sábado, 31 de agosto de 2019

Se te escapa

De mi infancia tengo muchos recuerdos pero saltan de uno a otro. Es decir, me acuerdo cuando íbamos al camping del sindicato de donde trabajaba papá, de la pileta que parecía un océano y de ver cómo mi hermano jugaba a la pelota con los más grandes. También me acuerdo de un día en particular que fuimos y en el que yo lloraba porque no me habían dejado entrar a la pileta y mi hermano me consoló llevándome a comprar un helado. Después, recuerdo estar en una gran tormenta en tercer grado, en el patio techado del colegio, desde el cual  se desprendian y volaban o caían las chapas en medio de un acto escolar. Por otro lado, se me viene a la memoria aquella vez que jugamos a la pelota desde las nueve de la mañana a las diez de la noche, casi sin parar más que para tomar agua o ir a comer; en esas tardes de verano donde uno pensaba que la vida siempre sería así, eso. Qué equivocados que estábamos. Luego, algo que se marcó a fuego en mí fue cuando elegí o, mejor dicho, nos elegimos con quien sería mi primer perrito. Porque cuando uno, sin querer, nace, las cosas ya le están dadas, y por más que a uno le dieran la oportunidad de elegir, bueno, no nos encontramos aptos para tomar decisiones en ese momento. Más adelante, la vida y el tiempo, que sólo a veces son lo mismo, te va dando chances de poder tomar una decisión y ser capataz del destino propio. Desde la remera que decidís conscientemente usar a la bolita preferida que vas a utilizar en el gallito ciego o los amigos que vas a elegir para jugar un partido después de un pan y queso. Y con los perros pasa que cuando naces, ya están en la casa, por lo general. Entonces te crías con ellos, los tomas como alguien más de la familia, que ya estaban ahí cuando llegaste. Pero cuando tuve unos seis o siete años, tuve la posibilidad de quedarme con Chopper. Fue llegar a casa con él, en brazos, su cola cortita porque nació así, el lomo blanco con algunas manchas café con leche desparramadas por el cuerpo. Me acuerdo aún hoy en día el momento exacto cuando elegí su nombre. Elegir un nombre no es fácil. Es algo que otra persona te da con una inmensidad de manifestaciones e intenciones resumidas en una conjunción de letras con las cuales te conocerán por el resto de tu vida. Sí, lo podes cambiar. Pero siempre te va acompañar, por más que de forma burocrática lo elimines de los documentos que firmes, de todos los trámites, dentro tuyo siempre sabrás que te llamaste de una forma. Otra cosa que me acuerdo es cuando tenía diez años y tomaba la comunión. Fue en el año dos mil, toda la previa al quilombo que pasaría. Papá se había quedado sin trabajo y estuvo un tiempo parado hasta que pudo rehacerse y comenzar un emprendimiento, gracias al soporte y ayuda de mamá. Nunca faltó nada en casa, no había lujos en aquella época y ni por cerca se pensaba en tener vacaciones. La cuestión es que ese día, el de la comunión, llovía. Llovía como si la lluvia se hubiera acordado que era lluvia y hubiera comprendido porqué está en el mundo, lo que tenía que hacer. Era sábado. Papá no había ido a la iglesia para quedarse a hacer el asado. Vendrían mis tíos, primas, primos, familias amigas. Habían corrido el ford escort del garage para poner las mesas dentro, en forma de u, circundante a las paredes del recinto. Todo intentaba ser amarillo y blanco. Algunos globos, las servilletas, los manteles y unos arreglos de flores plásticas atadas a un par de velas, una blanca y una amarilla, que oficiaban de centros de mesa. Mamá había ido a la iglesia conmigo, se estaban dejando de usar las hombreras que tanto en los noventa se utilizaron y quedaban aún unos últimos peinados a la permanente que, también, tanto se habían usado. Tenia puesta una camisa blanca, el pantalón gris habitual del colegio, el del lunes a viernes que ahora vestía un sábado. Los zapatos negros bien lustrados y una cinta blanca y amarilla sobre el brazo izquierdo, con la figura de una cruz. Cuando tuve que confesarme, entre semana, no sabía bien qué decir. ¿Qué cosas se confiesan?, pensaba. ¿Y por qué decirle algo a un tipo que ni siquiera me escucha, que no me mira, que está tapado por una entrerreja de madera, me