lunes, 30 de agosto de 2021

Qué le vas a hacer

Qué justas son las cosas, che. Y mira que el otro día hablábamos de eso en una reunión, de las casualidades o causalidades, de qué está hecho el mundo. Yo te decía, antes, que el mundo estaba hecho de buenas intenciones y así andábamos, emparchando cada paso que dábamos, y vos hacías una mueca y pasabas el mechón de pelo que caía sobre tu cara detrás de la oreja, ¿te acordás? Vos me decías que todo es contradicción, desencuentro, todo es una permanente ausencia, y te reías achinando los ojos. Te reías y mirabas a la nada que estaba ahí nomas, echada sobre la vereda como un perro cansado y viejo que pensaba que la vida pudiera haber sido otra cosa pero que ya está; la ojeabas así como cuando se te perdía la vista en la lancha en Tigre, en las marrones aguas y en los árboles que se arrastraban sobre el río, indecisos de seguir en pie o tirarse de una vez al lecho subacuático del Delta. Qué justas son las cosas que miro para atrás y se me arremolinan esas imágenes, una tras otra apilándose como copos de nieve del primer frío en un bosque de la Patagonia. Porque desde acá te miro y con los ojos cansados te digo que alguna vez lo pensé, más de una vez en verdad, sabes cómo soy, que me quiero adelantar, que quiero controlar los piedrazos que da la vida, los atropellos, haciendo malabares, buscando saber dónde va a pegar y cómo para ya ir viendo qué hacer, cómo armarme de nuevo. El otro día me dijeron, te cuento, que los sentimientos no se manejan como pensaba, que de nada sirve anticiparse, que el razonamiento queda para saber si lo que te queda de whisky te alcanzará para una o dos noches más o si los tomates que compras hoy serán para una ensalada o una salsa. Y yo me quería adelantar, quería estar preparado y fui tejiendo lugares, aromas, escenarios, a veces llovía o era de noche o era otoño o un cumpleaños o un velorio. Me iba vistiendo diferente, usaba casi siempre el mismo perfume y en ocasiones me daba vuelta y me iba, otras te encaraba y te decía cómo, cómo hiciste y me arrodillaba abrazándome a tus piernas. Y para qué mentirte, mira, ya tanto tiempo y por qué no contarte. Si hasta iba por la casita de tus viejos a ver si encontraba tu sombra o alguna excusa para toparnos ahí de golpe. Las cosas que uno hace, viste. Pero te decía eso, que no se puede administrar lo que uno siente porque, mirá, si fuera así yo hubiera estado mejor preparado, hubiera tenido cartas para barajar o alguna salida elegante y no quedarme parado como un maniquí en recambio de vidriera, desnudo y ausente, cuando te vi cruzando la calle. Porque si, si después vos me viste y todo eso, yo te vi antes, unos veinte, veintisiete pasos antes de que me notaras, yo te había visto. Y eso que te decía del tiempo, lo que siempre me llamó la atención del tiempo, la plasticidad con la que está construido donde un fin de semana puede pasar como un pestañeo y al mismo tiempo ver una persona cruzando la calle y parándose frente a un local de ropa puede parecer una eternidad. Sentí que el pecho retumbaba convirtiéndose en un bombo legüero en una peña y que todo se congelaba, los autos se frenaban, las hojas de los árboles dejaban de caer, las nubes quedaban petrificadas. Rompí en un suspiro cuando te diste vuelta buscando cualquier otra cosa y te encontraste conmigo quieto, apostado en la esquina, mirándote. Abriste la boca levemente y los ojos se te volvieron redondos y grandes. Y te abrazó en un movimiento natural y rutinario que formaron desde el momento en que uno encuentra refugio en los brazos de alguien más. Te tomó hacía si apretando tu cabeza sobre su pecho, acurrucándote como un gorrioncito que se cayó del nido al pasto mojado y frío en una tarde de lluvia de Agosto. Y siguieron caminando luego, haciéndose uno, con un brazo sobre el cuerpo del otro.


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sábado, 30 de enero de 2021

Garúa

A Poty.

