sábado, 2 de mayo de 2015

El canto del último grillo del mundo

Que sí, que no. Las miradas se entrecruzan cómplices o por raconditos lugares comunes, a través de un símil rito presencial. La casa fría y húmeda mientras las hojas del primer otoño surcan puerilmente el aire. Al sol se está bien, el pasto aún se rehúsa a dejarse tomar por las heladas  brinda reflejos de un verde dulce, agradable. Solo el sonido del carraspeo y la tos constante es lo que se oye en el lugar, vestigios de los cigarrillos transcurridos, sonido que retumba en los rincones de las paredes despintadas. Los hijos se han marchado hace tiempo, siguiendo caminos propios, con mayor o menor atino en ciertas ocasiones. Suele visitarlos unas dos o tres veces al mes, llevando estruendosos e hiperactivos nietos que derrochan vida a cada paso, dejando un alboroto en toda la casa. Y esperan que esas sensaciones de compañía se prolonguen en el tiempo para no sentirse así, así como se sienten, heridos en el cuenco del alma, que se siente en el pecho o quizás en la boca del estomago. Un chispazo reluciente hecho de nada misma que lo come todo, produciendo que el empujón de la sangre se torne frío, distante, como si no fuera propio. Y se contemplan, uno al otro, de cerca o lejos, sin hablarse, y se tienen pena o bronca o tristeza, a sí mismos o hacia el otro, también. Por todo lo que pudo haber sido y no fue, además por todo lo que fue y ha sido. Silencio, revolotean las alas de un pájaro que surca el jardín sin conmoverse. Vuelve el silencio que se convierte en un ser aterrador que abraza todo, envolviendo en un aura eterna a todo aquello que sucede. Se come con todos aquellos sonidos crueles de las muecas que se producen al introducir alimentos en la boca; los cubiertos que chocan con platos, los vasos que golpean la mesa, las burbujas de una gaseosa o quizás de una soda que saltan alegres y ajenas a todo. La comida danzando en los molares y el carraspeo que acompaña la ingesta. Quizás todo debería haber sido así, quizás, quizás. Se conforman porque temen, les duele la situación pero se conforman. Pica en el alma, no en el cuenco, en otra parte, molesta, se vive bajo incomodidad. Silencio que se hace eco en el silencio. Y temen al porvenir, a los dos futuros posibles: a seguir así o a animarse a una oportunidad, a darse otra chance de conseguir algunas gotas de rocío de la felicidad. Pareciese que la comodidad ha retorcido sus cuerpos, sus costumbres, sus posibilidades. Chocan miradas sin querer y por un instante concentran su atención uno sobre el otro, y sucede. No reconocen a aquel que miran, se vive con un completo extraño, ausente de todo aquello que pudo haber encantado en el pasado. Pero aún peor, no se reconocen a sí mismos en el reflejo sordo de las pupilas lejanas de aquel otro. No hay risas ni sueños disponibles, saborean simultáneamente un tenor amargo y gris que empasta los paladares. Tuercen las miradas acongojados, hacia otra dirección. Se oye el silencio, imitando suave, constante y cruelmente el canto fino del último grillo del mundo.