Fue en un mismo instante. Algunos rieron al verlo, a otros se les erizó la piel y se estremecieron. Hay quienes tuvieron un episodio de baja presión, de sudor frío. También estuvieron aquellos que no lo vieron al instante pero que lo notaron al ser señalados por otros. Claro que hubo de aquellos que se escarbaron la nariz o la oreja, aún con el aparato en la mano, mientras leían. En ciertos casos, directamente contestaron otros mensajes anteriores, algunos sólo cambiaron de canal, salteando publicidades.
Luego, la reacción fue desatada paulatinamente hasta volverse una cadena sólida de hechos aberrantes, como sucede con los fuegos artificiales antes del cambio de año, entre las bebidas y las abundantes fuentes de comida.
Se sucedieron llantos y gritos de desesperación. Gente que arrancaba sus autos, otros que echaban todos sus objetos que consideraban de valor encima de un vehículo para darse a la retirada, algunos que sólo atinaron a arrojarlos en la calle y quemarlos en una pira improvisada. Estuvieron, también, los más cautos que comenzaron sus propios incendios en la privacidad del patio de su casa.
Las corridas no tardaron en llegar. No era para menos aunque el descreimiento también reinaba al mismo tiempo que las masas se daban a la desesperación. Finalmente, los Estados decidieron confirmarlo. Cada mandatario de cada país interrumpió la programación de los medios de comunicación para anunciar (o ratificar) lo que ya se palpitaba: sí, todos iban a morir. O lo que es peor aún, algunos irían a morir primero y, luego, los otros se sumarían, de poco pero de forma constante. La cuota justa de incertidumbre que conduce a la desesperación.
Algo había pasado, falló el control sobre unas bacterias con las que se trabajaba en un laboratorio de Amsterdam y comenzó a esparcirse por toda Europa, luego tomó Asia, descendió a África y en poco tiempo llegó a Oceanía y también a América. Iba a pasar, de un momento a otro. Al parecer, el virus se contagiaba a través de las vías respiratorias, sólo bastaba una bocanada de aire para infectarse; luego, unos días o unas semanas bastarían para tumbar hasta al más fuerte. Un paro cardio respiratorio era lo último que sucedía, quizás episodios de vómitos, tal vez elevadas fiebres, en algunos casos el cuerpo iban dejando de moverse de un miembro a otro.
El horror. La vida podría acabar en el siguiente pestañeo y todas las cosas que no se llegaron a hacer: las vacaciones que se postergaron a Cancún, aquel que ahorraba para cambiar el auto, las secretarías que gastaron sus labios en arrugados glandes por la promesa del ascenso, las corbatas infantiles de los abogados que lloran por un abrazo de amor, los libros que fueron acumulando polvo y que no se han leído, la ropa que nunca se llegó a estrenar, los besos que fueron mezquinados, el escupitajo que ahora baila en la boca y que era para el jefe que te dijo de quedarte aquel día del cumpleaños de tu hijo terminando unas planillas, las dietas que se hicieron para vivir un poco más, todas esas noches que salieron a correr con la frustración en los hombros, todo lo que se hizo en la vida para construir un después ansiado, esperado y que ahora bien se podría ir al demonio sólo con un suspiro.
Y el desmán se brindó de forma dionisíaca. Hombres sexagenarios correteaban adolescentes y abusaban de ellas a plena luz del día, en las calles, en las esquinas. El alcohol se convirtió en bebida común junto a los saqueos de los grandes almacenes. Las fábricas cerraron, las oficinas continuaron con las luces prendidas y el mantel de papeles en cada escritorio. Los jóvenes consumían todo tipo de drogas, algunos para dilatar el tiempo, otros para acelerarlo. Las riñas callejeras se producían por robos o por el simple goce de hacerse golpear o atinar un buen zarpazo. Las mujeres dejaban a sus panzones maridos y se entregaban a los animales de bar y a las propuestas más bochornosas. Los militares recorrían las calles en un afán tonto de organizar la realidad, emprolijando el infiero aquél, como caseros de una orgía que todo lo arrasa.
Las más aberrantes acciones del ser humano se vieron plasmadas en las calles, Aristóteles no podría señalar esa distinción de zoon politikon. Tampoco cabría lo de animal social: habían liberado los zoológicos y hombres y mujeres corrían tras los ejemplares para fornicar o dejarse fornicar. Los niños lloraban en las calles y reían al mismo tiempo, las fogatas de las noches no cesaban de brillar y era motivo de reunión y de la continuidad de las más recónditas bajezas, de aquellas que sólo se reprimen en lo más profundo del corazón y que late en cada movimiento, desesperadas por salir, por liberarse.
Con el correr de los días y de las semanas, comenzaron a percatarse de que si bien hubo muertes, no fue tanto por un virus sino por la entrega a ese salvajismo, a la vida de los instintos.
Se escucharon nuevos rumores: quizás no fue un virus en Amsterdam lo que escapó, o por lo menos no fue bacterial sino virtual, algo que infectaba computadoras, que sólo permitía pornografía interracial, algo así. Errores de comunicación.
Luego, la reacción fue desatada paulatinamente hasta volverse una cadena sólida de hechos aberrantes, como sucede con los fuegos artificiales antes del cambio de año, entre las bebidas y las abundantes fuentes de comida.
