algunas baldocitas de parquet se habían hinchado y zafado de las otras. Había que arreglar las persianas, algunas no subían, otras no bajaban. Las cañerías estaban algo complicadas, manchones de humedad y pintura descascarada se reproducían casi siguiendo la línea de los caños galvanizados. De a poco vamos a ir arreglandolo, dijimos.</div>
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Decidimos limpiar un poco previo a mudarnos, empezamos con la cocina, luego con las piezas, la principal y dos auxiliares. Luego continuamos con la sala de estar, había un comedor aparte que decidimos repasarlo una vez mudados allí. Cortamos el pasto del frente y arreglamos las cortinas. Algunas fichas de luz no andaban y tuvimos que cambiar algunos vidrios. El sillón se había percudido e hinchado por filtraciones de agua por lo que decidimos dejarlo en el fondo, en un galponcito que previamente limpiamos. La tarea si bien ardua, era placentera. Compartíamos el tiempo juntos y estábamos construyendo algo para los dos, algo tangible y no sólo promesas de galantería. Una vez que todo estuvo medianamente prolijo, empacamos nuestras cosas en algunas cajas y nos mudamos juntos. Dejamos todo entre el living y la cocina. La primera noche dormimos sobre el colchón que pusimos en el piso, pedimos algo de comida y tomamos vinos en unos vasos de plástico. Tuvimos algo de frío pero nos teníamos uno al otro para apaciguarlo.</div>
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Una estantería llena de libros percudidos nos pareció sumamente agradable. A ella le gustaban los libros, sus diseños, ,la tipografía, la distribución de sus elementos. Por mi parte, adoraba el contenido. El Aleph, Ulises, Rayuela, Guerra y Paz, El viejo y el mar, y así se sucedían éxitos tras éxitos. La conservamos con la promesa de ir limpiando uno por uno y guardarlos en esa estantería. Fuimos acomodando nuestras cosas, dándole el toque personal a la casa. Algunas de mis pertenencias las dejamos en una de las habitaciones auxiliares por su volumen y disonancia con el resto de las disposiciones. Una guitarra, un amplificador, una bicicleta, una pila de libros. Cuando uno se muda es escalofriante cómo todo lo propio cabe en unas pocas cajas, todo lo que pudiste lograr en la vida se puede embalar en unas pocas horas.</div>
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Se fueron sucediendo los días, seguíamos trabajando en las distintas oficinas que nos garantizaban una rutina, algo de remuneración y una obra social para hacernos de medicamentos y psicólogos que nos alienaban para poder seguir soportando la mencionada rutina. Compartíamos esa felicidad del retorno a nuestro convivir. Cocinábamos juntos, a veces alguno llegaba un poco más temprano que el otro y preparaba una cena sorpresa o lo esperaba con mates y algunas tostadas o un budincito de una panadería de ahí cerca. Amar era eso, darnos el uno para el otro con pequeños movimientos, aquellos que la vida nos regalaba.</div>
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La casa fue dando cada vez más trabajo. Ambos veníamos acostumbrados a monoambientes que no requerían demasiado mantenimiento pero acá la cosa era distinta. Siempre algo por reparar o limpiar o el pasto que crecía de nuevo o las cortinas que se trababan o las goteras del techo o el parquet que saltaba o la pintura de las paredes o las cucarachas. Sin quererlo, nos fuimos cansando y postergando ciertas cosas por reparar o hacer. Intentamos ir manteniendo los ambientes por los cuales siempre nos movíamos: el living, la cocina, el baño, la habitación. Convenimos que el asunto era temporal y que estaba bien que cuidemos eso que utilizábamos. La casa quizás la irían a demoler luego, sabíamos que unas personas estaban interesadas en hacer un pequeño edificio sobre el terreno.</div>