Y no me acuerdo bien pero creo nunca me llamaste, no desde que empezó esto de los celulares sin botones y con conexión a internet, las aplicaciones y las jorobas incipientes acompañadas de las tendinitis y la insensibilidad en los dedos meñiques y anulares de la mano derecha de la población. O sí, sí me has llamado antes. Pero primero me mandabas un whatsapp, me preguntabas qué tal, esperabas que respondiera y ahí me decías si podías llamarme, que querías consultar algo o comentarme una cosita, que si sabía yo dónde habías dejado el pañuelo rojo con pintitas blancas que solías llevar a teatro, cuando hacías ese curso de improvisación en el tallercito mal iluminado cerca de la estación. Pero me preguntabas primero si podías llamarme, si podía hablar. Por eso me sorprendió, me cagué todo. Encima justo había puesto el teléfono con audio, yo que lo uso siempre en silencio y, como estaba ocupado, trepado a una silla descolgando algunos cuadros que eran tuyos, una macetita color marrón gastado con un cactus que dejó de crecer un día, deliberadamente, como si hubiera dicho 'hasta acá, y que todos me chupen un huevo si no les gusta', que estaba acomodado al lado de una taza, de esas tazas grandes para el café con leche, que se rompió un domingo a la tarde, en otoño, ¿te acordas?, y que rellenaste con tierra y pusiste una de esas plantas, cómo se llaman, esas que están ahí y a veces ni las notas, que no crecen ni decrecen, están ahí, las suculentas, esas. Entonces puse el teléfono con sonido porque no sé, algo me dijo que tenía que hacerlo y ahí escuché que llamaban pero no pensé que ibas a ser vos. Y me cagué todo. ¿Qué pasó?, pensé. Tu vieja, me imaginé. Algo le pasó a tu vieja, que está grande, que no se queda quieta. Hola, ¿cómo estás?, bien y vos, bien, todo en orden. Bueno, disculpa que te llame así pero quería hablar con vos, ¿che está todo bien? ¿pasó algo?, yo estaba duro duro, sentía las cervicales que se ponían tensas, como uniéndose en un solo hueso, a la mierda los discos intervertebrales. No, no, todo bien, quedate tranquilo, pero podés hablar. Sí, sí, decime, qué pasó. No, nada, ¿vas a andar por casa mañana? Si, si, en eso habíamos quedado, ya compré las cosas y justo estaba juntando unos cuadros que eran tuyos, te los llevo. ¿Cuáles cuadros? Uno que habías pintado, el del atardecer, ¿te acordas? Después te llevo también el de la foto de Paez Vilaró. Ah, bueno, dale, dale, entonces te espero mañana. Si, quedate tranqui, mañana nos vemos. Bueno. 

Y desde esa tarde hasta la tarde siguiente, quedé anulado. Nadie llama por llamar, pensaba. Si ya estaba hablado que iba a ir, que te iba a llevar los cuadros y las otras cosas. Era raro, al menos. La concha de su madre, pensé. Encima tengo esa mierda que se me pegan las dudas y hasta que no se resuelven, no les dejo de dar vueltas y vueltas, que también me pasa lo mismo cuando me quiero acordar de un jugador del Newells previo a ser campeón con Bielsa, o recordar los partidos que jugó Diego con la Lepra y me quedo pensando, mirando a la nada, como en pausa, así como en el cuento ese de Fontanarrosa, que copió descaradamente el gordo aquel de Mercedes, El ocho era Moacyr. Qué cuentazo. Bueno, qué carajos está pasando, pensaba. Si hasta llegué al peaje en la moto y quise pagar cuando las barreras estaban levantadas.

Y bueno, cómo estuvo el viaje. Bien, te respondí, no había nadie en la ruta. Ah, qué bueno, qué bien, y miraste al piso de lado, inclinando ligeramente tu cabeza hacia la derecha. ¿Tomas mate?. Si, claro que tomo mate, dije y esperaba que soltaras lo que tenías para largar. Y me hablabas de espalda, cebando los mates desde la pava que estaba a fuego despacito. Que las cosas iban bien, que había sido difícil en un principio pero que bueno uno se adapta, que las cosas son malas o buenas porque son novedad que después uno se acomoda. ¿Estás con alguien más?, te interrumpí. Y apoyaste las dos manos morochas en la mesada fría y te encogiste de hombros. Está bien, eh, no le des vueltas, sabíamos que esto nos iba a pasar alguna vez, empecé a hablar. Que está bien que te dieras la oportunidad, que si, que mientras estés bien, todo va a estar bien, que ya vamos a ver cómo hacemos con el trabajo, el negocio, pero que si hay que darle para adelante, hay que darle para adelante, otra no queda. Estoy embarazada, dijiste aún de espaldas.

