martes, 31 de diciembre de 2019

Cenizas

Me parece que nunca te lo conté pero, bueno, viste, hay tantas cosas que no se dicen. ¿Me escuchas? No, te pregunto porque quizás con la puerta cerrada no llega lo que te digo. Pero si, hace lo tuyo, yo hablo. No sé, hoy lo volví a pensar de nuevo, cuando te vi ahí, de espaldas en el café, en el momento en el que pude chusmear tus hombros encogidos mientras tenías con las dos manos la taza y mirabas a un costado, a la ventana, pero no observabas afuera sino, más bien, a la pestaña del entramado de madera y vidrio donde no había nada, así como cuando uno mira para dentro, ¿viste? Te juro que fue ahí y vos sabes bien que yo no juro al menos que esté muy seguro, esa costumbre que me quedó de chico como llorar por el gol del Diego o enojarme cuando las cosas no me salen como quiero. De ahí no dejé de pensar a cada rato sin embargo fuimos haciendo las otras cosas, lo de caminar por la plazita del bajo tan callada como nunca y la calesita que crujía de no moverse, ¿sabés? Bueno, y yo pensaba, se me venían imágenes y me las quería quitar de encima pero me invadían. Y no creo mucho en las casualidades, eso no, pero a veces pasan. O quizás es uno mismo que va atando los hilos y va remendando algo que nunca existió y le pone uno nombre de casualidad  y ahí nos tenes creyendo en que por nacer en un determinado día y horario todo está dicho, las estrellas hablan, los planetas te putean y la vía láctea se fuma un pucho mientras se te caga de risa. ¿Te acordas que estaba la feria en la plaza? Bueno, después del puesto de los duendes y los sahumerios, estaba el viejo de los libros. Yo solía comprarle una vez cada cinco semanas dos libros, más o menos ese era el promedio. Carlos, se llamaba el tipo. Aún se llama así. Y cuando hoy lo vi, y el me vio, nos saludamos con un gesto austero, levantando la cabeza y volviéndola al lugar original sin más remedio. Al momento de ir haciendo lo propio, noté el título de un libro prolijamente acomodado. La Pesquisa, ¿te acordas? Creo que no lo viste y yo tampoco te dije nada al respecto, me parece que nosotros también estábamos crujiendo de silencio. Y no pude evitar cerrar lo que pensaba porque antes de que nos encontráramos, pude ver una pareja que discutía. Estaban sentados uno al lado del otro y no se miraban, bueno él no miraba mientras ella lo observaba con algo parecido al odio pero peor, quizás decepción, a medida que repetía cosas que habían pasado, enumerando con cierto detalle los errores y las interpretaciones de las acciones que, al parecer, él había cometido. Y algo que dijo ella, lo escuché anteriormente. Resulta que un tiempo atrás, me encontraba caminando por una plaza de México, por Coyoacán, y encontré a una chica que estaba llorando, sola, sentada en un banco verde con los codos apoyados en los respectivos muslos, teniéndose la cara con las dos manos abiertas. Tendrías que haberla visto. Era la perfecta definición de inestabilidad y devastación. Ideal para una película de Fellini, quizás mostrando a una joven que acababa de perder a su novio luego de que este último se arrojara al río Tiber aún traumatizado por la guerra; faltaba verla en blanco y negro nomas. Bueno, me acerqué a ver si podía ayudar en algo, no sé, me salió así. Y le pregunté qué le estaba pasando, si necesitaba que llamara a alguien. Tardó un poco en componerse para poder decirme que no, que la dejara pero me quedé porque realmente sentí que no podía sólo irme con ella en ese estado. Pude ver que tenía sobre su regazo un libro, imagino que sabrás cuál. Sí, La Pesquisa de Juan José Saer. Quedé impactado porque era muy raro que encontrara a alguien que conociera la obra fuera de Argentina, inclusive ahí era difícil que fuera nombrado. Esas son las injusticias que nos vuelven locos. Empecé a hablarle sobre la novela, sobre el drama que entretejió el escritor para llegar a ese final, todos los caminos alternativos y, a veces, antagónicos que generaban ganas de tirar el libro al diablo y seguir con otra cosa. Ella rió con la boca forzada por la desolación, generando un gesto agridulce que me pareció de lo más sincero que había visto en la vida. Le dije que debíamos ir por un café, en esa época aún yo lo tomaba, hace un año que lo dejé, ¿te acordas? Ya no sé bien qué dejar para el próximo. A veces siento que la vida es una constante contracción de placeres, ¿sabes? Bueno, fuimos a un barcito que tenía mesas en una peatonal. Me contó que encontró a su novio con la hermana, con su propia sangre, desnudos en el living de la casa de verano que habían alquilado junto a su familia en las costas de Puerto Escondido. Aún no podía superarlo, me dijo. Y era claro, habían pasado menos de veinticuatro horas porque ella automáticamente se tomó el primer vuelo y se volvió a la ciudad. Pensó que caminar le iba a hacer bien, que Coyoacán, a pesar del ruido, si te alejas unas cuadras, podes encontrar tranquilidad y ahí, ella, podría repensarse. Tomó su cartera, el libro y se largó a caminar, dejando atrás todo rastro de racionalidad que le fuera otorgado producto del shock de descubrir a su hermana y su prometido transpirados y desnudos en el piso del living. Y en un punto, en la plazita que tiene esa iglesia tan antigua como México, se derrumbó. Su vida, todos los puntos que había trazado en el mapa de su futuro, habían sido tirados, derrumbados del tablero con el cual estaba jugando. Es que, me dijo, pensaba irse con él a Europa, iban a migrar primero a España, luego a Italia, donde él tenía familia y una finca que esperaba sus conocimientos de agronomía. Ella ya había seleccionado los libros que llevaría, la ropa que iba a dejar y no podía parar de pensar sobre la toscana y lo lindo que debería ser el calor cerquita del Mediterráneo. Todo se había desmoronado tan rápidamente como las cenizas de los cigarrillos que fumaba, uno tras otro.
Esperá, no te entiendo, escucho tu voz desde la ducha que acaba de silenciarse. Es que ella tomaba la taza como vos lo hiciste hoy, ¿sabés? Y de pronto se me apareció ese primer recuerdo, luego la plaza, la calesita, la pareja discutiendo, el libro. No sé, até todo sin querer. No, no te entiendo, nos conocimos hace dos días, me decís desde toda tu piel sin ropa apoyada en el marco de la puerta del baño. ¿Cómo esperas que sepa todo eso? Sí, tenes razón, te digo. A veces no me doy cuenta. Es que siento que estamos tan solos y tan desnudos en todo esto. Discúlpame.

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viernes, 29 de noviembre de 2019

Para Jane

Cuando bajé del auto y viste el libro que llevaba pegado al costado de mi cintura, me miraste como diciendo boludo, bajaste con eso y no te diste cuenta y por eso, casi de inmediato, te dije que bueno, que ya estábamos lejos del vehículo y que no me molestaba cargarlo. Giraste en vos misma, hacia tu izquierda, mirando el auto recién estacionado a unos escasos dos metros de donde nos encontrábamos parados y marcaste un gesto levantando tus cejas y amurallando tus labios en un tenso movimiento. Bueno, dijiste, vamos por ahí así conversamos de todo. Te iba siguiendo mientras hablábamos del clima, de la política, de por qué en Uruguay había agarrado tanta fuerza la derecha, qué había pasado con todo ese sueño latinoamericano. Entramos al bar, al patio interno que tenía aire acondicionado, techo vidriado y plantas pegadas a la pared. Tenía pinta de haber sabido ser una casona vieja de barrio norte, de ladrillos rojos apelmazados unos sobre los otros, erigiendo paredes altísimas para combatir el calor y la humedad de Buenos Aires en verano. Y ahí estaba, un hogar convertido en una cervecería artesanal, con un patio interno con aire acondicionado y ladrillos estratégicamente colocados a la vista. Nos sentamos para pedir una limonada, casi que se nos rieron en la cara y tardaron más tiempo que una propaganda en la radio metro en traernos los tragos.
Apoyé el libro sobre la mesa de madera y lo miraste girando un poco tu cabeza porque, desde donde lo veías, el título y el autor te daban al revés. Es tuyo, te dije. Quiero que te lo quedes, hay un cuento ahí que para mí es todo. Aún no entiendo bien por qué me produce una nostalgia pero rara, distinta a la normal, como si extrañara un momento de mi vida que nunca viví. Miraste el libro y el cuento, el título Capítulo para Laucha y quisiste comenzar a leerlo pero te pedí que lo hagas en soledad, que hay cosas que aún me avergüenzan. Antes de cerrarlo, lo agitaste un poco y se cayó la hojita que prolijamente había doblado en cuatro partes, escrita en puño y letra, con imprenta mayúscula como si escribiera gritando, en tinta negra. Qué es esto, me preguntaste. Escribí algo para vos. Te conté que estuve yendo a un taller de narrativa en el cual escribía cuentos todos los encuentros y el último fue este y me parecía bueno que lo tengas porque si alguien, alguna vez, escribiera sobre mí, bueno, me gustaría verlo. Mira vos, no tenías que hacerlo, dijiste. Léelo en soledad, no es muy bueno pero es hasta donde me alcanza.
Quizás en lo inconsciente sabía que al irme al baño, al esperar que se desocupara, hacer lo mío y volver, lo habrías leído; por eso al ver tu cara y la hoja desarmada entre tus manos, no me sorprendí pero no me encontraba preparado para saber cómo continuar.
El cuento iba por acá.

La conocí porque un compañero de trabajo me dijo que tenía que empezar a salir de nuevo, que me haría bien. Creo que lo había cansado con mis historias y, aún más, con mis silencios sorpresivos en los cuales no emitía ni un ruidito como si fuera un muñeco de cera sentado en la oficina. Aparte, me dijo, ella es piola y tienen gustos parecidos. Fui porque no quería dejarlo mal plantado a él y, además, necesitaba volver a sentarme frente a alguien sin tener que bajar la mirada.
Todo fue bien, en verdad teníamos unos puntos importantes en común. Le gustaban las películas de Tarantino y las de Woody Allen les provocaban nostalgia que sentía ajena, como si viera  a una persona caerse en la calle y quebrarse la muñeca derecha y ella sintiera ese dolor en la propia. Sin embargo, fue cuando pidió un bife de chorizo con salsa de hongos lo que me dejó estático. Automáticamente pensé vos no sos la de los hongos, vos no podes pedir eso, porque quien pedía todo lo que pueda con champiñones era la que me provocaba esas historias y aquellos silencios. Luego de pensar en eso, instantáneamente, y sin darme cuenta, me vi sentado en otro lugar, en una mesita de madera rústica del restaurante de un pueblito patagónico, observando un callado lago azul, abovedado de montañas, por encima del hombro de ella que pedía todo con hongos.
Cuando volví en sí, intenté seguir el hilo de una conversación en la cual  nunca estuve en verdad, mientras por dentro pensaba qué otras cosas se me quedaron impregnadas de ella. Seguramente Bowie, quizás Montevideo, definitivamente no podré pisar Mar de las Pampas otra vez, los tacos mexicanos que hacía con tanto cariño o la forma que tenía el primer abrazo que daba cuando despertábamos juntos. ¿Ella pensará lo mismo? ¿Habrá quedado atado algo a mí que también la haga recordarme?  No sé bien qué podría ser, tal vez algún video del Diego jugando a la pelota, una torta de frutilla y chocolate que siempre hay en mi cumpleaños, la canción Guanuqueando de Divididos que pongo cada vez que hago asado. Quizás tampoco ella pueda ir a Mar de las Pampas o a Gesell o a toda la costa donde nos escapábamos un poquito de nosotros mismos en lo que era la mono ambiente rutina, ¿a qué otro lado estará yendo fuera de temporada?

