viernes, 26 de julio de 2019

Eso es todo

"La Sole se fue
de lo linda que era"
Esto es to-to-todo amigos
Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota


Cuando levanté la vista, luego de recoger el libro y los papeles que se me habían caído al piso y que se habían entremezclados con los de ella, la reconocí. Ahogué la puteada que estaba a punto de salir, la cual se transformó en una especie de sonrisa cargada de recuerdos, como si esa misma sonrisa se hubiera dormido hace muchos años atrás, de la época de adolescente, y luego, pum, despierta de nuevo, ahí, en la esquina de la peatonal, a la salida de la farmacia. Hacía tiempo no volvía por San Pedro y de las últimas veces que había regresado, intentaba no cruzarme a nadie por lo que no asomaba el hocico por el centro o me iba de noche, sin dejar rastros. Quizás ha sido una manera inconsciente de defender los recuerdos, nunca quise ver qué había pasado con todo eso que alguna vez me había hecho feliz, prefería dormir todas aquellas historias en la memoria sin contaminarlas con la histeria de la realidad, con el paso incesante del tiempo. Debo confesar, aprovechando estas rachas de querer sacar todo de adentro, que también habrá sido una manera de defenderme de mí mismo, de no querer ver en qué me he convertido. No, no por nada malo, qué se yo. Hice lo que pude conmigo. Quizás así debería llamarse mi próximo libro. En fin, no me quejo, en parte, me fue bien, no sé. Digamos que tuve algo de éxito. Pero ¿qué es tener éxito? Valgame Dios y la Virgen que llora lágrimas de fernet, diría una especie de amigo. La comodidad de una herencia me dejo lo suficientemente bien parado para poder escribir y dedicarme con algo de repercusión a esto, además de dar algunos talleres de escritura y narración, sumado a otros de interpretación de textos. No vivía con lujos pero tampoco me faltaba para comer o hacerme de un vino digno, algo de la segunda góndola del chino. A veces me podía comprar un lindo queso para acompañar, un fontina, algún saborizado artesanal. Ahí estaba la felicidad, la materialidad del sentimiento.
Pero ese día, temprano por la mañana, decidí ir por la peatonal luego de haber paseado por la rambla. Tenía que comprar algo para el dolor de cabeza que me entumecía y allí me encontré con Soledad, al recoger los papeles que se nos habían fugado de las manos al chocar uno con el otro. Los años, no sé cuántos ya, habían acentuado sus características faciales. Algunas pequeñas arrugas, la frente tensa, el brillo en los ojos, un flequillo recto de color casi negro, las pestañas arqueadas, la nariz como un botoncito y algo roja, los dos huequitos que se le formaban en los cachetes cuando sonreía y ella siempre sonreía. Creo que lo que me enamoró de ella cuando era chico era esa capacidad de poder hablar y sonreír, de hacer reír cada palabra que pronunciaba. Y en frente estaba yo, un tipo que podía escribir una novela de un tirón pero que en ese momento se quedó mudo cuando ella preguntó que cómo estás, tanto tiempo, mientras abrazaba sobre su pecho, con sus dos brazos, las hojas y la carpeta que juntó del suelo. Qué lindo verte, Abel, me dijiste. Sí, es toda una sorpresa, estás preciosa, te dije, Sole. Y te sonrojaste levemente, esquivando lo que acababa de decir. Nos pusimos a hablar sobre las cosas, y te pregunté de qué eran esas hojas, con dibujos, todas iguales. Son fotocopias, soy profesora de la escuela, la media uno, ¿te acordas? Donde íbamos los dos. Si vieras cómo son los chicos hoy, te morís. Éramos nenes de cuna comparados con estos de hoy en día. Y ahí abriste la boca, sorprendida y soltaste uno de tus brazos desde el pecho para acariciarme el antebrazo, jalándome con fuerza hacia vos. Tenes que venir, dijiste. A veces les hago leer de tus cuentos a los chicos y les cuento cómo eras vos a su edad y no se lo creen. Venite, dale. Jamás supe decirte que no. Está bien, el viernes que viene estoy ahí con vos. Y con los chicos, dijiste mordiéndote tu labio inferior.
