domingo, 29 de septiembre de 2019

El espejo

"Amanece y ya está con los ojos abiertos."
El limonero real.
Juan José Saer. 1974.

Cuando por primera vez entró al cuarto que ocuparía en la pensión, notó el espejo ovalado, algo sucio de manchas del tiempo, colgando a media altura, en la misma línea que la mesita de luz. La cama estaba pegada a la pared, en la cual yacía suspendido un crucifijo. El encargado del hospedaje fumaba mientras caminaba con su valija, sin pronunciar palabra. A medida que fueron surcando los pasillos, pudo observar que había una cocina compartida donde se encontraban dos mujeres que tomaban mate, sentadas con las piernas cruzadas y envueltas en vestidos floreados de colores apagados. Divisó, también, un patio interno enredado de hojas secas desordenadas por el piso y de macetas colgantes mezcladas de malvones y potus de hojas verdes.
Había bajado del tren recientemente, dejando atrás los calores cuyanos y aún con el lomo cansado de tanto hachar por entre medio de los montes. La camisa blanca con rayas verticales de color violáceo se fue tiñendo de transpiración y tierra que voló desde Mendoza hasta Constitución. La valija de cartón y la manta que aún conservaba desde que salió de allá, de Colastiné, eran la única constante en su vida errática de golondrina. Dejó su Santa Fe profundo, de pesados veranos y de ronroneo de ríos, para probar suerte por otros lados, donde alcance para comer, dijo antes de salir. No recuerda con precisión cuántos años pasaron pero aún conservaba el anhelo de volver triunfante, con algo de plata para comprarse un ranchito y poder trabajar en el campo o en el río, que es el campo de los litoraleños.
Acomodó la valija sobre una silla de paja que solía ser de un color celeste pero el uso constante la había ido devolviendo a su marroncito claro de madera recién pulida. Se echó en la cama con las manos cruzadas detrás de la cabeza y fue dormitándose. Comenzó a soñar con el calor y con las frutillas guachas que crecían cerquita de los arroyos. Le llegaron imágenes de los saltos y los chicotazos que dan los bichos del río sobre el agua cuando cae el sol y salen a comer. Entre el sueño y la realidad, se le fue asomando el olorcito a leña que empieza a prender y a largar chispazos en las noches de verano allá, en Colastiné. Y también la sueña a ella, a quien aún le escribe como puede, con letras deformadas y faltas de ortografía, con tosquedad en las oraciones y sobresaltos de acciones. Pero aun así, le escribe para decirle que algún día volverá, que ella lo espere, que qué linda debe estar. Sin embargo, nunca recibe respuesta. Él sabía que nunca le llegarían noticias de ella porque su trabajo podía durar un mes, dos meses, quince días en cada lugar y de vuelta irse a dios sabe dónde. Igual, él le escribía y le contaba de las cosas, de cuánto la extrañaba también.
Era un viernes por la tarde cuando llegó. Tenía hambre y sueño a la vez. Durmió hasta el sábado cuando se levantó a darse un baño y a cambiarse de ropa. Salió por los alrededores para conocer dónde se encontraba y buscar algo para comer. Al momento de volver, en la tardecita calurosa y húmeda del sábado, surcó nuevamente los pasillos de la pensión y vio a las mujeres de vestidos floreados apagados tomando mate, en esa oportunidad en el patio interno. Ellas lo observaron caminar, mirándolo de arriba a abajo, sin abandonar los movimientos cíclicos de preparar el mate y tomarlo pero sí dejando de hablar, en súbito silencio ante su paso. Ingresó a su habitación algo avergonzado sin entender bien por qué. Dejó el paquete de yerba, el pan y el picadillo que había comprado sobre la mesita de luz junto a las hojas y el lápiz que iba a usar para escribirle. Pasó frente al espejo y miró de refilón su cara. En ese momento, algo en él se entumeció como un calambre bien adentro, entre el corazón y la punta del pecho. Descolgó el espejo y lo apoyó en la cama. Bajó la valijita de cartón al suelo y arrimó la silla de paja. Se hizo de noche y prendió la luz, la cual quedó iluminando durante toda la velada y hasta el día siguiente.
Ya se había hecho domingo. Las migas de pan iban desde la mesita de luz, pasando por las sábanas gastadas y haciendo un caminito  hasta llegar al suelo. La lata de picadillo estaba vacía y un mate de yerba fría reposaba a un costado de él. Había comenzado a hacer calor en Buenos Aires, la primavera avanzaba anticipando un verano que no permitiría tregua.
El dueño de la pensión lo vio desde la ventana, por entremedio del espacio que se formaba en las cortinas. Estaba de espaldas, sentado en la silla de paja y el espejo apoyado en la cama, contra la pared, formando una línea recta e imaginaria con el crucifijo colgado. Estaba en cuero, se notaban los músculos tensos junto a las costillas y hombros huesudos. Se paró un rato a mirarlo en su inmovilidad hasta que la curiosidad le ganó y entró. ¿Qué está haciendo usted?, le dijo desde el umbral de la puerta que abrió sin siquiera golpear primero. Me miro, dijo. ¿Pero qué mira? ¿Qué le pasa?, volvió a preguntar el otro. Es que hace mucho tiempo no me miraba a un espejo, ya no me acordaba de cómo era yo. Ahora soy distinto de lo que recordaba de mí, dijo.
En Colastiné, las frutillas guachas empezaban a darse en flor.

