domingo, 30 de junio de 2019

Indicadores

"Cómo cambian las cosas los años"
Como dos extraños
José María Contursi (1940)


Porque cuando se despertó en el hospital, pensó primero qué hacía él ahí, qué carajos había pasado. Un dolor agudo lo atravesó de sien a sien y sintió la garganta seca, los labios partidos y descascarados también. Intentó pararse pero las piernas no le respondieron. Todo el lugar estaba impregnado de ese aroma a medicamentos y gasa. La habitación era para él solo; contaba con un baño, una mesa de luz, un silloncito en el cual entraban dos personas de forma ajustada y una silla de madera. También habían un pequeño televisor, un teléfono y una botella de agua abierta. Tomó la botella y bebió aunque tomar y tragar le hacían doler por dentro, le provocaron ganas de doblarse en sí mismo. Buscó conservar la calma y comenzó a pensar sobre qué era lo último que recordaba. Haber llegado al departamento aquel, haber tomado unas latas de cerveza antes de llegar, haber manejado escuchando algo de música, ir fumando con la ventanilla baja. Bien, hasta ahí bien, si, me acuerdo, se dijo. Una compañera de trabajo lo había invitado a la reunión, una pequeña fiesta de un amigo de ella. Si, perfecto, había dicho él. Una autentica oportunidad de poder acercarse para arremeter una vez más, de intentar hacerse de una oportunidad. Tomé algo de cerveza, recordaba, y bailamos un poco. Si, eso, bailamos. Ella se me acercó y comenzó a bailar alrededor mío. Ella tenía un vestido bordó casi pegado al cuerpo, lo suficientemente holgado para permitirle los movimientos. También tenía un perfume dulce pero no empalagoso, un aroma que casi se había hecho para ella. Si, eso me acuerdo. ¿Y qué pasó, dios mío? La angustia comenzaba a apoderarse de él.
Intentó calmarse, ejercitar la respiración, cerrando los ojos para poder hurgar dentro de sus recuerdos. Ella se había acercado y bailaron, ella le dio un beso en el cuello y el mundo se le volvió un poco más ameno, más justo. El corazón palpitaba en aquel departamento y ahora cuando recordaba en la cama del hospital. Ella le susurró de irse a otro lado, cada cual en su auto, para ver qué pasaba. No recordaba qué dijo pero indicó un sí, que vamos, te sigo. Y ganaron la calle.
Y de ahí todo se borró, no podía recordar. Algo pasó. En ese momento ingresó un médico que se sorprendió al verlo, había avanzado empujando la puerta mirando el piso y cuando lo encontró sentado se detuvo y dio unos pasos inconscientes hacia atrás. Llamó a una enfermera y comenzaron a ver las estadísticas de sus ritmos cardíacos, azúcar en sangre, mediciones de suero, los indicadores  de vida. Vieron todo sin aún saludarlo. Una vez resuelto de que todo estaba en condiciones normales, comenzaron a hablar. Le preguntaron cómo se sentía, si tenía algún dolor, si recordaba algo. Sobre esto último dijo que no, que llegaba hasta un punto y quería saber qué pasaba, por qué estaba él ahí y por qué estaban tan sorprendidos de que haya despertado.
El médico acercó una silla a la cama y pidió a la enfermera que se retire. Se sentó y entrecruzó las piernas, la derecha sobre la izquierda. Le contó sobre el accidente. Que él manejaba, que iba solo, según las personas que estaban con él esa noche, estabas feliz, contento, que ibas al departamento de una chica, una compañera de la oficina, y que se te veía bien. Y que no viste el camión estacionado, quizás te distrajiste o confiaste de más en tus habilidades, eso pasa mucho. Por suerte, una ambulancia acudió al instante junto con los bomberos, pudieron sacarte rápido. Pero bueno, tómalo con calma. No todos los días se despierta uno después de diez años.
Cuando dijo diez años, así, a la ligera, sintió recorrer su sangre por todas las venas con un ritmo cálido para luego congelarse y dejar de fluir. No sabía si volverse loco, si salir corriendo aunque no pudiera, si cagarlo a trompadas al médico. Diez años. Fue cerrar los ojos antes del choque y abrirlos después, en un hospital, diez años después. El mundo comenzaba a desmoronarse, o lo que quedaba de el.
Porque cuando se despertó en su cama, soñando que se despertaba en un hospital, sintió los pinchazos en la piel y el dolor en la espalda, el costo de haber estado unos diez años en casi la misma posición, todos los músculos hechos un manojo de material inservible. Agitó su cabeza de un lado a otro, cerrando los ojos, intentando borrar la neblina matinal, intentando entender qué era verdad y qué un sueño. Manoteó el control del televisor, encendió el aparato que le decía que era junio, que ya terminaba el mes y que aún estaba ahí, en el mismo año en el cual se había dormido y que no había pasado el tiempo que creía haber pasado. Aturdido aún, se levantó, caminó arrastrando los pies, se lavó la cara, los dientes, orinó con algo de acierto y se dirigió a la cocina. Mientras desayunaba, con la mirada en un punto fijo que podría ser cualquier cosa, sintió que refilones de ese sueño volvían y lo aturdían. Entrecerró los ojos de nuevo intentando buscar imágenes y respuestas pero resulta que no estamos preparados para todo, verás. Porque ahí se dio cuenta que un lugar dentro suyo le quería decir algo, que sí, que más o menos así, que pasaron diez años de su vida en la cual no había cambiado nada, siempre lo mismo, la cama, el desayuno, el transporte, el trabajo, la casa, la comida, la cama, el desayuno, el transporte, el trabajo, la casa, las mismas cosas. Cada quien choca con distintos camiones.