Y ahí estaba, el viernes siguiente, parado frente al portón de ingreso de la escuela media uno, mirando hacia la esquina donde fumaba los cigarrillos que le robaba a mi viejo, en el mismo lugar donde nos cagábamos a trompadas por cualquier cosa. Ahí estaba yo, usando el saco de un traje que hacía años no utilizaba, mezclado del perfume que rocíe para combatir el olor a naftalina, lo cual generó un nuevo aroma entre aquellas dos esencias. Llevaba unas hojitas para guiarme en lo que iba a decir, en lo que iba a contar. Habían reunido a toda la escuela en el viejo patio techado. Conservaba el mismo color el piso y la exacta disposición de las cosas. Sólo faltaba el viejo Quique, el portero, que seguro había muerto tiempo atrás pero juro que si lo embalsamaban y lo dejaban al lado de la banqueta que usaba para apoyar el termo y el mate junto a su trapeador, cualquier ex alumno que pasara se podría confundir en la línea de tiempo y dudar en qué año del mundo se encontraba. Todo el alumnado secundario sentado en las sillas de plástico, los profesores, la directora en el improvisado escenario junto con vos Soledad, Sole como pedías que te llamen, con tus huequitos marcados, los labios finos levemente pintados. Te miré y algo en mí se tranquilizó, pude acercarme serenamente a una silla al costado del atril.
Un alumno comenzó a leer un cuento mío, de esos que escribía al principio, uno de esos desgarradores que solía crear cuando sólo me importaba chocar las sensaciones del otro, y yo escribía borracho de vino, tirado en el suelo de algún departamento o encorvado sobre la mesa del comedor, agarrándome con fuerza la cabeza y temblando palabra tras palabra. Cuando escribía con pasión, con sentimiento. Alguien comenzó a aplaudir una vez que terminó, el resto lo siguió. Me acerqué al atril con mis hojas sueltas y empecé a leerlas. Les conté un poco de mi infancia en San Pedro, las calles por donde me movía, las naranjas que se caían y continuaban cayéndose desde las copas de los árboles del centro, los torneos intercolegiales, los primeros escritores que admiré, las primeras novelas. Les conté sobre cómo comencé a escribir, qué era la inspiración, cómo desarrollar una idea. Y compartí con ellos cómo fue irse de San Pedro, qué hice en mis años vigorosos, qué había estudiado, los países por donde había viajado, las veces que me enamoré. En un arrebato de confianza, les expliqué por qué me costaba tanto volver y que aún no tenía muy en claro qué pasaría conmigo los próximos siete días, siete años, siete vidas.
Algunos escuchaban con mayor atención que otros. Sole, la Sole, me miraba con algo de entusiasmo. No tenía más que decir luego de veinte minutos de hablar sin parar. Entonces decidí abrir el juego y consultar al público allí presente si tenía alguna pregunta. Y ella se levantó. Algo rubia, el guardapolvo blanco, ojos claros, unas leves pecas en la nariz. Sí, señor, quiero preguntarle algo, dijo. Está bien, ¿qué pasa?, contesté. ¿Eso es todo?, dijo. Y me trabé al contestar porque quise responder rápido entendiendo que la pregunta iba por un lado pero antes de amagar una palabra la miré nuevamente, parada entre sus compañeros, mirándome fijo, y entendí que la duda iba por otro camino. ¿Eso es todo?, volvió a repetir. Gracias, dije. Hice una reverencia al público, a los directivos, a vos Sole, también. Y me fui. Me tenía que ir.
Casi como una profecía autocumplida, entendí por qué no quería volver a San Pedro o no quería cruzarme con nadie de aquella vez. No sabía que esta pregunta me esperaba ahí, en una adolescente de unos dieciséis, diecisiete años. Una persona creada, puesta en el mundo, que aprendió a caminar, a hablar, a escribir, a leer, a interpretar, a querer, a soñar, a desilusionarse, a resucitar de sus mismos infiernos, puesta ahí, para cruzarme una sola vez en la vida, en todos los años del mundo, para hacer esa pregunta, esas tres palabras. ¿Eso es todo? Luego de pensarlo y sentir desde adentro, puedo contestarte ahora, así, de esta cobarde manera, lamento no haber tenido el coraje de hacerlo en esa oportunidad. Pero si, nena, eso es todo. La vida es eso, sólo veinte minutos parado frente a una multidud que te mira.


