lunes, 25 de julio de 2016

Luciérnagas

Sé bien que no me viste. No podrías. Los ángulos, el tránsito, el ritmo de los semáforos, ese apuro propio de un viernes por la tarde que llevan todos, que llevamos, qué va. Ese apuro, decía, de querer que nada se nos escape, de aprovechar cada instante y segundo que se preste. En ocasiones he pensado que si en algún momento alguien quisiera organizar un apocalipsis, debería realizarlo un viernes entre las 18 y las 20 horas. Ya tenemos la práctica.
Pero yo sí pude verte. Al principio fue un sobresalto, una palma de mano que asestó contra mi pecho, quitándome aire y rítmico cardíaco al mismo tiempo. Salivé y tragué. Nadie dice salivé antes de intentar explicar las implicancias de la serie de sentimientos que lo asaltan. De eso solías hablarme, también. El sobresalto, bien decía. Pude verte y seis, cinco, cuatro años de distancia se volvieron sólo un pestañeo. Estabas tensa, muy tensa, manejando. La espalda erguida delante del respaldo del asiento. Los anteojos estrellados en la nariz y la boca abierta con los labios resecos como solían lucirte cuando te quedabas pensante mirando desde el balcón hacia las luces de los otros edificios con tu rostro apostado en tu mano, y donde te preguntaba qué te pasaba y vos salías de tu abstracción y me mirabas sonriente sin decir nada y frotabas mi brazo desde el hombro hacia abajo en tres o cuatro movimientos y nunca te dije que cuando lo hacías sentía todas las caricias del mundo en esos tres o cuatro movimientos y creía que era capaz de hacerlo todo tan sólo con proponérmelo. Y manejabas con las dos manos aferradas al volante y el cabello revuelto y sostenido por dos giros en el final de tu figura y las pupilas dulces se te astillaron de fríos espejos de preocupación, los semáforos, los taxis, la música de la radio, la tensión que se formaba detrás de tus omoplatos y en la base de tu espalda mientras tu celular sonaba con el llamado de él que aguardaba también esos tres o cuatro movimientos desde el hombro hacia abajo. Y no sabías bien si contestar, si seguir, si cambiar la radio, si irte a otra provincia a hacer lo que puedas porque también acá estabas haciendo lo que podías y no resultaba como lo planeabas pero acá, por lo menos, conocías las calles, los lugares donde pasaban buena música y contabas con rostros familiares aunque se han venido extraños y más extraños a medida que han pasado los días.
Estaba por cruzar la calle, tenía el paso habilitado para hacerlo. La noche iba comiéndolo todo y el frío se había vuelto implacable, acentuándose en los últimos días. Quise dar un paso pero algo en mí no lo permitió. No quise adivinar qué pensamiento o voluntad me dejó ahí, mirándote. Pensé que en cualquier otro momento me hubiera lanzado hacia dónde estabas, inventando alguna excusa que explicara mi comportamiento, el qué bien te ves, qué terrible el tráfico, el podemos hablar unos segundos. Pero permanecí allí, distante a la imagen que hubiera practicado bajo otras circunstancias. 
Finalmente, las luces mecánicamente cambiaron y luego de algunos autos más, pudiste avanzar. Te seguí con la mirada aunque vos no podrías percatarte de ello. Y luego, nuevamente, tuve el acceso a avanzar. Di la serie de pasos que conducían a mi destino pensando en esto que debía escribir. Existe de aquello que uno debe de escribir tanto como existe de lo otro lo cual jamás debe escribirse. Y tuve la mirada extraviada buscando las palabras en los rincones de los negocios y en las colillas de cigarrillos que inundaban las veredas como esas luciérnagas que vos me contabas, con el rostro sobre tu mano en el balcón y la mirada ausente entre las luces de los otros edificios que también parecían luciérnagas, que se configuraban en el campo cuando caía el sol, en la casa de tus abuelos, y que vos las atrapabas para guardarlas y llevarlas siempre a tu lado aunque no sobrevivían más que una noche dentro del frasco de dulces que tu abuela te daba. Y vos llorabas porque no entendías por qué las luciérnagas no querían quedarse y brillar, y es que no es fácil entender que las luciérnagas nos desprecian por ello y que sólo quieren ser un recuerdo en nuestros propios destellos y por eso fueron, poco a poco, erosionandose de nuestros días.