Y que bueno, que vos querías preguntarme si me molestaría que, en caso de ser varón, le pudieras poner el nombre de mi viejo, Guille, Guillermo, que también podría funcionar para nena pero no sabías, que lo sentías varoncito. Y que querías que se llamara así porque veías en mi viejo cosas que te hubiera gustado de tu papá, que estuvo ausente tanto tiempo rebuscando la vida en el barrio Sur de Montevideo, pateando candombe y tomando cerveza caliente en las calles húmedas del puerto. Que veías en papá esa dureza con los hijos que le había puesto la vida, esa distancia, las pocas palabras y la cara de culo, pero con el amor en los ojos, que los grandes pueden empezar a transmitir cuando van ganando tregua y pueden bajar un poco la guardia como en el doceavo y último round cuando los boxeadores, ya cansados, saben que no se van a pegar más y esperan por los puntos y la decisión de los jueces, y pueden bajar la guardia un poco, los hombros cansados y tensos de cubrir tantos pero tantos golpes. Que eso te trasmitía el viejo, que era todo amor con los nietos, quizás como revancha de lo que no pudo ser con los hijos pero que sentía lo mismo con nosotros, dijiste, que vos lo veías cuando se sienta en la punta de la mesa y no empieza a comer hasta que todo el resto lo haga y que primero sirve vino a los demás antes de tomar él. O cuando toma mate, también, que empieza por comerse las facturas que nadie quiere como esas que tienen membrillo y son de hojaldre, que es preferible masticar una lechuga con el mate antes que eso, pero que él lo hace para dejarle las medialunas o las de crema pastelera para mi vieja o para los nietos. Que me entenderías si te decía que no pero bueno, que la culpa fue de los dos también, que dijimos de no tener hijos y nunca más hablamos de eso y habían pasado como diez años de la última vez que charlamos del tema, que vos tenías mucho para dar aún.

Y me puse a mirar por la ventana con la mano izquierda sobre la boca y la pera, apretando los labios contra los nudillos. Garúa, dije. Y pensé automáticamente en el tango del Polaco y en esa frase que siempre me gustó decir 'El tango te espera'. Seguido se me vinieron todas esas cosas que van a ocurrir de inmediato o en veinte años y te van esperando. Uno se acerca, poco a poquito, pero indefectiblemente se te vienen encima, estemos preparados o no.

Y si, garúa, dijiste, estaba anunciado que iba a llover. En verano a veces llueve y refresca, viste. La cagada es cuando sale el sol después, la humedad y los mosquitos que rebrotan con todo, ¿no?, continuaste. Creo que voy a irme, te dije. Y me fui tocando tu panza llena de nada aún, que luego iría hinchándose a medida que pasara el tiempo, pensando que nadie llama porque si.

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sábado, 12 de septiembre de 2020