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Movidos por la menudencia de los días, y sin preveerlo, la casa se nos fue viniendo encima. Estábamos agotados, al decir verdad. El pasto no dejaba de crecer y el techo de una de las habitaciones, la que no usábamos para nada, comenzó a hundirse en sí mismo. Entre nosotros comenzaron a darse una serie de raspones por las condiciones donde nos encontrábamos pero nos convencíamos mutuamente sobre el futuro que se nos aproximaba. Cada vez que podíamos, salíamos a tomar algo juntos, a pasear y tomar unos mates en un parque que quedaba cerca. Queríamos adoptar algún perro, uno de esos que quedan a media altura, bigotudos y con cara de vago. Pero sentíamos que la casa no iba a estar bien para él y postergamos la llegada. Por suerte, pensé en una ocasión, cuando la primera viga del techo cedió y con ella un parte de la pared. El frío general fue menguando a medida que la primavera tomaba cartas en el asunto y se hacía responsable del clima.<br />
Julieta empezó a salir un poco más con sus amigas, también había conocido unas compañeras del trabajo de las cuales siempre traía una anécdota nueva para contar hasta que dejo de hacerlo. Ella se veía feliz y, cosa extraña porque antes no me había sucedido, yo me volvía feliz por verla en ese estado. Por mi parte, en los momentos que pasaba en la casa, intentaba ordenar la estantería con los libros pero me distraía leyendo unos y otros. Usualmente recorría la vista por El viejo y el mar; siempre ha sido uno de mis libros favoritos por su capacidad de llevarme a Cuba y ver a Ernest escribiendo en una rambla, mirando de frente al viento incesante que le acaricia la cara. También me deslumbraba el por qué del nombre, esa apuesta que le hicieron a Hemingway para que titule un libro con palabras de tres letras. Algo de ello me parecía fantástico. Un día me encontraba leyendo estando solo y sentí el temblor primero y el ruido después cuando una nueva pared se derrumbó dejándome atrapado de un lado de la casa. Los escombros de aquello que se caía se acumulaban y las goteras dejaron de serlo para ser cascadas o canillas abiertas que lo bañaban todo. De a poco, la disposición azarosa de los derrumbes, fueron provocando la distancia entre nosotros ya que se volvía imposible sortearlos y llegar a vernos. Por eso, cada vez que coincidíamos en compartir el mismo <i>techo</i>, nos comunicábamos a los gritos pero manteniendo un nivel justo para no provocar el chisme en los vecinos. Podía imaginarla más allá, acurrucada en algún rincón, intentando dormir o quizás silbando despacito. A veces me imaginaba su silbido, casi lo podía oír en las canciones que solía repetir inconscientemente, en una especie de mueca de concentración cuando comenzaba a hacer algo que le gustaba y que exigía la máxima atención. Casi sin darnos cuenta, pasábamos días sin hablar o vernos pero sentíamos, o por lo menos sentía, que estábamos el uno para el otro, acompañándonos, diciéndonos buenos días o buena suerte cuando escuchábamos que el otro salía por alguna puerta dado el ruido del marco de la misma o de la cantidad de pasos que llevaba desde el punto donde uno se encontraba hasta la salida. Sentía cuando ella estaba de mal humor y ofuscada, también cuando tenía congoja del pasado o ansias del futuro. Había llegado al punto de poder presentir cuando tenía hambre o frío, también podía adivinar el momento previo cuando se decidía a acurrucarse en sí misma para pensar en qué hubiera pasado en todos los universos posibles. Creo que ella también me entendía porque a veces yo buscaba el silencio y más allá de todos los escombros o los muebles rotos, ella intentaba no moverse o respiraba despacito para darme mi <i>espacio</i>.</div>
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No puedo precisar cuánto tiempo estuvimos así, viviendo juntos y a la distancia. Tampoco puedo precisar cuándo se marchó, la nota que encontré no está fechada pero pedía que la sepa entender. La verdad que sí, que la entiendo, tampoco sé cuándo yo estuve o dejé de estar. Las cosas se nos habían venido encima tan de repente.</div>
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Diegohttp://www.blogger.com/profile/05051981396754114094noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7241627905299248927.post-4932712551346168492019-07-12T23:22:00.000-03:002019-07-12T23:22:02.831-03:00Quizás algún día entenderás<div style="text-align: right;">
<i>"Hasta hay un momento, al principio mismo;</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>en que es preciso saltar un precipicio;</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>si uno reflexiona, no lo hace."</i></div>
