sábado, 12 de septiembre de 2020

Todo siempre es otra cosa

El otro fin de semana, o el anterior, qué se yo, viste que es difícil notar esas cosas, cuando uno dice el otro día que bien podría ser entre ayer o la tarde de otoño en la casa de los abuelos hace quince años cuando todos los primos aún nos reuníamos y no había el concepto de terreno en la punta de la lengua ante cualquier inminente conversación. Pero escúchame, aún más te digo, ¿te diste cuenta que no prestamos atención? No, no te digo de forma general. O si. Mira, decime algo, yo lo estuve notando pero decimelo vos. Hace memoria, anda para atrás. Y ahora suponé que te morís ya, de inmediato. ¿De qué te acordas? ¿De qué trata esa película tuya que se te vendría encima en el último instante? Con suerte, cinco o seis recuerdos se apilan. No, no importa la edad que tengas. Podes tener setenta y tres años o veintinueve, lo mismo da. Contame, ¿qué se te vino? Un asado en lo de los tíos, un día de escuela, la chica flaquita de Belgrano que dejaste ir, una foto que te sacaste en una playa de arena blanca, el gol de Maradona a Juventus desde dentro del área, una perla, un motivo por el cual haber vivido. Eso, con suerte, sólo eso te acordas, ¿ves? Por eso te digo que vamos viviendo así, a los ponchazos. Pero espera, no, no es que sea sólo vos, a todos nos pasa. Si, puede ser el sistema, esto de vivir para proyectar, de que mañana está la recompensa, la zanahoria. Pero no sé, che, dejame decir que no lo sé. Siento que tenemos miedo o pánico, ¿te dije alguna vez de dónde viene la palabra pánico? Mira cómo son las cosas. Resulta que Pan era un dios de los griegos, ¿viste que esos tipos tenían dios hasta para cuando uno se tiraba un pedo? Bueno, este Pan era dios de los rebaños y no sé qué otra cosa, pero particularmente era referente de la sexualidad masculina. Y resulta que el tipo tenía esa cosa de descender en los campos y poblados para ir a perseguir pendejas. Pero este sujeto no era que iba con buenas formas, al menos ¿no? Claro, el tipo llegaba y agarraba sin preguntar, correteaba a todas las chicas y a las ninfas sin discriminar. Y ahí todos corrían. Gritando y con los brazos al viento, la gente gritaba buscando refugio. Y a eso se le llamó pánico, lo que provoca Pan, claro. Bueno, ¿qué te decía? Ah si, lo que nos pasa y no nos pasa, ¿viste? Es una cagada, no sé cuál es la forma de revertir este tema pero lo primero, al menos, es ponérselo a pensar, más allá del miedo o el pánico ¿no? Bueno, te decía, el otro día, estaba terminando unos mates, habrán sido cerca de las ocho, todavía no había oscurecido totalmente. Acá todavía es verano y llueve mucho, no sabes cómo. Pero ese día estaba despejado. Y abrí la ventana que da a la avenida y justo se levantaba un vientito fresco como de esos que corren en la costa, por allá en San Bernardo o Mar de las Pampas, sabes lo que te digo, ¿no? Claro, así, con el murmullo de los árboles y el calor del día que aún perdura las primeras horas de oscuridad y que se va calmando con el viento salado que hace que la arena liviana se levante del suelo y se te pegue en la piel. Algo así pero acá, sin arena ni sal, pero ese mismo viento. Y el caso es que, al parecer, se alzó humo de una parrilla que queda cerca, quisiera creer que es esa, un restaurante argentino que está a una cuadra. Y era ese olorcito a asado, a grasa que cae sobre la brasa y que te lleva lejos, a otros tiempos, a esa vez que habíamos alquilado una casita con los chicos en la costa, justamente, para pasar fin de año. ¿Viste que hay algo en el aire cuando llegan esas fechas? Si, sé que se va perdiendo, que ya no es como antes pero todo es cambio constante, todo siempre