Ir a Villa Gesell ante el cambio de estación, bajo las primeras horas del verano, se había convertido en un cliché que no sorprendía pero que, en caso de su ausencia, podría producir un destajo de soledad. Pasábamos allí las fiestas con dos matrimonios amigos de mis padres, junto a sus hijos con los cuales promediábamos la misma edad. Era la casa de la familia Garmendia. El tipo supo ejercer en aquella época un cargo de funcionario en la policía federal. El hogar se ubicaba en uno de esos barrios que ahora lindan lo privado y exclusivo, entre medio de los pinos que se erigían solemnemente, inconmovibles entre arena y la sal del viento. Una casa de dos pisos y con terraza, íntegramente blanca por fuera, con un camino de piedras minúsculas que rompían con el color verde musgo del pasto; la entrada para los autos a un costado y una serie de margaritas pintadas con delicadeza que crecían pidiendo permiso bordeando la parte frontal del lugar, antes de llegar a la galería que conduciría a la puerta principal. Un deck de madera sobresalía desde el primer piso, con una mesa rústica y un juego de cuatro sillas del mismo tono que los árboles. Pocos muebles dentro, muchos almohadones de distintos colores y tamaño, los elementos electrónicos mínimos e indispensables. Todo se desarrollaba bajo una óptica minimalista, incluso la distribución de la luz. El susurro de los pájaros era constante, dejando un efecto de musicalización backround a la estadía.
Año tras año el mismo ritual. Llegar, descargar bolsos o maletas, correr tras una pelota, el grito de la señora Garmendia para que no pisemos sus margaritas, el sabor del humo previo a la carne asada, las primeras olas que golpeaban en los frágiles y lampiños torsos y la pregunta típica entre Marcos y yo de por qué Sofía insistía en vestir con la parte de arriba de la bikini si no tenía nada para rellenarla. Luego de los brindis, robábamos un poco de alcohol y nos escondíamos los tres: Marcos, Sofía y yo en el bosque, nos sentábamos formando un semicírculo y nos pasábamos la botella capturada, mientras jugábamos a verdad o consecuencia e inventábamos historias sobre fantasmas en los bosques. Sofía era hija del otro matrimonio, de los Stein. Eso deja a Marcos Garmendia como el hijo de la casa, el niño mimado que siempre tuvo lo que quiso sin más esfuerzo que algún berrinche oportuno, pero más allá de eso era un buen chico, muy ocurrente y el mejor inventor de historias de fantasmas que jamás había conocido. Nos divertíamos entre nosotros y eso era bueno.
Hasta que un verano, sin quererlo, crecimos. Por mi parte, ir a natación desde niño, generó que mi espalda se ensanchara y se pronunciaran mis hombros, sumado a ganar altura propio del estirón de la edad. Además, algún cambio en la tonalidad de la voz y la aparición de vellos en aquellos lugares donde antes solían ser llanos. También noté cambios parecidos en Marcos cuando llegamos a Villa Gesell. Estaba más alto y un tanto más serio que antes. Lo sorprendí al llegar cuando se encontraba leyendo un libro en una hamaca paraguaya al costado de la casa. No notó mi presencia hasta que sacudí un extremo de la lona. Dejó la lectura para estrecharme en un abrazo y aprovechamos el momento para ponernos un poco al día. No pasó mucho tiempo hasta que el auto de los Stein se sintió crujir ante la gramilla del camino. Y fue cuando la vi descender a Sofía cuando en verdad comprendí que eramos distintos: un par de largas piernas firmes como roca, la cintura mínima que conducía a notar su ombligo que se asomaba por una remera corta, la misma que vedaba el acceso a la piel de unos nuevos senos que no estaban allí una temporada atrás. Nuestras caras no encajaban en el asombro. Intentando disimular, nos acercamos a saludar y ayudarlos a descargar el auto.
La playa de noche tiene una suerte de distinción no comparada con otros lugares. Veamos, durante el día, la costa es un tumulto de gente, de idas y venidas, ruidos, el mar atestado de cuerpos, niños que se pierden, vendedores de comida, de indumentaria, de accesorios, viento, pelotas, calor. Pero cuando cae el sol y gana la noche el horizonte, todo se vuelve calmo aunque sigue retumbando en uno mismo el grito sonoro del murmullo de lo colectivo, pero parece que la arena descansa, que el mar suspira, que el muelle se puede relajar para mirar unas estrellas y las nubes pueden flotar sin ser injuriadas. Y caminar por las orillas, bañarse los tobillos con el mar, las huellas que se dejan detrás en la arena húmeda, por más que sea un acto ritualista, adquiere una nueva significación cada noche, más allá que sea repetido una y otra vez. Y así lo hacíamos los tres. Caminábamos toda la madrugada, hablando o fumando, o las dos cosas al mismo tiempo. Habíamos crecido y no nos habíamos dado cuenta. O eso es lo que creía. Sucede que en la bisagra de la edad, ese momento que se brinda del pasaje entre la niñez y la adolescencia, se producen ciertas confusiones. Me refiero a que se entrecruzan las decisiones e ideas maduras y responsables con los berrinches y deseos de niño. A modo de ejemplo es como aquellas situaciones donde se reúne toda la familia y en una punta están todos los hombres adultos y en el extremo opuesto los niños; luego, existe un adolescente que si es sentado con los adultos se aburre por no poder calar dentro de la conversación pero si es sentado cerca de los niños se aburre por haber ya transitado por los chistes y los goces de los pequeños. Es un limbo, sí, esos momentos son un limbo.