Atiné a decirte que el final alude a otra historia que había escrito. Y me miraste con los ojos grandes y la boca brevemente abierta. Te sentí lejos y distante, como absorta mirando las olas romper en el medio del mar, en una playa desierta y fría, de vientos suaves pero constantes donde la arena remolona baila en la superficie. Prendiste un cigarrillo, aún sin hablarme. Asentimos uno al otro pero más bien hacia dentro, donde quedó todo lo que alguna vez fuimos.
Laucha, pensé. Y pensé que hay cosas que nunca deberían escribirse.

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viernes, 8 de noviembre de 2019

Cuándo

Llenas tus valijas de amor y te vas
a buscar el cuerpo de una mujer.
Y descubrís que amar es más
que una noche y juntos ver amanecer.
Cuando comenzamos a nacer (1972)
Sui Generis.


M. nos envió un mensaje a cada uno, pidiendo que nos reuniéramos pronto, que tenía algo para contarnos. La última vez que nos habíamos juntado fue antes de que él se fuera a Nueva Zelanda, en una improvisada despedida. Luego, a su regreso, cada uno lo visitó por separado. Estuvo allí por un lapso de tres años y, durante ese tiempo, fuimos construyendo la vida que llevábamos. El gordo se había casado y contaba con dos criaturas, Chicho fue a probar suerte al sur y volvía de forma intermitente a estos lados, René puso una maderera cerca de Baradero y ahí sigue, Coco continúa laburando en una oficina en el centro que es lo mismo que decir que algo de él ya está muerto. Por mi lado, hice lo que pude parado frente al mostrador del almacén y ahí sigo. En el mensaje, M., nos indicaba la dirección del lugar donde quería que fuéramos, que no llevemos nada, pedía también, que él se encargaría de todo. El nombre de la calle me resultó familiar. Nos daba instrucciones del tipo: tenes que ir a la casilla de la lancha colectivo, decir que vas al arroyo Espera 860, a la casa de Don Enrique, ellos te van a saber bajar. Era la casa que el abuelo de M. tenía entre los ríos del delta, la que compró hace más de veinte años cuando se jubiló del banco y con la cual quería disfrutar de su retiro sin saber que moriría a los dos meses de haber adquirido el inmueble. Nosotros íbamos a esa casita isleña asiduamente en los veranos de nuestra juventud. Pescábamos desde el muelle y hacíamos asados en una parrilla a la vera del río. Parecía una cargada que nos hacía M. al indicarnos cómo llegar si todos sabíamos bien la forma de hacerlo.  Fue ahí donde el gordo conoció a la madre de sus hijos cuando Chicho invitó a la prima y trajo unas amigas, una de ellas sería la mujer del gordo.
Por otro lado, entre nosotros, nos hablamos para ver si todos habíamos recibido el mismo mensaje. Al confirmarlo, comenzamos a pensar por qué tanto misterio. Sin embargo, nos alegraba la motivación de juntarnos de nuevo, de vernos alrededor de un fueguito y a la espera de un asado isleño. Seguimos las instrucciones de M. y esperamos al fin de semana que llegara para acercarnos a la boletería de la lancha colectiva.
En el momento que nos vimos todos, nos fundimos en un abrazo grupal y fuimos charlando, rememorando cómo eran esos encuentros de verano donde contábamos menos kilos y más energías. Al abordar nuestro transporte, tuvimos la sensación de que volvíamos al lugar donde nunca debimos salir. Cuando estábamos cerca de nuestro destino, notamos a una persona sentada cerca de la orilla, con las luces de la casa prendidas por detrás. Encontramos a M. en la reposera, cerca del muelle de madera, esperándonos. Estaba vestido enteramente de blanco, con un sombrero de ala ancha, de color marfil, escondiendo una bandana blanca que rodeaba su cabeza rapada. ¿Qué haces así, boludo? Dijo el gordo. Pareces el hijo de Gaby Alvarez y Alan Faena, gritó Chicho aún en la lancha. Ya reunidos todos en suelo firme, nos dirigimos a una mesa de madera dispuesta para que cenemos. Entre los primeros bichitos de luz que fueron aparecieron se mezclaban los chispazos de las leñas ardiendo en la parrilla. M. presentaba un color sepia en su piel, con los ojos hundidos en el rostro y una sonrisa temblorosa que dejaba ver dientes espeluznantemente blancos en contraste a encías bordó.
René se asomó a la parrilla y continúo con el asado ante la mirada aprobatoria de M., mientras el gordo se acercó a la picada servida en la mesa. Chicho se prendió un pucho con el calor de una brasa al mismo tiempo que junto a Coco traíamos unas cervezas de adentro. Nos sentamos todos a acompañar al gordo en la picada y luego fueron sirviendo las achuras y el asado. Ya en sobremesa, ante el rubor de una brisa venida de cuando teníamos veinte años, M. tomó la palabra y nos comentó que era lo que pasaba ante la atenta mirada de un puñado de jóvenes que aún no se habían dado cuenta que ya no lo eran.
Se me ha formado una metástasis, no sé bien por dónde está ya. Todos quedamos callados menos el gordo que, increíblemente, había vuelto a un pedazo de queso de la picada. ¿Qué es mestestis? ¿Por qué te pones a hablar en difícil, boludo? Le dijo el gordo empujando un pan a la boca. Cáncer, gordo, que tiene cáncer, arrimó Coco. El gordo se sumó automáticamente al silencio isleño, de grillos ronroneantes  y de bichitos de luz lúgubres. Qué vas a hacer, M., pregunté luego de unos minutos. No sé, la verdad, hay días en que tengo miedo, otros resignación y quiero tirar todo a la mierda. Hay días en los que pienso por qué a mí. Pero hay algo que me atormenta sobre todas las cosas y por eso los reuní, para poder compartirlo con ustedes y que se ayuden. 
¿Se ayuden dijo? Nos preguntamos en silencio todos, con las miradas y los ceños fruncidos. Si, ya sé lo que dije, continúo M. Nunca me había preguntado esto hasta ahora, desde que comenzó a caminar este bicho por dentro y necesito que ustedes se lo pregunten para que no les pase como a mí. Dale, hijo de puta, decilo, dijo nerviosamente René. M. río para sí, acercando leventemente la pera al pecho, mirando hacia abajo. Cuándo, muchachos, cuándo, esa es la pregunta que me está consumiendo realmente y no está mierda que me invadió, eso es lo que necesito que se lleven y que empiecen a masticar para saber qué hacer. Inmediatamente, todos sentimos el segundero de un reloj interno activándose por primera vez.


  1. ()

viernes, 1 de noviembre de 2019

Palán Palán

Es mi destino
piedra y camino
de un sueño lejano y bello
soy peregrino.
Piedra y camino (1944)
Atahualpa Yupanqui.


- ¿Te acordas de él? ¡Mirá lo canoso que está! - me dijo mientras sacudía su brazo y mano derecha por el aire, saludándolo al otro que caminaba cruzando la esquina junto a su señora y su hija.
- ¿Quién es? - pregunté.
- Es el de los 'Cabezas', el mayor. Bueno, no el mayor mayor, habían uno o dos más grandes que él. ¿Cómo le decían?
- ¿El 'Oso'?
- No, el Osito era uno de los más chicos, junto al Negro. Bueno, ya nos va a salir cómo le decían.
- Ahh, ya sé quien es pero no puedo acordarme cómo era el apodo.
- Está grande, eh. Y qué buen pibe que era. Lástima la cagada que se mandó de pendejo pero qué buen pibe que era.
- Sí, un cagadón. Eran muy chicos los dos, ella también. ¿Te acordás el revuelo que se armó en el barrio? Lo parió.
- Cómo lloraba el padre de ella, en la vereda, abajo de ese árbol que tiene las hojas que curan, ese...
- El palán palán.
- Ese, cómo lloraba bajo ese árbol el tipo.
- Qué le vamos a hacer, por lo menos siguieron adelante los dos más allá de que él se fue y formó otra familia, la nena no se ve muy grande, ¿qué edad tendrá?
- Qué se yo, unos cinco o seis años, ¿no?
- ¿Y la otra?
- Está grandecita ya. Creo que la vi noviando con un pibito de acá la vuelta.
- Siempre me parecieron buenos pibes esos muchachos.
- También había una hermanita, ¿no? Ya deben estar grandes todos.
- Si, había una. Me acuerdo una vez que estaban jugando conmigo acá, en casa, en el fondo, cuando estaba el terreno baldío de al lado todavía y teníamos las rejas de la calle bajitas. Yo tenía un montón de juguetes en un canasto de ropa marrón que daba vuelta en cualquier lugar del patio y con los que me ponía a inventar boludeces, desde batallas con soldaditos a carreras de autos. Y una vez vinieron ellos, los más chicos, no sé cuántos eran pero vinieron a jugar. Cada uno tenía un juguete que lo traían entre las dos manos, casi sin moverse para que no se les cayera. Bueno, ahí estábamos jugando y ellos me pedían permiso para usar tal o cual autito o muñeco o ladrillitos. No sentí el primer silbido pero sí escuché el 'eu' que gritaron desde la vereda. Estaban los hijos del tano, los hijos más grande de Roberto, Ángel, y alguno otro más seguramente. Me llamaron y me dijeron que me acerque a ellos, hacían así con la mano, moviéndola extendida en el aire, de arriba a abajo, mientras se reían.
- ¿Y qué hiciste?
- Me acerqué a ver qué querían.
- ¿Qué te dijeron?
- Mirá cómo son las cosas. Yo no sabía la intención, habré tenido unos cinco o seis años, qué sabía lo que querían decir. Me pidieron que le pregunte algo a los 'Cabezas'. Me lo susurraron, no sé si fue Ángel o Cartucho, uno de los dos fue, el resto contenían las risas.
- Pero qué te dijeron, boludo, qué puede ser tan grave.
- Me pidieron que les preguntara si tenían baño en la casa. Y no sólo eso, me dijeron que se los gritara, a mitad de camino entre unos y otros.
- Qué pendejos de mierda, no lo puedo creer. ¿Y qué pasó?
- Los 'Cabezas' se fueron sin voltear siquiera a mirar, atravesando el baldío en dirección a su casa. El más grande ellos, este que ahora es canoso, abrazó a dos hermanitos más chicos y los guío entre los pastos altos. Mientras, los otros se cagaban de risa. Uno se tiró al piso y parecía que iba a vomitar de tanto reírse. Creo que fue Matias quien corría por la calle gritando y revoleando los brazos, riéndose.
- ...
- ¿Sabes cuando se dejaron de reír con eso?
- ¿Cuándo?
- Una vez vino el primo de Damián, de Capital creo que era. Bien rubio y tenía todo el equipito de Boca original, la última camiseta y los botines negros relucientes. Había llegado con los padres a visitar a la familia, me parece que fue la primera vez que lo vimos por acá. No recuerdo si volvió a venir después.
- Ah sí, sé de quién me decís, creo que los padres decidieron volverse a Italia, antes del dos mil uno, algo sabían.
- Mirá, no estaba al tanto de eso. Bueno, jugamos a la pelota con él esa vez, no era muy bueno pero si elegante, tenía una gracia rara para jugar, algo que nunca habíamos visto antes, además transpiraba parejo, no como nosotros que eramos un charco de sudor. Y fue cuando terminamos de pelotear que nos sentemos formando un círculo, ahí en el borde de la vereda y la calle, antes de que hagan el asfalto en la cuadra. Bueno, ahí nos pusimos a charlar, más bien nosotros nos pusimos a preguntarle cómo era la capital, qué cosas hacía, si había calles de tierra o perros que se escapaban de una casa a otra. Él nos respondía tranquilo, midiendo las palabras, casi como si estuviera dando una conferencia de prensa. Después nos quedamos callados y ahí él pregunto. Primero nos miró a todos, gravemente, como pidiendo que le prestáramos atención, que lo que diría iba a ser serio. Él estaba sentadito sobre la pelota que trajo. Tomó aire y nos pregunto si teníamos baño en nuestras casas. Algunos se rieron pero él no. Se quedó inexpresivo y expectante. Nos observó uno a uno, girando su cabeza rubia y transpirada esperando que alguno de nosotros, al menos, le responda. Cuando se fue en el auto, aún nos miraba de la misma manera. Ninguno se atrevió jamás a contestar.