absolvería de todas las cosas que hice mal? ¿Por qué algunas cosas son consideradas malas y otras buenas? Habré dicho algo sobre mentir, sobre no ayudar en casa o sobre hacer renegar a mis viejos. Tres ave maría, dos padres nuestros y listo. La cuestión surge cuando al estar en casa, los primeros que llegaron fueron mis abuelos. La abuela me tomó de los hombros con firmeza, como se tomara un mueble pesado para correr y limpiar debajo de el, y me besó. Automáticamente me soltó para destapar las empanadas que había hecho y ayudar a mamá en los preparativos. El abuelo caminaba un poco más atrás. Yo estaba en el fondo, cerca de la parrilla y cerca del garage con las mesas en forma de u. Todo amarillo, todo blanco. Y el abuelo venía caminando como caminaba él, con su andar de todos los años que se lleva encima y el pantalón gris bien subido, con la camisa dentro y un buzo que lo cubría. Tenía sus dos manos en los bolsillos del pantalón. Al verme, me dijo que me acercara. Sacó unos cincuenta pesos y quiso dármelos. Pese a mi edad, sabía lo que ocurría. Sabía que los abuelos andaban mal de plata, que las cosas estaban jodidas y no quise aceptar lo que me daba. Él se sonrío e insistió sin dejarme más remedio que tomar el billete y guardarlo a cambio de una tarjetita. Contrariamente a la abuela, él se acercó, casi inclinándose, con toda la posibilidad que las rodillas maltrechas le permitieron. Y me dijo se te escapa. No entendí a qué apuntaba, qué quería decir. Nunca tuve una relación cercana con el abuelo. Mis hermanos y primos tuvieron la chance de tenerlo más tiempo, ser grandes y aprovechar su presencia con más sabiduría. De él siempre tuve referencias, desde chico hasta hoy en día. Un tipo bueno por sobre todas las cosas. Pero bueno de verdad, consecuente con sus actos y pensamientos, familiero, compañero, hábil y alegre. Amante de la pesca y de los asados. Fue carpintero por los rumbos de la vida y en la juventud trabajó como golondrina saliendo de Santiago del Estero para ir a la cosecha de papa en Bahía Blanca, o la zafra en Tucumán, o la vendimia en Mendoza o San Juan, o la recolección de manzanas en Río Negro, y así. Mi papá siempre cuenta que una vez hablando con el abuelo, él le dijo ¿sabés por qué me vine de Santiago? Porque un día llegué de una zafra, de tres meses en el medio del campo, de todo el calor del mundo concentrado, lleno de plata, los bolsillos me reventaban de plata porque ahí sólo se trabajaba, desde las cinco de la mañana a las siete de la tarde, ahí no había otra cosa, y volví a mi casa, a Santiago, y no había para comer. Estábamos en el medio del monte, en Santiago, con los bolsillos llenos de plata y no había para comer. Me tuve que ir. Y así voy tejiendo quién fue mi abuelo, con lo que dicen, lo bueno y lo malo. También con lo que no se dice. Somos, todos, lo que presentamos y, en mayor medida, lo que nunca fuimos o no nos animamos a ser. Dijo se te escapa, pensaba. Y cuando le iba a preguntar qué quiso decir, se adelantó para decirme no sé mucho de la vida, viví y lo sigo haciendo, por impulso, por costumbre, como un tren que dejó de acelerar y no se frena porque le da lo mismo pero quiero decirte esto: no dejes que se escape. La vida, Dieguito, la vida. Mirá, acá está todo, en la familia, en los amigos, en las reuniones, un asado, un mate, un beso de tu vieja, un abrazo de tu viejo, esas empanadas de tu abuela. No corras a Europa buscándolo. Ni se te ocurra ir a hacer caridad en Haití, les chupas dos huevos vos y cualquiera que vaya allá, en Haití. No pienses en que escalar el Himalaya te hará héroe o que bañándote en un río de India vas a sumergirte malo y vas a resurgir bueno, es toda una boludez eso. En vos está el universo y lo que quieras hacer con él. Acá está la sopa, acá está el queso, acá dentro, dijo martillando su dedo índice derecho en mi pecho, acá tenes todo lo que necesitas. En el mundo vas a estar solo únicamente cuando te olvides de vos mismo, la puta madre.
Dejalo al nene, papá, dijo mi vieja que se venía de la cocina al fondo, con las empanadas en una fuente y tapadas con un repasador.  Ahí vino gente, Diego. Anda a recibirlos, lleva las tarjetitas, quizás te dan algo de plata.