Todo siempre es otra cosa

El otro fin de semana, o el anterior, qué se yo, viste que es difícil notar esas cosas, cuando uno dice el otro día que bien podría ser entre ayer o la tarde de otoño en la casa de los abuelos hace quince años cuando todos los primos aún nos reuníamos y no había el concepto de terreno en la punta de la lengua ante cualquier inminente conversación. Pero escúchame, aún más te digo, ¿te diste cuenta que no prestamos atención? No, no te digo de forma general. O si. Mira, decime algo, yo lo estuve notando pero decimelo vos. Hace memoria, anda para atrás. Y ahora suponé que te morís ya, de inmediato. ¿De qué te acordas? ¿De qué trata esa película tuya que se te vendría encima en el último instante? Con suerte, cinco o seis recuerdos se apilan. No, no importa la edad que tengas. Podes tener setenta y tres años o veintinueve, lo mismo da. Contame, ¿qué se te vino? Un asado en lo de los tíos, un día de escuela, la chica flaquita de Belgrano que dejaste ir, una foto que te sacaste en una playa de arena blanca, el gol de Maradona a Juventus desde dentro del área, una perla, un motivo por el cual haber vivido. Eso, con suerte, sólo eso te acordas, ¿ves? Por eso te digo que vamos viviendo así, a los ponchazos. Pero espera, no, no es que sea sólo vos, a todos nos pasa. Si, puede ser el sistema, esto de vivir para proyectar, de que mañana está la recompensa, la zanahoria. Pero no sé, che, dejame decir que no lo sé. Siento que tenemos miedo o pánico, ¿te dije alguna vez de dónde viene la palabra pánico? Mira cómo son las cosas. Resulta que Pan era un dios de los griegos, ¿viste que esos tipos tenían dios hasta para cuando uno se tiraba un pedo? Bueno, este Pan era dios de los rebaños y no sé qué otra cosa, pero particularmente era referente de la sexualidad masculina. Y resulta que el tipo tenía esa cosa de descender en los campos y poblados para ir a perseguir pendejas. Pero este sujeto no era que iba con buenas formas, al menos ¿no? Claro, el tipo llegaba y agarraba sin preguntar, correteaba a todas las chicas y a las ninfas sin discriminar. Y ahí todos corrían. Gritando y con los brazos al viento, la gente gritaba buscando refugio. Y a eso se le llamó pánico, lo que provoca Pan, claro. Bueno, ¿qué te decía? Ah si, lo que nos pasa y no nos pasa, ¿viste? Es una cagada, no sé cuál es la forma de revertir este tema pero lo primero, al menos, es ponérselo a pensar, más allá del miedo o el pánico ¿no? Bueno, te decía, el otro día, estaba terminando unos mates, habrán sido cerca de las ocho, todavía no había oscurecido totalmente. Acá todavía es verano y llueve mucho, no sabes cómo. Pero ese día estaba despejado. Y abrí la ventana que da a la avenida y justo se levantaba un vientito fresco como de esos que corren en la costa, por allá en San Bernardo o Mar de las Pampas, sabes lo que te digo, ¿no? Claro, así, con el murmullo de los árboles y el calor del día que aún perdura las primeras horas de oscuridad y que se va calmando con el viento salado que hace que la arena liviana se levante del suelo y se te pegue en la piel. Algo así pero acá, sin arena ni sal, pero ese mismo viento. Y el caso es que, al parecer, se alzó humo de una parrilla que queda cerca, quisiera creer que es esa, un restaurante argentino que está a una cuadra. Y era ese olorcito a asado, a grasa que cae sobre la brasa y que te lleva lejos, a otros tiempos, a esa vez que habíamos alquilado una casita con los chicos en la costa, justamente, para pasar fin de año. ¿Viste que hay algo en el aire cuando llegan esas fechas? Si, sé que se va perdiendo, que ya no es como antes pero todo es cambio constante, todo siempre es otra cosa. Sin