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viernes, 18 de octubre de 2019

Azahar

El tiempo se tuerce, redondo y eterno
como agolpa el árbol el fruto y la flor.
El limonero real. Jorge Fandermole.

Me gustaba quedarme solo en casa. Especialmente los domingos cuando papá y mamá se iban a comer por algún lado y volvían tarde. Entonces, esperaba a escuchar el ruido de la puerta de madera que golpeaba contra el marco y luego el tintinear de las llaves que cerraban el portón para dar paso al auto que se encendía marchándose. En ese momento, me levantaba de la cama y ponía algo de música mientras me preparaba unos mates para mí solo, acompañándolos con unas galletitas o pizza fría del día anterior. Por eso también me gustaban los domingos, porque la noche anterior había pizza. En casa, los lunes eran de milanesas y los sábados de pizza de la cual sobraban dos o tres porciones que, al día siguiente, se convertían en un manjar. También leía el diario que llegaba más gordito de lo normal por todos los segmentos que se agregan además de la revista que de sus ciento cuarenta y cuatro páginas, ciento veinte eran de publicidad. Me gustaba leerla de atrás para delante porque en la parte final estaban los chistes y ahí escribía Fontanarrosa. Con Inodoro Pereyra me reía de las ocurrencias pero luego me dejaban en un letargo - siempre quise usar esa palabra - hasta que empezaban los Simpsons en la televisión y se me pasaba.
Casi llegando al mediodía, usaba la plata que me habían dejado mis viejos para ir con un envase de vidrio a lo de Graciela a comprar una coca. Gastaba las monedas que me sobraban de la semana en el colegio para sumar unas papas fritas sueltas que hacían de picada antes de comer los patys. Recordando esto, casi puedo sentir el aroma a carne cocinándose sobre la plancha y el humo que destilaba dando vueltas por la cocina que luego se escapaba por la ventana entre la abertura y los huequitos de la persiana.
Después de comer, ocasionalmente salía al patio donde estaban mis perros de pata corta, remoloneando al sol, a veces durmiendo uno encima del otro. Solía sentarme cerquita del limonero porque su aroma me recordaba cuando el abuelo hacía asados en la casa, ahí nomas del taller de carpintería, y se apoyaba en una rama gruesa de aquel árbol frutal que crecía a unos pasos de la parrilla. Conforme pasaron los años, llegué a leer El limonero real de Saer y no pude comprender muy bien, hasta hace muy poco, la importancia del título, la figura del árbol y su relación con la historia. El limonero de cuatro estaciones es capaz de dar limones todo el año, por lo que en su vida se mezcla el fruto y la flor constantemente, junto a hojas perennes que viven y mueren siempre de color verde, generando una perseverante repetición que roza lo infinito porque lo eterno no es más que la reincidencia de las cosas.
Más tarde mis papás llegaban y traían algo para comer de su paseo. Veíamos uno o dos partidos de fútbol, cenábamos una comida rápida y a dormir. En lo personal, el tiempo entre las cinco y las siete de la tarde era un puñal que caminaba a mi alrededor. Sentía que algo se iba para no volver, que debía recomenzar la rutina y que aquel era el instante exacto donde me encontraba más lejos para estar nuevamente en las mismas circunstancias de soledad. Era una sensación similar al último día de vacaciones previo a volver a casa, donde la única esperanza que se encuentra al desaliento es imaginarse el próximo destino, la siguiente oportunidad de ser otro nuevamente. Sucede que, una vez de vacaciones, en general, uno se convierte en otra persona. Quizás más benévolo, seguramente más feliz; con características distintas, haciendo superlativo lo bueno de uno mismo y soslayando lo negativo. Así me sentía los domingos estando solo, dedicándome a percibir la brisa de verano cerca del limonero, jugando con los perritos y leyendo el diario.
Sin embargo, creo que puedo precisar que fue ese último domingo de mayo, luego de unos diez años, cuando aquello que tanto me gustaba, se transformó. Es que los años se escaparon corriendo como un niño desesperado que sale del colegio el último día de clases, alocado y casi sin dirección y me depositaron junto a vos para que el mismo tiempo, que parecía pausarse, nuevamente se esfumara, generando una neblina entre aquellos y estos años. Lo último que pude escucharte fue esa puerta marrón que golpeó definitivamente contra el marco pegado a la pared, y luego tus pasos resueltos cruzando el jardín. Supe por esos dos sonidos que te habías ido para nunca más volver. Y noté, casi inmediatamente, entre los rayitos de sol de domingo por la tarde que se colaban en la casa por las cortinas como agua que atraviesa un colador, que yo también me había ido hace un tiempo atrás y no recordaba bien dónde me dejé.
Quizás por eso fue que se me ocurrió salir al patio y, en un movimiento inconsciente, mirar al limonero, algo torcido y con una parte seca, la que daba al fondo de la casa. A pesar de ello, la otra mitad tenía hojas verdes casi fosforescentes, colmada de botoncitos de color violeta, flores y frutos, construida en tallos fuertes y enérgicos. Allí fue que me acordé de mi abuelo haciendo el asado apoyado en la rama gruesa, de mi papá punteando la tierra y acariciando los frutos amarillos y rugosos, y de mí mismo sentado un domingo a la tardecita cerca del aroma ácido de las flores blancas del limonero. Y me reencontré ahí, enredado entre las sombras de las hojas verdes y las ramitas secas que aún no se rinden.

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sábado, 12 de octubre de 2019

Nunca había llovido tanto por estos lados

Se habían mudado hace unos cuatro o cinco años. Aparecieron de pronto, un fin de semana, en un auto azul y con un camión de mudanzas. Alquilaron la casa de los Pereyra y entraron con cajas rotuladas y distintos muebles. Se los veía contentos, iluminados más allá del cansancio y el calor que resonaba en aquella primavera.
Al principio, ponían música todo el tiempo. Desde cumbia colombiana hasta jazz por las noches fresquitas. A ella se la escuchaba reír con particularidad como cuando se ríe con el cuerpo entero, con los ojos, los brazos, la panza que se pone dura y las rodillas que se chocan entre sí. Él trabajaba y se lo veía llegar cansado, a veces de noche, otros días bien temprano a la mañana, según la rotación de los turnos de la fábrica. Pero al momento de pisar la vereda de la casa, enderezaba su espalda, arreglaba de un manotazo sus rulos castaños y entraba con una sonrisa. Por su mirada y su andar, podría decirse que, para él, su casa era otro mundo, otra patria donde, tal le pasó a Alicia luego de perseguir al conejo blanco, las cosas obedecían a un orden lógico distinto, a una conexión de sistema cerrado entre las cuatro paredes alquiladas de la cual los vecinos envidiábamos el aroma a tuco que desprendía una olla a las once de la mañana de un domingo lluvioso o el estruendo del primer beso en el reencuentro luego de estar separados unas horas.
Por eso fue extraño la primera vez que se escuchó el golpe seco contra una mesa o quizás una puerta cerrada, seguido del sollozo contenido o por sus manos o por un repasador que habrá utilizado para tapar sus labios carnosos que levemente se hincharían un poquito más. Poco a poco, la música se fue apagando, las risas se transformaron en cigarrillos que ella fumaba sola, en el patio, mientras él comía solo y el aroma a tuco se convirtió en el sonido de una moto del delivery que bien podría traer algunas empandas, tal vez una pizza.
Se sucedieron, en ese tiempo y en distintas horas, corridas dentro de la casa, muebles que se arrastraban en un orden aleatorio y no consensuado, sumado a llantos ahogados y resquebrajados. Las primaveras no duran cien años, pensaba en mi rol de testigo a la distancia en esos momentos. Una noche en la que no podía dormirme, me encontraba mirando una película en el televisor cuando un golpe similar a aquel que escuché por primera vez, el que parecía castigar a una mesa o a una puerta cerrada, se volvió a oír pero con una sensación más humana, como de un chasquido de piel tensa blanca que automáticamente se volvería una masa agrandada y roja que, luego, al pasar los días, se transformaría en un color mezclado de verde y de violeta para dejar paso a un cerrado negro, color de la misma tonalidad que tiene aquel pasado tan lindo que se arruga en el abanicar de una mano de hombre abierta. Un silencio espeso quedó latiendo en el aire entre nosotros. Ellos dos en su casita y yo al lado, inmóvil, mirando una comedia de los años ochenta con el televisor en mute. Habrán pasado unos diez o quince minutos hasta que escuché la puerta de la casa vecina, la cual daba a la calle, abrirse seguido de unos pasos pesados y duros. Luego, el motor del auto encendiéndose y ella fumando un cigarrillo en la galería que daba al fondo de la casa.
A esa noche, le siguieron días grises. Nunca había llovido tanto por estos lados. La casa de al lado permanecía casi herméticamente cerrada. Las persianas bajas, la puerta delantera que parecía no haberse abierto en más de diez años y el pasto en la vereda que ganaba terreno aflojando algunas baldosas. Las hojas de un paraíso se iban juntando en el cordón, obstruyendo el paso del agua hacia la boca de tormenta. De ella sabía que estaba bien por el hilito de humo de su cigarrillo que podía observar más allá de la medianera que nos dividía.
No exagero que la volví a ver, en persona, luego de unos cuatro o cinco meses desde aquella vez. Nos cruzamos en el chino del barrio y ella sostenía un canasto en el flexo de su brazo izquierdo. Cargaba con algunas latas de conservas, pan lactal, leche descremada y una botella de vino. Tenía un solerito  floreado que marcaba su cintura, dejando paso a dos piernas que eran toda piel. Los labios carnosos se mordían uno a otro en la decisión de llevar tal o cual mercadería. Un leve mechón de pelo rubio caía sobre su ojo izquierdo mientras tarareaba una canción de otra época. Los melones se acomodan al andar, pensé y me encontré asaltado por esa frase que había escuchado tiempo atrás, cuya imagen siempre me trajo aparejado un recuerdo dulce de verano.
En las casas linderas, volvimos a sentir ese aroma a tuco de domingo y de tartas dulces para el mate, sumado a la música que se había pausado aquella vez y que volvía a rellenar la casita alquilada. Parecía que todo estaría bien.
Y creo que fue eso lo que me dejó consternado, inmóvil y sin saber qué pensar en aquel viernes que llegaba a casa después de trabajar, eso de pensar que todo marcharía bien. Fue eso lo que me dejó perplejo, ver ese auto azul, de nuevo, en la calle, las hojitas del paraíso que volvieron a juntarse en el cordón de la vereda obstruyendo el agua y las persianas bajas junto a la puerta que parecía no haberse abierto nunca desde la última vez que se cerró.

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viernes, 4 de octubre de 2019

Ramito de violetas

Quien cada nueve de noviembre
como siempre sin tarjeta
le mandaba un ramito de violetas.
Ramito de Violetas.
Carlos La Mona Jiménez.