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viernes, 20 de septiembre de 2019

Todo aquello que uno no dice nunca

Miren que me han puesto apodos pero 'Pelusa' 
es el que más va conmigo porque me devuelve
a la infancia en Fiorito. Me acuerdo de los Cebollitas,
de los arcos de caña cuando jugábamos solamente 
por la Coca y el sándwich. Eso era más puro.
Diego Armando Maradona. 1992.


Estaba comiendo tostadas con manteca y dulce de leche, acompañando un té. De chico tomaba mucho té y me decían que me iba a secar de vientre porque eso pasaba cuando se tomaba mucho té. También me decían que debía tomar leche para crecer sano y fuerte, con los huesos duros para poder jugar bien a la pelota. Pero a mí la leche nunca me gustó. En ese momento, la leche tenía mucho gusto a, bueno, leche. Era muy fuerte y el simple olor de la misma me producía mareos. Solo tomaba cuando podía agregarle nesquik y azúcar para disfrazarla. Pero en casa nunca había nesquik porque la plata, si bien alcanzaba, no sobraba para esas cosas. La plata, en aquella época, se usaba para comprar milanesas sólo los lunes, el pan de todos los días, la manteca, el dulce de leche y, ocasionalmente, el asado de los domingos que compartíamos en la casa de los abuelos. No habían vacaciones y el piso de la cocina de casa era de material, aún no se podía soñar con colocar cerámicas. Todavía el patio conservaba su ficticia expansión ya que no teníamos división con los vecinos. Era todo una gran masa verde con árboles y ligustrin que daba esa sensación de inmensidad. Papá hacía asados en el piso, con una chapa y unas barras de hierro soldadas, apoyadas en unos ladrillos que estaban encimados unos al otro. Y ese domingo papá hacía asado mientras yo estaba tomando té con tostadas con manteca y dulce de leche, y se agachaba para mover los carbones, colocaba la carne del lado del hueso sobre las barras de hierro y esperaba que algo pasara. Luego salía de ese lugarcito colocando otras chapas o cartones en forma ovoidal para evitar que los perros se acercaran a la parrilla. Hacía algo de calor o, mejor dicho, iba a hacer calor durante la tarde pero por la mañana se presentía la sensación de aplomo que originaría el sol contra la tierra mientras que se soltaba una suave brisa de primavera, haciendo que los árboles se muevan tibiamente y que el humo de las brasas se disipara hacia un costado y luego para arriba. Era domingo y no habíamos ido a lo de los abuelos. Me parecía raro que esa vez nos hayamos quedado en casa, pero quizás fue porque era fin de mes y el asado no era asado sino que era algo de carne, quizás falda, quizás sólo unos chorizos, y a veces las carencias se esconden. Además, ese octubre yo había cumplido mis siete años, mi hermana se había ido de casa y mi hermano estaba a punto de perder el año escolar. No había muchos ánimos de reuniones. Ese día jugaban Boca y River en el monumental. En las otras casas, se tejía el mismo humo hacía un costado y hacía arriba. En algunas, colgaban banderas de cada equipo en las ventanas que daban a la calle. Y se escuchaba cumbia santafesina desde los parlantes ubicados en los patios.