es otra cosa. Sin embargo, algo queda de esa magia de la espera por el cambio de año, la promesa de que todo va a estar bien. La cuestión es que nos encontrábamos en la costa, habíamos comprado asado y estaba el fuego prendiéndose. Y nos sentamos en la mesa del patio, con los pies descalzos descansando en el pasto fresco. Nos pusimos a jugar al truco, tres contra tres, de esas partidas que nunca se terminan porque uno se pone a hablar y a recordar. Al fin y al cabo, la vida es recordar, no hay más que eso, no busques más. Nos acordábamos de cuando salíamos todos los viernes y sábados, a este boliche de la calle Tribulato, casi sin un mango. Vos vieras lo que era acercarse a la parada del colectivo con el miedo de que haya pasado el último mientras removías las monedas en tu bolsillo, setenta y cinco centavos que rogabas por favor que pasaran por la máquina. Pero escucha, ¿sabes de qué nos acordamos? De que teníamos una metodología cuando salíamos a levantar, un procedimiento implícito. Claro que esto no garantizaba nada, eh. Está de más decir que coronamos más fracasos que victorias. Pero el tema era el siguiente, debíamos repartirnos, distribuirnos de forma individual por las pistas mirando y tanteando el terreno. Así como te digo. Solos. El tema era acechar de a uno, de eso nos acordábamos. El procedimiento no era ir en manada, no. Por supuesto, éramos carentes de condiciones físicas por lo que buscábamos conectar desde otro lado, desde la gracia, el habla o las habilidades que cada uno tenía. Por ejemplo, El Loco era muy bueno para el encare, él si tenía facha. El Mago tiene cara de bueno, entonces entraba después con simpatía y representando la imagen de buenos muchachos. En mi caso, llegaba para bailar y para hablar, siempre fui bueno en eso. Y ahí, en el duplex de San Bernardo, nos reímos. Si que éramos buenos. La pasábamos muy bien y buscábamos que las personas alrededor también lo hagan. Convivían en ese instante una mezcla entre filantropía con ganas de acceder a un de una chica de una forma rítmica y particular. ¿Si teníamos suerte? Para nada, miles de rechazos y contados aciertos. Alguna vez deberíamos conversar sobre eso, acerca de lo que es sobrevivir a rechazo tras rechazo, de eso no se habla mucho. Pero no viene al caso esto último, lo que pasó fue que recordamos que en verdad fuimos buenos en esa práctica más allá de los resultados. Es que, en un punto, no importaban las métricas sino el proceso, la diversión porque sí. Bueno, esto que nos acordábamos, nos llevó a pensar, mientras las costillas rechinaban sobre la parrilla, en qué nos habíamos vuelto buenos en ese momento, qué es aquello en lo que podemos ser reconocidos, una actividad o acción o habilidad que nos caracterizara y que innegablemente formara parte de nosotros, y que cualquier persona que nos conociera podría decir que sí, que somos bueno en esto o aquello. Esa vez, se formó un silencio particular, como ahora, de esos donde todos quedan callados pero los ruidos contextuales continúan como el asado a las brasas, las copas de los árboles que se agitaban ligeramente, los primeros fuegos artificiales de niños ansiosos, la música que habíamos puesto y la de las casas vecinas, los bocinazos de los autos que salieron a comprar hielo a última hora, un perro que ladraba porque ladrar era su razón de ser, el carraspeo de uno de nosotros en la mesa. En una especie de movimiento involuntario colectivo, los seis bajamos la cabeza a espiar las cartas que teníamos en mano, aún sin hablar, mientras sonaba una canción de esa época, de cuando éramos buenos los viernes y sábados por la noche. Y, temo decir, creo que aún no hemos levantado la vista desde ahí.