embargo, algo queda de esa magia de la espera por el cambio de año, la promesa de que todo va a estar bien. La cuestión es que nos encontrábamos en la costa, habíamos comprado asado y estaba el fuego prendiéndose. Y nos sentamos en la mesa del patio, con los pies descalzos descansando en el pasto fresco. Nos pusimos a jugar al truco, tres contra tres, de esas partidas que nunca se terminan porque uno se pone a hablar y a recordar. Al fin y al cabo, la vida es recordar, no hay más que eso, no busques más. Nos acordábamos de cuando salíamos todos los viernes y sábados, a este boliche de la calle Tribulato, casi sin un mango. Vos vieras lo que era acercarse a la parada del colectivo con el miedo de que haya pasado el último mientras removías las monedas en tu bolsillo, setenta y cinco centavos que rogabas por favor que pasaran por la máquina. Pero escucha, ¿sabes de qué nos acordamos? De que teníamos una metodología cuando salíamos a levantar, un procedimiento implícito. Claro que esto no garantizaba nada, eh. Está de más decir que coronamos más fracasos que victorias. Pero el tema era el siguiente, debíamos repartirnos, distribuirnos de forma individual por las pistas mirando y tanteando el terreno. Así como te digo. Solos. El tema era acechar de a uno, de eso nos acordábamos. El procedimiento no era ir en manada, no. Por supuesto, éramos carentes de condiciones físicas por lo que buscábamos conectar desde otro lado, desde la gracia, el habla o las habilidades que cada uno tenía. Por ejemplo, El Loco era muy bueno para el encare, él si tenía facha. El Mago tiene cara de bueno, entonces entraba después con simpatía y representando la imagen de buenos muchachos. En mi caso, llegaba para bailar y para hablar, siempre fui bueno en eso. Y ahí, en el duplex de San Bernardo, nos reímos. Si que éramos buenos. La pasábamos muy bien y buscábamos que las personas alrededor también lo hagan. Convivían en ese instante una mezcla entre filantropía con ganas de acceder a un de una chica de una forma rítmica y particular. ¿Si teníamos suerte? Para nada, miles de rechazos y contados aciertos. Alguna vez deberíamos conversar sobre eso, acerca de lo que es sobrevivir a rechazo tras rechazo, de eso no se habla mucho. Pero no viene al caso esto último, lo que pasó fue que recordamos que en verdad fuimos buenos en esa práctica más allá de los resultados. Es que, en un punto, no importaban las métricas sino el proceso, la diversión porque sí. Bueno, esto que nos acordábamos, nos llevó a pensar, mientras las costillas rechinaban sobre la parrilla, en qué nos habíamos vuelto buenos en ese momento, qué es aquello en lo que podemos ser reconocidos, una actividad o acción o habilidad que nos caracterizara y que innegablemente formara parte de nosotros, y que cualquier persona que nos conociera podría decir que sí, que somos bueno en esto o aquello. Esa vez, se formó un silencio particular, como ahora, de esos donde todos quedan callados pero los ruidos contextuales continúan como el asado a las brasas, las copas de los árboles que se agitaban ligeramente, los primeros fuegos artificiales de niños ansiosos, la música que habíamos puesto y la de las casas vecinas, los bocinazos de los autos que salieron a comprar hielo a última hora, un perro que ladraba porque ladrar era su razón de ser, el carraspeo de uno de nosotros en la mesa. En una especie de movimiento involuntario colectivo, los seis bajamos la cabeza a espiar las cartas que teníamos en mano, aún sin hablar, mientras sonaba una canción de esa época, de cuando éramos buenos los viernes y sábados por la noche. Y, temo decir, creo que aún no hemos levantado la vista desde ahí.

