lunes, 28 de octubre de 2013

Cartas marcadas

El pintor bien lo sabía. No por simple elección seleccionaba todo aquello que utilizó e hizo. Las escenas, el barrio, el estilo de pintura. Cualquiera que contemplara la misma situación, ésta, la de aquél hombre parado frente a la pintura, se atrevería a decir que toda su vida, la del pintor, fue diagramada en función al efecto. Julio se presentaba todos los medio días, en su hora de almuerzo, masticando alguna fruta, quizás una manzana, o bebiendo de algún envase con colores de frutas esmaltadas de invernaderos.
El acto, per sé, era de una absoluta simpleza. Julio llegaba a pararse frente a un cuadro, frente a “Hombres trabajando en el puerto” y lo miraba con una mano escondida sobre la axila del brazo opuesto mientras que la contraria sostenía o bien la fruta o bien el envase. Masticaba, en caso de la fruta, ruidosa y copiosamente, casi sin pestañear. La sutileza del silencio enredador y de la iluminación principalmente natural, le brindaban una intimidad que rozaba lo ajeno, lo obscenamente propio, como si él fuera aquel pintor repasando su obra.
El juego del artista era brillante. Espátulas cargadas de pintura, gruesos relieves y colores pastosos y autóctonos, abstraen a los observadores haciéndolos sentir dueños de la circunstancia, de la pintura, del pequeño mundo plasmado sobre el lienzo errante.

Victoria era prostituta. No recuerdo bien cómo la conocí. El vago recuerdo me conduce a pensar que me le habré acercado en algún bar y simplemente congeniamos. Ella no tenía inconvenientes en aceptar que era prostituta y no en aceptar que estaba hace un tiempo solo y alcoholizado, y eso estaba bien. Sin desearlo, nos veíamos frecuentemente. Tenía en mi poder cierta suerte y holgazanería que a ella le atraía.
Solíamos asistir a casa de juegos de azar donde el black jack esperaba por mí. Ella tenía veintiún años, de cartas marcadas. Así, con algo de dinero, podíamos costearnos alguna comida rápida y licores de los más variados.
Manteníamos relaciones copiosamente, sin importar el lugar o las necesidades del otro. Era instinto animal, del más puro e incisivamente natural. Fluidos espesos se nos sucedían, cargados de vitalidad, de plena destreza, del desarraigo más sincero.
Sin embargo, cometí el error de quererla como mía. He de confesar que sentía su piel gruesa y sus labios espesos y plenos de relieves como un arte propio, mío. Y Victoria, claro, lo percibió. Mi mirada había cambiado, la forma de tocarla, de sentirla, de hasta extrañarla. Rayos, había comenzado a extrañarla. Pero ella no olvidó que era prostituta, que se debe a ella misma para deberse a todos, tal me dijo antes de marcharse, no sin antes hacerla prometer que nos volveríamos a ver. Ella, dulcemente, accedió, frunciendo una mueca de ojos entrecerrados y sonrisa pálida, levantando un pie, tensando los músculos de sus piernas suaves.
Vuelco la historia en este sucio papel, mientras espero mi desayuno en el bar donde solíamos amanecer luego de noches de juego y alcohol. Lo hago porque jamás la he vuelto a ver. Y ya no sé si en verdad existió o fue el maldito destino errante que se está divirtiendo conmigo, torciendo, desapareciendo, llorando de risa sobre naipes.

Una constante y delicada alarma de bips quebradizos, desterraban a Julio de la fantasía. Se encontraba pronto a finalizar su horario de descanso. En el despacho donde trabajaba, la disposición de su escritorio no le permitía acceso a ventana alguna, a río alguno, a pincelada suya.

domingo, 6 de octubre de 2013

Click

Detuvo el auto, pisando la senda peatonal. El semáforo, de un súbito rojo, le impedía el paso.
En el reflejo de sus lentes de marca, vidriados, ennegrecidos, se sucedían las imágenes de la triste derrota: colectivos atisbados de gente, autos con música celta a todo volumen, adolescentes que piensan que el colegio jamás se acabará, mamelucos azules que no saben qué día es, otra gente corriendo entre autos, camiones y colectivos para tomar algún medio de transporte. Los lentes, además, ocultaban las ojeras de una noche más. Noche rellena de peleas con su novio por los mismos temas de siempre. Ojeras de haber cogido por inercia pura, para ver si podía sentir algo; algo que ya sólo es un recuerdo en la sinsabor rutina.
También estaba el peso en los hombros. La tensión constante tal si dos rinocerontes alzados estuvieran apostados en sus deltoides, en el trapecio, en la cervical, en los discos de su columna que se apretan cada vez más como dientes que rechinan de furia. De la furia que sintió esa misma mañana al hablar con su madre y que la misma le recordó que estaba muy flaca, que debía comer, que ya no tenía tetas y que el culo estaba flojo, que se cuide, que se quiera, que tenga un buen día.
El semáforo se volvió eterno, recubierto de esa pausa melancólica que es común en los barcos que están por zarpar, de pañuelos agitándose. El gesto amargo que se sellaba y retroalimentaba en la comisura de sus labios, se complementaba con la presión  que ejercía sobre el volante del automóvil.
Por azar del juego de la radio, comenzó a sonar una canción que creyó haber olvidado. Una canción de la adolescencia, donde la preocupación era que el chico que le gustaba la mire y tener la pollera del colegio sugerente también.
Comenzó a aflojar los falanges y a seguir el ritmo con golpecitos de las terminaciones de sus dedos. Luego, tomó un cigarrillo y arrojó la caja sobre el asiento del acompañante. Encendió el cilindro con el encendedor del coche a medida que mecía su cabeza con la melodía de la canción.
Inhaló todo humo, espeso, blanco, penetrante. Su pecho se cubrió de calor. Los senos prominentes se erizaron y podían llevarse por delante a todo el mundo. La deliciosa sonrisa lentamente se erigió en la montaña de sus pómulos.
Exhaló humo hasta que sólo quedó el aliento desprendiéndose de la humedad de la boca.
Luego, no sucedió más nada. El semáforo cambió, prosiguió por el camino, un embotellamiento, malas noticias en las radios, las caras arrancadas de los sueños, el agrio café de la oficina, las adolescentes que desparraman todas sus risas por las veredas de la ciudad.
De un tiempo para acá , viene no sucediendo nada.