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viernes, 23 de agosto de 2019

Planes para una fuga

En esa época yo tenía un ford fiesta modelo noventa y cinco, el español. De un color azul algo metalizado y con el cuenta kilómetros tocado. Fue mi primer auto, yo tenía unos veinte, ventiun años. Y había visto y leído Into the wild y otras cosas, autores del estilo de Walt Whitman y Tolstoi. No sé bien cómo llegué a una y otra cosa, ese momento era todo energía y ganas de cambiar el mundo y el mundo era hasta donde podía estirar los dedos y me llovieron estas gigantes obras y ahí la cabeza se me dio vuelta como si el mismo Cassius Clay me hubiera dado una trompada antes de entrar a la segunda pelea contra Frazier. Y lo olvidaba, había leído mucho Bioy Casares antes. Bioy Casares estaba bien cuando tenía veinte años, menos también. Y me quedé fascinado con el cuento Planes para una fuga al Carmelo, más que nada quedé impactado con el título. O, más bien, con Carmelo. ¿Qué carajos es Carmelo? pensé en ese momento. Y busqué un mapa y ahí estaba Carmelo, en la costa uruguaya, en frente a la división entre Buenos Aires y Entre Ríos. Decidí que tenía que ir ahí, que tenía que ver qué era lo que tenía Carmelo. Porque Bioy Casares, Carmelo, veinte años, atan mil cabos y los dan vuelta, el mundo aún sigue pareciendo amable a esa edad y la posibilidad de una aventura genera un temblor desde la punta de los dedos hasta la sonrisa de lo desconocido.
Le hablé de mi plan a Martín, mi mejor amigo. Le conté que necesitaba ir y manejar en la ruta, cruzar a otro país y ver qué pasaba. Que Carmelo podía ser un destino o una parada, no lo sabía. Y el me preguntó cuándo quería hacer eso y le dije que la semana que viene yo salía solo. Le expliqué lo del cuento, de Into the wild y que me sentía enjaulado y necesitaba algo de sorpresa en mis días. Bueno, vamos, me dijo. No había pensado en que podíamos ir ambos, sólo le estaba contando cuáles eran mis planes pero cuando incluyó la pluralidad en el plan, pensé que no era mala idea.
Preparé el auto la noche anterior. Cargué con una mochila con algo de ropa, unos libros, aceite y agua para el vehículo. Me dirigí a lo de Martín a pasar la noche ya que al siguiente día saldríamos desde su casa. En ese momento, él tenía un negocio, un almacén de barrio que funcionaba muy bien. Y en el momento en el que me fui a dormir, bien temprano para salir bien tempano, él se quedó cerrando el almacén y tomando cerveza hasta el punto de haberme levantado al día siguiente y él seguía tomando mientras miraba una película. Cargué la mochila de Martín y a Martín en el auto y emprendimos viaje.
El trayecto hasta el cruce General San Martín que une Gualeguaychú con Fray Bentos, lo hice con Martín durmiendo. Ya en Uruguay, él se despertó e íbamos charlando un poco sobre la ruta, la vida, de por qué carajos hacía tanto calor y por qué no había asfalto en todo el trayecto. Desde que pasamos Fray Bentos hasta unos cincuenta kilómetros antes de Carmelo, el camino fue de tierra. Estaban reconstruyendo la ruta y tomamos un camino alternativo que nos impedía bajar los vidrios por lo que dentro del auto era todo calor.