A papá lo veíamos poco, en general. La fábrica le exigía turnos extraños donde le quedaba un fin de semana libre cada cincuenta y dos días, o algo así. Rotaba de turno en cada semana e intentaba hacer horas extras cada vez que podía. Entonces cuando se encontraba en casa, estaba tan cansado que buscaba dormir. Mamá me pedía que vaya a jugar a la pelota a la calle o que haga silencio si quería quedarme en casa. Mientras, ella baldeaba el patio o la cocina. Mamá siempre baldeaba o cocinaba. Por eso la casa siempre olía bien, a perfume de flores o a bizcochuelo para el mate. Ese domingo, un vecino nos había prestado el decodificador para ver el partido en el televisor grounding a color, modelo ochenta y seis.  Había dicho que él iba a ver el partido en la casa de los suegros y ahí tenían uno por lo que iba a quedar en la casa sin uso, que no veía mal que nosotros lo pudiéramos aprovechar. Papá le agradeció y tomó con vergüenza el decodificador. No le gustaba pedir prestado o molestar a los vecinos por lo que la presencia del aparato generaba en él un encontronazo de sensaciones ya que por un lado quería ver el partido y, por el otro, le daba culpa usar lo ajeno. Lo dejó en la punta de la mesa del comedor y salió a hacer el asado y evitó acercarse al interior de la casa buscándose tareas como barrer o cortar unos yuyos del patio. Mientras, yo miraba dibujitos y desayunaba y veía desde las ventas abiertas el humo de las parrillas correr. Ese día, no era cualquier día. Jamás un día donde jueguen Boca-River es cualquier día. Pero en lo particular, a nosotros nos habían prestado un decodificador y pasábamos ese domingo en casa y no en lo de los abuelos.
La relación que habíamos tejido hasta ese momento con mi papá, se había ido formando entre los ratos que lo podía ver y en los cuales él no estuviera cansado. El agotamiento físico y mental produce en las personas, por lo general, ausencia. Cuando cualquier ser vivo no está en condiciones normales de energía, deja de ser uno para convertirse en la sombra de lo que realmente es. Además, no compartíamos muchas cosas por la edad y por los intereses. Soy el hermano menor de tres y al momento de nacer, papá ya tenía sus cuarenta años a cuestas. Por tanto, nos hicimos a nuestro modo, creando una relación propia como todas las de padres e hijos. Yo lo miraba de lejos y renegaba de que fumara tanto. Papá siempre estaba trabajando o fumando. En la casa o en la fábrica. Algo que tenemos es un gesto tan particular que, cuando se repite aún hoy en día, me da una sensación de frescura y seguridad, de que todo va a estar bien o que voy por el camino correcto. Recuerdo que lo hacía cuando, sentado en la punta de la mesa, quizás en cuero durante el verano, después de comer y con las migas de pan desordenadas sobre el mantel, y yo jugando alrededor de él o en el patio y luego entrando al comedor, pasaba cerca de donde se encontraba y me agarraba, haciéndome detener y pararme en paralelo a él, con los brazos rectos pegados al cuerpo, y me agitaba la cabeza con su mano, desordenando mi pelo y dando una o dos palmadas sobre el cuero cabelludo después. Luego, me soltaba mientras sonreía y veía irme a seguir jugando.
Después de comer, papá salió al patio a fumar. Se apoyó de costado, con el hombro derecho, en la pared que daba fin a la casa y miraba el patio, las últimas estelas de humo y el ford escort marrón en el cual se reflejaban el sol y las hojas del árbol de granada que aún estaba en flor. Luego, tiró el cigarrillo al pasto y volvió a la casa para conectar el decodificador. Puso los cables, apretó el control remoto y vio, por primera vez, un partido de fútbol pago a través del televisor de la casa donde vivíamos. Se sentó en la punta de la mesa, corriendo a un costado el recipiente de vidrio, que aún contenía algo de hielo que se iba volviendo agua y vino blanco, para ver mejor. Boca ya salía a la cancha y formaba con: Córdoba. Vivas, Bermudez, Fabbri, Arruabarrena. Toressani, Cagna, Soldano. Maradona. Latorre, Palermo. Después ingresarían Riquelme, Caniggia y Traverso. Un equipazo por donde se lo mirara. Pero algo pasó cuando Boca salió, más bien cuando el equipo estaba en el túnel y Diego alentaba a sus compañeros. En