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viernes, 7 de agosto de 2020

Fotografías II

Aquel día que llevabas una musculosa amarilla aunque luego refrescó y tuviste que ponerte un saco negro porque agosto en Buenos Aires, por la noche, traiciona; y yo estaba pasado de cerveza y con eso pude acercarme y decirte algo.
El domingo que te vi caminando con unos auriculares en San Telmo y jugaban Boca - River, y sentados en el Bar Británico te contaba que Sábato se acodaba por una mesa pegada sobre la ventana e imaginaba a un Castel deambulando por Parque Lezama. Que Sábato lo único bueno que había hecho era nacer en provincia y El Túnel, que todo lo demás que le adjudicábamos era un reflejo de nosotros mismos, de las cosas que hubiéramos querido que sean.
Una noche nublada sobre Avenida Cabildo esperando el 60.
Las hojas verdes que surfeaban sobre las aguas marrones de un delta agitado de lanchas que iban y venían, una tardecita primaveral. Las ganas de todos de escapar a Tigre que acumulamos día a día.
Una cerveza artesanal en uno de esos bares que parecen fractales como si todos fueran sacados de un cuadro de Pollock, una copia sobre otra copia.
El autito blanco o crema que se guardaba en un garage excepto esa noche que amaneció sin batería, rueda de auxilio y estéreo un fin de semana largo.      
La mañana que te vi lagrimear cuando masticabas que el mundo era una mierda y donde intenté decirte que no pero yo no estaba tan en desacuerdo.
La playa de Buzios que se hacía cada vez más chiquita conforme pasaban las horas y el olorcito a arroz con caldo de camarones y frijoles que vagaban por los pasillos.
Una tarde de otoño haciendo un TEG casero.
Los chocolates Block que cuando los mordías automáticamente los mirabas profundamente como si el mundo fueran vos y esa masa oscura y concluías que era lo mejor que le pasó a la humanidad.
Un octubre en Mar de Las Pampas, pateando unos medanos desteñidos y el viento que hacía ondular tu capucha, las medialunas que se llenaban de arena.
La vez que aprendí a hacer berenjenas al escabeche y pensábamos por qué no nos íbamos a vivir cerca de algunas montañitas y hacer comida en conserva para vender, quizás un pequeño restaurante con postres caseros y café con la cuenta.
Un Parque Nacional en el sur y los pies que se congelan en el agua clara.
La cámara de 35mm en el atardecer de Cartagena, vos parada sobre una muralla donde esclavos negros e indígenas tuvieron un primer contacto para poner piedra sobre piedra, transpirando uno sobre otro, la disentería que se pegaba como moscas a los cuerpos desnutridos.
Un auto que frena, al costado de la ruta donde el sol castigaba, una tarde de primavera en Mendoza, donde nos quedamos varados después de hacer rafting sobre un hilo de agua.
Aquella vez que, acostados en el pasto durante una noche de verano, te conté que las estrellas que vemos ya murieron y que nos llega la luz de lo que fueron por eso del tiempo que se demora a que la información viaje. ¿Qué es real? preguntaste. Aún no lo sabemos.
Los vasos que chocan en una cena familiar y los más chicos corren alrededor de la mesa y ríen.
Ese lunes por la mañana en Vuelta de Obligado al 3100 donde te vi por el retrovisor arrugando los labios y la mirada, al mismo tiempo que yo lo hacía, haciéndote cada vez más chiquita y estática.
La madrugada que pasé en Ezeiza con valijas negras intentando no quedarme dormido porque a veces dormir es despertar y viceversa.
Mis piernas cansadas y sin fuerzas bajando el Ajusco mientras una campera de algodón intentaba protegerme hasta donde podía de la llovizna y la noche que se cerraba.
Una pandemia.
Los mates amargos para uno, en un balcón sobre avenida Chapultepec.
Mi cara iluminada por la pantalla de una computadora un viernes por la noche, en la temporada de lluvia mexicana, escuchando las rollas que solíamos poner antes de irnos a dormir.

