sábado, 8 de diciembre de 2012

Producto del desplazamiento

Para serle sincero, no, nunca antes había amado. Ya ve, uno sólo ama en la adolescencia, como cuando hace cosas por primera vez y deposita en ellas todo el bagaje emocional, todo lo que uno contiene y lo transfiere, lo deja todo en la cancha, por así decirlo. Y así, amé, en la adolescencia, como todos, por vez primera. Completo de errores y salvedades, de falta de experiencia y de ganas de ser amado. No, señor, no me fue bien pero son los riesgos del juego, claro que en un principio no lo sabía pero acaso ¿quién lo sabe? Le pasó al 'jugador' de Dostoievsky, bien recuerda que hablamos de ello la última vez. Sí, me gustó también esa historia. En fin, los riesgos se van viendo, se manejan, se lloran también. Ella jugó conmigo, como si no fuera nada, como si mi vida valiera menos que un pan viejo y rancio, pero yo la amaba. Déjeme aquí diferenciar algo que estuve pensando desde nuestro último encuentro. Uno quiere todo el tiempo, uno, además, comete el atrevimiento de enamorarse todo el tiempo pero, sin embargo, amamos poco, casi nada. Al hablar con los distintos compañeros que tengo acá, descubrí que algunos no han amado siquiera una sola vez. Se puede atribuirle la culpa a miles de factores pero en cada uno descubrí el miedo. Todos tenían miedo a amar por tener miedo a sufrir. Otros tenían miedo a amar y ser amados, y la falta de ello en sus vidas también les aterraba por ser algo novedoso. También llegué a presenciar respuestas de que el amor no existe y todos nos movemos por el impulso de llegar a algún lado que no sabemos bien cuál es. Es decir, que el amor también ha sido una distracción para mis otros compañeros.
No quise extenderme con lo anterior pero, ya ve, me había quedado pensando al respecto y me pareció propicio hablar del tema desde ahí. La conocí en verano. Ella leía un libro de tapas viejas, en la vereda de una calle de San Telmo, sentada en una de esas silla de madera con lonas, tomando un café. Simplemente me acerqué y me senté en la mesa contigua y nos miramos. Cada vez que lo cuento, no puedo evitar pensar que fue muy similar a una película y que ese fue el primer indicio. Pero subsumido en el mar de las posibilidades y en las lagunas de sus ojos claros, balbuceé una frase de cartón prefabricada y con la sonrisa más nítida y pseudo escondida, como arrugando los pliegues de los labios para no sonreír completamente, me invito a sentarme con ella.
Recuerdo ese día no como si fuese ayer sino como si fuera siempre, como si de ahí la vida empezara. Quizás tiene que ver con eso de que conversamos al principio. Volví a amar, a ser adolescente, a inquietarme, a ser celoso de hasta la brisa que la rozara y de desearla sólo para mí, de ganas de llevarla conmigo hasta los rincones más desarreglados del mundo, de mi alma también. Entonces, ahí, con ella, sentía todo por primera vez. Noté la realidad unos meses después.
Creo que antes le conté cómo las personas nos miraban cuando salíamos a comer, a tomar algo por ahí o cuando nos reíamos a carcajadas en el subte. Nos miraban extrañados. Yo sospechaba, en un principio, que era porque Lara era hermosa, como arrancada de una publicidad y puesta a dedo al lado mío. Nunca fui un tipo agraciado, no vamos a mentir, y quizás el contraste producía el asombro de las personas. Sí, lo recuerdo. El día que entendí todo fue un viernes. Ella me decía que sí a todo lo que yo quería. No proponía planes porque decía que aquello que yo quería estaba bien, que era perfecto y jamás dudo en modificar una salida, en criticar algún estilo mío, algún modo. Como le decía, ese viernes me desperté temprano y quise sorprenderla con el desayuno. Ya sabe, café con leche, medialunas, algún dulce, jugo de naranja exprimido. Recordaba que el día anterior había comprado naranjas y que yo traía las bolsas mientras ella se reía de mi esfuerzo y cantaba por la calle. Pero llegados a casa, al tener en mi poder las llaves del portón, le pedí que tenga la bolsa de naranjas, de los dos kilos de naranjas, un momento para que pueda abrir. Luego, entramos sin mayores sobresaltos y acomodamos lo comprado en los rincones de la casa. Sin embargo, no pude encontrar las frutas en la heladera ni en el tazón de vidrio que mi madre me dió donde solía poner sus medicamentos. Las naranjas no estaban por ningún lugar de la casa.
Por último, decidí salir a comprarlas nuevamente para no hacer un alboroto del asunto. Cuando salí al portón de calle, para mi sorpresa, encontré las naranjas desparramadas por sobre la vereda, menos de los dos kilos producto del desplazamiento y del hurto inocente también. Las naranjas estaba ahí, las que quedaron, inmóviles, reflejando los primeros rayos del sol, con tintes de gotas de rocío de la noche anterior. Brillaban, eso, tenía una especie de resplandor y no me ánime a salir. Me devolví a adentro y la miré a Lara durmiendo, todavía, enredada con su desnudez en una sábana blanca. Ella también brillaba y respiraba pausadamente. Allí, lo que recuerdo, es que me senté en el porche que daba a la calle, frente a las naranjas, inmóvil. Después, sí, unos destellos de imágenes de vecinos que me hablaban, luego la ambulancia, el viaje, acá.
No quisiera mentirle pero sí, en ciertos momentos la extraño, también la veo pero la ignoro. Entiendame, doctor, la amé, creo que la sigo amando porque amar se ama una sola vez, el resto es sólo comparación, desahogos de sentimientos que pertenecen a otra situación. Y sé a lo que me abstengo, doctor. La voy a amar siempre y, por más que ella jamás fue real, lo que he sentido no podría tener mayor verdad. Lo sé, doctor, pero no me importa pasarme la vida en este neuropsiquiátrico si es condición necesaria para amar.


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2 comentarios:

  1. Loco pero no boludo-tampoco se enamoró de un bagarto ignorante con mala onda. Así cualquiera mi estimado. Anímese a amar en serio, anímese a amar a las jodidas, y después me cuenta. Abrazo!

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    1. Mi buena hermana, luego de mis fracasos amorosos, siempre me ha dicho que yo me voy a enamorar y voy a terminar con la más jodida de todas, con una hija de puta con todas las letras, que posiblemente me haga la existencia una miseria.
      Por ahora escribo, Ato, deme tiempo que la vida me hará contarle, luego, lo otro.
      Fuerte abrazo!

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