el momento exacto en el que el diez desarmó la arenga circular y volteó con el pecho levantado para encarar la salida del túnel y dar con la cancha, papá comenzó a llorar. Pero no lloraba de forma desgarradora, no. Quizás decir llorar es exagerar. Lagrimeaba, más bien. Pero no por ello perdía fuerza lo que sentía sino todo lo contrario. El ronroneo de las lágrimas silenciosas y ensimismadas en uno, son la manifestación de la contención de todo aquello que uno no dice nunca y que lo desborda. Llorar desconsoladamente es un acto dramático, teatral por así decirlo. Pero llorar sin, bueno, llorar, intentando controlar a uno mismo y sentir que desde adentro uno se va desbordando, como una represa que se quiebra de tanta presión, es aún más real que cualquiera otra forma de lagrimear. Por mi parte, al ver a mi papá de esa forma, tampoco pude contenerme. Es que llorar en esa época, aún hoy en día, era difícil. El hombre siempre tuvo la lágrima negada. Jamás había visto de esa forma a papá, tan íntimo y vulnerable, capaz de desarmarse con la menor brisa que pudiera llegar a tocarlo. Y yo lo acompañaba, a la distancia, sentado en el piso mirando el televisor grounding y, de reojo, mirando a papá. Entendía que era un acto que precisaba de un acompañamiento distante pero presente. También, al decir verdad, me daba vergüenza llorar.  Sucede, en relación a todo esto, que Maradona significa muchas cosas depende de quién y cómo lo mire. Se podría decir que existen tantos Maradonas como puntos de vista. Y papá algo sabía o presentía y por eso lloraba. Una historia de amor y fútbol que tendría un fin cinco días después, cuando Diego anunciaría su retiro, el día de su cumpleaños.
Hasta el momento, fue el acto personal por excelencia que tuve con papá en mi niñez. Veintidós años después, un domingo de septiembre, papá estaba en la punta de la mesa, sentado y con la mirada fija en el televisor. Las canas le fueron ganando terreno en el pelo y la vista, junto a una galopante sordera, le han ido jugando trucos y trampas. Yo estaba al fondo de casa, haciendo el asado en la parrilla, bajo el techo de tejas rojas. Alternaba esa tarea con ir pintando la casa, ayudando a mi hermano, pasando fijador y luego el rodillo cargado de pintura. Papá nos llamó, emocionado y alegre, como llaman los chicos a jugar a la pelota al dueño de la pelota. Ya sale, dijo. Mira toda esa gente, mira qué lindo, agregó después. Nos sentamos en la mesa los tres, en silencio. Nos habíamos vuelto grandes pero aún conservábamos entre los tres ese parecido ancestral, el reflejo de todos los genes que anduvieron en camello o barco o en los malones, siempre buscando de qué vivir. Mirábamos de frente al televisor hasta que salió, nuevamente, de la manga, con el pecho hinchado hacia adelante y las piernas maltraídas. Los pelos blancos en la barba y la sonrisa de alguien que vivió la vida cinco o seis veces en algunos años. La gente, en las tribunas, aplaudía, tiraba papelitos, alentaba y gritaba como si estuviera por comenzar una guerra o, mejor aún, una nueva era. Maradona se paró en el medio de la cancha, tomó una pelota con sus dos brazos y la acurrucó en el pecho. Diego también estaba grande como recordando que los milagros perduran pero readaptando sus formas. Lloraba, Diego, mientras la gente coreaba su nombre. En ese momento, los tres, sentados en una mesa, la misma mesa que siempre estuvo en casa, también llorábamos para cada uno, sin mirarnos. Aún hoy, para un hombre, llorar está mal visto más allá de toda inclusión. Papá se levantó, se paró detrás mío, frotó su mano cansada por mi pelo y dio dos golpes en mi cabeza. A seguir jugando, me dijo. Todo va a estar bien.