<div style="text-align: right;">
Jean-Paul Sartre</div>
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El largo día se convertía en cansancio y pesadez en los párpados. Manejaba en mi retorno a casa, pasando por la sombra de los árboles, con el último botón de la camisa desabrochado, intentando mitigar el calor abrazante. Cada pestaneo lo acompañaba con un consciente esfuerzo para no perder la concentración y el foco en el camino. Por un momento pensé: ¿esto es todo? Se avecinaron los días, los años, la vida hasta ese mismo instante. Era esto, cuarenta años más yendo y volviendo de oficinas hacia sólo Dios sabe dónde, bajo fríos inviernos o sucediendo calurosos veranos, cambiando zapatos, perdiendo paciencia, desgastando todos los sentidos. Era esto. La libertad prometida era una maltratada caja de fósforos.</div>
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Y llamaste, tenías que llamar, al menos eso dijiste luego. No podía creerlo. Tuve que detener el auto bajo frondozas copas de verdes hojas mientras el sol se desdibujaba entre nubes y una suave brisa comenzaba a despertar. Que tenías que llamar, que ya habían pasado algunos estos años de la última vez que hablamos y que muchas cosas habían sucedido, que querías contarme sobre ello porque, porque... Y no pudiste seguir. Te imaginé mirando el suelo, sosteniendo el teléfono con tu mano izquierda, cruzando tu brazo derecho por el pecho y dando pequeñas pataditas a inventadas palabras con tu pie, caminando en círculos ovoidales, buscando continuar.</div>
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Por mi parte, estaba desconcertado. Sabía que el tiempo había pasado, al menos eso marcaban los calendarios, desde aquella vez que nos sentamos a tomar un café en una esquina de Uriburu y alguna otra calle, se vuelve traición su nombre. Me acuerdo de tu cara al verme llegar, la blusa que teníasy la disposición de los platitod en la mesa del bar, aunque no me puedo acordar la calle, el nombre del lugar, lo que hice después de despedirnos es día, o lo que hice desde ese tiempo hasta ahora que acabas de llamar. La memoria vive seleccionando datos que se repiten infinitamente como momentos recientemente vividos a cada instante pero deja de lado otros actos perdiendolos en el olvido, provocando la sensación de que vivimos sólo unos minutos a lo largo de toda la vida. Por eso, al escucharte que habían pasado los años que dijiste, sentí que fueron cinco minutos, que pasé el tiempo sumergido en un estado de sueño, yendo y viniendo, usando camisas, leyendo algunos libros, algunas pisadas en una arena blanca, ciertas caminatas por montañas de paises vecinos. Eso fueron mis años desde aquella vez que me miraste más allá de la mesa decorada con tazas, pequeños platos, cucharas y servilletas, con esa misma mirada que estimo estabas usando para buscar palabras para continuar, la misma con la que en esa oportunidad, sin detenerte en mis ojos, jugando con unas miguitas sobre la mesa, dijiste que no, que ya se me iba a pasar, y que iba a ser cuestión de tiempo, que qué se le va a ser y te vi brillando tan apagadamente, Dios y todos los malditos milagros, eras lo único que estaba bien en este condenado mundo. Luego, sin quererlo o sin meditarlo, me contaste, sólo con tu silencio, que a vos te pasaba igual, que estabas a la espera a que el tiempo haga lo suyo y te limpie todos los sentimientos que tenías por alguien más y así poder dormir siquiera una noche sin pensar. Que darías todo por dejar de pensar, dijiste.</div>
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Porque, volviste a decir, he pensado, he pensado mucho y creo que debemos hablar, quisiera contarte algunas cosas.</div>
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Inspire y cerré los ojos. Lo único que he construido, pensé, a lo largo de estos años, en esta monoambiente vida, fue tu recuerdo, limpio de impurezas, arquitectonicamente fantástico. Luego comprendí que no habrá sido fácil entender cuando esta vez yo te dije que no, que no hacía falta vernos, después de, bueno, todo. Quizás algún día entenderas que no podría perderte una vez más, perderme una vez más.</div>
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