Ahí llega de nuevo, piensa. No lo ve pero ya conoce ese paso cansino de arrastrar los zapatos de seguridad y de todos esos kilos que fue ganando con los años. Siente, además, la vibración del portón negro y oxidado que se le escapó de la mano y que choca contra la estructura de hierro. Mientras, él avanza hacia la puerta de chapa blanca, manchada de manos que se apoyaron en ella y del oxido que fue martillando la pintura. Al mismo tiempo, ella cocina un guiso de fideos moñitos donde escasea la carne y el tuco no logra ni la consistencia ni el color que debería tener según lo que recuerda a como solía hacerlo su abuela. Le faltan cosas, piensa y agrega, ya no alcanza para nada. De él se escuchaba, antes que cruzara el portón y luego los dos metros de patio delantero hasta llegar a la puerta de chapa blanca, un silbido de otra época, fuerte y sonoro, con agudos ribetes y acentuaciones graves. En el instante que posó los dos pies grandes revestidos de zapatos negros, que apuntaron a la puerta de la casa, dejó de chiflar para abrirse paso. Llevan casados algo más de diez años. Cuando les preguntan hace cuánto han dado el sí, ambos se miran cómplices y dicen fechas inexactas  para salir del paso, pero ella sabe que fue por los primeros días de diciembre, que hacía calorcito y que aquella vez caminaba arrastrando levemente un vestido blanco prestado. Luego de recordar eso, en las distintas ocasiones que les consultaron sobre su unión marital, ella hunde los labios como para dentro de la boca y lanza un breve suspiro.
Él tiene las manos grandes, de dedos como un racimo de chorizos, y callosas, llenas de durezas amarillas, casi marrones. Cuenta con una fuerza de otro mundo, venida de otros tiempos, la cual emplea en la fábrica, al pie de una estampadora de láminas de metal. Entre los recortes plateados que salen despedidos luego del golpe de la matriz contra las hojas, recuerda que vivía en el campo, siendo muy chico, sin embargo con las manos grandes, y mataba a los pollos apretándolos bien fuerte por el pescuezo, haciendo que la sangre del animal corriera hasta la cabeza y se concentre ahí para luego hacer morcillas. También rememora la historia aquella cuando, antes de venirse para la ciudad, intentó domesticar un caballo guacho que encontró en el monte y que el muy bravo no se dejaba ni atar ni ensillar y de la bronca se paró en frente y le apretó el cogote con las dos manos duras hasta que los ojos del bicho se le fueron para atrás dejando una bolita blanca y desesperada al borde de salir disparada. Lo soltó después de que el pingo bramara un alarido que estiró en el aire hasta tumbarse en el suelo. Cuenta esa historia cada vez que puede, a veces la repite más de una vez en una misma reunión cuando toma.
Quizás por eso es tan bruto, piensa ella. Toda esa vida de campo, esos fríos que rayan la piel en los inviernos. Encima, agrega, el padre se daba a la bebida y se ponía malo y le pegaba a él y a las hermanas. Si la madre siempre me cuenta que él se vino para la ciudad porque lo iba a matar al padre si se quedaba un rato más. La saluda con un gesto lejano y el primer contacto que tiene con la casa es con la heladera de donde saca una botella de agua. Desabrocha la camisa de grafa azul y se sienta silencioso en la punta de la mesa. Tarda unos minutos en prender el televisor, tiempo en el que mira fijamente a un punto imposible de precisar pero que por el ángulo de su cabeza y la posición de sus ojos bien podría ser entremedio de las cortinas que dejan espiar afuera, a la calle y a la gente que pasa por la vereda. Un sobresalto la sorprende a ella mientras se agacha a buscar una bolsita para recambiar el tacho de basura. La carta, se dice para sí. Una carta en sobre blanco que no lleva remitente y que está dirigida a ella. Esa misma carta de puño y letra, escrita con la misma mano que cada nueve de noviembre compra el ramito de violetas que luego le llega sin tarjeta y que ella acurruca en el cuenco del pecho como hamacando a un hijo que mira por primera vez a su madre y la reconoce como suya. Ese conjunto de flores que no llegaron nunca a vivir más de medio día porque siempre las recibe de mañana y las hace añicos antes de que él llegue, arrastrando los zapatos y empujando la puerta con la pesada mano callosa. ¿Dónde dejé la carta? se angustia y la mirada comienza a enturbiarse. Intenta respirar haciendo un esfuerzo consciente por inspirar aire pero no siente que sus pulmones se llenen. Comienza a recorrer en su mente todo el trayecto que hizo durante el día, por qué lugares de la casa estuvo. Se le viene la imagen de estar acostada en la cama a medio hacer, con los pies orientados a la cabecera y los codos apoyados en el borde, tarareando una canción mientras sutilmente rompía el sobre para leer las palabras que esperaba cada día un poco más. Sale disparada al cuarto, él la mira de refilón sin mover el cuello y vuelve la vista al televisor.
Toma el sobre que estaba arriba del acolchado y lo convierte en muchos papelitos. Coloca la carta en el bolsillo del delantal y encara al baño para tirar lo que anteriormente era un sobre blanco en el inodoro. Tira de la cadena y se lava la cara. Vuelve a sentir aire en el pecho y cierra los ojos. Piensa en las manos enormes de él y por un instante siente una fuerte presión en los ojos como si estuvieran por salir expulsados de su lugar. Se moja el rostro nuevamente y con las dos manos se alisa el delantal. Estuvo cerca, piensa.
Cuando la escucha salir del baño, apurado arruga el papel que le sirve de borrador y lo mete en el bolsillo del pantalón, no sin esfuerzo por la torpeza involuntaria de sus enormes manos. Voy a tener que empezar de nuevo, se dice. Quizás cambie de sobre, medita, el color blanco es muy de escuela. A ella le gusta el violeta, quizás encuentre alguno de color lila.

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*Hace mucho me dijiste que te gustaba porque esta canción contaba una historia. No pude verlo en ese momento. Pero ahora acá va, luego de tantos estos años.

domingo, 29 de septiembre de 2019

El espejo

"Amanece y ya está con los ojos abiertos."
El limonero real.
Juan José Saer. 1974.

Cuando por primera vez entró al cuarto que ocuparía en la pensión, notó el espejo ovalado, algo sucio de manchas del tiempo, colgando a media altura, en la misma línea que la mesita de luz. La cama estaba pegada a la pared, en la cual yacía suspendido un crucifijo. El encargado del hospedaje fumaba mientras caminaba con su valija, sin pronunciar palabra. A medida que fueron surcando los pasillos, pudo observar que había una cocina compartida donde se encontraban dos mujeres que tomaban mate, sentadas con las piernas cruzadas y envueltas en vestidos floreados de colores apagados. Divisó, también, un patio interno enredado de hojas secas desordenadas por el piso y de macetas colgantes mezcladas de malvones y potus de hojas verdes.
Había bajado del tren recientemente, dejando atrás los calores cuyanos y aún con el lomo cansado de tanto hachar por entre medio de los montes. La camisa blanca con rayas verticales de color violáceo se fue tiñendo de transpiración y tierra que voló desde Mendoza hasta Constitución. La valija de cartón y la manta que aún conservaba desde que salió de allá, de Colastiné, eran la única constante en su vida errática de golondrina. Dejó su Santa Fe profundo, de pesados veranos y de ronroneo de ríos, para probar suerte por otros lados, donde alcance para comer, dijo antes de salir. No recuerda con precisión cuántos años pasaron pero aún conservaba el anhelo de volver triunfante, con algo de plata para comprarse un ranchito y poder trabajar en el campo o en el río, que es el campo de los litoraleños.
Acomodó la valija sobre una silla de paja que solía ser de un color celeste pero el uso constante la había ido devolviendo a su marroncito claro de madera recién pulida. Se echó en la cama con las manos cruzadas detrás de la cabeza y fue dormitándose. Comenzó a soñar con el calor y con las frutillas guachas que crecían cerquita de los arroyos. Le llegaron imágenes de los saltos y los chicotazos que dan los bichos del río sobre el agua cuando cae el sol y salen a comer. Entre el sueño y la realidad, se le fue asomando el olorcito a leña que empieza a prender y a largar chispazos en las noches de verano allá, en Colastiné. Y también la sueña a ella, a quien aún le escribe como puede, con letras deformadas y faltas de ortografía, con tosquedad en las oraciones y sobresaltos de acciones. Pero aun así, le escribe para decirle que algún día volverá, que ella lo espere, que qué linda debe estar. Sin embargo, nunca recibe respuesta. Él sabía que nunca le llegarían noticias de ella porque su trabajo podía durar un mes, dos meses, quince días en cada lugar y de vuelta irse a dios sabe dónde. Igual, él le escribía y le contaba de las cosas, de cuánto la extrañaba también.
Era un viernes por la tarde cuando llegó. Tenía hambre y sueño a la vez. Durmió hasta el sábado cuando se levantó a darse un baño y a cambiarse de ropa. Salió por los alrededores para conocer dónde se encontraba y buscar algo para comer. Al momento de volver, en la tardecita calurosa y húmeda del sábado, surcó nuevamente los pasillos de la pensión y vio a las mujeres de vestidos floreados apagados tomando mate, en esa oportunidad en el patio interno. Ellas lo observaron caminar, mirándolo de arriba a abajo, sin abandonar los movimientos cíclicos de preparar el mate y tomarlo pero sí dejando de hablar, en súbito silencio ante su paso. Ingresó a su habitación algo avergonzado sin entender bien por qué. Dejó el paquete de yerba, el pan y el picadillo que había comprado sobre la mesita de luz junto a las hojas y el lápiz que iba a usar para escribirle. Pasó frente al espejo y miró de refilón su cara. En ese momento, algo en él se entumeció como un calambre bien adentro, entre el corazón y la punta del pecho. Descolgó el espejo y lo apoyó en la cama. Bajó la valijita de cartón al suelo y arrimó la silla de paja. Se hizo de noche y prendió la luz, la cual quedó iluminando durante toda la velada y hasta el día siguiente.
Ya se había hecho domingo. Las migas de pan iban desde la mesita de luz, pasando por las sábanas gastadas y haciendo un caminito  hasta llegar al suelo. La lata de picadillo estaba vacía y un mate de yerba fría reposaba a un costado de él. Había comenzado a hacer calor en Buenos Aires, la primavera avanzaba anticipando un verano que no permitiría tregua.
El dueño de la pensión lo vio desde la ventana, por entremedio del espacio que se formaba en las cortinas. Estaba de espaldas, sentado en la silla de paja y el espejo apoyado en la cama, contra la pared, formando una línea recta e imaginaria con el crucifijo colgado. Estaba en cuero, se notaban los músculos tensos junto a las costillas y hombros huesudos. Se paró un rato a mirarlo en su inmovilidad hasta que la curiosidad le ganó y entró. ¿Qué está haciendo usted?, le dijo desde el umbral de la puerta que abrió sin siquiera golpear primero. Me miro, dijo. ¿Pero qué mira? ¿Qué le pasa?, volvió a preguntar el otro. Es que hace mucho tiempo no me miraba a un espejo, ya no me acordaba de cómo era yo. Ahora soy distinto de lo que recordaba de mí, dijo.
En Colastiné, las frutillas guachas empezaban a darse en flor.

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viernes, 20 de septiembre de 2019

Todo aquello que uno no dice nunca

Miren que me han puesto apodos pero 'Pelusa' 
es el que más va conmigo porque me devuelve
a la infancia en Fiorito. Me acuerdo de los Cebollitas,
de los arcos de caña cuando jugábamos solamente 
por la Coca y el sándwich. Eso era más puro.
Diego Armando Maradona. 1992.