*A María Soledad Rosas. La Sole.

()

viernes, 19 de julio de 2019

Casa prestada

Cuando fuimos a vivir juntos nos pareció una idea sumamente beneficiosa para los dos, en los sentidos racionales e irracionales. Con esto me refiero a que ambos alquilábamos por separado y la casita que nos prestaban quedaba casi en el punto exacto entre la distancia que teníamos uno del otro.  Los motivos irracionales obedecían más que nada a la intensa necesidad que se nos hizo de intentar pasar el mayor tiempo juntos. Por su parte, la casa, aunque venida en años, conservaba la melancolía y el brillo de los años viejos, de todas las historias que habían pasado por ahí.
Quedaba sobre la calle Defensa, a dos casas de la esquina con Desmol. Pertenecía a una tía de Julieta, en realidad la había heredado un primo de ella que estaba viviendo en el exterior y, para darnos una mano y para evitar que extraños se metieran en ella, nos permitió vivir allí hasta que nosotros podamos acomodarnos un poco mejor. Los muebles estaban tapados con sábanas viejas y las sábanas viejas estaban tapadas con una película de tierra. El piso estaba algo desteñido y algunas baldocitas de parquet se habían hinchado y zafado de las otras. Había que arreglar las persianas, algunas no subían, otras no bajaban. Las cañerías estaban algo complicadas, manchones de humedad y pintura descascarada se reproducían casi siguiendo la línea de los caños galvanizados. De a poco vamos a ir arreglandolo, dijimos.
Decidimos limpiar un poco previo a mudarnos, empezamos con la cocina, luego con las piezas, la principal y dos auxiliares. Luego continuamos con la sala de estar, había un comedor aparte que decidimos repasarlo una vez mudados allí. Cortamos el pasto del frente y arreglamos las cortinas. Algunas fichas de luz no andaban y tuvimos que cambiar algunos vidrios. El sillón se había percudido e hinchado por filtraciones de agua por lo que decidimos dejarlo en el fondo, en un galponcito que previamente limpiamos. La tarea si bien ardua, era placentera. Compartíamos el tiempo juntos y estábamos construyendo algo para los dos, algo tangible y no sólo promesas de galantería. Una vez que todo estuvo medianamente prolijo, empacamos nuestras cosas en algunas cajas y nos mudamos juntos. Dejamos todo entre el living y la cocina. La primera noche dormimos sobre el colchón que pusimos en el piso, pedimos algo de comida y tomamos vinos en unos vasos de plástico. Tuvimos algo de frío pero nos teníamos uno al otro para apaciguarlo.
Una estantería llena de libros percudidos nos pareció sumamente agradable. A ella le gustaban los libros, sus diseños, ,la tipografía, la distribución de sus elementos. Por mi parte, adoraba el contenido. El Aleph, Ulises, Rayuela, Guerra y Paz, El viejo y el mar, y así se sucedían éxitos tras éxitos. La conservamos con la promesa de ir limpiando uno por uno y guardarlos en esa estantería. Fuimos acomodando nuestras cosas, dándole el toque personal a la casa. Algunas de mis pertenencias las dejamos en una de las habitaciones auxiliares por su volumen y disonancia con el resto de las disposiciones. Una guitarra, un amplificador, una bicicleta, una pila de libros. Cuando uno se muda es escalofriante cómo todo lo propio cabe en unas pocas cajas, todo lo que pudiste lograr en la vida se puede embalar en  unas pocas horas.
Se fueron sucediendo los días, seguíamos trabajando en las distintas oficinas que nos garantizaban una rutina, algo de remuneración y una obra social para hacernos de medicamentos y psicólogos que nos alienaban para poder seguir soportando la mencionada rutina. Compartíamos esa felicidad del retorno a nuestro convivir. Cocinábamos juntos, a veces alguno llegaba un poco más temprano que el otro y preparaba una cena sorpresa o lo esperaba con mates y algunas tostadas o un budincito de una panadería de ahí cerca. Amar era eso, darnos el uno para el otro con pequeños movimientos, aquellos que la vida nos regalaba.
La casa fue dando cada vez más trabajo. Ambos veníamos acostumbrados a monoambientes que no requerían demasiado mantenimiento pero acá la cosa era distinta. Siempre algo por reparar o limpiar o el pasto que crecía de nuevo o las cortinas que se trababan o las goteras del techo o el parquet que saltaba o la pintura de las paredes o las cucarachas. Sin quererlo, nos fuimos cansando y postergando ciertas cosas por reparar o hacer. Intentamos ir manteniendo los ambientes por los cuales siempre nos movíamos: el living, la cocina, el baño, la habitación. Convenimos que el asunto era temporal y que estaba bien que cuidemos eso que utilizábamos. La casa quizás la irían a demoler luego, sabíamos que unas personas estaban interesadas en hacer un pequeño edificio sobre el terreno.