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sábado, 14 de septiembre de 2019

A veces real, a veces ficticio

La vida se gasta.
Y es miserable 
gastar la vida 
para perder 
libertad.
José Pepe Mújica
Ex Presidente de Uruguay

Un día, un cierto día, creo que fue un lunes, quizás un martes, todos los medios de comunicación, de todo el redondo mundo, se pusieron de acuerdo para lanzar un comunicado. Acá eran alrededor de las diez de la mañana, lo que quiere decir que en México serían las ocho, en España las tres de la tarde, en Australia las once de la noche y así con el resto del mundo. Claro, había gente que dormía, en la madrugada, y que luego se enteraría al despertar, quizás por el televisor o por algún mensaje en su celular.
Recuerdo bien a un hombre solo, de traje y corbata, una camisa blanca y la espalda derecha pegada a la silla ergonomicamente negra. Un fondo neutro, unas hojas en su mano y el micrófono erecto. Se aclaró la voz, batió los papeles hasta acomodarlos y comenzó a hablar. Querida audiencia, hemos interrumpido la programación habitual de todos los canales para hacer el siguiente anuncio. Y ahí explicó eso de que en todo el mundo estaba ocurriendo lo mismo, el anuncio repetido al unísono en distintos idiomas, con distintos dialectos. Todos en sus casas, cambiaban de canal intentando entender si todo era una broma de mal gusto o si era algo que se había roto en alguna emisora o repetidora. La misma imagen, el mismo hombre solo y de traje se repetía una y otra vez.
La noticia era que ya estaba, que el mundo no necesitaba trabajar más. Se había llegado al punto exacto de la róbotica y la nanotecnología en el cual trabajar, en ese momento, estaba de más. Biólogos, médicos y nutricionistas habían descubierto una forma de alimentación novedosa, abundante y accesible, lo cual no generaría gastos y estaba al alcance de todos, era algo de mezclar acelga con agua de la canilla, adicionar una fórmula y recitar un mantra. Al mismo tiempo, los laboratorios habían desarrollado una píldora, algo minúsculo, que podía detener cualquier avance de enfermedades que atacaran al organismo y que, además, podría dotar de una inteligencia tal, a nivel de las células, que generaría defensas de avanzada capaces de predecir la estructura necesaria para combatir mutaciones de enfermedades o la aparición de nuevas. A partir de ese punto, al día siguiente, según la región donde cada quien se encontrara, se comenzaría una nueva era de la humanidad donde se accedería a los elementos que garantizan la vida. Todo ser humano tendría la posibilidad de acceder a alimentos, salud y hogar, porque se había decidido también, entre los líderes mundiales, que la gente debía tener dónde vivir, las condiciones mínimas. Finalmente, el humano se encontraba habilitado para darse netamente a las artes, a la poesía, al canto, a la escritura, a la música, al teatro. O al deporte, también. Al deporte como un goce, como una expresión corporal de felicidad, de la búsqueda en compartir, de la descarga consciente y vital de energía. La gente dejaría definitivamente de correr por las plazas o avenidas, con esas caras de sufrimiento, donde sólo daban vueltas de dieciséis kilómetros para estirar el reloj de arena de la vida un poquito más. La humanidad viviría de su cosecha, de su cultivo, las manos enterradas en la tierra, el lomo apuntando al sol y el sudor de la frente goteando en el suelo punteado. Nos habían devuelto la libertad, luego de millones de años atados a grilletes y cadenas, a veces reales, a veces ficticias. Podíamos volver a nuestras pasiones, a hacer lo que realmente queríamos hacer y ser. Nos devolverían la pasión, dios santo y las jarras de vino que preparaba José. ¿Qué es la vida sin pasión? decía el tipo solo en el televisor. ¡Adelante! Vayan por todo, ¡la vida es suya! terminaba el anuncio.
Hubo un silencio sepulcral, que duró unos cuantos segundos por no decir minutos. Entre la incredulidad y la incertidumbre, se empezaron a dar los primeros aplausos, bocinazos y la lluvia de papeles que empezaban a caer desde las ventanas de los edificios de microcentro. Luego, los noticieros empezaban a mostrar las distintas manifestaciones que sucedían en el mundo. La gente se reunía en plazas, en los monumentos, en las veras de los ríos y en los estadios. Música, carteles, cervezas y pirotecnia, constituían la imagen que se sucedía en todas las ciudades y poblados del mundo entero. El ser humano ya no trabajaría para nadie más que para sí mismo. Y con poco alcanzaba, no hacía falta demasiado.
Seguido de los festejos, comenzaron algunos disturbios. Empezaron con la quema de patrulleros, el saqueo a algunas casas de electrodomésticos, en algunos países pidieron por la cabeza de sus presidentes o primeros ministros. Luego, se armaron orgías en las plazas, algunas improvisadas y otras dejaban entrever una modesta organización con su lugar para dejar las zapatillas o los baños móviles. La gente saqueaba y cogía en cualquier rincón, con todo lo que tuviera alcance. Esos fueron los primeros tres días después del anuncio.
Luego, una fuerza natural, un desprendimiento cerebral que conduce a dejar lo placentero por ser repetitivo, calmó todo. Porque el placer, por sobre toda las cosas, tiene su razón de ser, su sazón, en cuanto es escaso o prohibido. En el universo no existe manifestación sin polaridad (gracias, Hundred). Y ahí el mundo comenzó a cultivar su alimento, al mismo tiempo que comenzaba la repartición de las pastillas. El sol brillaba por este hemisferio, la primavera se veía asomar.
Comenzaron a crecer la cantidad de centros culturales, de lugares de reunión, de escuelas de danzas, de teatro, talleres de narración, cursos de masajes, aromaterapia. Abrían gimnasios, se enseñaba yoga en las plazas de los barrios, se alineaban los chakras en las casas de neumáticos. La gente rotaba en las actividades. El mundo olía a palo santo e incienso.
Cierto momento, la rueda que impulsaba los movimientos, se fue deteniendo. Los talleres estaban ausentes de personas, las plazas también. No había mucha gente deambulando por las calles y el aroma festivo de esos primeros días se fue diluyendo paulatina y constantemente. El desanimo empezó a crecer, la intolerancia ganó terreno y la queja fue convirtiéndose en constante en la boca de las personas. La gente no encontraba su pasión. Había tiempo, sí, pero no había qué hacer con él.
Los primeros suicidios ocurrieron entre el quinto y el sexto día. Aún, no paran.