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viernes, 7 de agosto de 2020

Fotografías II

Aquel día que llevabas una musculosa amarilla aunque luego refrescó y tuviste que ponerte un saco negro porque agosto en Buenos Aires, por la noche, traiciona; y yo estaba pasado de cerveza y con eso pude acercarme y decirte algo.
El domingo que te vi caminando con unos auriculares en San Telmo y jugaban Boca - River, y sentados en el Bar Británico te contaba que Sábato se acodaba por una mesa pegada sobre la ventana e imaginaba a un Castel deambulando por Parque Lezama. Que Sábato lo único bueno que había hecho era nacer en provincia y El Túnel, que todo lo demás que le adjudicábamos era un reflejo de nosotros mismos, de las cosas que hubiéramos querido que sean.
Una noche nublada sobre Avenida Cabildo esperando el 60.
Las hojas verdes que surfeaban sobre las aguas marrones de un delta agitado de lanchas que iban y venían, una tardecita primaveral. Las ganas de todos de escapar a Tigre que acumulamos día a día.
Una cerveza artesanal en uno de esos bares que parecen fractales como si todos fueran sacados de un cuadro de Pollock, una copia sobre otra copia.
El autito blanco o crema que se guardaba en un garage excepto esa noche que amaneció sin batería, rueda de auxilio y estéreo un fin de semana largo.      
La mañana que te vi lagrimear cuando masticabas que el mundo era una mierda y donde intenté decirte que no pero yo no estaba tan en desacuerdo.
La playa de Buzios que se hacía cada vez más chiquita conforme pasaban las horas y el olorcito a arroz con caldo de camarones y frijoles que vagaban por los pasillos.
Una tarde de otoño haciendo un TEG casero.
Los chocolates Block que cuando los mordías automáticamente los mirabas profundamente como si el mundo fueran vos y esa masa oscura y concluías que era lo mejor que le pasó a la humanidad.
Un octubre en Mar de Las Pampas, pateando unos medanos desteñidos y el viento que hacía ondular tu capucha, las medialunas que se llenaban de arena.
La vez que aprendí a hacer berenjenas al escabeche y pensábamos por qué no nos íbamos a vivir cerca de algunas montañitas y hacer comida en conserva para vender, quizás un pequeño restaurante con postres caseros y café con la cuenta.
Un Parque Nacional en el sur y los pies que se congelan en el agua clara.
La cámara de 35mm en el atardecer de Cartagena, vos parada sobre una muralla donde esclavos negros e indígenas tuvieron un primer contacto para poner piedra sobre piedra, transpirando uno sobre otro, la disentería que se pegaba como moscas a los cuerpos desnutridos.
Un auto que frena, al costado de la ruta donde el sol castigaba, una tarde de primavera en Mendoza, donde nos quedamos varados después de hacer rafting sobre un hilo de agua.
Aquella vez que, acostados en el pasto durante una noche de verano, te conté que las estrellas que vemos ya murieron y que nos llega la luz de lo que fueron por eso del tiempo que se demora a que la información viaje. ¿Qué es real? preguntaste. Aún no lo sabemos.
Los vasos que chocan en una cena familiar y los más chicos corren alrededor de la mesa y ríen.
Ese lunes por la mañana en Vuelta de Obligado al 3100 donde te vi por el retrovisor arrugando los labios y la mirada, al mismo tiempo que yo lo hacía, haciéndote cada vez más chiquita y estática.
La madrugada que pasé en Ezeiza con valijas negras intentando no quedarme dormido porque a veces dormir es despertar y viceversa.
Mis piernas cansadas y sin fuerzas bajando el Ajusco mientras una campera de algodón intentaba protegerme hasta donde podía de la llovizna y la noche que se cerraba.
Una pandemia.
Los mates amargos para uno, en un balcón sobre avenida Chapultepec.
Mi cara iluminada por la pantalla de una computadora un viernes por la noche, en la temporada de lluvia mexicana, escuchando las rollas que solíamos poner antes de irnos a dormir.

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miércoles, 13 de mayo de 2020

Cascarita de naranja

No se puede hacer nada con la tristeza.
Anónimo.