Movidos por la menudencia de los días, y sin preveerlo, la casa se nos fue viniendo encima. Estábamos agotados, al decir verdad. El pasto no dejaba de crecer y el techo de una de las habitaciones, la que no usábamos para nada, comenzó a hundirse en sí mismo. Entre nosotros comenzaron a darse una serie de raspones por las condiciones donde nos encontrábamos pero nos convencíamos mutuamente sobre el futuro que se nos aproximaba. Cada vez que podíamos, salíamos a tomar algo juntos, a pasear y tomar unos mates en un parque que quedaba cerca. Queríamos adoptar algún perro, uno de esos que quedan a media altura, bigotudos y con cara de vago. Pero sentíamos que la casa no iba a estar bien para él y postergamos la llegada. Por suerte, pensé en una ocasión, cuando la primera viga del techo cedió y con ella un parte de la pared. El frío general fue menguando a medida que la primavera tomaba cartas en el asunto y se hacía responsable del clima.
Julieta empezó a salir un poco más con sus amigas, también había conocido unas compañeras del trabajo de las cuales siempre traía una anécdota nueva para contar hasta que dejo de hacerlo. Ella se veía feliz y, cosa extraña porque antes no me había sucedido, yo me volvía feliz por verla en ese estado. Por mi parte, en los momentos que pasaba en la casa, intentaba ordenar la estantería con los libros pero me distraía leyendo unos y otros. Usualmente recorría la vista por El viejo y el mar; siempre ha sido uno de mis libros favoritos por su capacidad de llevarme a Cuba y ver a Ernest escribiendo en una rambla, mirando de frente al viento incesante que le acaricia la cara. También me deslumbraba el por qué del nombre, esa apuesta que le hicieron a Hemingway para que titule un libro con palabras de tres letras. Algo de ello me parecía fantástico. Un día me encontraba leyendo estando solo y sentí el temblor primero y el ruido después cuando una nueva pared se derrumbó dejándome atrapado de un lado de la casa. Los escombros de aquello que se caía se acumulaban y las goteras dejaron de serlo para ser cascadas o canillas abiertas que lo bañaban todo. De a poco, la disposición azarosa de los derrumbes, fueron provocando la distancia entre nosotros ya que se volvía imposible sortearlos y llegar a vernos. Por eso, cada vez que coincidíamos en compartir el mismo techo, nos comunicábamos a los gritos pero manteniendo un nivel justo para no provocar el chisme en los vecinos. Podía imaginarla más allá, acurrucada en algún rincón, intentando dormir o quizás silbando despacito. A veces me imaginaba su silbido, casi lo podía oír en las canciones que solía repetir inconscientemente, en una especie de mueca de concentración cuando comenzaba a hacer algo que le gustaba y que exigía la máxima atención. Casi sin darnos cuenta, pasábamos días sin hablar o vernos pero sentíamos, o por lo menos sentía, que estábamos el uno para el otro, acompañándonos, diciéndonos buenos días o buena suerte cuando escuchábamos que el otro salía por alguna puerta dado el ruido del marco de la misma o de la cantidad de pasos que llevaba desde el punto donde uno se encontraba hasta la salida. Sentía cuando ella estaba de mal humor y ofuscada, también cuando tenía congoja del pasado o ansias del futuro. Había llegado al punto de poder presentir cuando tenía hambre o frío, también podía adivinar el momento previo cuando se decidía a acurrucarse en sí misma para pensar en qué hubiera pasado en todos los universos posibles. Creo que ella también me entendía porque a veces yo buscaba el silencio y más allá de todos los escombros o los muebles rotos, ella intentaba no moverse o respiraba despacito para darme mi espacio.
No puedo precisar cuánto tiempo estuvimos así, viviendo juntos y a la distancia. Tampoco puedo precisar cuándo se marchó, la nota que encontré no está fechada pero pedía que la sepa entender. La verdad que sí, que la entiendo, tampoco sé cuándo yo estuve o dejé de estar. Las cosas se nos habían venido encima tan de repente.