Estaba comiendo tostadas con manteca y dulce de leche, acompañando un té. De chico tomaba mucho té y me decían que me iba a secar de vientre porque eso pasaba cuando se tomaba mucho té. También me decían que debía tomar leche para crecer sano y fuerte, con los huesos duros para poder jugar bien a la pelota. Pero a mí la leche nunca me gustó. En ese momento, la leche tenía mucho gusto a, bueno, leche. Era muy fuerte y el simple olor de la misma me producía mareos. Solo tomaba cuando podía agregarle nesquik y azúcar para disfrazarla. Pero en casa nunca había nesquik porque la plata, si bien alcanzaba, no sobraba para esas cosas. La plata, en aquella época, se usaba para comprar milanesas sólo los lunes, el pan de todos los días, la manteca, el dulce de leche y, ocasionalmente, el asado de los domingos que compartíamos en la casa de los abuelos. No habían vacaciones y el piso de la cocina de casa era de material, aún no se podía soñar con colocar cerámicas. Todavía el patio conservaba su ficticia expansión ya que no teníamos división con los vecinos. Era todo una gran masa verde con árboles y ligustrin que daba esa sensación de inmensidad. Papá hacía asados en el piso, con una chapa y unas barras de hierro soldadas, apoyadas en unos ladrillos que estaban encimados unos al otro. Y ese domingo papá hacía asado mientras yo estaba tomando té con tostadas con manteca y dulce de leche, y se agachaba para mover los carbones, colocaba la carne del lado del hueso sobre las barras de hierro y esperaba que algo pasara. Luego salía de ese lugarcito colocando otras chapas o cartones en forma ovoidal para evitar que los perros se acercaran a la parrilla. Hacía algo de calor o, mejor dicho, iba a hacer calor durante la tarde pero por la mañana se presentía la sensación de aplomo que originaría el sol contra la tierra mientras que se soltaba una suave brisa de primavera, haciendo que los árboles se muevan tibiamente y que el humo de las brasas se disipara hacia un costado y luego para arriba. Era domingo y no habíamos ido a lo de los abuelos. Me parecía raro que esa vez nos hayamos quedado en casa, pero quizás fue porque era fin de mes y el asado no era asado sino que era algo de carne, quizás falda, quizás sólo unos chorizos, y a veces las carencias se esconden. Además, ese octubre yo había cumplido mis siete años, mi hermana se había ido de casa y mi hermano estaba a punto de perder el año escolar. No había muchos ánimos de reuniones. Ese día jugaban Boca y River en el monumental. En las otras casas, se tejía el mismo humo hacía un costado y hacía arriba. En algunas, colgaban banderas de cada equipo en las ventanas que daban a la calle. Y se escuchaba cumbia santafesina desde los parlantes ubicados en los patios.
A papá lo veíamos poco, en general. La fábrica le exigía turnos extraños donde le quedaba un fin de semana libre cada cincuenta y dos días, o algo así. Rotaba de turno en cada semana e intentaba hacer horas extras cada vez que podía. Entonces cuando se encontraba en casa, estaba tan cansado que buscaba dormir. Mamá me pedía que vaya a jugar a la pelota a la calle o que haga silencio si quería quedarme en casa. Mientras, ella baldeaba el patio o la cocina. Mamá siempre baldeaba o cocinaba. Por eso la casa siempre olía bien, a perfume de flores o a bizcochuelo para el mate. Ese domingo, un vecino nos había prestado el decodificador para ver el partido en el televisor grounding a color, modelo ochenta y seis.  Había dicho que él iba a ver el partido en la casa de los suegros y ahí tenían uno por lo que iba a quedar en la casa sin uso, que no veía mal que nosotros lo pudiéramos aprovechar. Papá le agradeció y tomó con vergüenza el decodificador. No le gustaba pedir prestado o molestar a los vecinos por lo que la presencia del aparato generaba en él un encontronazo de sensaciones ya que por un lado quería ver el partido y, por el otro, le daba culpa usar lo ajeno. Lo dejó en la punta de la mesa del comedor y salió a hacer el asado y evitó acercarse al interior de la casa buscándose tareas como barrer o cortar unos yuyos del patio. Mientras, yo miraba dibujitos y desayunaba y veía desde las ventas abiertas el humo de las parrillas correr. Ese día, no era cualquier día. Jamás un día donde jueguen Boca-River es cualquier día. Pero en lo particular, a nosotros nos habían prestado un decodificador y pasábamos ese domingo en casa y no en lo de los abuelos.
La relación que habíamos tejido hasta ese momento con mi papá, se había ido formando entre los ratos que lo podía ver y en los cuales él no estuviera cansado. El agotamiento físico y mental produce en las personas, por lo general, ausencia. Cuando cualquier ser vivo no está en condiciones normales de energía, deja de ser uno para convertirse en la sombra de lo que realmente es. Además, no compartíamos muchas cosas por la edad y por los intereses. Soy el hermano menor de tres y al momento de nacer, papá ya tenía sus cuarenta años a cuestas. Por tanto, nos hicimos a nuestro modo, creando una relación propia como todas las de padres e hijos. Yo lo miraba de lejos y renegaba de que fumara tanto. Papá siempre estaba trabajando o fumando. En la casa o en la fábrica. Algo que tenemos es un gesto tan particular que, cuando se repite aún hoy en día, me da una sensación de frescura y seguridad, de que todo va a estar bien o que voy por el camino correcto. Recuerdo que lo hacía cuando, sentado en la punta de la mesa, quizás en cuero durante el verano, después de comer y con las migas de pan desordenadas sobre el mantel, y yo jugando alrededor de él o en el patio y luego entrando al comedor, pasaba cerca de donde se encontraba y me agarraba, haciéndome detener y pararme en paralelo a él, con los brazos rectos pegados al cuerpo, y me agitaba la cabeza con su mano, desordenando mi pelo y dando una o dos palmadas sobre el cuero cabelludo después. Luego, me soltaba mientras sonreía y veía irme a seguir jugando.
Después de comer, papá salió al patio a fumar. Se apoyó de costado, con el hombro derecho, en la pared que daba fin a la casa y miraba el patio, las últimas estelas de humo y el ford escort marrón en el cual se reflejaban el sol y las hojas del árbol de granada que aún estaba en flor. Luego, tiró el cigarrillo al pasto y volvió a la casa para conectar el decodificador. Puso los cables, apretó el control remoto y vio, por primera vez, un partido de fútbol pago a través del televisor de la casa donde vivíamos. Se sentó en la punta de la mesa, corriendo a un costado el recipiente de vidrio, que aún contenía algo de hielo que se iba volviendo agua y vino blanco, para ver mejor. Boca ya salía a la cancha y formaba con: Córdoba. Vivas, Bermudez, Fabbri, Arruabarrena. Toressani, Cagna, Soldano. Maradona. Latorre, Palermo. Después ingresarían Riquelme, Caniggia y Traverso. Un equipazo por donde se lo mirara. Pero algo pasó cuando Boca salió, más bien cuando el equipo estaba en el túnel y Diego alentaba a sus compañeros. En el momento exacto en el que el diez desarmó la arenga circular y volteó con el pecho levantado para encarar la salida del túnel y dar con la cancha, papá comenzó a llorar. Pero no lloraba de forma desgarradora, no. Quizás decir llorar es exagerar. Lagrimeaba, más bien. Pero no por ello perdía fuerza lo que sentía sino todo lo contrario. El ronroneo de las lágrimas silenciosas y ensimismadas en uno, son la manifestación de la contención de todo aquello que uno no dice nunca y que lo desborda. Llorar desconsoladamente es un acto dramático, teatral por así decirlo. Pero llorar sin, bueno, llorar, intentando controlar a uno mismo y sentir que desde adentro uno se va desbordando, como una represa que se quiebra de tanta presión, es aún más real que cualquiera otra forma de lagrimear. Por mi parte, al ver a mi papá de esa forma, tampoco pude contenerme. Es que llorar en esa época, aún hoy en día, era difícil. El hombre siempre tuvo la lágrima negada. Jamás había visto de esa forma a papá, tan íntimo y vulnerable, capaz de desarmarse con la menor brisa que pudiera llegar a tocarlo. Y yo lo acompañaba, a la distancia, sentado en el piso mirando el televisor grounding y, de reojo, mirando a papá. Entendía que era un acto que precisaba de un acompañamiento distante pero presente. También, al decir verdad, me daba vergüenza llorar.  Sucede, en relación a todo esto, que Maradona significa muchas cosas depende de quién y cómo lo mire. Se podría decir que existen tantos Maradonas como puntos de vista. Y papá algo sabía o presentía y por eso lloraba. Una historia de amor y fútbol que tendría un fin cinco días después, cuando Diego anunciaría su retiro, el día de su cumpleaños.
Hasta el momento, fue el acto personal por excelencia que tuve con papá en mi niñez. Veintidós años después, un domingo de septiembre, papá estaba en la punta de la mesa, sentado y con la mirada fija en el televisor. Las canas le fueron ganando terreno en el pelo y la vista, junto a una galopante sordera, le han ido jugando trucos y trampas. Yo estaba al fondo de casa, haciendo el asado en la parrilla, bajo el techo de tejas rojas. Alternaba esa tarea con ir pintando la casa, ayudando a mi hermano, pasando fijador y luego el rodillo cargado de pintura. Papá nos llamó, emocionado y alegre, como llaman los chicos a jugar a la pelota al dueño de la pelota. Ya sale, dijo. Mira toda esa gente, mira qué lindo, agregó después. Nos sentamos en la mesa los tres, en silencio. Nos habíamos vuelto grandes pero aún conservábamos entre los tres ese parecido ancestral, el reflejo de todos los genes que anduvieron en camello o barco o en los malones, siempre buscando de qué vivir. Mirábamos de frente al televisor hasta que salió, nuevamente, de la manga, con el pecho hinchado hacia adelante y las piernas maltraídas. Los pelos blancos en la barba y la sonrisa de alguien que vivió la vida cinco o seis veces en algunos años. La gente, en las tribunas, aplaudía, tiraba papelitos, alentaba y gritaba como si estuviera por comenzar una guerra o, mejor aún, una nueva era. Maradona se paró en el medio de la cancha, tomó una pelota con sus dos brazos y la acurrucó en el pecho. Diego también estaba grande como recordando que los milagros perduran pero readaptando sus formas. Lloraba, Diego, mientras la gente coreaba su nombre. En ese momento, los tres, sentados en una mesa, la misma mesa que siempre estuvo en casa, también llorábamos para cada uno, sin mirarnos. Aún hoy, para un hombre, llorar está mal visto más allá de toda inclusión. Papá se levantó, se paró detrás mío, frotó su mano cansada por mi pelo y dio dos golpes en mi cabeza. A seguir jugando, me dijo. Todo va a estar bien.

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sábado, 14 de septiembre de 2019

A veces real, a veces ficticio

La vida se gasta.
Y es miserable 
gastar la vida 
para perder 
libertad.
José Pepe Mújica
Ex Presidente de Uruguay