No hay mucho que hacer, viste. Empecé, quizás como todos, buscando la productividad hasta el último gramo. Comencé por levantarme temprano, veinte minutos de yoga, desayuno a base de frutas y leche de almendras, trabajar como un condenado hasta que el estomago pedía por favor que pare, que quería ingerir algo que alguna vez estuvo vivo; luego seguir trabajando hasta levantar la vista y darme cuenta que no hay luz natural, que el sol pasó con las nubes por arriba mío y se cagaron de risa. Extender la manta de nuevo en el piso, hacer yoga por segunda vez, luego barrer, cocinar arroz con un caldito de gallina y mirar a la distancia al celular que reproduce algo que ya ni sé mientras empujo los granitos blancos en el plato con la mano izquierda mientras la derecha sostiene mi cabeza cansada como Atlas cuando le tocó sostener al cielo. Los fines de semana tocaron cocinar, aprender que la levadura es un bicho vivo y que en México el picante es un proceso más que una experiencia en sí y que las papas no se cocinan más ya que son más dura que la certeza de saber que no existe el retorno, no hay lugar ni forma de volver a nada. Luego, probablemente como todos, me rendí. Volvió el mate con galletitas de la mañana, un sanguche de lo que fuere por el mediodía y mirar repeticiones de goles de Maradona en el Napolí después de trabajar mientras me quedo horizontal sobre una colchoneta en un piso densamente poblado de pelusas. También volvieron los mates por la tarde, a eso de las siete y media, con cascaritas de naranja, como sucedían en casa, más que nada en verano, cuando mi viejo sacaba la pava rozando el hervor al patio, debajo del árbol que levantaba el piso con sus raíces y donde corría un ligero viento entre las siete y ocho de la tarde cuando menguaba un poco el calor de Buenos Aires.
Creo que fue unos domingos atrás, no tengo la certeza, la cuarentena hace que todos los días sean o domingos o martes a la tarde, más cuando llueve. Estaba tomando mates en la habitación, en un cuarto piso de Popotla, una pequeña colonia, de las más antiguas de la ciudad de México, que se encuentra a mitad de camino entre lo que supo ser Tenochtitlan y Tacuba, por donde quisieron escapar los soldados de Cortés luego de hacer una masacre y por donde fueron emboscados, regando el lago de cuerpos españoles marcados por las obsidianas afiladas de las macuahuitl. Y ahora se entrelazan los edificios con casas residenciales y puestos de tortas o tacos o elotes o lo que se pueda vender. Hay un punto en Popotla que hace de referencia al lugar y es el árbol de la noche triste donde se dice que Hernán se apoyó sobre el para llorar luego de escapar junto a un puñado de soldados. Aún día, hay personas que se sientan cerquita para hacer lo mismo, probablemente con otros motivos. Y me encontraba en la habitación, ladeando la ventana y mirando las calles vacías, tomando mate con cascarita de naranja. Venías midiendo tus pasos, mirando al piso, con la boina gris sobre la cabeza y el cubrebocas celeste atado por la nuca. Llevabas una bolsita de papel marrón, por lo que pude ver, quizás era el pan o alguna verdurita que faltó para el pozole, quizás un medio de tortillas para hacer un taco de guisado, algo. Si