()

viernes, 12 de julio de 2019

Quizás algún día entenderás

"Hasta hay un momento, al principio mismo;
en que es preciso saltar un precipicio;
si uno reflexiona, no lo hace."
Jean-Paul Sartre


El largo día se convertía en cansancio y pesadez en los párpados. Manejaba en mi retorno a casa, pasando por la sombra de los árboles, con el último botón de la camisa desabrochado, intentando mitigar el calor abrazante. Cada pestaneo lo acompañaba con un consciente esfuerzo para no perder la concentración y el foco en el camino. Por un momento pensé: ¿esto es todo? Se avecinaron los días, los años, la vida hasta ese mismo instante. Era esto, cuarenta años más yendo y volviendo de oficinas hacia sólo Dios sabe dónde, bajo fríos inviernos o sucediendo calurosos veranos, cambiando zapatos, perdiendo paciencia, desgastando todos los sentidos. Era esto. La libertad prometida era una maltratada caja de fósforos.
Y llamaste, tenías que llamar, al menos eso dijiste luego. No podía creerlo. Tuve que detener el auto bajo frondozas copas de verdes hojas mientras el sol se desdibujaba entre nubes y una suave brisa comenzaba a despertar. Que tenías que llamar, que ya habían pasado algunos estos años de la última vez que hablamos y que muchas cosas habían sucedido, que querías contarme sobre ello porque, porque... Y no pudiste seguir. Te imaginé mirando el suelo, sosteniendo el teléfono con tu mano izquierda, cruzando tu brazo derecho por el pecho y dando pequeñas pataditas a inventadas palabras con tu pie, caminando en círculos ovoidales, buscando continuar.
Por mi parte, estaba desconcertado. Sabía que el tiempo había pasado, al menos eso marcaban los calendarios, desde aquella vez que nos sentamos a tomar un café en una esquina de Uriburu y alguna otra calle, se vuelve traición su nombre. Me acuerdo de tu cara al verme llegar, la blusa que teníasy la disposición de los platitod en la mesa del bar, aunque no me puedo acordar la calle, el nombre del lugar, lo que hice después de despedirnos es día, o lo que hice desde ese tiempo hasta ahora que acabas de llamar. La memoria vive seleccionando datos que se repiten infinitamente como momentos recientemente vividos a cada instante pero deja de lado otros actos perdiendolos en el olvido, provocando la sensación de que vivimos sólo unos minutos a lo largo de toda la vida. Por eso, al escucharte que habían pasado los años que dijiste, sentí que fueron cinco minutos, que pasé el tiempo sumergido en un estado de sueño, yendo y viniendo, usando camisas, leyendo algunos libros, algunas pisadas en una arena blanca, ciertas caminatas por montañas de paises vecinos. Eso fueron mis años desde aquella vez que me miraste más allá de la mesa decorada con tazas, pequeños platos, cucharas y servilletas, con esa misma mirada que estimo estabas usando para buscar palabras para continuar, la misma con la que en esa oportunidad, sin detenerte en mis ojos, jugando con unas miguitas sobre la mesa, dijiste que no, que ya se me iba a pasar, y que iba a ser cuestión de tiempo, que qué se le va a ser y te vi brillando tan apagadamente, Dios y todos los malditos milagros, eras lo único que estaba bien en este condenado mundo. Luego, sin quererlo o sin meditarlo, me contaste, sólo con tu silencio, que a vos te pasaba igual, que estabas a la espera a que el tiempo haga lo suyo y te limpie todos los sentimientos que tenías por alguien más y así poder dormir siquiera una noche sin pensar. Que darías todo por dejar de pensar, dijiste.
Porque, volviste a decir, he pensado, he pensado mucho y creo que debemos hablar, quisiera contarte algunas cosas.
Inspire y cerré los ojos. Lo único que he construido, pensé, a lo largo de estos años, en esta monoambiente vida, fue tu recuerdo, limpio de impurezas, arquitectonicamente fantástico. Luego comprendí que no habrá sido fácil entender cuando esta vez yo te dije que no, que no hacía falta vernos, después de, bueno, todo. Quizás algún día entenderas que no podría perderte una vez más, perderme una vez más.