Se sucedieron llantos y gritos de desesperación. Gente que arrancaba sus autos, otros que echaban todos sus objetos que consideraban de valor encima de un vehículo para darse a la retirada, algunos que sólo atinaron a arrojarlos en la calle y quemarlos en una pira improvisada. Estuvieron, también, los más cautos que comenzaron sus propios incendios en la privacidad del patio de su casa.
Las corridas no tardaron en llegar. No era para menos aunque el descreimiento también reinaba al mismo tiempo que las masas se daban a la desesperación. Finalmente, los Estados decidieron confirmarlo. Cada mandatario de cada país interrumpió la programación de los medios de comunicación para anunciar (o ratificar) lo que ya se palpitaba: sí, todos iban a morir. O lo que es peor aún, algunos irían a morir primero y, luego, los otros se sumarían, de poco pero de forma constante. La cuota justa de incertidumbre que conduce a la desesperación.
Algo había pasado, falló el control sobre unas bacterias con las que se trabajaba en un laboratorio de Amsterdam y comenzó a esparcirse por toda Europa, luego tomó Asia, descendió a África y en poco tiempo llegó a Oceanía y también a América. Iba a pasar, de un momento a otro. Al parecer, el virus se contagiaba a través de las vías respiratorias, sólo bastaba una bocanada de aire para infectarse; luego, unos días o unas semanas bastarían para tumbar hasta al más fuerte. Un paro cardio respiratorio era lo último que sucedía, quizás episodios de vómitos, tal vez elevadas fiebres, en algunos casos el cuerpo iban dejando de moverse de un miembro a otro.
El horror. La vida podría acabar en el siguiente pestañeo y todas las cosas que no se llegaron a hacer: las vacaciones que se postergaron a Cancún, aquel que ahorraba para cambiar el auto, las secretarías que gastaron sus labios en arrugados glandes por la promesa del ascenso, las corbatas infantiles de los abogados que lloran por un abrazo de amor, los libros que fueron acumulando polvo y que no se han leído, la ropa que nunca se llegó a estrenar, los besos que fueron mezquinados, el escupitajo que ahora baila en la boca y que era para el jefe que te dijo de quedarte aquel día del cumpleaños de tu hijo terminando unas planillas, las dietas que se hicieron para vivir un poco más, todas esas noches que salieron a correr con la frustración en los hombros, todo lo que se hizo en la vida para construir un después ansiado, esperado y que ahora bien se podría ir al demonio sólo con un suspiro.
Y el desmán se brindó de forma dionisíaca. Hombres sexagenarios correteaban adolescentes y abusaban de ellas a plena luz del día, en las calles, en las esquinas. El alcohol se convirtió en bebida común junto a los saqueos de los grandes almacenes. Las fábricas cerraron, las oficinas continuaron con las luces prendidas y el mantel de papeles en cada escritorio. Los jóvenes consumían todo tipo de drogas, algunos para dilatar el tiempo, otros para acelerarlo. Las riñas callejeras se producían por robos o por el simple goce de hacerse golpear o atinar un buen zarpazo. Las mujeres dejaban a sus panzones maridos y se entregaban a los animales de bar y a las propuestas más bochornosas. Los militares recorrían las calles en un afán tonto de organizar la realidad, emprolijando el infiero aquél, como caseros de una orgía que todo lo arrasa.
Las más aberrantes acciones del ser humano se vieron plasmadas en las calles, Aristóteles no podría señalar esa distinción de zoon politikon. Tampoco cabría lo de animal social: habían liberado los zoológicos y hombres y mujeres corrían tras los ejemplares para fornicar o dejarse fornicar. Los niños lloraban en las calles y reían al mismo tiempo, las fogatas de las noches no cesaban de brillar y era motivo de reunión y de la continuidad de las más recónditas bajezas, de aquellas que sólo se reprimen en lo más profundo del corazón y que late en cada movimiento, desesperadas por salir, por liberarse.
Con el correr de los días y de las semanas, comenzaron a percatarse de que si bien hubo muertes, no fue tanto por un virus sino por la entrega a ese salvajismo, a la vida de los instintos.
Se escucharon nuevos rumores: quizás no fue un virus en Amsterdam lo que escapó, o por lo menos no fue bacterial sino virtual, algo que infectaba computadoras, que sólo permitía pornografía interracial, algo así. Errores de comunicación.
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ResponderEliminarVa de nuevo: Y sí, suele suceder. Los MCM y las redes sociales, no suelen medir las consecuencias de sus contenidos y encima la gente no suele ser muy racional, sobre todo cuando el índice de pelotudez sigue creciendo, y no por una bacteria. Parece que usar más del 10% de la capacidad mental no tuvo los resultados deseados. Una pena. Pero afortunadamente en algunos blogs siguen apareciendo casos de niveles de sanidad mental aceptables. Este es uno. Abrazo!
ResponderEliminarPor caso, ¿habrá un indice de pelotudez? Digo, con tantas encuestas que se realizan...
EliminarAgrego algo más a lo que dice: me genera cierta intriga conocer hasta dónde llegarían las personas si no tuvieran que pasar penas ni condenas. Es decir, qué cosas liberaría la humanidad en caso de ser "libre", qué deseos reprimidos brotarían.
Y con eso último, algo se contradice con la sanidad mental. Muchas gracias.
Le dejo un abrazo, maestro.