Y fue así como viví los primeros minutos del año nuevo. Un limbo. Luego de cenar, del brindis, de los abrazos y los buenos deseos, cumplimos con la tradición del llevarnos alcohol y sentarnos en el bosque en nuestro semicírculo. Pero en un primer momento, estábamos sólo Sofía y yo, lo cual nos pareció extraño ya que siempre había sido Marcos quien nos esperaba. Dada las circunstancias, comencé a hablar con Sofía y noté que era muy interesante. Me contó sobre sus deseos de estudiar cine pero no para ser actriz sino para estar detrás de una cámara pero le estaba costando trabajo convencer a sus padres sobre sus sueños. Luego, comenzó a nombrarme cineastas italianos que habían motivado su pasión: Rosellini, Fellini, Visconti, Antonioni. Increíble, pensé, tan hermosa, tan apasionada y tan culta. ¿Cómo pude crecer junto a ella y encontrarme con otra persona en este momento?
Fue en ese instante donde sentimos las pisadas. En un primer momento, el susto se apoderó de ambos y Sofía se acurrucó junto a mí. Aunque al no pasó mucho tiempo y caímos en cuenta de que seguramente era Marcos que venía ambientando algún cuento de fantasmas. Efectivamente, era él quien se acercaba pero no traía consigo ninguna historia sino que portaba en su mano izquierda la pistola Colt calibre .45 que su padre solía llevar. Noté en sus ojos una suerte de extravío, acompañado por una sonrisa torcida un tanto macabra. Sin mediar palabra, hizo un gesto con el arma para que nos separemos. Sofía comenzó a reír y a decirle que deje eso, que ya estaba bien. Pero Marcos no bromeaba. Continúo con el gesto hasta que nos separamos uno del otro. Y extendió firmemente su brazo, su mano, el arma, en dirección a la frente de Sofía. Unos tres metros mediaba entre ellos, suficiente para que el recorrido del proyectil haga estragos en la pequeña Coppola. Luego, Marcos me miró a mí y extendiendo su mentón, entrecerrando sus ojos, pidió que me vaya hacia otro lado.
Me adentré al bosque y comencé a caminar, acompañado de un sudor frío que se hacía presente en mi frente y espalda. En un punto, algo cansado y confundido, me eché contra un árbol y dejé brotar unas lágrimas. No sabía bien qué estaba sucediendo ni qué tenía que hacer. La arquitectura del tiempo pareció desgranarse en ese mismo instante y pude sentir el peso de la adolescencia, de la niñez, de la vida adulta, de la ancianidad, sobre mis hombros. Lo era todo y lo era nada. Comprendí que debía volver por Sofía.
Sin embargo, al llegar, los dos estaban sentados uno frente a otro, sin hablar. Sofía era quien portaba la mirada extraviada ahora pero triste también, mientras se tomaba sus piernas, encorvando su espalda, en el fino acto de simular ser un ovillo. Por su parte, Marcos bebía de una botella trasparente y, entre sorbo y sorbo, ojeaba el arma apoyada sobre el suelo. Tan sólo atiné a sentarme junto a Sofía quien, reticentemente, rechazó mi contención. Y ahí estuvimos un buen rato los tres. Sin hablar, obnubilados en nuestras cavilaciones, suspirando y acurrucados por el suave desliz del mar.
Marcos nos hizo jurar jamás hablar sobre ello y hasta ahora nadie ha dicho nada. Los veranos dejaron de ser los mismos desde aquella vez. Habremos concurrido una o dos veces más a la casa minimalista de los Garmendia y luego cada uno de nosotros comenzó a decidir con quién pasar las fiestas. Y así, estimo, hemos intentando olvidar el asunto. Pero cada vez que me quedo solo, pasada la primer media hora de cada nuevo año, me es inevitable pensar en lo que pasó, en lo que habrá pasado, las cosas a las que se han visto sometidos por las circunstancias, esos deseos de vivir de la adolescencia con la ineptitud de ser aún niños. Y es allí cuando me invade ese aroma al pinar y, al mismo tiempo, los labios se me resecan como envueltos por el aire salado del mar, no puedo evitar pensar en Sofía, pequeña Coppola.
Notable narración Diego!! Muy cinematográfica/holística. Uno puede ver, oler y oír lo que escribís. Y en tiempos donde la noticia es Lola - uno no puede evitar pensar en ciertas coincidencias. El verano, las hormonas, el alcohol y el bosque, suelen ser generadores de nuevos fantasmas, algunos en forma de ovillo. Abrazo y que termines bien el año!
ResponderEliminarEsa fue la principal intención, buscar las sensaciones, lo que produce, lo que genera en sí mismo como el minimalismo. Y con respecto a la noticia de Lola, el cuento lo comencé antes de Navidad, fui modificando la idea, buscando las palabras y luego apareció todo el tema de la piba. Y me llama la atención la serie de similitudes. Fue raro.
EliminarSobre los fantasmas, cualquier momento es propicio para ello, ya que los espectros son exteriorizaciones de nuestras mayores miedos o barreras.
Espero que haya arrancado más que bien. Fuerte abrazo!
Ah, pero mirá vos el cambio. Es decir, solías escribirlo todo de una. Está bueno que de vez en cuando cambies el "ritmo". Que cada relato tenga el propio. Si sale de una, que así sea, ahora si cada tanto hay que tomarse un tiempo/distancia, y verlo con otros ojos/sentimientos, también. El año empezó movido, pero suele ser así. Abrazo!
EliminarClaro, antes los escribía así. Ahora me tomo un poco más de tiempo, busco encontrarle el estilo a cada relato y, además, centrarme no sólo en la historia sino en las sensaciones. Digo, para mí, fue un cambio de formas. Esto me pasó al empezar a leer más o, mejor dicho, a ver distintos estilos de escritores. Además, se forma un desafío a mí mismo cuando algo no me sale y después vuelvo, al tiempo, a buscar el principio para darle otro sentido y así.
EliminarVamos que esto recién arranca. Abrazo!