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*Recuerdo que te gustaba esta canción.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Ahora después

- A ver si sos jugador todavía.
- No, pero toda la vida voy a seguir jugando.
Diego Maradona en respuesta a
Fernando Niembro.
(Equipo de Primera - 2001)



Yo nadaba. Pero nadaba mucho, muchísimo. Nadar, para mí, era todo. Nadar era mejor que coger, para mí, en ese momento. Había comenzado de chico, mi vieja me había llevado porque tenía un problema en la espalda, algo del crecimiento, un lado de la cadera más apuntando al norte que otro. Y le dijeron que nadar hacía bien. Pero también le decían eso a la gente que se quería suicidar, o al que le fastidiaba el trabajo o aquel que encontró a su primo arriba de su novia, la propia, no la del primo, en pelotas los dos, en la casita que alquilaron para pasar quince días en Villa Gesell, que después de eso dejó de ser Villa Gesell para convertirse en un cuadro lúgubre, una luz que se apaga. A esos le decían, también, que nadar hacía bien, que tenían que ir. Porque, en definitiva, no importa qué hagas, en este occidental mundo, lo que importa es hacer. Hacer y parecer. Parecer sobre todas las cosas, eso es lo que importa. Y hacer no importa qué, lo que se te cante, lo que te quede a mano. No importa la calidad sino la cantidad. Entonces a mi me tiraron al agua y jamás pude volver a salir. Me encantaba nadar. Esa posibilidad de flotar y poder volar con la seguridad de lo maleable, la capacidad de adaptabilidad que posee el agua. Comencé yendo dos veces por semana y casi llegando a la adolescencia un profesor me propuso competir. O le dijo a mi vieja que por qué no me llevaba el sábado a una competencia al club, que eran chicos de mí categoría, que iba a estar bueno. Y mi vieja me llevó. Y mi profesor me había anotado para correr sin consultar porque veía que tenía pasta, que podía hacer algo bien en la vida y ese algo bien era eso, nadar. Fue mi primera competencia y en la última brazada, en el momento justo que tocaba con la mano contraria la pared que marcaba el final, salí a respirar, miré que los otros carriles habían chicos que iban por la mitad de la pista, y sentí, a corta edad, que eso era lo mío, esa sensación inmediata de felicidad que lo desborda todo y hace que uno se sienta inmenso, invencible. Quería sentir eso todo el tiempo y ya tenía el medio para hacerlo.
Entonces nadé. Comencé a ir tres, cuatro, cinco veces por semana a entrenar. Los días de descanso salía a correr por el parque o le daba una vuelta en bici. También complementaba con ejercicios de elongación y una dieta basada en frutas y vegetales orgánicos cultivados y cosechados sólo y únicamente por personas nacidas y criadas a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Mientras seguía compitiendo. Los fines de semana, algunos días de semana, en el club, en el municipio, en el colegio, en la provincia, a nivel nación y algunas competencias internacionales dentro del Mercosur y América Latina. Había conseguido una beca del estado para solventar algunos gastos y, según las condiciones de la misma, tenía que ir dos o tres veces por mes al CeNARD por charlas, talleres y entrenamiento. En un punto, a los quince años más o menos, comencé a entrenar doble turno. Me levantaba a las cuatro y media de la mañana, desayunaba liviano y agarraba la bici hasta el club. Entrenaba de cinco y media a seis y media o siete y de ahí al