sábado, 12 de octubre de 2019

Nunca había llovido tanto por estos lados

Se habían mudado hace unos cuatro o cinco años. Aparecieron de pronto, un fin de semana, en un auto azul y con un camión de mudanzas. Alquilaron la casa de los Pereyra y entraron con cajas rotuladas y distintos muebles. Se los veía contentos, iluminados más allá del cansancio y el calor que resonaba en aquella primavera.
Al principio, ponían música todo el tiempo. Desde cumbia colombiana hasta jazz por las noches fresquitas. A ella se la escuchaba reír con particularidad como cuando se ríe con el cuerpo entero, con los ojos, los brazos, la panza que se pone dura y las rodillas que se chocan entre sí. Él trabajaba y se lo veía llegar cansado, a veces de noche, otros días bien temprano a la mañana, según la rotación de los turnos de la fábrica. Pero al momento de pisar la vereda de la casa, enderezaba su espalda, arreglaba de un manotazo sus rulos castaños y entraba con una sonrisa. Por su mirada y su andar, podría decirse que, para él, su casa era otro mundo, otra patria donde, tal le pasó a Alicia luego de perseguir al conejo blanco, las cosas obedecían a un orden lógico distinto, a una conexión de sistema cerrado entre las cuatro paredes alquiladas de la cual los vecinos envidiábamos el aroma a tuco que desprendía una olla a las once de la mañana de un domingo lluvioso o el estruendo del primer beso en el reencuentro luego de estar separados unas horas.
Por eso fue extraño la primera vez que se escuchó el golpe seco contra una mesa o quizás una puerta cerrada, seguido del sollozo contenido o por sus manos o por un repasador que habrá utilizado para tapar sus labios carnosos que levemente se hincharían un poquito más. Poco a poco, la música se fue apagando, las risas se transformaron en cigarrillos que ella fumaba sola, en el patio, mientras él comía solo y el aroma a tuco se convirtió en el sonido de una moto del delivery que bien podría traer algunas empandas, tal vez una pizza.
Se sucedieron, en ese tiempo y en distintas horas, corridas dentro de la casa, muebles que se arrastraban en un orden aleatorio y no consensuado, sumado a llantos ahogados y resquebrajados. Las primaveras no duran cien años, pensaba en mi rol de testigo a la distancia en esos momentos. Una noche en la que no podía dormirme, me encontraba mirando una película en el televisor cuando un golpe similar a aquel que escuché por primera vez, el que parecía castigar a una mesa o a una puerta cerrada, se volvió a oír pero con una sensación más humana, como de un chasquido de piel tensa blanca que automáticamente se volvería una masa agrandada y roja que, luego, al pasar los días, se transformaría en un color mezclado de verde y de violeta para dejar paso a un cerrado negro, color de la misma tonalidad que tiene aquel pasado tan lindo que se arruga en el abanicar de una mano de hombre abierta. Un silencio espeso quedó latiendo en el aire entre nosotros. Ellos dos en su casita y yo al lado, inmóvil, mirando una comedia de los años ochenta con el televisor en mute. Habrán pasado unos diez o quince minutos hasta que escuché la puerta de la casa vecina, la cual daba a la calle, abrirse seguido de unos pasos pesados y duros. Luego, el motor del auto encendiéndose y ella fumando un cigarrillo en la galería que daba al fondo de la casa.
A esa noche, le siguieron días grises. Nunca había llovido tanto por estos lados. La casa de al lado permanecía casi herméticamente cerrada. Las persianas bajas, la puerta delantera que parecía no haberse abierto en más de diez años y el pasto en la vereda que ganaba terreno aflojando algunas baldosas. Las hojas de un paraíso se iban juntando en el cordón, obstruyendo el paso del agua hacia la boca de tormenta. De ella sabía que estaba bien por el hilito de humo de su cigarrillo que podía observar más allá de la medianera que nos dividía.
No exagero que la volví a ver, en persona, luego de unos cuatro o cinco meses desde aquella vez. Nos cruzamos en el chino del barrio y ella sostenía un canasto en el flexo de su brazo izquierdo. Cargaba con algunas latas de conservas, pan lactal, leche descremada y una botella de vino. Tenía un solerito  floreado que marcaba su cintura, dejando paso a dos piernas que eran toda piel. Los labios carnosos se mordían uno a otro en la decisión de llevar tal o cual mercadería. Un leve mechón de pelo rubio caía sobre su ojo izquierdo mientras tarareaba una canción de otra época. Los melones se acomodan al andar, pensé y me encontré asaltado por esa frase que había escuchado tiempo atrás, cuya imagen siempre me trajo aparejado un recuerdo dulce de verano.
En las casas linderas, volvimos a sentir ese aroma a tuco de domingo y de tartas dulces para el mate, sumado a la música que se había pausado aquella vez y que volvía a rellenar la casita alquilada. Parecía que todo estaría bien.
Y creo que fue eso lo que me dejó consternado, inmóvil y sin saber qué pensar en aquel viernes que llegaba a casa después de trabajar, eso de pensar que todo marcharía bien. Fue eso lo que me dejó perplejo, ver ese auto azul, de nuevo, en la calle, las hojitas del paraíso que volvieron a juntarse en el cordón de la vereda obstruyendo el agua y las persianas bajas junto a la puerta que parecía no haberse abierto nunca desde la última vez que se cerró.

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