Finalmente, llegamos a Carmelo. Pasamos por la rambla a tomar una Pilsen y estirar las piernas. Fumamos unos cigarrillo y brindamos frente a la corriente superficial del río que no cesa de correr. Luego seguimos recorriendo, pasamos por la Plaza Artigas y vimos el monumento al prócer. Continuamos cruzando el Arroyo de las Vacas para llegar al camping en el cual nos íbamos a quedar.
Eso fue todo Carmelo.
El día se volvió tarde, la tarde se transformó en noche. Levantamos la carpa al lado del ford fiesta modelo noventa y cinco y nos fuimos a bañar pensando en salir a comer algo luego. Pero comenzó a llover. Y llovía como si nunca antes hubiera llovido. Como si la lluvia hubiera comprendido qué es llover y el sentido de su acto y dejó caer toda su agua de todas las formas posibles, con viento, rayos, truenos y relámpagos. El viento voló la carpa de raíz mientras nosotros aún seguíamos adentro, intentando que no se vaya para el lado del río. Tuvimos que salir, tapados con una campera y un toallón, a meter la carpa debajo del auto para que se quede allí hasta el otro día. Finalmente, disparamos dentro del ford para esperar que pare el aguacero.
En el auto, mojados, con frío y sobretodo con hambre, intentamos alimentarnos con lo que teníamos. Un paquete de galletitas y un termo con agua caliente que había puesto a las cinco de la mañana al salir de casa de Martín. Pasamos hambre y el frío recrudeció. No tuvimos más remedio que cagarnos de risa con lo que sucedía hasta que empezó a caer granizo y paramos de reírnos para luego soltar carcajadas imparables. Estábamos en un lugarcito del mundo, encerrados en un auto sin más opción a esperar que aparezca el día siguiente. Nadie sabia bien a ciencia cierta dónde estábamos, dijimos con Martín. Pero tuve que confesarle que en un descuido, me había escapado a pedir un teléfono y marqué el único número que recordaba y que no debía recordar. La llamé, le dije a Martín. A quién llamaste, pelotudo. Le dije donde estábamos, que si le podía avisar a mi familia, que era el único número que me acordaba. Pero vos te acordas otros números, gil. ... . Te voy a decir algo, me dijo. Está mal lo que estás haciendo, no te estás dejando salir de vos mismo, estás en una constante repetición del pasado, en un loop de todo aquello que quedó como recuerdo, y ahí estas viviendo, una y otra vez, en una puta calesita que ni anillo tiene porque no tiene otra vuelta, es la misma vuelta de mierda de siempre, boludo. Sos un tipo inteligente, siguió, me sorprende que no te des cuenta de todo esto. Todo el mundo vive y revive, todo continua pero vos estás ahí, sentado en un cine que pasa la misma película del orto una y otra vez. Ya basta, loco, ya basta. Al final vinimos acá para que escapes pero no te dejas escaparte de vos mismo.
Dejó de llover mientras dormíamos. El sol apareció como pidiendo disculpas.