bien estábamos lejos, pude distinguir tu mirada, habías encontrado una piedrita uniforme y empezaste a patearla, despacito, con más precisión que energía, con el fin de que te acompañe a tu casa. Pude comprender a través de tus pasos, de la punta de tu pie delicado que pateaba, de la sonrisa que se escondía tras la mirada concentrada al suelo, que te acordabas de cuando todo era quintas en el barrio, que eras un cinco aguerrido, con pase justo y recuperación, que tu vida era jugar a la pelota. Sentiste toda la energía que tenías, que parecía volver y no lo pudiste creer. Una sensación como una correntada de viento te llegó donde las arrugas te abandonaban y las rodillas empezaban a ser una parte más de tu cuerpo dejando de mandarte un mensaje de pánico o fragilidad. Te animaste, soltaste las manos que aferraban la bolsita marrón para que comenzaran a acompañar tus movimientos. Si vos salías de jugar a la pelota, te dabas un baño y la ibas a buscar a ella, perfumado y peinado, con la camisa blanca de rayas lilas anchas y el único pantalón beige que tenías para salir, si te decían que parecías salido de una caja de muñecos, ¿cómo no ibas a poder? Y te subías a la bicicleta, tomabas la dirección hacia Condesa donde ella vivía, en esa casona donde tenían hasta un cuarto de servicio y perros traídos de otro lado. Allí donde no te importaba lo que decían de vos, de ella, de ustedes dos, eso de que no iba a funcionar, que ella hablaba inglés y vos, a duras penas, podías multiplicar; no te importaba que te digan que el agua y el aceite no se mezclan porque habías planchado esa camisa que siempre te trajo suerte y no hay mejor cosa que distinguir, que ser distinto, decías. Si vos salías de la fábrica, con la sonrisa como nueva para ir a la cancha a jugar, como si recién te hubieras levantado y después agarrabas la bicicleta para Condesa. Y avanzabas pateando la piedra, gambeteando piernas que ya dejaron de estar hace un tiempo, levantando la mirada cada tanto sin perder de vista el arco o la esquina la cual se hacía más cerca. Vos la querías muchísimo pero decidiste mostrarte fuerte, sin evidenciar nada, cuando ella se fue a vivir por un inminente Santa Fé, en una casa que tenía de patio un cerro verde, de robustos árboles y marido de apellido importado. La sonrisa te dejó de salir como antes pero seguías con tu trayectoria, quizás invadido por la rutina o el envión, quién es uno para poder decidirse. Y llegabas a la esquina cuando tropezaste, los años te quitan muchas cosas pero, uno de las más crueles, es la incapacidad de reacción. Sabes lo que va a pasar pero no lo podes evitar, como mirar una película que ya conoces de memoria. Y los brazos no llegaron a amortiguarte cuando tu cara dio contra el piso y la piedra siguió su curso hasta el cordón. Desde el cuarto piso te vi, quise ir a ayudarte pero no sabía cómo te ibas a sentir, vos que pedaleabas de Popotla a Condesa silbando sin agitarte, y ahí te encontrabas sobre la esquina de Mar de Banda y Mar Egeo, solo, con la bolsa marrón desparramada a un costado. Luchaste para poder levantarte y te seguí con la mirada en tu nueva renguera, en el momento que tus ojos miraron al piso, buscando algo que ya no va a volver más.

