Qué justas son las cosas, che. Y mira que el otro día hablábamos de eso en una reunión, de las casualidades o causalidades, de qué está hecho el mundo. Yo te decía, antes, que el mundo estaba hecho de buenas intenciones y así andábamos, emparchando cada paso que dábamos, y vos hacías una mueca y pasabas el mechón de pelo que caía sobre tu cara detrás de la oreja, ¿te acordás? Vos me decías que todo es contradicción, desencuentro, todo es una permanente ausencia, y te reías achinando los ojos. Te reías y mirabas a la nada que estaba ahí nomas, echada sobre la vereda como un perro cansado y viejo que pensaba que la vida pudiera haber sido otra cosa pero que ya está; la ojeabas así como cuando se te perdía la vista en la lancha en Tigre, en las marrones aguas y en los árboles que se arrastraban sobre el río, indecisos de seguir en pie o tirarse de una vez al lecho subacuático del Delta. Qué justas son las cosas que miro para atrás y se me arremolinan esas imágenes, una tras otra apilándose como copos de nieve del primer frío en un bosque de la Patagonia. Porque desde acá te miro y con los ojos cansados te digo que alguna vez lo pensé, más de una vez en verdad, sabes cómo soy, que me quiero adelantar, que quiero controlar los piedrazos que da la vida, los atropellos, haciendo malabares, buscando saber dónde va a pegar y cómo para ya ir viendo qué hacer, cómo armarme de nuevo. El otro día me dijeron, te cuento, que los sentimientos no se manejan como pensaba, que de nada sirve anticiparse, que el razonamiento queda para saber si lo que te queda de whisky te alcanzará para una o dos noches más o si los tomates que compras hoy serán para una ensalada o una salsa. Y yo me quería adelantar, quería estar preparado y fui tejiendo lugares, aromas, escenarios, a veces llovía o era de noche o era otoño o un cumpleaños o un velorio. Me iba vistiendo diferente, usaba casi siempre el mismo perfume y en ocasiones me daba vuelta y me iba, otras te encaraba y te decía cómo, cómo hiciste y me arrodillaba abrazándome a tus piernas. Y para qué mentirte, mira, ya tanto tiempo y por qué no contarte. Si hasta iba por la casita de tus viejos a ver si encontraba tu sombra o alguna excusa para toparnos ahí de golpe. Las cosas que uno hace, viste. Pero te decía eso, que no se puede administrar lo que uno siente porque, mirá, si fuera así yo hubiera estado mejor preparado, hubiera tenido cartas para barajar o alguna salida elegante y no quedarme parado como un maniquí en recambio de vidriera, desnudo y ausente, cuando te vi cruzando la calle. Porque si, si después vos me viste y todo eso, yo te vi antes, unos veinte, veintisiete pasos antes de que me notaras, yo te había visto. Y eso que te decía del tiempo, lo que siempre me llamó la atención del tiempo, la plasticidad con la que está construido donde un fin de semana puede pasar como un pestañeo y al mismo tiempo ver una persona cruzando la calle y parándose frente a un local de ropa puede parecer una eternidad. Sentí que el pecho retumbaba convirtiéndose en un bombo legüero en una peña y que todo se congelaba, los autos se frenaban, las hojas de los árboles dejaban de caer, las nubes quedaban petrificadas. Rompí en un suspiro cuando te diste vuelta buscando cualquier otra cosa y te encontraste conmigo quieto, apostado en la esquina, mirándote. Abriste la boca levemente y los ojos se te volvieron redondos y grandes. Y te abrazó en un movimiento natural y rutinario que formaron desde el momento en que uno encuentra refugio en los brazos de alguien más. Te tomó hacía si apretando tu cabeza sobre su pecho, acurrucándote como un gorrioncito que se cayó del nido al pasto mojado y frío en una tarde de lluvia de Agosto. Y siguieron caminando luego, haciéndose uno, con un brazo sobre el cuerpo del otro.
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