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sábado, 17 de agosto de 2019

La foto que alguna vez fuimos

Creo que la tercera o cuarta vez que salimos habíamos decidido comer en la pizzería El Cuartito. Talcahuano y Paraguay, centro porteño. Esa vez tuvimos que esperar pero era sábado, un dolar más amable y se ramificaba el verano en el aire. En cambio, esta oportunidad nos encontraba en un jueves, un florido invierno y la crisis golpeando la puerta a martillazos. No importa cuando leas esto, Argentina es repetitiva, una constante debacle con breves brotes, con esporádicos veranos.
Nos habíamos encontrado antes, unos días atrás por capital. Una ciudad de casi tres millones de personas que se vuelve de seis millones de lunes a viernes para ocupar oficinas como paneles de abejas, dejando todo el polen, la chispa primigenia de cada quién, en cada reunión, teleconferencia, videoconferencia y almuerzos frente al mail. Dios Santo y la cicuta de todos los días. En ese escenario nos encontramos de golpe. Venía, por mi parte, de ver la promesa de cobrar un cheque de una aseguradora. Entraría en detalles pero esa es otra historia. Y vos venías, me dijiste, del psicólogo, uno que mezclaba terapias alternativas, musico y aromaterapia en un séptimo piso, un departamento que lindaba con un privado por un lado y una cueva donde venían guita por el otro. Podía imaginarme el aroma de ese pasillo. Dijimos de ir a comer. Todavía tengo tu número, te llamo, te dije, haciendo fácil la ecuación sin advertirlo.
El Cuartito tiene colgado por doquier banderines, fotos, camisetas y dedicatorias de fútbol y otros deportes. Nos sentamos en una mesa para dos de esas donde entran o el plato o las bebidas o la pizza pero jamás todos los elementos juntos, la máxima expresión de la racionalización o productividad. Acá quiero  hacer un parate  y dar una recomendación. Yo no se nada de muchas cosas, por no decir de todas, pero de aquello que se, dejame opinar. Si nunca fuiste al Cuartito, quiero decirte que tu vida aún no comenzó. Si, bueno, vivís pero no. No hasta que hayas probado la fugazzeta rellena. Una vez que lo haces, sentirás el aire llenando tus pulmones por primera vez, el rumiante y ancestral latido de tu corazón. Luego, estarás preparado para llegar al nirvana, para pedir lo mismo en La Mezzeta, palabra mayor, me pongo de pie. Sigo. Pedimos para comer y tomar, nos miramos uno al otro y hablamos sobre qué fue de nuestras vidas, qué paso desde la última vez que nos habíamos visto. Quizás es menester aclarar que aquello que motivó el encuentro o reencuentro fue aquel brillo en los ojos que vimos recíprocamente, esas ganas de decir por qué no si tan lindo la hemos pasado juntos, todos los recuerdos asomándose en pelotón. Porque si, la habíamos pasado bien, fueron excelentes años y considero que ambos no entendíamos qué fue lo que había pasado. Por eso, lo siguiente ocurrió.
Embestidos por el mismo envión que nos condujo hasta aquí, a estar enfrentados uno con el otro, hablando sobre lo vivido de cada quien, notamos que eramos dos completos extraños. Porque si bien concidiamos en que nos extrañábamos, no era a nosotros mismos sino a esa continuidad  que nos quedó grabada en la memoria, esos recuerdos en movimiento de todo lo que fue y vive en constante repetición. Eramos dos extraños buscando uno en el otro la foto que alguna fue fuimos, aquello que dejamos de ser hace rato.
Al notarlo, terminamos de comer y sin decir nada nos fuimos por rumbos separados. Caminé hasta Corrientes, entré en una librería. Me topé de inmediato y sin querer el libro La invención de Morel y sonreí para mí mismo mientras que el destino se me cagaba de risa. Algo de El Kuelgue se escuchaba desde la calle.

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viernes, 9 de agosto de 2019

Se me quitaron las ganas

Si Dios es libertad es porque primero forjó 
los barrotes de las jaulas que nos contienen.