Un día, un cierto día, creo que fue un lunes, quizás un martes, todos los medios de comunicación, de todo el redondo mundo, se pusieron de acuerdo para lanzar un comunicado. Acá eran alrededor de las diez de la mañana, lo que quiere decir que en México serían las ocho, en España las tres de la tarde, en Australia las once de la noche y así con el resto del mundo. Claro, había gente que dormía, en la madrugada, y que luego se enteraría al despertar, quizás por el televisor o por algún mensaje en su celular.
Recuerdo bien a un hombre solo, de traje y corbata, una camisa blanca y la espalda derecha pegada a la silla ergonomicamente negra. Un fondo neutro, unas hojas en su mano y el micrófono erecto. Se aclaró la voz, batió los papeles hasta acomodarlos y comenzó a hablar. Querida audiencia, hemos interrumpido la programación habitual de todos los canales para hacer el siguiente anuncio. Y ahí explicó eso de que en todo el mundo estaba ocurriendo lo mismo, el anuncio repetido al unísono en distintos idiomas, con distintos dialectos. Todos en sus casas, cambiaban de canal intentando entender si todo era una broma de mal gusto o si era algo que se había roto en alguna emisora o repetidora. La misma imagen, el mismo hombre solo y de traje se repetía una y otra vez.
La noticia era que ya estaba, que el mundo no necesitaba trabajar más. Se había llegado al punto exacto de la róbotica y la nanotecnología en el cual trabajar, en ese momento, estaba de más. Biólogos, médicos y nutricionistas habían descubierto una forma de alimentación novedosa, abundante y accesible, lo cual no generaría gastos y estaba al alcance de todos, era algo de mezclar acelga con agua de la canilla, adicionar una fórmula y recitar un mantra. Al mismo tiempo, los laboratorios habían desarrollado una píldora, algo minúsculo, que podía detener cualquier avance de enfermedades que atacaran al organismo y que, además, podría dotar de una inteligencia tal, a nivel de las células, que generaría defensas de avanzada capaces de predecir la estructura necesaria para combatir mutaciones de enfermedades o la aparición de nuevas. A partir de ese punto, al día siguiente, según la región donde cada quien se encontrara, se comenzaría una nueva era de la humanidad donde se accedería a los elementos que garantizan la vida. Todo ser humano tendría la posibilidad de acceder a alimentos, salud y hogar, porque se había decidido también, entre los líderes mundiales, que la gente debía tener dónde vivir, las condiciones mínimas. Finalmente, el humano se encontraba habilitado para darse netamente a las artes, a la poesía, al canto, a la escritura, a la música, al teatro. O al deporte, también. Al deporte como un goce, como una expresión corporal de felicidad, de la búsqueda en compartir, de la descarga consciente y vital de energía. La gente dejaría definitivamente de correr por las plazas o avenidas, con esas caras de sufrimiento, donde sólo daban vueltas de dieciséis kilómetros para estirar el reloj de arena de la vida un poquito más. La humanidad viviría de su cosecha, de su cultivo, las manos enterradas en la tierra, el lomo apuntando al sol y el sudor de la frente goteando en el suelo punteado. Nos habían devuelto la libertad, luego de millones de años atados a grilletes y cadenas, a veces reales, a veces ficticias. Podíamos volver a nuestras pasiones, a hacer lo que realmente queríamos hacer y ser. Nos devolverían la pasión, dios santo y las jarras de vino que preparaba José. ¿Qué es la vida sin pasión? decía el tipo solo en el televisor. ¡Adelante! Vayan por todo, ¡la vida es suya! terminaba el anuncio.
Hubo un silencio sepulcral, que duró unos cuantos segundos por no decir minutos. Entre la incredulidad y la incertidumbre, se empezaron a dar los primeros aplausos, bocinazos y la lluvia de papeles que empezaban a caer desde las ventanas de los edificios de microcentro. Luego, los noticieros empezaban a mostrar las distintas manifestaciones que sucedían en el mundo. La gente se reunía en plazas, en los monumentos, en las veras de los ríos y en los estadios. Música, carteles, cervezas y pirotecnia, constituían la imagen que se sucedía en todas las ciudades y poblados del mundo entero. El ser humano ya no trabajaría para nadie más que para sí mismo. Y con poco alcanzaba, no hacía falta demasiado.
Seguido de los festejos, comenzaron algunos disturbios. Empezaron con la quema de patrulleros, el saqueo a algunas casas de electrodomésticos, en algunos países pidieron por la cabeza de sus presidentes o primeros ministros. Luego, se armaron orgías en las plazas, algunas improvisadas y otras dejaban entrever una modesta organización con su lugar para dejar las zapatillas o los baños móviles. La gente saqueaba y cogía en cualquier rincón, con todo lo que tuviera alcance. Esos fueron los primeros tres días después del anuncio.
Luego, una fuerza natural, un desprendimiento cerebral que conduce a dejar lo placentero por ser repetitivo, calmó todo. Porque el placer, por sobre toda las cosas, tiene su razón de ser, su sazón, en cuanto es escaso o prohibido. En el universo no existe manifestación sin polaridad (gracias, Hundred). Y ahí el mundo comenzó a cultivar su alimento, al mismo tiempo que comenzaba la repartición de las pastillas. El sol brillaba por este hemisferio, la primavera se veía asomar.
Comenzaron a crecer la cantidad de centros culturales, de lugares de reunión, de escuelas de danzas, de teatro, talleres de narración, cursos de masajes, aromaterapia. Abrían gimnasios, se enseñaba yoga en las plazas de los barrios, se alineaban los chakras en las casas de neumáticos. La gente rotaba en las actividades. El mundo olía a palo santo e incienso.
Cierto momento, la rueda que impulsaba los movimientos, se fue deteniendo. Los talleres estaban ausentes de personas, las plazas también. No había mucha gente deambulando por las calles y el aroma festivo de esos primeros días se fue diluyendo paulatina y constantemente. El desanimo empezó a crecer, la intolerancia ganó terreno y la queja fue convirtiéndose en constante en la boca de las personas. La gente no encontraba su pasión. Había tiempo, sí, pero no había qué hacer con él.
Los primeros suicidios ocurrieron entre el quinto y el sexto día. Aún, no paran.

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*Recuerdo que te gustaba esta canción.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Ahora después

- A ver si sos jugador todavía.
- No, pero toda la vida voy a seguir jugando.
Diego Maradona en respuesta a
Fernando Niembro.
(Equipo de Primera - 2001)



Yo nadaba. Pero nadaba mucho, muchísimo. Nadar, para mí, era todo. Nadar era mejor que coger, para mí, en ese momento. Había comenzado de chico, mi vieja me había llevado porque tenía un problema en la espalda, algo del crecimiento, un lado de la cadera más apuntando al norte que otro. Y le dijeron que nadar hacía bien. Pero también le decían eso a la gente que se quería suicidar, o al que le fastidiaba el trabajo o aquel que encontró a su primo arriba de su novia, la propia, no la del primo, en pelotas los dos, en la casita que alquilaron para pasar quince días en Villa Gesell, que después de eso dejó de ser Villa Gesell para convertirse en un cuadro lúgubre, una luz que se apaga. A esos le decían, también, que nadar hacía bien, que tenían que ir. Porque, en definitiva, no importa qué hagas, en este occidental mundo, lo que importa es hacer. Hacer y parecer. Parecer sobre todas las cosas, eso es lo que importa. Y hacer no importa qué, lo que se te cante, lo que te quede a mano. No importa la calidad sino la cantidad. Entonces a mi me tiraron al agua y jamás pude volver a salir. Me encantaba nadar. Esa posibilidad de flotar y poder volar con la seguridad de lo maleable, la capacidad de adaptabilidad que posee el agua. Comencé yendo dos veces por semana y casi llegando a la adolescencia un profesor me propuso competir. O le dijo a mi vieja que por qué no me llevaba el sábado a una competencia al club, que eran chicos de mí categoría, que iba a estar bueno. Y mi vieja me llevó. Y mi profesor me había anotado para correr sin consultar porque veía que tenía pasta, que podía hacer algo bien en la vida y ese algo bien era eso, nadar. Fue mi primera competencia y en la última brazada, en el momento justo que tocaba con la mano contraria la pared que marcaba el final, salí a respirar, miré que los otros carriles habían chicos que iban por la mitad de la pista, y sentí, a corta edad, que eso era lo mío, esa sensación inmediata de felicidad que lo desborda todo y hace que uno se sienta inmenso, invencible. Quería sentir eso todo el tiempo y ya tenía el medio para hacerlo.
Entonces nadé. Comencé a ir tres, cuatro, cinco veces por semana a entrenar. Los días de descanso salía a correr por el parque o le daba una vuelta en bici. También complementaba con ejercicios de elongación y una dieta basada en frutas y vegetales orgánicos cultivados y cosechados sólo y únicamente por personas nacidas y criadas a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Mientras seguía compitiendo. Los fines de semana, algunos días de semana, en el club, en el municipio, en el colegio, en la provincia, a nivel nación y algunas competencias internacionales dentro del Mercosur y América Latina. Había conseguido una beca del estado para solventar algunos gastos y, según las condiciones de la misma, tenía que ir dos o tres veces por mes al CeNARD por charlas, talleres y entrenamiento. En un punto, a los quince años más o menos, comencé a entrenar doble turno. Me levantaba a las cuatro y media de la mañana, desayunaba liviano y agarraba la bici hasta el club. Entrenaba de cinco y media a seis y media o siete y de ahí al colegio. Luego, salía de la escuela y volvía a ir al club, unas dos horas más. Después de eso una siesta, comer liviano y constantemente y repetir. Día tras día. De chico fui renunciando a cosas. A juntadas, a acostarme tarde, a hacer fiaca en la cama, al alcohol, ni hablar siquiera de la idea de fumar. Mis compañeros y amigos fuera del mundo de la natación no entendían cómo podía tener tal conducta. Yo sólo era el pibe que nadaba, no más que eso. Una identidad tan magníficamente creada, eso era. Yo era nadar, nadar era yo. No pesaban en mí todas las cosas perdidas y todos esos ahora después que les decía a mis amigos o a mi familia cuando querían contarme para una reunión o una salida. Se había fijado en mí un objetivo, una meta. No, no era sólo eso. Era algo más fuerte: un propósito. Cuando entendes la palabra propósito, entendes la fuerza que trae con sigo. Desde la entonación de sus consonantes hasta le intervención de sus vocales. Ni hablar de su acentuación en la ó. Y cala aún más cuando la haces acción, cuando transformas en movimiento todos esos pensamientos rumiantes que anidan en vos. Y yo tenía un propósito, yo quería participar en los juegos olímpicos. Era bueno-bueno, eh. Me daba la nafta, yo lo sabía. Entonces necesitaba prepararme.
Habíamos planificado junto a mi profesor en presentarme a mis diecisiete años por lo que necesitaba dos años de mucho sacrificio para poder llegar en buena forma. En natación - no sé si aplica lo mismo para otras disciplinas - es requerido superar una marca, un tiempo clasificatorio, para poder competir. Año a año, esa marca se va corriendo y es más difícil llegar. Ese tiempo se calcula según las clasificaciones dadas en competencias anteriores. Cuando llega el momento, tomadores de tiempo certificados se paran al borde de la pileta y avalan el tiempo que hiciste. Es blanco o negro. Llegaste o no llegaste. Esos dos años fueron de aún más prohibiciones, de mayor soledad y concentración. Tenía una meta, un enfoque.
Fue en febrero, un siete de febrero, que tuve que presentarme a las siete de la mañana en el CeNARD. La toma de tiempo sería a las diez. Pero teníamos que alistarnos todos, al menos eramos unos cuatrocientos chicos que querían participar. Habían venido de todos lados, de cada rincón del país. Se respiraba la tensión en el aire. Y te cuento todo esto por lo siguiente, vas a ver. Fue mi turno, me tocó a mí. Saltar del borde, zambullirme y nadar. Hice lo mejor que pude, nadé como un condenado. Tocaba las paredes de los límites de la pileta, veía la línea azul pintada en el fondo, mantenía una respiración constante y centrada. Lo dí todo y aún más en el último sprint. Y no llegué. Miré el no que gesticuló con la cabeza el toma tiempos mientras se alejaba. No llegué. Fueron dieciséis milésimas las que me dejaron afuera. No lo podía entender. Estaba en el agua, intentando recobrar el aire, el calor en el cuerpo templado por las aguas inquietas.Y no lo podía entender. Tuvieron que ayudarme a salir de la pileta, es hoy en día que aún no recuerdo cómo hice para llegar a casa.
Así fue que aprendí de qué esta hecha la vida, los particulares giros que la componen. Vos quizás nunca nadaste. Quizás te dedicaste a otra cosa, qué se yo. Pero, de una forma u otra, más tarde o más temprano, tuviste que salir a dar una bocanada de aire y darte que cuenta que no llegaste, que qué hiciste con todos esos años que no vuelven más.

