Estoy en el río. En un muelle por demás desgatado de mareas que no se deciden si subir o bajar. Ya es de noche. No, todavía no, está anocheciendo, el ciclo del tiempo. Es de tarde y el sol brinda el espectáculo diario de posarse sobre las margenes imaginarias del río. Camino por el muelle, hay personas que pasean, que compran flores secas que nunca jamás usaran, otras que llevan canastos de mimbre, pinturas estandarizadas y que emergen de una especie de catamaran. Estoy en el Tigre, está haciendo frío y las luces aclaran su voz para darse paso al canto nocturno que les deparará el resto de día. Prendo un cigarrillo mientras veo a una chica de rulos eternos que manipula en una disqueria, que también vende libros usados, unos discos. Me acerco y noto que mira vinilos de Phil Collins y que lleva, bajo el brazo derecho, un libro, lleva 'Las mil y una noches'. Una suerte de inexplicable congoja se apoderó de mí y tuve la inquietud de querer hablarle, saber su nombre, preguntarle qué opina de la eternidad. Pero ella se fue al paso que prendía un cigarrillo, mientras yo terminaba el mío.
Con un suspiro me retiré del local y continúe un camino sin andar, sin destino aparente. Ya la noche acogió al lugar. El río está calmo, las lanchas y botes no merodean la zona y se puede ver, sin esfuerzo alguno, el alma reflejada en las sinuosidades del agua. Así, noto que el lugar se comienza a llenar, nuevamente, por jóvenes, por chicos sacados de un country, de una cancha de rugby, de una caja de zucaritas que se disponen a cenar, a tomar algo, también hay un boliche nuevo donde merman muchachos y muchachitas de la misma estirpe, todo queda del lado de adentro del ligustro. Yo sigo caminando y, de a ratos, paro para observar el río, unas de las pocas cosas sencillas capaces de otorgar calma. Voy diezmando el atado de cigarrillos y pienso que es necesario buscar un quiosco, algo, pero es tarde ya, muy tarde.
Sin embargo, encuentro abierto un café, refugio de los errantes, en una esquina oscura poco transitada, distante del centro de intercambio comercial. Pero voy, lo considero acogedor y, en estos trámites, mientras menos personas vea, mucho mejor. Tomo asiento en una mesa cerca a la ventana, que también está cerca al río y pido un café doble, que también traigan un cenicero. El lugar está, sin que lo pareciera por fuera, atestado de marineros, de pescadores y de viejos ebrios que parecen parte del cuadro del bar, como una escenografía permanente y viva, como la vida misma. No prestó mucha más atención al respecto ya que prendo otro cigarrillo y el café es de una admirable calidad.
De pronto, una ráfaga de viento cálido entra por puertas y ventanas del café y las luces del lugar parpadean, todos callan y se miran unos a otros. Acto seguido, un viejo pescador, alto y cubierto de un tapado, hace su entrada y todos reanudan sus tareas anteriores. Unos juegan a los dardos, también se escuchan suplicios de un envido con pinta, de un truco con ganas de ser verdad. El último de los parroquianos, el pescador del tapado, se acerca a la barra y pide un trago, creo que ginebra. Y, en una de mis acciones más características y estúpidas, lo miro en el mismo instante que él me mira mientras se para y comienza a caminar hacia mi mesa.
Suelto una ligera puteada hacia abajo a medida que se iba acercando con un olor similar al río, como si fuera parte de las aguas. Luego, el pescador, toma asiento sin siquiera preguntar si la silla estaba ocupada. Pensé, en ese momento, que no doy la imagen de un tipo acompañado. Contra todo pronostico, el hombre no soltó una palabra, solo me miraba y esbozaba una sonrisa, como esperando un comentario de mi parte. Pasamos unos diez, quince minutos sin hablar hasta que dijo: -Las aguas están calmas esta noche.- y me estremeció el brillo de sus ojos, la fortaleza dentro de su voz. -Dentro de unas horas amanecerá y sería un desperdicio no poder navegar en la pasividad del río, ¿no es cierto?- quiso saber.
Sin desearlo, estaba consumiendo mi segundo café,compartiendo una botella de ginebra con el pescador y haciendo chistes sobre la desgracia. Fue, digamos, como un salto, como un salto de línea hacia otra parte. Recuerdo que, luego de sus primeros comentarios, el pescador se levantó, yo pestañeé y ya me encontraba en esa situación, con el vaso meciéndose en mi mano derecha, riendo, hora y media más tarde de haber entrado. Pero ya estaba en el ahora y era cuestión de seguir la corriente, siquiera hasta que salga el sol y así poder irme, intentando no faltar el respeto al pescador.
Luego de continuar en esa misma línea, el hombre se paró y me convido a que lo acompañe, que tenía que mover el bote y amarrarlo en otro lado. -Son estas mareas de mierda, que te cambian todo, de un momento a otro.- se quejó y salimos del café.
Llegados a un alejado muelle, recordé momentos de mi vida que nunca creí haber vivido. Me acontecieron increíbles ganas de tocar la lira, de saborear nuevamente las aguas dulces del amor. Cruel destino que arrebata los momentos que acabamos de vivir. Unos instantes luego de soltar amarras, le pregunté al pescador si podría llevarme a dar un paseo, que necesitaba aire para recomponerme, que una suerte de congoja invalidaba mis sentidos. El barquero accedió pero pidiéndome un óbolo, dijo que era para la nafta aunque usaba un curioso y largo remo. Se quitó el tapado que lo cubría y comenzó a remar, mientras yo yacía sobre la proa del bote, mirando al horizonte, al nunca jamás.
Estuvimos navegando por un tiempo parecido a la eternidad pero sin que amanezca, sin la fragilidad de los relojes. Entre los elementos que comprendían a la utilería del bote, encontré un instrumento de cuerdas y comencé, como si lo supiera de toda la vida, de otras vidas, a tocar melodías para acompañar el viaje. Pude ver como el barquero mezclaba sus lágrimas con las aguas del río. Seguimos del mismo modo hasta llegar a cercanías de nuevas tierras. Pero, pensé, que esto, en Tigre, siempre pasa, está repleto de islas que nacen con cada día. No me sorprendí cuando Caronte, el barquero, me pidió que bajara, que hasta acá tenía que llegar, acá iba a encontrar mi destino y me estrechó la mano. Por último, me comentó que allá me esperaban, que camine, que siga tocando, que continué cantando, que no baje los brazos.
Y, ahora estoy acá, más o menos fue todo eso lo que pasó. Creo que está amaneciendo y deberíamos concluir con esto. Ay, Hades, tanto tiempo, viejo amigo.
Imagen de acá