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lunes, 23 de marzo de 2020

Tomates

Cuando cambiaron los planes y decidieron que teníamos que ir a aquel restaurante venezolano en una colonia adinerada de acá, de la ciudad de México, me resigné. Es cierto que nunca he sido buena madera para lugares donde van a almorzar los oficinistas, de trajes y corbatas, de secretarias con faldas ajustadas y platos gourmets pero luego pensé que quizás podría perderme una buena oportunidad de comer algo distino. Y allí fuimos. No quedaba muy lejos del trabajo por lo que caminamos por las calles de Polanco, esquivando autos, puestitos de garnachas y plazas arboladas con verdes hojas. Al momento de llegar, por suerte, no era un lugar ostentoso sino, más bien, un rinconcito agradable, de rico perfume y música caribeña. Atrás nuestro habían quedado las calles transitadas y embotelladas de autos de lujo, taxis rosas y blancos y todo esa atmósfera pesada que se respira en esta ciudad, mezcla de contaminación, humedad de un lago drenado, avaricia y guerra que dejó una civilización arrasada quinientos años atrás y el aceite que se desprende de los tacos de canasta. México parece que se está por extinguir todo el tiempo pero renace en otro lado como un brote que trepa hacia el sol desde el tronco enmohecido y deshecho que descansa en el suelo en un bosque húmedo.
Tomamos asiento y automáticamente nos acercaron el menú. Contábamos con la ayuda de una compañera venezolana que nos explicaba qué significaba cada plato y nos aproximaba recomendaciones sobre qué pedir y cómo combinar. Por mi parte, fui predispuesto a pedir una arepa que, por suerte, trajeron rápidamente. Y fue en el primer bocado cuando se mezclaron los sabores que entrecerré los ojos y agudicé el oído para escuchar una cancioncita colombiana y pude verme sentado en el cordón de una calle pequeña, en Cartagena, hace unos años atrás, comiendo una arepa de venezolanos que salieron de su lugar de origen para buscar una nueva vida. Estábamos hospedados en Getsemaní y nos levantábamos a las cinco de la mañana por el calor y la humedad. Parecía que la ciudad misma nos estaba echando como si quisiera descansar de todos nosotros y fumarse un pucho viendo el atardecer desde la muralla, la cual no deja entrar pero tampoco deja salir nada, algo así como estar preso en libertad. De noche nos sentábamos en la plaza de la Santísima Trinidad, cerquita de la campana histórica que llamó al levantamiento del pueblo, donde hoy día la gente se reúne a tomar cerveza, bailar y comer de los puestitos. Rentábamos una pequeña casa en la calle angosta, la de los paraguas, y nos molestaba muchísimo la cantidad de turistas que se paseaban para tomarse una foto ahí, los cuales nos impedían el paso. Creo que fue uno o dos días antes de que debíamos regresar que te encontré a la madrugada, duchándote por el intenso calor, escuchando una canción de Marley y susurrandola mientras apretabas un pomo de shampoo y gotas gordas como granizos se estrellaban en el suelo del baño. Te escuché muy alegre, haciendo algo rutinario de una forma extraordinaria como aquella vez donde escuchabas esa misma canción en la cocina, mientras preparabas algo, un domingo de otoño, bien temprano. Que te habías levantado con ganas de cocinar y de comer pastas, me dijiste, que esperabas que no me hayas despertado. Y te respondí que no, desde el baño, que estaba bien, que podríamos tomar unos mates. Ya tengo el agua en el termo, te adelantaste y sabías que esas acciones siempre me gustaron, esas respuestas a preguntas que aún no se habían formulado. Me dirigí a la cocina, al ritmo de la música, para pararme luego en el marco de la puerta y desde ahí contemplarte aún de lejos pero cerca, a unos sesenta y cinco centímetros de distancia, viendo cómo te movías por la cocina, con el pelo revuelto en un rodete, los rayitos de sol con mucha luz pero poco calor que entraban por la ventana que daba al pulmón del edificio. Tenías un recipiente lleno de tomates peritas, pelados, recién sacados del punto de hervor donde se les desprende la piel para quedar todo pulpa. Colocaste uno entre tus manos, sin la capa fina que naturalmente lo recubre, y te diste vuelta mostrándomelo. Mirá, dijiste, mirá cómo late y se te escapó un pequeño chirrido de risa como la de un niño que sostiene un bicho bolita y lo toca para que se enrollé en sí mismo. Hasta parece un corazón, agregaste. Es cálido y late como un corazón. Y luego lo apretaste con una mano mientras que con la otra levantabas el jugo antes de que cayera al suelo. Las semillitas y el centro del tomate se te escurrían entre los dedos mientras se resentía la presión de tus manos en lo que iba quedando del fruto. Ya no late más, y lanzaste un suspiro.
Las arenas del reloj fueron corriendo y, con ellas, todo lo demás. La lejanía, el rencor, la resignación, los viajes, la vida que va brotando pero de una forma no esperada como los edificios de la capital mexicana que se hunden por partes, sin premeditarlo y con un orden aleatorio. Y es ahora que me encuentro acá, a tanta distancia, en tiempo y espacio, en donde siento que quedé pegado a ese marco de puerta desde el cual, aún ahorita, si entrecierro los ojos, puedo ver los tomates, tus manos sosteniendo uno rojo, bien rojo, latiendo como un corazón pequeño y brillante, intervenido por la luz que se cuela por la ventana que da al pulmón del edificio, en ese departamento del quinto piso donde tu celular reproduce una canción de Marley que hace bailar lo último que está quedando de tu rodete y a los mechones de pelo que se te corren hacia la frente para pegarse a tu sonrisa de lado, tan íntima.

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