viernes, 14 de marzo de 2014

Gentil genre

Fue primero el chirrido oxidado de la puerta de madera. Luego, los zapatos, los tacos de los zapatos, chocando contra el frío del mosaico. O no, en verdad fue el eco de las pisadas por sobre el pasillo y el aliento viscoso con tos de cigarrillos negros que se acercaban a la puerta que después produjo el ruido de las bisagras venidas a menos. Con su entrada, se avecinó aún más la penumbra que inundaba el recinto. Sólo tomaría un tiempo, unos instantes. Ella se alertó por los sonidos y colocó su dedo índice derecho sobre sus labios rojos carmesí cerrados en señal de silencio. De nada sirvió. No era posible distinguir nada. Tan solo el tacto sería capaz de conducirlos. Allí ella pensó que bien podría ser cualquiera quien entrara a su habitación, produciendo una extraña sensación de excitación sobre sí. Comenzó por sentir humedecerse su entrepierna y el calor que se aferraba en las orillas del elástico de su ropa interior. Apretó fuerte, bien fuerte las piernas y se recostó sobre su lado derecho, pegando su cuerpo contra la pared despintada. El frío del revoque chocando contra su ropa fina la estremeció. Pensó en la penumbra, ella bien podría ser otra, alguien más que no ser ella misma y una suerte de adrenalina y temor la abrazó al instante. Sintió los brazos de él que, sigilosamente y casi arrastrado por la memoria, se sentaba sobre el borde del colchón reservado para sí.
Se sucedieron besos cálidos, caricias avasallantes y tibios susurros, hasta que de un tirón, el vestido de ella cayó pesadamente sobre el suelo, tirando en su vuelo un portarretrato desde la mesa de luz. El ruido producido los hizo parar un momento y los dos pares de ojos se abrieron a la nada misma. Rieron uno sobre los labios del otro y continuaron.
Él se montó sobre ella comenzando con un ritmo que se encontraba entre lo armonioso y lo controlado por el afán de no producir mayores sobresaltos. Ella mordió sus besos para luego pasar a oprimir el hombro de su amante a medida que hundía sus uñas cortas en los suspiros de la espalda ancha. Esto motivó al hombre a dar rienda suelta a su goce que crecía y crecía junto al de ella quien afrontaba dificultades para contener sus gemidos hasta que la mano rugosa de él logró acallarlos. Ella lo quería ver, quería sentir sus ojos posándose sobre los propios, sentir el deseo que se desprendía de él, el deseo sólo a ella, sentir que la quería, a ella sola, por más que estén las otras; porque en su razonamiento, ella estaría siempre en su mente, como la única. Pero no podía verlo. No podía decir nada frente a esa mano grande, de hombre, que se humedecía con su propio aliento y le ahogaba los besos, los suspiros, el amor y los instintos más básicos. ¿Por qué no la quería?
El motor de unos autos lo alertaron. Dudó entre retirarse y llevarse el tiempo necesario para presentarse arreglado y no ser sorprendido en las inmediaciones de aquel dormitorio. Sin embargo, la pasión lo doblegó y continúo con sus movimientos cada vez más rápidos y más fuertes y más profundos y más cálidos y más rápidos, hasta apretar fuerte, muy fuerte la cintura de ella y quedarse quieto y resoplando, bramando como las bestias, con la mirada ausente, austera, envuelta en penumbras.
Con un golpecito suave, de la mano que oprimía la boca de ella, le indicó que se corriera. Fueron dos pequeñas palmaditas dadas con las yemas de los dedos rojos. Sin mediar palabra, se levantó el pantalón, abrochó su cinto de cuero negro gastado y tropezó en sus primeros pasos al colocarse los mocasines también negros como todo alrededor, acompañándose por el trajín del eco que producía el estallido de los tacos de los zapatos ante la naturaleza del piso. Desde el vacío de la habitación de ella, se pudo apreciar el portazo al cerrar el cuarto de él. Por su parte, ella continúo en la misma posición, sobre sus espaldas, desnuda y aún buscado la mirada de su Adonis.
Pasaron unos minutos hasta que volvió en sí de su abstracción. Se sentó sobre el borde de la cama y con la punta de los dedos del pie derecho, tanteó sobre el frío suelo hasta dar con su vestido monocromático. Se irguió entre las sombras y vistió su figura con aquella tela impersonal para su sensualidad. La sotana marrón no entendía de justicia sobre su silueta. Siquiera ello ayudaría a que nadie en la misa siguiente pensara en ella y en su cuerpo blanco marcado por los dedos del párroco.

2 comentarios:

  1. Parafraseando a Sabina, "No se le paga los suciente a las monjas" Casi como el muro de contención entre algunos clérigos, políticos, faranduleros, jueces y los chicos del coro/monaguillos/huérfanos. Entre otras cosas, tal vez una de las mejores películas de Phillip Hoffmann, La Duda. Abrazo!

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    1. No sabía tanto la frase de Sabina como la película. De la última acabo de leer la sinopsis: me parece muy buena trama.
      Y sí, no se le paga suficiente a las monjas.
      Abrazo!

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