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miércoles, 13 de mayo de 2020

Cascarita de naranja

No se puede hacer nada con la tristeza.
Anónimo.


No hay mucho que hacer, viste. Empecé, quizás como todos, buscando la productividad hasta el último gramo. Comencé por levantarme temprano, veinte minutos de yoga, desayuno a base de frutas y leche de almendras, trabajar como un condenado hasta que el estomago pedía por favor que pare, que quería ingerir algo que alguna vez estuvo vivo; luego seguir trabajando hasta levantar la vista y darme cuenta que no hay luz natural, que el sol pasó con las nubes por arriba mío y se cagaron de risa. Extender la manta de nuevo en el piso, hacer yoga por segunda vez, luego barrer, cocinar arroz con un caldito de gallina y mirar a la distancia al celular que reproduce algo que ya ni sé mientras empujo los granitos blancos en el plato con la mano izquierda mientras la derecha sostiene mi cabeza cansada como Atlas cuando le tocó sostener al cielo. Los fines de semana tocaron cocinar, aprender que la levadura es un bicho vivo y que en México el picante es un proceso más que una experiencia en sí y que las papas no se cocinan más ya que son más dura que la certeza de saber que no existe el retorno, no hay lugar ni forma de volver a nada. Luego, probablemente como todos, me rendí. Volvió el mate con galletitas de la mañana, un sanguche de lo que fuere por el mediodía y mirar repeticiones de goles de Maradona en el Napolí después de trabajar mientras me quedo horizontal sobre una colchoneta en un piso densamente poblado de pelusas. También volvieron los mates por la tarde, a eso de las siete y media, con cascaritas de naranja, como sucedían en casa, más que nada en verano, cuando mi viejo sacaba la pava rozando el hervor al patio, debajo del árbol que levantaba el piso con sus raíces y donde corría un ligero viento entre las siete y ocho de la tarde cuando menguaba un poco el calor de Buenos Aires.
Creo que fue unos domingos atrás, no tengo la certeza, la cuarentena hace que todos los días sean o domingos o martes a la tarde, más cuando llueve. Estaba tomando mates en la habitación, en un cuarto piso de Popotla, una pequeña colonia, de las más antiguas de la ciudad de México, que se encuentra a mitad de camino entre lo que supo ser Tenochtitlan y Tacuba, por donde quisieron escapar los soldados de Cortés luego de hacer una masacre y por donde fueron emboscados, regando el lago de cuerpos españoles marcados por las obsidianas afiladas de las macuahuitl. Y ahora se entrelazan los edificios con casas residenciales y puestos de tortas o tacos o elotes o lo que se pueda vender. Hay un punto en Popotla que hace de referencia al lugar y es el árbol de la noche triste donde se dice que Hernán se apoyó sobre el para llorar luego de escapar junto a un puñado de soldados. Aún día, hay personas que se sientan cerquita para hacer lo mismo, probablemente con otros motivos. Y me encontraba en la habitación, ladeando la ventana y mirando las calles vacías, tomando mate con cascarita de naranja. Venías midiendo tus pasos, mirando al piso, con la boina gris sobre la cabeza y el cubrebocas celeste atado por la nuca. Llevabas una bolsita de papel marrón, por lo que pude ver, quizás era el pan o alguna verdurita que faltó para el pozole, quizás un medio de tortillas para hacer un taco de guisado, algo. Si bien estábamos lejos, pude distinguir tu mirada, habías encontrado una piedrita uniforme y empezaste a patearla, despacito, con más precisión que energía, con el fin de que te acompañe a tu casa. Pude comprender a través de tus pasos, de la punta de tu pie delicado que pateaba, de la sonrisa que se escondía tras la mirada concentrada al suelo, que te acordabas de cuando todo era quintas en el barrio, que eras un cinco aguerrido, con pase justo y recuperación, que tu vida era jugar a la pelota. Sentiste toda la energía que tenías, que parecía volver y no lo pudiste creer. Una sensación como una correntada de viento te llegó donde las arrugas te abandonaban y las rodillas empezaban a ser una parte más de tu cuerpo dejando de mandarte un mensaje de pánico o fragilidad. Te animaste, soltaste las manos que aferraban la bolsita marrón para que comenzaran a acompañar tus movimientos. Si vos salías de jugar a la pelota, te dabas un baño y la ibas a buscar a ella, perfumado y peinado, con la camisa blanca de rayas lilas anchas y el único pantalón beige que tenías para salir, si te decían que parecías salido de una caja de muñecos, ¿cómo no ibas a poder? Y te subías a la bicicleta, tomabas la dirección hacia Condesa donde ella vivía, en esa casona donde tenían hasta un cuarto de servicio y perros traídos de otro lado. Allí donde no te importaba lo que decían de vos, de ella, de ustedes dos, eso de que no iba a funcionar, que ella hablaba inglés y vos, a duras penas, podías multiplicar; no te importaba que te digan que el agua y el aceite no se mezclan porque habías planchado esa camisa que siempre te trajo suerte y no hay mejor cosa que distinguir, que ser distinto, decías. Si vos salías de la fábrica, con la sonrisa como nueva para ir a la cancha a jugar, como si recién te hubieras levantado y después agarrabas la bicicleta para Condesa. Y avanzabas pateando la piedra, gambeteando piernas que ya dejaron de estar hace un tiempo, levantando la mirada cada tanto sin perder de vista el arco o la esquina la cual se hacía más cerca. Vos la querías muchísimo pero decidiste mostrarte fuerte, sin evidenciar nada, cuando ella se fue a vivir por un inminente Santa Fé, en una casa que tenía de patio un cerro verde, de robustos árboles y marido de apellido importado. La sonrisa te dejó de salir como antes pero seguías con tu trayectoria, quizás invadido por la rutina o el envión, quién es uno para poder decidirse. Y llegabas a la esquina cuando tropezaste, los años te quitan muchas cosas pero, uno de las más crueles, es la incapacidad de reacción. Sabes lo que va a pasar pero no lo podes evitar, como mirar una película que ya conoces de memoria. Y los brazos no llegaron a amortiguarte cuando tu cara dio contra el piso y la piedra siguió su curso hasta el cordón. Desde el cuarto piso te vi, quise ir a ayudarte pero no sabía cómo te ibas a sentir, vos que pedaleabas de Popotla a Condesa silbando sin agitarte, y ahí te encontrabas sobre la esquina de Mar de Banda y Mar Egeo, solo, con la bolsa marrón desparramada a un costado. Luchaste para poder levantarte y te seguí con la mirada en tu nueva renguera, en el momento que tus ojos miraron al piso, buscando algo que ya no va a volver más.

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