colegio. Luego, salía de la escuela y volvía a ir al club, unas dos horas más. Después de eso una siesta, comer liviano y constantemente y repetir. Día tras día. De chico fui renunciando a cosas. A juntadas, a acostarme tarde, a hacer fiaca en la cama, al alcohol, ni hablar siquiera de la idea de fumar. Mis compañeros y amigos fuera del mundo de la natación no entendían cómo podía tener tal conducta. Yo sólo era el pibe que nadaba, no más que eso. Una identidad tan magníficamente creada, eso era. Yo era nadar, nadar era yo. No pesaban en mí todas las cosas perdidas y todos esos ahora después que les decía a mis amigos o a mi familia cuando querían contarme para una reunión o una salida. Se había fijado en mí un objetivo, una meta. No, no era sólo eso. Era algo más fuerte: un propósito. Cuando entendes la palabra propósito, entendes la fuerza que trae con sigo. Desde la entonación de sus consonantes hasta le intervención de sus vocales. Ni hablar de su acentuación en la ó. Y cala aún más cuando la haces acción, cuando transformas en movimiento todos esos pensamientos rumiantes que anidan en vos. Y yo tenía un propósito, yo quería participar en los juegos olímpicos. Era bueno-bueno, eh. Me daba la nafta, yo lo sabía. Entonces necesitaba prepararme.
Habíamos planificado junto a mi profesor en presentarme a mis diecisiete años por lo que necesitaba dos años de mucho sacrificio para poder llegar en buena forma. En natación - no sé si aplica lo mismo para otras disciplinas - es requerido superar una marca, un tiempo clasificatorio, para poder competir. Año a año, esa marca se va corriendo y es más difícil llegar. Ese tiempo se calcula según las clasificaciones dadas en competencias anteriores. Cuando llega el momento, tomadores de tiempo certificados se paran al borde de la pileta y avalan el tiempo que hiciste. Es blanco o negro. Llegaste o no llegaste. Esos dos años fueron de aún más prohibiciones, de mayor soledad y concentración. Tenía una meta, un enfoque.
Fue en febrero, un siete de febrero, que tuve que presentarme a las siete de la mañana en el CeNARD. La toma de tiempo sería a las diez. Pero teníamos que alistarnos todos, al menos eramos unos cuatrocientos chicos que querían participar. Habían venido de todos lados, de cada rincón del país. Se respiraba la tensión en el aire. Y te cuento todo esto por lo siguiente, vas a ver. Fue mi turno, me tocó a mí. Saltar del borde, zambullirme y nadar. Hice lo mejor que pude, nadé como un condenado. Tocaba las paredes de los límites de la pileta, veía la línea azul pintada en el fondo, mantenía una respiración constante y centrada. Lo dí todo y aún más en el último sprint. Y no llegué. Miré el no que gesticuló con la cabeza el toma tiempos mientras se alejaba. No llegué. Fueron dieciséis milésimas las que me dejaron afuera. No lo podía entender. Estaba en el agua, intentando recobrar el aire, el calor en el cuerpo templado por las aguas inquietas.Y no lo podía entender. Tuvieron que ayudarme a salir de la pileta, es hoy en día que aún no recuerdo cómo hice para llegar a casa.
Así fue que aprendí de qué esta hecha la vida, los particulares giros que la componen. Vos quizás nunca nadaste. Quizás te dedicaste a otra cosa, qué se yo. Pero, de una forma u otra, más tarde o más temprano, tuviste que salir a dar una bocanada de aire y darte que cuenta que no llegaste, que qué hiciste con todos esos años que no vuelven más.

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