Todo comenzó cuando vi una foto de un atardecer en el Taj Mahal. La mezcla de los colores, la luz que se iba apagando y los tintes blancos que se oscurecían, me atrapó. La imagen daba una sensación de calidez, de fraternidad, de un abrazo después de llorar o, mejor aún, de un abrazo antes de quebrar en llanto. Si, ahí debería situar el punto inicial que me llevó a venirme a India para siempre.
Venía boyando entre las esferas de la vida: el trabajo, el amor, la familia, los amigos, la pasión. Entendí que ver todas estas enumeraciones por separado cultivaba una falta de unión conmigo mismo, algo de mí no podía asociar los distintos escenarios y eso producía una especie de angustia o malestar que creí poder subsanar viajando a la India, la cuna de toda la alineación y balanceo de estas cubiertas que son la vida. Comencé a investigar para irme de viaje, ver qué pasaba por allá.
Revisando requisitos, recomendaciones y el costo del viaje, me fui adormeciendo mientras miraba de refilón a aquel hindú de ropas holgadas y de elegante sonrisa, con los ojos blancos bien profundos contrarrestados con su color de piel y que me decía que el Taj Mahal en realidad era azul, antes, cuando se hizo por primera vez. Que hubo, en su momento, una gran guerra que casi lo destruyó del todo y que obligó su reconstrucción. Al finalizarlo, decidieron pintarlo de blanco pero que en verdad era azul, azul marino. Y que desde un punto distante, como rodeando el edificio, se podía ver, aún, una parte de la antigua construcción y de su color azul original. Motivado por la curiosidad y por el ofrecimiento del improvisado guía, nos dirigimos a esa zona. Había que atravesar el río Yamuna en una balsa y ayudar a remar con unos palos cortos, introduciendo el remo en el agua como pidiendo permiso, bien suave pero sin perder energía, sin prisa pero sin pausa, hasta llegar al otro lado de la orilla donde se sorteaban una serie de árboles, maleza y movimientos errantes de algunas personas que iban y venían en la costa. Eramos siete personas en esa balsa, el guía, dos chicas de Holanda, tres franceses y yo. Entre ellos hablaban en francés y yo no entendía absolutamente nada. El Taj Mahal se nos alejaba a nuestras espaldas y el sol iba retrocediendo luego de una jornada calurosa.
Cuando llegamos, los franceses junto con las holandesas salieron corriendo para buscar observar esa pieza arquitectónica de otra época, ese azul de otros tiempos. No notaron la cantidad de personas sentadas debajo de los árboles, buscando mitigar el calor mediante las sombras. Tampoco se detuvieron a ayudar a nuestro guía con la balsa. Por mi parte, me quedé unos minutos más tirando de una cuerda mientras el guía empujaba desde el río para subir la balsa a tierra firme. Al terminar, hizo una sutil reverencia como dando las gracias. Imité el gesto más como un acto reflejo que como signo de reciprocidad. Al darme vuelta y querer seguir el rumbo de mis compañeros de lancha, quedé paralizado por toda esa gente debajo de los árboles, espantando moscas con unas ramitas de hojas marrones y sin brillo. Habían viejos y niños, algunas madres y unos pocos jóvenes lo que indicaba que los demás jóvenes y adultos se iban a buscar comida o restos de ellas o que nunca llegaban a esa etapa de la vida por la escasez que abundaba por allí, valga el oxímoron. El calor se entremezclaba con el olor del río de aguas caldosas, de ritmo constante, junto con la transpiración de los cuerpos y el hedor de las vacas que daban vueltas en rededor. Hambre, calor, humedad y olor. Esto bien podría ser cualquier parte del conurbano, pensé. Y haciéndome entender, ayudado por la buena predisposición de mi guía, me acerqué a toda esa masa de gente, de niños que no corrían por falta de energías y que sólo se movían para girar de un lado a otro en los brazos de sus madres, para preguntarles por qué, qué pasaba que no comían esas vacas ahí. Alguien respondió en hindú y mi guía traductor agachó la cabeza mientras escuchaba. Qué dijo, dale, decime, le dije en un español que él interpretó más por el énfasis que por conocer el idioma. En un rudimentario inglés me dijo que el otro dijo que las vacas no es que son sagradas, alguien inventó eso y quedaba bien para el marketing, para incentivar el turismo. Las vacas sufren, son como nosotros, por eso no las comemos. Allí, a las orillas del Yamuna, detrás de un monumento de amor, oscilando entre estar conmovido y aturdido, comprendí que el emparejamiento de las razas, de las especies, del mundo vivo, aquello que nos envuelve a todo en un marco de divina igualdad es nuestra capacidad de sufrir, la implacable manifestación de pasarla mal.
Al despertar, entreverado en el sueño y la realidad, sentí calor y humedad en el cuerpo, la garganta reseca y conservaba en mi retina algunas imágenes del río y del sol que se escondía más allá del límite de la tierra. Intenté incorporarme en mí mismo, vi cómo las luces del sol se entrelazaban a través de las cortinas. Oí unos pájaros cantar afuera y las hojas de los árboles bailando en un mormullo junto al viento. Noté que no era necesario ir hasta allá, se me quitaron las ganas de ir hasta la India, al Taj Mahal. Hay monumentos más imponentes y resquebrajados dentro de uno que hay que salir a visitar.