viernes, 5 de julio de 2019

El que mucho recibe, desperdicia

"Hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta."
Hernán
Abelardo Castillo

Mira, te cuento pero porque me preguntaste. No me gusta mucho hablar de esto pero, bueno, en algún momento lo tenía que decir. Viste que siempre te dije que lo que uno guarda, por más lindo y resguardado que parezca, si uno lo deja ahí, dentro, tirado, por mucho tiempo, se pudre, infecta todo lo demás. Y ahí aparecen las enfermedades. Algunas, sí, son las que te hacen doler la cabeza o la cintura, también las que te dejan un buraco en el estomago que no lo tapas más. Pero aparecen, más que nada, las otras. Las que se hacen despacito, esas que encuentran un hueco en vos, un pequeño pozo que ni sabías que existía y ahí anidan. Y casi sin darte cuenta va creciendo y creciendo y te empieza a doler el pecho o sentís una ausencia dentro tuyo en un lugar que no podes precisar. También sentís cómo corre la sangre, empezás a sentir el espesor de tu propia sangre, y cuando salivas y tragas, sentís un gusto amargo pero no amargo amargo, es más como un pinchazo amargo, una molestia, si, creo que así se le puede decir, una molestia. En fin, también te lo cuento para no olvidarme, los años pasan y las cosas que él hizo, bueno, deben quedar en algún lado.
Viste como cuando empezás a hacer algo, no sé, estás en tu casa ordenando un placard y de pronto te encontrás, qué se yo, acomodando unos adornitos en el mueble del televisor, así, de pronto, sin saber cómo empezaste una cosa y cómo terminaste haciendo otra. Algo así recuerdo que sucedió. Estábamos terminando la secundaria y se nos venía el verano encima. Ese último año lo disfruté como nunca, sabía que una etapa se cerraba y otra completamente desconocida empezaba a venir. Pero la vida nos daba esos meses de ventaja, de calor y pileta. Y en esa época, Abel había dado un salto más que el resto de nosotros porque ya le había conocido la cara a Dios, como se dice, y tenía otro porte frente a nosotros que le preguntábamos que cómo era el asunto, qué pasó, qué había que hacer.
- Es lo mejor, no es como en las películas, es algo distinto pero es lo mejor. Ya les va a tocar. - nos decía Abel, casi consolándonos.
La familia del negro Correa tenía una quinta cerca, algunos podían llegar en bicicletas, otros en colectivo. Y decidimos pasar ese fin de semana ahí, de jueves a domingo, una aglutinación de adolescentes con tanta energía y con nada de certezas sobre qué hacer con ella. Había una pileta enorme, una casa de dos pisos con tejas bordó y madera barnizada, dos perros con cara de vagos que se escondían un poco de toda la multitud. Fueron nuestras compañeras del curso y el negro Correa también invitó a sus primas que llevaron unas amigas más. Superada la timidez inicial, bueno, nos pusimos a jugar en la pileta, otros a jugar a la pelota en una improvisada cancha con arcos hechos de remeras abolladas o de unos envases de gaseosa. Más allá estaba un grupo de chicas que tomaba sol y en el cual se encontraba Laura que miraba a Abel como Odiseo habrá visto Ítaca al volver. Y vos, Abel, estabas en otra cosa, tenías ese porte, caminabas con el pecho ensanchado y los hombros hacia atrás, y riendo de costado, fumando unos cigarrillos horribles ibas. Vos, Abel, que