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sábado, 31 de agosto de 2019

Se te escapa

De mi infancia tengo muchos recuerdos pero saltan de uno a otro. Es decir, me acuerdo cuando íbamos al camping del sindicato de donde trabajaba papá, de la pileta que parecía un océano y de ver cómo mi hermano jugaba a la pelota con los más grandes. También me acuerdo de un día en particular que fuimos y en el que yo lloraba porque no me habían dejado entrar a la pileta y mi hermano me consoló llevándome a comprar un helado. Después, recuerdo estar en una gran tormenta en tercer grado, en el patio techado del colegio, desde el cual  se desprendian y volaban o caían las chapas en medio de un acto escolar. Por otro lado, se me viene a la memoria aquella vez que jugamos a la pelota desde las nueve de la mañana a las diez de la noche, casi sin parar más que para tomar agua o ir a comer; en esas tardes de verano donde uno pensaba que la vida siempre sería así, eso. Qué equivocados que estábamos. Luego, algo que se marcó a fuego en mí fue cuando elegí o, mejor dicho, nos elegimos con quien sería mi primer perrito. Porque cuando uno, sin querer, nace, las cosas ya le están dadas, y por más que a uno le dieran la oportunidad de elegir, bueno, no nos encontramos aptos para tomar decisiones en ese momento. Más adelante, la vida y el tiempo, que sólo a veces son lo mismo, te va dando chances de poder tomar una decisión y ser capataz del destino propio. Desde la remera que decidís conscientemente usar a la bolita preferida que vas a utilizar en el gallito ciego o los amigos que vas a elegir para jugar un partido después de un pan y queso. Y con los perros pasa que cuando naces, ya están en la casa, por lo general. Entonces te crías con ellos, los tomas como alguien más de la familia, que ya estaban ahí cuando llegaste. Pero cuando tuve unos seis o siete años, tuve la posibilidad de quedarme con Chopper. Fue llegar a casa con él, en brazos, su cola cortita porque nació así, el lomo blanco con algunas manchas café con leche desparramadas por el cuerpo. Me acuerdo aún hoy en día el momento exacto cuando elegí su nombre. Elegir un nombre no es fácil. Es algo que otra persona te da con una inmensidad de manifestaciones e intenciones resumidas en una conjunción de letras con las cuales te conocerán por el resto de tu vida. Sí, lo podes cambiar. Pero siempre te va acompañar, por más que de forma burocrática lo elimines de los documentos que firmes, de todos los trámites, dentro tuyo siempre sabrás que te llamaste de una forma. Otra cosa que me acuerdo es cuando tenía diez años y tomaba la comunión. Fue en el año dos mil, toda la previa al quilombo que pasaría. Papá se había quedado sin trabajo y estuvo un tiempo parado hasta que pudo rehacerse y comenzar un emprendimiento, gracias al soporte y ayuda de mamá. Nunca faltó nada en casa, no había lujos en aquella época y ni por cerca se pensaba en tener vacaciones. La cuestión es que ese día, el de la comunión, llovía. Llovía como si la lluvia se hubiera acordado que era lluvia y hubiera comprendido porqué está en el mundo, lo que tenía que hacer. Era sábado. Papá no había ido a la iglesia para quedarse a hacer el asado. Vendrían mis tíos, primas, primos, familias amigas. Habían corrido el ford escort del garage para poner las mesas dentro, en forma de u, circundante a las paredes del recinto. Todo intentaba ser amarillo y blanco. Algunos globos, las servilletas, los manteles y unos arreglos de flores plásticas atadas a un par de velas, una blanca y una amarilla, que oficiaban de centros de mesa. Mamá había ido a la iglesia conmigo, se estaban dejando de usar las hombreras que tanto en los noventa se utilizaron y quedaban aún unos últimos peinados a la permanente que, también, tanto se habían usado. Tenia puesta una camisa blanca, el pantalón gris habitual del colegio, el del lunes a viernes que ahora vestía un sábado. Los zapatos negros bien lustrados y una cinta blanca y amarilla sobre el brazo izquierdo, con la figura de una cruz. Cuando tuve que confesarme, entre semana, no sabía bien qué decir. ¿Qué cosas se confiesan?, pensaba. ¿Y por qué decirle algo a un tipo que ni siquiera me escucha, que no me mira, que está tapado por una entrerreja de madera, me absolvería de todas las cosas que hice mal? ¿Por qué algunas cosas son consideradas malas y otras buenas? Habré dicho algo sobre mentir, sobre no ayudar en casa o sobre hacer renegar a mis viejos. Tres ave maría, dos padres nuestros y listo. La cuestión surge cuando al estar en casa, los primeros que llegaron fueron mis abuelos. La abuela me tomó de los hombros con firmeza, como se tomara un mueble pesado para correr y limpiar debajo de el, y me besó. Automáticamente me soltó para destapar las empanadas que había hecho y ayudar a mamá en los preparativos. El abuelo caminaba un poco más atrás. Yo estaba en el fondo, cerca de la parrilla y cerca del garage con las mesas en forma de u. Todo amarillo, todo blanco. Y el abuelo venía caminando como caminaba él, con su andar de todos los años que se lleva encima y el pantalón gris bien subido, con la camisa dentro y un buzo que lo cubría. Tenía sus dos manos en los bolsillos del pantalón. Al verme, me dijo que me acercara. Sacó unos cincuenta pesos y quiso dármelos. Pese a mi edad, sabía lo que ocurría. Sabía que los abuelos andaban mal de plata, que las cosas estaban jodidas y no quise aceptar lo que me daba. Él se sonrío e insistió sin dejarme más remedio que tomar el billete y guardarlo a cambio de una tarjetita. Contrariamente a la abuela, él se acercó, casi inclinándose, con toda la posibilidad que las rodillas maltrechas le permitieron. Y me dijo se te escapa. No entendí a qué apuntaba, qué quería decir. Nunca tuve una relación cercana con el abuelo. Mis hermanos y primos tuvieron la chance de tenerlo más tiempo, ser grandes y aprovechar su presencia con más sabiduría. De él siempre tuve referencias, desde chico hasta hoy en día. Un tipo bueno por sobre todas las cosas. Pero bueno de verdad, consecuente con sus actos y pensamientos, familiero, compañero, hábil y alegre. Amante de la pesca y de los asados. Fue carpintero por los rumbos de la vida y en la juventud trabajó como golondrina saliendo de Santiago del Estero para ir a la cosecha de papa en Bahía Blanca, o la zafra en Tucumán, o la vendimia en Mendoza o San Juan, o la recolección de manzanas en Río Negro, y así. Mi papá siempre cuenta que una vez hablando con el abuelo, él le dijo ¿sabés por qué me vine de Santiago? Porque un día llegué de una zafra, de tres meses en el medio del campo, de todo el calor del mundo concentrado, lleno de plata, los bolsillos me reventaban de plata porque ahí sólo se trabajaba, desde las cinco de la mañana a las siete de la tarde, ahí no había otra cosa, y volví a mi casa, a Santiago, y no había para comer. Estábamos en el medio del monte, en Santiago, con los bolsillos llenos de plata y no había para comer. Me tuve que ir. Y así voy tejiendo quién fue mi abuelo, con lo que dicen, lo bueno y lo malo. También con lo que no se dice. Somos, todos, lo que presentamos y, en mayor medida, lo que nunca fuimos o no nos animamos a ser. Dijo se te escapa, pensaba. Y cuando le iba a preguntar qué quiso decir, se adelantó para decirme no sé mucho de la vida, viví y lo sigo haciendo, por impulso, por costumbre, como un tren que dejó de acelerar y no se frena porque le da lo mismo pero quiero decirte esto: no dejes que se escape. La vida, Dieguito, la vida. Mirá, acá está todo, en la familia, en los amigos, en las reuniones, un asado, un mate, un beso de tu vieja, un abrazo de tu viejo, esas empanadas de tu abuela. No corras a Europa buscándolo. Ni se te ocurra ir a hacer caridad en Haití, les chupas dos huevos vos y cualquiera que vaya allá, en Haití. No pienses en que escalar el Himalaya te hará héroe o que bañándote en un río de India vas a sumergirte malo y vas a resurgir bueno, es toda una boludez eso. En vos está el universo y lo que quieras hacer con él. Acá está la sopa, acá está el queso, acá dentro, dijo martillando su dedo índice derecho en mi pecho, acá tenes todo lo que necesitas. En el mundo vas a estar solo únicamente cuando te olvides de vos mismo, la puta madre.
Dejalo al nene, papá, dijo mi vieja que se venía de la cocina al fondo, con las empanadas en una fuente y tapadas con un repasador.  Ahí vino gente, Diego. Anda a recibirlos, lleva las tarjetitas, quizás te dan algo de plata.


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viernes, 23 de agosto de 2019

Planes para una fuga

En esa época yo tenía un ford fiesta modelo noventa y cinco, el español. De un color azul algo metalizado y con el cuenta kilómetros tocado. Fue mi primer auto, yo tenía unos veinte, ventiun años. Y había visto y leído Into the wild y otras cosas, autores del estilo de Walt Whitman y Tolstoi. No sé bien cómo llegué a una y otra cosa, ese momento era todo energía y ganas de cambiar el mundo y el mundo era hasta donde podía estirar los dedos y me llovieron estas gigantes obras y ahí la cabeza se me dio vuelta como si el mismo Cassius Clay me hubiera dado una trompada antes de entrar a la segunda pelea contra Frazier. Y lo olvidaba, había leído mucho Bioy Casares antes. Bioy Casares estaba bien cuando tenía veinte años, menos también. Y me quedé fascinado con el cuento Planes para una fuga al Carmelo, más que nada quedé impactado con el título. O, más bien, con Carmelo. ¿Qué carajos es Carmelo? pensé en ese momento. Y busqué un mapa y ahí estaba Carmelo, en la costa uruguaya, en frente a la división entre Buenos Aires y Entre Ríos. Decidí que tenía que ir ahí, que tenía que ver qué era lo que tenía Carmelo. Porque Bioy Casares, Carmelo, veinte años, atan mil cabos y los dan vuelta, el mundo aún sigue pareciendo amable a esa edad y la posibilidad de una aventura genera un temblor desde la punta de los dedos hasta la sonrisa de lo desconocido.
Le hablé de mi plan a Martín, mi mejor amigo. Le conté que necesitaba ir y manejar en la ruta, cruzar a otro país y ver qué pasaba. Que Carmelo podía ser un destino o una parada, no lo sabía. Y el me preguntó cuándo quería hacer eso y le dije que la semana que viene yo salía solo. Le expliqué lo del cuento, de Into the wild y que me sentía enjaulado y necesitaba algo de sorpresa en mis días. Bueno, vamos, me dijo. No había pensado en que podíamos ir ambos, sólo le estaba contando cuáles eran mis planes pero cuando incluyó la pluralidad en el plan, pensé que no era mala idea.
Preparé el auto la noche anterior. Cargué con una mochila con algo de ropa, unos libros, aceite y agua para el vehículo. Me dirigí a lo de Martín a pasar la noche ya que al siguiente día saldríamos desde su casa. En ese momento, él tenía un negocio, un almacén de barrio que funcionaba muy bien. Y en el momento en el que me fui a dormir, bien temprano para salir bien tempano, él se quedó cerrando el almacén y tomando cerveza hasta el punto de haberme levantado al día siguiente y él seguía tomando mientras miraba una película. Cargué la mochila de Martín y a Martín en el auto y emprendimos viaje.
El trayecto hasta el cruce General San Martín que une Gualeguaychú con Fray Bentos, lo hice con Martín durmiendo. Ya en Uruguay, él se despertó e íbamos charlando un poco sobre la ruta, la vida, de por qué carajos hacía tanto calor y por qué no había asfalto en todo el trayecto. Desde que pasamos Fray Bentos hasta unos cincuenta kilómetros antes de Carmelo, el camino fue de tierra. Estaban reconstruyendo la ruta y tomamos un camino alternativo que nos impedía bajar los vidrios por lo que dentro del auto era todo calor.
Finalmente, llegamos a Carmelo. Pasamos por la rambla a tomar una Pilsen y estirar las piernas. Fumamos unos cigarrillo y brindamos frente a la corriente superficial del río que no cesa de correr. Luego seguimos recorriendo, pasamos por la Plaza Artigas y vimos el monumento al prócer. Continuamos cruzando el Arroyo de las Vacas para llegar al camping en el cual nos íbamos a quedar.
Eso fue todo Carmelo.
El día se volvió tarde, la tarde se transformó en noche. Levantamos la carpa al lado del ford fiesta modelo noventa y cinco y nos fuimos a bañar pensando en salir a comer algo luego. Pero comenzó a llover. Y llovía como si nunca antes hubiera llovido. Como si la lluvia hubiera comprendido qué es llover y el sentido de su acto y dejó caer toda su agua de todas las formas posibles, con viento, rayos, truenos y relámpagos. El viento voló la carpa de raíz mientras nosotros aún seguíamos adentro, intentando que no se vaya para el lado del río. Tuvimos que salir, tapados con una campera y un toallón, a meter la carpa debajo del auto para que se quede allí hasta el otro día. Finalmente, disparamos dentro del ford para esperar que pare el aguacero.
En el auto, mojados, con frío y sobretodo con hambre, intentamos alimentarnos con lo que teníamos. Un paquete de galletitas y un termo con agua caliente que había puesto a las cinco de la mañana al salir de casa de Martín. Pasamos hambre y el frío recrudeció. No tuvimos más remedio que cagarnos de risa con lo que sucedía hasta que empezó a caer granizo y paramos de reírnos para luego soltar carcajadas imparables. Estábamos en un lugarcito del mundo, encerrados en un auto sin más opción a esperar que aparezca el día siguiente. Nadie sabia bien a ciencia cierta dónde estábamos, dijimos con Martín. Pero tuve que confesarle que en un descuido, me había escapado a pedir un teléfono y marqué el único número que recordaba y que no debía recordar. La llamé, le dije a Martín. A quién llamaste, pelotudo. Le dije donde estábamos, que si le podía avisar a mi familia, que era el único número que me acordaba. Pero vos te acordas otros números, gil. ... . Te voy a decir algo, me dijo. Está mal lo que estás haciendo, no te estás dejando salir de vos mismo, estás en una constante repetición del pasado, en un loop de todo aquello que quedó como recuerdo, y ahí estas viviendo, una y otra vez, en una puta calesita que ni anillo tiene porque no tiene otra vuelta, es la misma vuelta de mierda de siempre, boludo. Sos un tipo inteligente, siguió, me sorprende que no te des cuenta de todo esto. Todo el mundo vive y revive, todo continua pero vos estás ahí, sentado en un cine que pasa la misma película del orto una y otra vez. Ya basta, loco, ya basta. Al final vinimos acá para que escapes pero no te dejas escaparte de vos mismo.
Dejó de llover mientras dormíamos. El sol apareció como pidiendo disculpas.

