viernes, 5 de julio de 2019

El que mucho recibe, desperdicia

"Hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta."
Hernán
Abelardo Castillo

Mira, te cuento pero porque me preguntaste. No me gusta mucho hablar de esto pero, bueno, en algún momento lo tenía que decir. Viste que siempre te dije que lo que uno guarda, por más lindo y resguardado que parezca, si uno lo deja ahí, dentro, tirado, por mucho tiempo, se pudre, infecta todo lo demás. Y ahí aparecen las enfermedades. Algunas, sí, son las que te hacen doler la cabeza o la cintura, también las que te dejan un buraco en el estomago que no lo tapas más. Pero aparecen, más que nada, las otras. Las que se hacen despacito, esas que encuentran un hueco en vos, un pequeño pozo que ni sabías que existía y ahí anidan. Y casi sin darte cuenta va creciendo y creciendo y te empieza a doler el pecho o sentís una ausencia dentro tuyo en un lugar que no podes precisar. También sentís cómo corre la sangre, empezás a sentir el espesor de tu propia sangre, y cuando salivas y tragas, sentís un gusto amargo pero no amargo amargo, es más como un pinchazo amargo, una molestia, si, creo que así se le puede decir, una molestia. En fin, también te lo cuento para no olvidarme, los años pasan y las cosas que él hizo, bueno, deben quedar en algún lado.
Viste como cuando empezás a hacer algo, no sé, estás en tu casa ordenando un placard y de pronto te encontrás, qué se yo, acomodando unos adornitos en el mueble del televisor, así, de pronto, sin saber cómo empezaste una cosa y cómo terminaste haciendo otra. Algo así recuerdo que sucedió. Estábamos terminando la secundaria y se nos venía el verano encima. Ese último año lo disfruté como nunca, sabía que una etapa se cerraba y otra completamente desconocida empezaba a venir. Pero la vida nos daba esos meses de ventaja, de calor y pileta. Y en esa época, Abel había dado un salto más que el resto de nosotros porque ya le había conocido la cara a Dios, como se dice, y tenía otro porte frente a nosotros que le preguntábamos que cómo era el asunto, qué pasó, qué había que hacer.
- Es lo mejor, no es como en las películas, es algo distinto pero es lo mejor. Ya les va a tocar. - nos decía Abel, casi consolándonos.
La familia del negro Correa tenía una quinta cerca, algunos podían llegar en bicicletas, otros en colectivo. Y decidimos pasar ese fin de semana ahí, de jueves a domingo, una aglutinación de adolescentes con tanta energía y con nada de certezas sobre qué hacer con ella. Había una pileta enorme, una casa de dos pisos con tejas bordó y madera barnizada, dos perros con cara de vagos que se escondían un poco de toda la multitud. Fueron nuestras compañeras del curso y el negro Correa también invitó a sus primas que llevaron unas amigas más. Superada la timidez inicial, bueno, nos pusimos a jugar en la pileta, otros a jugar a la pelota en una improvisada cancha con arcos hechos de remeras abolladas o de unos envases de gaseosa. Más allá estaba un grupo de chicas que tomaba sol y en el cual se encontraba Laura que miraba a Abel como Odiseo habrá visto Ítaca al volver. Y vos, Abel, estabas en otra cosa, tenías ese porte, caminabas con el pecho ensanchado y los hombros hacia atrás, y riendo de costado, fumando unos cigarrillos horribles ibas. Vos, Abel, que tenías la habilidad para conversar, naciste con ese don, de poder acercarte y hablar, decir dos o tres palabras, hacer una broma y caer bien, y lo sabías y por eso Laura te había dado pelota. Laura que seguro fue lo último que pensó Dios antes de descansar como diciendo bueno, hago esta piba, me despacho con lo mejor, y que el resto se arregle como pueda algo así habrá dicho cuando la terminó de hacer, que el resto se arregle como pueda. Y se fijó en vos y por eso accedió a que vos seas el primero, todos los músculos tensos de juventud y nervios, la piel dura y suave a la vez, los labios y los besos con aroma a cerezas recién arrancadas de la naturaleza. Pero vos, Abel, no tomabas dimensión, al menos eso quiero creer. Vos mismo decías que tu horizonte no pasaba de dos o tres días, siempre viendo qué hacer, algo de la estabilidad te aburría, decías. El que mucho recibe, desperdicia.
La tarde pasaba, habían comenzado a preparar unas pizzas, entre todos, una de las chicas guiaba al grupo. Comíamos todos juntos cuando en un momento notamos que Abel no estaba, que faltaba el comentario que integrara a todos. Y también faltaba Camila, la prima del negro Correa. Y te salí a buscar, Abel, porque algo presentía, entre eso que vos decías, que la vida son tres días y ya pasaron dos, y que jamás fuiste oportuno para ciertas cosas, por eso te salí a buscar y por eso, por pensar en lo que vos pensabas, no me dí cuenta que Laura me seguía unos pasos más atrás. Y me salió reírme cuando te encontré, me reí como queriendo perdonarte o quizás para no putearte porque sabía todo lo que eso iba a desencadenar. Seguro te parecía una pelotudez, algo que iba a quedar en una anécdota. Solo las guerras hacen daño, nada más, también decías. Vos también te reíste, más allá de la prima del negro, atrás de los labios de ella, te reíste. Me miraste e hiciste una seña como que me quede quieto y achinaste los ojos a modo de carcajada, en el mismo momento en el que Laura justo salió detrás del árbol aquel y te vio, también. Y vos la miraste, esta vez, con los ojos bien abiertos, todos en esa quinta, en el patio, al fondo, en una comunión de silencio, sólo los grillos se escuchaban y la respiración pesada de la prima del negro. Luego, los pasos de Laura corriendo y puteandote, Abel. Lloró por vos, Abel, esa chica. Habías sido el primer amor, la primera prueba de que algo más existe en esta vida que sólo hacer lo de todos los días, la mecanizada rutina. Porque amar, Abel, es lo único que nos puede salvar, también decías.
Y te cuento esto porque si bien me preguntaste, yo también me lo pregunto siempre, también. Por qué Abel hizo lo que hizo aquella noche, con los ojos abiertos y mirándote, casi riendo con los gestos, como riendo conmigo. Le busqué la vuelta al asunto para entender un poco su razonamiento o qué carajos me llevo a haberme comportado así. Es que se me dieron las cosas de una forma tan impersonal, nunca me enseñaron o nunca aprendí a corresponder, también solía decir. Y por eso, creo, la puta madre, que si alguna vez quise de verdad, fue aquella noche donde te fuiste corriendo, maldiciendo mi nombre, cuando te miraba con los ojos abiertos.

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Inspirado en el cuento Hernán de Abelardo Castillo. Por favor, lealo. Su vida no será la misma luego.

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