tenías la habilidad para conversar, naciste con ese don, de poder acercarte y hablar, decir dos o tres palabras, hacer una broma y caer bien, y lo sabías y por eso Laura te había dado pelota. Laura que seguro fue lo último que pensó Dios antes de descansar como diciendo bueno, hago esta piba, me despacho con lo mejor, y que el resto se arregle como pueda algo así habrá dicho cuando la terminó de hacer, que el resto se arregle como pueda. Y se fijó en vos y por eso accedió a que vos seas el primero, todos los músculos tensos de juventud y nervios, la piel dura y suave a la vez, los labios y los besos con aroma a cerezas recién arrancadas de la naturaleza. Pero vos, Abel, no tomabas dimensión, al menos eso quiero creer. Vos mismo decías que tu horizonte no pasaba de dos o tres días, siempre viendo qué hacer, algo de la estabilidad te aburría, decías. El que mucho recibe, desperdicia.
La tarde pasaba, habían comenzado a preparar unas pizzas, entre todos, una de las chicas guiaba al grupo. Comíamos todos juntos cuando en un momento notamos que Abel no estaba, que faltaba el comentario que integrara a todos. Y también faltaba Camila, la prima del negro Correa. Y te salí a buscar, Abel, porque algo presentía, entre eso que vos decías, que la vida son tres días y ya pasaron dos, y que jamás fuiste oportuno para ciertas cosas, por eso te salí a buscar y por eso, por pensar en lo que vos pensabas, no me dí cuenta que Laura me seguía unos pasos más atrás. Y me salió reírme cuando te encontré, me reí como queriendo perdonarte o quizás para no putearte porque sabía todo lo que eso iba a desencadenar. Seguro te parecía una pelotudez, algo que iba a quedar en una anécdota. Solo las guerras hacen daño, nada más, también decías. Vos también te reíste, más allá de la prima del negro, atrás de los labios de ella, te reíste. Me miraste e hiciste una seña como que me quede quieto y achinaste los ojos a modo de carcajada, en el mismo momento en el que Laura justo salió detrás del árbol aquel y te vio, también. Y vos la miraste, esta vez, con los ojos bien abiertos, todos en esa quinta, en el patio, al fondo, en una comunión de silencio, sólo los grillos se escuchaban y la respiración pesada de la prima del negro. Luego, los pasos de Laura corriendo y puteandote, Abel. Lloró por vos, Abel, esa chica. Habías sido el primer amor, la primera prueba de que algo más existe en esta vida que sólo hacer lo de todos los días, la mecanizada rutina. Porque amar, Abel, es lo único que nos puede salvar, también decías.
Y te cuento esto porque si bien me preguntaste, yo también me lo pregunto siempre, también. Por qué Abel hizo lo que hizo aquella noche, con los ojos abiertos y mirándote, casi riendo con los gestos, como riendo conmigo. Le busqué la vuelta al asunto para entender un poco su razonamiento o qué carajos me llevo a haberme comportado así. Es que se me dieron las cosas de una forma tan impersonal, nunca me enseñaron o nunca aprendí a corresponder, también solía decir. Y por eso, creo, la puta madre, que si alguna vez quise de verdad, fue aquella noche donde te fuiste corriendo, maldiciendo mi nombre, cuando te miraba con los ojos abiertos.

___
Inspirado en el cuento Hernán de Abelardo Castillo. Por favor, lealo. Su vida no será la misma luego.