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viernes, 2 de agosto de 2019

Todo tiene azúcar, todo tiene sal

Nunca más nos hemos vuelto a ver, perdí la cuenta de los años que pasaron pero cada tanto, usualmente cuando estoy solo o cuando paseo por alguna librería o, por qué no, cuando algo me enternece, no, esa no es la palabra... Cuando algo me moviliza, una suerte de angustia o de melancolía, me acuerdo de vos y, en particular, de aquella tarde que fue un momento bisagra para ambos, principalmente para vos, en lo inmediato y luego para mí aunque no lo supieras, tampoco yo lo sabía en ese momento.
Lo cierto es que fue la última vez en que pensé sobre el asunto, cuando me encontraba caminando por una de esas calles del centro, de las cuales brota gente de la tierra y corren, siempre corren, pero no por deporte sino por apuro, y me detuve cuando creí verte, aunque no estoy seguro si eras vos o alguien muy parecida a vos, lo cual en este punto no tiene mayor relevancia porque jamás importa lo que es sino lo que hace sentir, lo que genera. Quiero decir que podías ser vos o no pero yo creo que eras vos y eso es lo que interesa. Lo cierto es que no atiné a más que quedarme inmóvil, las manos dentro de los bolsillos del saco y la mirada atenta a tu vos o no, envuelta en una especie de sobretodo gris, el pelo negro, algo ondulado, con una bufanda que tapaba tu cuello y parte de tu cara, los ojos negros grandes, con la mirada perdida, esquivando baldosas sueltas de las calles de la capital. También habían baldosas sueltas en el patio del colegio pero pocas porque intentaban arreglarlas antes de que cualquiera se surta la cara contra el piso y, así, evitar que se generen problemas más graves. En ese colegio que a mí me vio crecer desde chico, muy chico, siempre las mismas aulas, los mismos uniformes azules y grises, y vos que estudiaste en otro lado y en algún momento pensaste por qué no, por qué no seguir literatura y enseñar a otros lo que tanto te gustaba y te generaba pasión. Porque qué es la vida sin pasión, dijiste aquella primera clase que tuvimos juntos, los dos y el resto del curso, veinte chicas, ocho varones, colegio polimodal, último año de secundaria. Y a veces pienso que tuvimos clases solo los dos juntos porque al mismo tiempo se daba que el resto no le importaba sobre Ulises o sobre Hemingway o sobre El Sur, y a mí algo me había picado de más chico, en la luz de la adolescencia, de leer e imaginar tantas cosas, y te prestaba atención, a veces a medias porque tampoco podía dejar que me carguen por chupamedias o sensible o qué se yo. Tampoco te habré dicho esto pero yo esperaba desde antes, desde tercer año, para tener clases con vos, que te veía sólo entrar a los salones de los quintos años y a mí me parecías sumamente lejana, con tu boca que era toda sonrisa.