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sábado, 17 de agosto de 2019

La foto que alguna vez fuimos

Creo que la tercera o cuarta vez que salimos habíamos decidido comer en la pizzería El Cuartito. Talcahuano y Paraguay, centro porteño. Esa vez tuvimos que esperar pero era sábado, un dolar más amable y se ramificaba el verano en el aire. En cambio, esta oportunidad nos encontraba en un jueves, un florido invierno y la crisis golpeando la puerta a martillazos. No importa cuando leas esto, Argentina es repetitiva, una constante debacle con breves brotes, con esporádicos veranos.
Nos habíamos encontrado antes, unos días atrás por capital. Una ciudad de casi tres millones de personas que se vuelve de seis millones de lunes a viernes para ocupar oficinas como paneles de abejas, dejando todo el polen, la chispa primigenia de cada quién, en cada reunión, teleconferencia, videoconferencia y almuerzos frente al mail. Dios Santo y la cicuta de todos los días. En ese escenario nos encontramos de golpe. Venía, por mi parte, de ver la promesa de cobrar un cheque de una aseguradora. Entraría en detalles pero esa es otra historia. Y vos venías, me dijiste, del psicólogo, uno que mezclaba terapias alternativas, musico y aromaterapia en un séptimo piso, un departamento que lindaba con un privado por un lado y una cueva donde venían guita por el otro. Podía imaginarme el aroma de ese pasillo. Dijimos de ir a comer. Todavía tengo tu número, te llamo, te dije, haciendo fácil la ecuación sin advertirlo.
El Cuartito tiene colgado por doquier banderines, fotos, camisetas y dedicatorias de fútbol y otros deportes. Nos sentamos en una mesa para dos de esas donde entran o el plato o las bebidas o la pizza pero jamás todos los elementos juntos, la máxima expresión de la racionalización o productividad. Acá quiero  hacer un parate  y dar una recomendación. Yo no se nada de muchas cosas, por no decir de todas, pero de aquello que se, dejame opinar. Si nunca fuiste al Cuartito, quiero decirte que tu vida aún no comenzó. Si, bueno, vivís pero no. No hasta que hayas probado la fugazzeta rellena. Una vez que lo haces, sentirás el aire llenando tus pulmones por primera vez, el rumiante y ancestral latido de tu corazón. Luego, estarás preparado para llegar al nirvana, para pedir lo mismo en La Mezzeta, palabra mayor, me pongo de pie. Sigo. Pedimos para comer y tomar, nos miramos uno al otro y hablamos sobre qué fue de nuestras vidas, qué paso desde la última vez que nos habíamos visto. Quizás es menester aclarar que aquello que motivó el encuentro o reencuentro fue aquel brillo en los ojos que vimos recíprocamente, esas ganas de decir por qué no si tan lindo la hemos pasado juntos, todos los recuerdos asomándose en pelotón. Porque si, la habíamos pasado bien, fueron excelentes años y considero que ambos no entendíamos qué fue lo que había pasado. Por eso, lo siguiente ocurrió.
Embestidos por el mismo envión que nos condujo hasta aquí, a estar enfrentados uno con el otro, hablando sobre lo vivido de cada quien, notamos que eramos dos completos extraños. Porque si bien concidiamos en que nos extrañábamos, no era a nosotros mismos sino a esa continuidad  que nos quedó grabada en la memoria, esos recuerdos en movimiento de todo lo que fue y vive en constante repetición. Eramos dos extraños buscando uno en el otro la foto que alguna fue fuimos, aquello que dejamos de ser hace rato.
Al notarlo, terminamos de comer y sin decir nada nos fuimos por rumbos separados. Caminé hasta Corrientes, entré en una librería. Me topé de inmediato y sin querer el libro La invención de Morel y sonreí para mí mismo mientras que el destino se me cagaba de risa. Algo de El Kuelgue se escuchaba desde la calle.

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viernes, 9 de agosto de 2019

Se me quitaron las ganas

Si Dios es libertad es porque primero forjó 
los barrotes de las jaulas que nos contienen.

Todo comenzó cuando vi una foto de un atardecer en el Taj Mahal. La mezcla de los colores, la luz que se iba apagando y los tintes blancos que se oscurecían, me atrapó. La imagen daba una sensación de calidez, de fraternidad, de un abrazo después de llorar o, mejor aún, de un abrazo antes de quebrar en llanto. Si, ahí debería situar el punto inicial que me llevó a venirme a India para siempre.
Venía boyando entre las esferas de la vida: el trabajo, el amor, la familia, los amigos, la pasión. Entendí que ver todas estas enumeraciones por separado cultivaba una falta de unión conmigo mismo, algo de mí no podía asociar los distintos escenarios y eso producía una especie de angustia o malestar que creí poder subsanar viajando a la India, la cuna de toda la alineación y balanceo de estas cubiertas que son la vida. Comencé a investigar para irme de viaje, ver qué pasaba por allá.
Revisando requisitos, recomendaciones y el costo del viaje, me fui adormeciendo mientras miraba de refilón a aquel hindú de ropas holgadas y de elegante sonrisa, con los ojos blancos bien profundos contrarrestados con su color de piel y que me decía que el Taj Mahal en realidad era azul, antes, cuando se hizo por primera vez. Que hubo, en su momento, una gran guerra que casi lo destruyó del todo y que obligó su reconstrucción. Al finalizarlo, decidieron pintarlo de blanco pero que en verdad era azul, azul marino. Y que desde un punto distante, como rodeando el edificio, se podía ver, aún, una parte de la antigua construcción y de su color azul original. Motivado por la curiosidad y por el ofrecimiento del improvisado guía, nos dirigimos a esa zona. Había que atravesar el río Yamuna en una balsa y ayudar a remar con unos palos cortos, introduciendo el remo en el agua como pidiendo permiso, bien suave pero sin perder energía, sin prisa pero sin pausa, hasta llegar al otro lado de la orilla donde se sorteaban una serie de árboles, maleza y movimientos errantes de algunas personas que iban y venían en la costa. Eramos siete personas en esa balsa, el guía, dos chicas de Holanda, tres franceses y yo. Entre ellos hablaban en francés y yo no entendía absolutamente nada. El Taj Mahal se nos alejaba a nuestras espaldas y el sol iba retrocediendo luego de una jornada calurosa.
Cuando llegamos, los franceses junto con las holandesas salieron corriendo para buscar observar esa pieza arquitectónica de otra época, ese azul de otros tiempos. No notaron la cantidad de personas sentadas debajo de los árboles, buscando mitigar el calor mediante las sombras. Tampoco se detuvieron a ayudar a nuestro guía con la balsa. Por mi parte, me quedé unos minutos más tirando de una cuerda mientras el guía empujaba desde el río para subir la balsa a tierra firme. Al terminar, hizo una sutil reverencia como dando las gracias. Imité el gesto más como un acto reflejo que como signo de reciprocidad. Al darme vuelta y querer seguir el rumbo de mis compañeros de lancha, quedé paralizado por toda esa gente debajo de los árboles, espantando moscas con unas ramitas de hojas marrones y sin brillo. Habían viejos y niños, algunas madres y unos pocos jóvenes lo que indicaba que los demás jóvenes y adultos se iban a buscar comida o restos de ellas o que nunca llegaban a esa etapa de la vida por la escasez que abundaba por allí, valga el oxímoron. El calor se entremezclaba con el olor del río de aguas caldosas, de ritmo constante, junto con la transpiración de los cuerpos y el hedor de las vacas que daban vueltas en rededor. Hambre, calor, humedad y olor. Esto bien podría ser cualquier parte del conurbano, pensé. Y haciéndome entender, ayudado por la buena predisposición de mi guía, me acerqué a toda esa masa de gente, de niños que no corrían por falta de energías y que sólo se movían para girar de un lado a otro en los brazos de sus madres, para preguntarles por qué, qué pasaba que no comían esas vacas ahí. Alguien respondió en hindú y mi guía traductor agachó la cabeza mientras escuchaba. Qué dijo, dale, decime, le dije en un español que él interpretó más por el énfasis que por conocer el idioma. En un rudimentario inglés me dijo que el otro dijo que las vacas no es que son sagradas, alguien inventó eso y quedaba bien para el marketing, para incentivar el turismo. Las vacas sufren, son como nosotros, por eso no las comemos. Allí, a las orillas del Yamuna, detrás de un monumento de amor, oscilando entre estar conmovido y aturdido, comprendí que el emparejamiento de las razas, de las especies, del mundo vivo, aquello que nos envuelve a todo en un marco de divina igualdad es nuestra capacidad de sufrir, la implacable manifestación de pasarla mal.
Al despertar, entreverado en el sueño y la realidad, sentí calor y humedad en el cuerpo, la garganta reseca y conservaba en mi retina algunas imágenes del río y del sol que se escondía más allá del límite de la tierra. Intenté incorporarme en mí mismo, vi cómo las luces del sol se entrelazaban a través de las cortinas. Oí unos pájaros cantar afuera y las hojas de los árboles bailando en un mormullo junto al viento. Noté que no era necesario ir hasta allá, se me quitaron las ganas de ir hasta la India, al Taj Mahal. Hay monumentos más imponentes y resquebrajados dentro de uno que hay que salir a visitar.

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