viernes, 18 de octubre de 2019

Azahar

El tiempo se tuerce, redondo y eterno
como agolpa el árbol el fruto y la flor.
El limonero real. Jorge Fandermole.

Me gustaba quedarme solo en casa. Especialmente los domingos cuando papá y mamá se iban a comer por algún lado y volvían tarde. Entonces, esperaba a escuchar el ruido de la puerta de madera que golpeaba contra el marco y luego el tintinear de las llaves que cerraban el portón para dar paso al auto que se encendía marchándose. En ese momento, me levantaba de la cama y ponía algo de música mientras me preparaba unos mates para mí solo, acompañándolos con unas galletitas o pizza fría del día anterior. Por eso también me gustaban los domingos, porque la noche anterior había pizza. En casa, los lunes eran de milanesas y los sábados de pizza de la cual sobraban dos o tres porciones que, al día siguiente, se convertían en un manjar. También leía el diario que llegaba más gordito de lo normal por todos los segmentos que se agregan además de la revista que de sus ciento cuarenta y cuatro páginas, ciento veinte eran de publicidad. Me gustaba leerla de atrás para delante porque en la parte final estaban los chistes y ahí escribía Fontanarrosa. Con Inodoro Pereyra me reía de las ocurrencias pero luego me dejaban en un letargo - siempre quise usar esa palabra - hasta que empezaban los Simpsons en la televisión y se me pasaba.
Casi llegando al mediodía, usaba la plata que me habían dejado mis viejos para ir con un envase de vidrio a lo de Graciela a comprar una coca. Gastaba las monedas que me sobraban de la semana en el colegio para sumar unas papas fritas sueltas que hacían de picada antes de comer los patys. Recordando esto, casi puedo sentir el aroma a carne cocinándose sobre la plancha y el humo que destilaba dando vueltas por la cocina que luego se escapaba por la ventana entre la abertura y los huequitos de la persiana.
Después de comer, ocasionalmente salía al patio donde estaban mis perros de pata corta, remoloneando al sol, a veces durmiendo uno encima del otro. Solía sentarme cerquita del limonero porque su aroma me recordaba cuando el abuelo hacía asados en la casa, ahí nomas del taller de carpintería, y se apoyaba en una rama gruesa de aquel árbol frutal que crecía a unos pasos de la parrilla. Conforme pasaron los años, llegué a leer El limonero real de Saer y no pude comprender muy bien, hasta hace muy poco, la importancia del título, la figura del árbol y su relación con la historia. El limonero de cuatro estaciones es capaz de dar limones todo el año, por lo que en su vida se mezcla el fruto y la flor constantemente, junto a hojas perennes que viven y mueren siempre de color verde, generando una perseverante repetición que roza lo infinito porque lo eterno no es más que la reincidencia de las cosas.
Más tarde mis papás llegaban y traían algo para comer de su paseo. Veíamos uno o dos partidos de fútbol, cenábamos una comida rápida y a dormir. En lo personal, el tiempo entre las cinco y las siete de la tarde era un puñal que caminaba a mi alrededor. Sentía que algo se iba para no volver, que debía recomenzar la rutina y que aquel era el instante exacto donde me encontraba más lejos para estar nuevamente en las mismas circunstancias de soledad. Era una sensación similar al último día de vacaciones previo a volver a casa, donde la única esperanza que se encuentra al desaliento es imaginarse el próximo destino, la siguiente oportunidad de ser otro nuevamente. Sucede que, una vez de vacaciones, en general, uno se convierte en otra persona. Quizás más benévolo, seguramente más feliz; con características distintas, haciendo superlativo lo bueno de uno mismo y soslayando lo negativo. Así me sentía los domingos estando solo, dedicándome a percibir la brisa de verano cerca del limonero, jugando con los perritos y leyendo el diario.
Sin embargo, creo que puedo precisar que fue ese último domingo de mayo, luego de unos diez años, cuando aquello que tanto me gustaba, se transformó. Es que los años se escaparon corriendo como un niño desesperado que sale del colegio el último día de clases, alocado y casi sin dirección y me depositaron junto a vos para que el mismo tiempo, que parecía pausarse, nuevamente se esfumara, generando una neblina entre aquellos y estos años. Lo último que pude escucharte fue esa puerta marrón que golpeó definitivamente contra el marco pegado a la pared, y luego tus pasos resueltos cruzando el jardín. Supe por esos dos sonidos que te habías ido para nunca más volver. Y noté, casi inmediatamente, entre los rayitos de sol de domingo por la tarde que se colaban en la casa por las cortinas como agua que atraviesa un colador, que yo también me había ido hace un tiempo atrás y no recordaba bien dónde me dejé.
Quizás por eso fue que se me ocurrió salir al patio y, en un movimiento inconsciente, mirar al limonero, algo torcido y con una parte seca, la que daba al fondo de la casa. A pesar de ello, la otra mitad tenía hojas verdes casi fosforescentes, colmada de botoncitos de color violeta, flores y frutos, construida en tallos fuertes y enérgicos. Allí fue que me acordé de mi abuelo haciendo el asado apoyado en la rama gruesa, de mi papá punteando la tierra y acariciando los frutos amarillos y rugosos, y de mí mismo sentado un domingo a la tardecita cerca del aroma ácido de las flores blancas del limonero. Y me reencontré ahí, enredado entre las sombras de las hojas verdes y las ramitas secas que aún no se rinden.

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