Creo que fue en esa tarde que explicabas porqué te gustaba tanto Borges, qué habías encontrado en él, qué configuración le había dado a tu alma, y dijiste alma casi agarrándote el pecho frente a nosotros que nunca escuchamos decir la palabra alma de esa manera y cuando sucede, comprendes que los años, aunque pocos, los llevas al pedo porque jamás uno sintió algo de esa forma. Y entre la fascinación, la incomprensión y la búsqueda de destacar, se genera la crueldad, donde los años pocos te juegan en contra para pensar y hacer chistes, gastadas y toda la variedad de estupideces del momento, de la manada. Por eso quizás miraste para abajo y mirar para abajo frente a veintiocho adolescentes no es lo recomendado según tantos libros de pedagogía, porque parecíamos animalitos indefensos pero siempre alguno arañaba la locura o la indecencia o la aglomeración de hormonas y se aprovechaba del corazón bueno que estaba delante para sobresalir, para hacerse notar. Y vos esperabas pacientemente que nos calláramos, querías que nos hagamos grandes y responsables de nosotros mismos, eso dijiste también. Nos dabas la oportunidad de crecer y nosotros la pasamos por arriba porque a los dieciocho la cabeza está en otro lado, el enfoque y la proyección de uno mismo no pasa del fin de semana, el horizonte de vida alcanza solamente los cinco días corridos. Te pegaste al lado del pizarrón, la espalda a medio apoyar sobre la pared y los brazos entrecruzados con una fotocopia de El Sur que se iba arrugando mientras que el bullicio crecía y crecía. Mordiste bronca y angustia porque cuando vos estabas del otro lado, sentada y mirando al frente, en el magisterio donde te enseñaron a, bueno, enseñar, pensabas en todo lo que ibas a dar, la forma de tus clases, las historias que nos ibas a contar sobre la literatura y querías que todos escribiéramos, de alguna forma, con nuestras herramientas y al modo que pudiéramos. Porque escribir, dijiste, es vivir para siempre.
Por eso, cuando gritaste y dijiste que nos calláramos, que ya basta, algo en vos se quebró, algo de vos dejó de ser vos. Y quisiste dar un paso atrás ante nuestra mirada que esperaba ese momento para redoblar la apuesta porque la juventud, entre muchas cosas, es tirar de la soga lo más que se pueda y desafiar todo el tiempo. Y no sé bien quién dijo, alguna de las chicas, que qué le pasaba, que estaba loca, y alguien más, entre risas y alaridos, preguntó si estabas tan nerviosa para qué fuiste a dar clases para estallar más risas y silbidos mientras vos te ibas haciendo un ovillito en vos misma, en tu pelo ondulado, en la boca que solía ser toda sonrisa.
Y hoy entiendo que es tarde, siempre es tarde en esta vida para todo por eso de la experiencia que es un peine que te dan, bueno ya sabes cómo sigue. Y siempre es tarde. Porque uno comprende tarde, hay cosas que a uno no le enseñan y las tiene que ir a aprender al campo, a las trincheras, y todos damos por cierto que así es la forma de aprender. Lastimando o lastimándose. Porque verte llorar y salir del aula para nunca más volver, cuando dije que no te bancas nada, que seguro te habías peleado con tu novio, insinuando que Borges era tu novio, fue lastimar. Uno no ama hasta que no lástima.
Y créeme, Sonia, si alguna vez lees esto, que lastimar también implica lastimarse, lo aprendí con los años, seguramente ya lo sabías. Porque uno carga con el llanto ajeno, con el peso de  todo aquello que es irremediable.


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