viernes, 23 de agosto de 2019

Planes para una fuga

En esa época yo tenía un ford fiesta modelo noventa y cinco, el español. De un color azul algo metalizado y con el cuenta kilómetros tocado. Fue mi primer auto, yo tenía unos veinte, ventiun años. Y había visto y leído Into the wild y otras cosas, autores del estilo de Walt Whitman y Tolstoi. No sé bien cómo llegué a una y otra cosa, ese momento era todo energía y ganas de cambiar el mundo y el mundo era hasta donde podía estirar los dedos y me llovieron estas gigantes obras y ahí la cabeza se me dio vuelta como si el mismo Cassius Clay me hubiera dado una trompada antes de entrar a la segunda pelea contra Frazier. Y lo olvidaba, había leído mucho Bioy Casares antes. Bioy Casares estaba bien cuando tenía veinte años, menos también. Y me quedé fascinado con el cuento Planes para una fuga al Carmelo, más que nada quedé impactado con el título. O, más bien, con Carmelo. ¿Qué carajos es Carmelo? pensé en ese momento. Y busqué un mapa y ahí estaba Carmelo, en la costa uruguaya, en frente a la división entre Buenos Aires y Entre Ríos. Decidí que tenía que ir ahí, que tenía que ver qué era lo que tenía Carmelo. Porque Bioy Casares, Carmelo, veinte años, atan mil cabos y los dan vuelta, el mundo aún sigue pareciendo amable a esa edad y la posibilidad de una aventura genera un temblor desde la punta de los dedos hasta la sonrisa de lo desconocido.
Le hablé de mi plan a Martín, mi mejor amigo. Le conté que necesitaba ir y manejar en la ruta, cruzar a otro país y ver qué pasaba. Que Carmelo podía ser un destino o una parada, no lo sabía. Y el me preguntó cuándo quería hacer eso y le dije que la semana que viene yo salía solo. Le expliqué lo del cuento, de Into the wild y que me sentía enjaulado y necesitaba algo de sorpresa en mis días. Bueno, vamos, me dijo. No había pensado en que podíamos ir ambos, sólo le estaba contando cuáles eran mis planes pero cuando incluyó la pluralidad en el plan, pensé que no era mala idea.
Preparé el auto la noche anterior. Cargué con una mochila con algo de ropa, unos libros, aceite y agua para el vehículo. Me dirigí a lo de Martín a pasar la noche ya que al siguiente día saldríamos desde su casa. En ese momento, él tenía un negocio, un almacén de barrio que funcionaba muy bien. Y en el momento en el que me fui a dormir, bien temprano para salir bien tempano, él se quedó cerrando el almacén y tomando cerveza hasta el punto de haberme levantado al día siguiente y él seguía tomando mientras miraba una película. Cargué la mochila de Martín y a Martín en el auto y emprendimos viaje.
El trayecto hasta el cruce General San Martín que une Gualeguaychú con Fray Bentos, lo hice con Martín durmiendo. Ya en Uruguay, él se despertó e íbamos charlando un poco sobre la ruta, la vida, de por qué carajos hacía tanto calor y por qué no había asfalto en todo el trayecto. Desde que pasamos Fray Bentos hasta unos cincuenta kilómetros antes de Carmelo, el camino fue de tierra. Estaban reconstruyendo la ruta y tomamos un camino alternativo que nos impedía bajar los vidrios por lo que dentro del auto era todo calor.
Finalmente, llegamos a Carmelo. Pasamos por la rambla a tomar una Pilsen y estirar las piernas. Fumamos unos cigarrillo y brindamos frente a la corriente superficial del río que no cesa de correr. Luego seguimos recorriendo, pasamos por la Plaza Artigas y vimos el monumento al prócer. Continuamos cruzando el Arroyo de las Vacas para llegar al camping en el cual nos íbamos a quedar.
Eso fue todo Carmelo.
El día se volvió tarde, la tarde se transformó en noche. Levantamos la carpa al lado del ford fiesta modelo noventa y cinco y nos fuimos a bañar pensando en salir a comer algo luego. Pero comenzó a llover. Y llovía como si nunca antes hubiera llovido. Como si la lluvia hubiera comprendido qué es llover y el sentido de su acto y dejó caer toda su agua de todas las formas posibles, con viento, rayos, truenos y relámpagos. El viento voló la carpa de raíz mientras nosotros aún seguíamos adentro, intentando que no se vaya para el lado del río. Tuvimos que salir, tapados con una campera y un toallón, a meter la carpa debajo del auto para que se quede allí hasta el otro día. Finalmente, disparamos dentro del ford para esperar que pare el aguacero.
En el auto, mojados, con frío y sobretodo con hambre, intentamos alimentarnos con lo que teníamos. Un paquete de galletitas y un termo con agua caliente que había puesto a las cinco de la mañana al salir de casa de Martín. Pasamos hambre y el frío recrudeció. No tuvimos más remedio que cagarnos de risa con lo que sucedía hasta que empezó a caer granizo y paramos de reírnos para luego soltar carcajadas imparables. Estábamos en un lugarcito del mundo, encerrados en un auto sin más opción a esperar que aparezca el día siguiente. Nadie sabia bien a ciencia cierta dónde estábamos, dijimos con Martín. Pero tuve que confesarle que en un descuido, me había escapado a pedir un teléfono y marqué el único número que recordaba y que no debía recordar. La llamé, le dije a Martín. A quién llamaste, pelotudo. Le dije donde estábamos, que si le podía avisar a mi familia, que era el único número que me acordaba. Pero vos te acordas otros números, gil. ... . Te voy a decir algo, me dijo. Está mal lo que estás haciendo, no te estás dejando salir de vos mismo, estás en una constante repetición del pasado, en un loop de todo aquello que quedó como recuerdo, y ahí estas viviendo, una y otra vez, en una puta calesita que ni anillo tiene porque no tiene otra vuelta, es la misma vuelta de mierda de siempre, boludo. Sos un tipo inteligente, siguió, me sorprende que no te des cuenta de todo esto. Todo el mundo vive y revive, todo continua pero vos estás ahí, sentado en un cine que pasa la misma película del orto una y otra vez. Ya basta, loco, ya basta. Al final vinimos acá para que escapes pero no te dejas escaparte de vos mismo.
Dejó de llover mientras dormíamos. El sol apareció como pidiendo disculpas.

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