lunes, 23 de marzo de 2020

Tomates

Cuando cambiaron los planes y decidieron que teníamos que ir a aquel restaurante venezolano en una colonia adinerada de acá, de la ciudad de México, me resigné. Es cierto que nunca he sido buena madera para lugares donde van a almorzar los oficinistas, de trajes y corbatas, de secretarias con faldas ajustadas y platos gourmets pero luego pensé que quizás podría perderme una buena oportunidad de comer algo distino. Y allí fuimos. No quedaba muy lejos del trabajo por lo que caminamos por las calles de Polanco, esquivando autos, puestitos de garnachas y plazas arboladas con verdes hojas. Al momento de llegar, por suerte, no era un lugar ostentoso sino, más bien, un rinconcito agradable, de rico perfume y música caribeña. Atrás nuestro habían quedado las calles transitadas y embotelladas de autos de lujo, taxis rosas y blancos y todo esa atmósfera pesada que se respira en esta ciudad, mezcla de contaminación, humedad de un lago drenado, avaricia y guerra que dejó una civilización arrasada quinientos años atrás y el aceite que se desprende de los tacos de canasta. México parece que se está por extinguir todo el tiempo pero renace en otro lado como un brote que trepa hacia el sol desde el tronco enmohecido y deshecho que descansa en el suelo en un bosque húmedo.
Tomamos asiento y automáticamente nos acercaron el menú. Contábamos con la ayuda de una compañera venezolana que nos explicaba qué significaba cada plato y nos aproximaba recomendaciones sobre qué pedir y cómo combinar. Por mi parte, fui predispuesto a pedir una arepa que, por suerte, trajeron rápidamente. Y fue en el primer bocado cuando se mezclaron los sabores que entrecerré los ojos y agudicé el oído para escuchar una cancioncita colombiana y pude verme sentado en el cordón de una calle pequeña, en Cartagena, hace unos años atrás, comiendo una arepa de venezolanos que salieron de su lugar de origen para buscar una nueva vida. Estábamos hospedados en Getsemaní y nos levantábamos a las cinco de la mañana por el calor y la humedad. Parecía que la ciudad misma nos estaba echando como si quisiera descansar de todos nosotros y fumarse un pucho viendo el atardecer desde la muralla, la cual no deja entrar pero tampoco deja salir nada, algo así como estar preso en libertad. De noche nos sentábamos en la plaza de la Santísima Trinidad, cerquita de la campana histórica que llamó al levantamiento del pueblo, donde hoy día la gente se reúne a tomar cerveza, bailar y comer de los puestitos. Rentábamos una pequeña casa en la calle angosta, la de los paraguas, y nos molestaba muchísimo la cantidad de turistas que se paseaban para tomarse una foto ahí, los cuales nos impedían el paso. Creo que fue uno o dos días antes de que debíamos regresar que te encontré a la madrugada, duchándote por el intenso calor, escuchando una canción de Marley y susurrandola mientras apretabas un pomo de shampoo y gotas gordas como granizos se estrellaban en el suelo del baño. Te escuché muy alegre, haciendo algo rutinario de una forma extraordinaria como aquella vez donde escuchabas esa misma canción en la cocina, mientras preparabas algo, un domingo de otoño, bien temprano. Que te habías levantado con ganas de cocinar y de comer pastas, me dijiste, que esperabas que no me hayas despertado. Y te respondí que no, desde el baño, que estaba bien, que podríamos tomar unos mates. Ya tengo el agua en el termo, te adelantaste y sabías que esas acciones siempre me gustaron, esas respuestas a preguntas que aún no se habían formulado. Me dirigí a la cocina, al ritmo de la música, para pararme luego en el marco de la puerta y desde ahí contemplarte aún de lejos pero cerca, a unos sesenta y cinco centímetros de distancia, viendo cómo te movías por la cocina, con el pelo revuelto en un rodete, los rayitos de sol con mucha luz pero poco calor que entraban por la ventana que daba al pulmón del edificio. Tenías un recipiente lleno de tomates peritas, pelados, recién sacados del punto de hervor donde se les desprende la piel para quedar todo pulpa. Colocaste uno entre tus manos, sin la capa fina que naturalmente lo recubre, y te diste vuelta mostrándomelo. Mirá, dijiste, mirá cómo late y se te escapó un pequeño chirrido de risa como la de un niño que sostiene un bicho bolita y lo toca para que se enrollé en sí mismo. Hasta parece un corazón, agregaste. Es cálido y late como un corazón. Y luego lo apretaste con una mano mientras que con la otra levantabas el jugo antes de que cayera al suelo. Las semillitas y el centro del tomate se te escurrían entre los dedos mientras se resentía la presión de tus manos en lo que iba quedando del fruto. Ya no late más, y lanzaste un suspiro.
Las arenas del reloj fueron corriendo y, con ellas, todo lo demás. La lejanía, el rencor, la resignación, los viajes, la vida que va brotando pero de una forma no esperada como los edificios de la capital mexicana que se hunden por partes, sin premeditarlo y con un orden aleatorio. Y es ahora que me encuentro acá, a tanta distancia, en tiempo y espacio, en donde siento que quedé pegado a ese marco de puerta desde el cual, aún ahorita, si entrecierro los ojos, puedo ver los tomates, tus manos sosteniendo uno rojo, bien rojo, latiendo como un corazón pequeño y brillante, intervenido por la luz que se cuela por la ventana que da al pulmón del edificio, en ese departamento del quinto piso donde tu celular reproduce una canción de Marley que hace bailar lo último que está quedando de tu rodete y a los mechones de pelo que se te corren hacia la frente para pegarse a tu sonrisa de lado, tan íntima.

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