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viernes, 21 de junio de 2019

Estamos todos tan solos

Los pasos que lo llevaron a trabajar en el hospital fueron tan sigilosos y constantes, como se dice sin prisa pero sin pausa, de tal forma que se encontró viviendo una vida que no pensaba vivir. Supo, desde adolescente, que en él afloraba una vocación de servicio, una fuerza interior que lo empujaba a no quedarse quieto e intentar torcer, aunque sea un poco, el desatino de las condiciones que afectaban a las personas. Pensó que su rumbo lo llevaría a convertirse en bombero o médico en una organización que atienda a niños moribundos en un país que no aparece en los mapas. Sin embargo, el sentido práctico lo llevó a estudiar psicología. Le gustaba intentar comprender el funcionamiento de los mecanismos de la mente que conducen, justamente, la conducta de los seres. Por tanto, se anotó en la universidad, fue rindiendo exámenes, prácticas y convenciéndose sobre su elección. Pensaba que estaba bien estudiar aquello pero que debía buscarle la vuelta para ayudar, para ser útil a la sociedad donde se encontraba.
Un tío, hermano de su padre, que veía de vez en cuando, trabajaba como médico de guardia en un sanatorio y le comentó sobre la práctica de ciertos psicólogos en los hospitales y cuán útil es su intervención para los pacientes, familiares y trabajadores de la institución. El trabajo era el siguiente: ante pacientes que llegaban con un accidente sumamente grave o aquellos que el avance de una enfermedad o los años, lo cual es casi lo mismo, actuaban estos profesionales para acompañarlos hacia el destino. Puntualmente, intentaban reconfortar a la familia y llevar a los moribundos al sano camino de la defunción, suavizando las aristas de la determinación del tiempo y la vida. Esta intervención, le contó su tío, bajó increíblemente los índices de conflictividad en las salas de emergencia y ya dejaron de cagar tanto a trompadas a muchos médicos.
Pasó unas pruebas, algunas entrevistas y comenzó a practicar, acompañando a psicólogos más experimentados para hacerse de herramientas de cara al futuro. El trabajo le gustaba, tenía horarios que se rotaban cada tanto y podía organizar una vida por fuera de la rutina. Los fines de semana le gustaba ir a Tigre, particularmente los sábados, y tomar un café a orillas del río Luján. Luego, se volvía al centro, escuchando algo de jazz, a veces algo de rock.
Con el correr de los años y al ganar experiencia, notó en particular la consternación que ocurre cuando el paciente "vuelve". Es decir, cuando el tipo muere y vuelve a vivir, en lapsos que van de los segundos a los extensos minutos sin llegar a la media hora. En un principio, no se le daba importancia a estos acontecimientos porque, bueno, las personas continuaban viviendo con mayor o menor secuela, con mayor o menor vehemencia. El solo acto de seguir con vida alcanzaba para contentar al paciente y familia. Pero notaba un extravío en la mirada de los que retornaban, algo que le decía que estaban fuera de sí, que quizás no volvían del todo. Por ello, presentó el caso a la dirección y pidió exclusividad para empezar a trabajar en cuando ello ocurría.
A medida que fue tomando apuntes y consolidando información, notó un patrón particular. Las personas veían y podían revivir momentos de su vida, casi como sucede en las películas. Apenas volvían, los pacientes le preguntaban quién era él para luego increparlo y pedirle que lo devuelvan a donde se encontraban hasta recién. Historias de amores extraviados, perros juguetones y bigotudos de la infancia, los postres de la abuela, el partido con los amigos, la primera vez que sostuvieron a sus hijos en brazos, se iban sucediendo. Raptos de felicidad en su estado más embrionario corrían por las mentes de las personas al punto de que buscaban entre sus manos al ser querido o al momento revivido.
Una historia en particular lo cautivó. Una señora venida en años murió y luego revivió. No había sido más de un minuto, algo más de treinta segundos de colapso. Y al despertar comenzó hablar en polaco. Miró su planilla y la distribución de consonantes daba a entender que era descendiente de polacos. Estuvo medio día hablando en otro idioma hasta que pudo entablar una conversación entre español y mezcla de palabras extranjeras. Le preguntó si hablaba polaco con alguien más en su familia y ella contestó que no sabía que podía hablar en polaco, que ella nació en Europa pero desde niña tuvieron que irse con sus padres hacia este continente y que no tenía recuerdos de hablar el idioma, que si recordaba haber escuchado a sus padres hablar en polaco. En especial los domingos cuando mamá cocinaba algo especial y cantaba unas melodías que me hacían entristecer, le dijo. Le contó que pudo ver a su padre haciendo un juguete con un trozo de madera, tallando con su cuchillo que afilaba contra una piedra inamovible del jardín. Habló de su hermano que corría de un lado a otro por el patio pequeño, todo de cemento, con algunas macetas que le daban color a la escena. Y se vio a ella misma, toda llena de vida, todas las preguntas del mundo aún sin responder. Anotó todo lo que pudo, el nivel de detalles era exhaustivo. Dejó dormir a la señora quien acusó estar cansada.
Un sábado otoñal que comenzó entibiado por un leve sol, se abrió pasó entre las enredadas nubes. Hizo su camino hacia Tigre y se acomodó en una mesita, con los anteojos de sol puestos, y fumó mientras revolvía un café sin mirar, manteniendo su vista en el ondular de la superficie del río. Al momento de volver, pensó en quedarse un rato más, dar algunas vueltas pero sintió que las energías le alcanzarían sólo para unos minutos. Por tanto, volvió a la primera idea de volverse. Manejó para retornar a su casa, pensaba en qué iba a almorzar cuando sintió una explosión y vio cómo el auto se iba derecho hacia el guardarrail. Fue lo último que pudo recordar hasta que logró despertar unos días después.
Se encontró con un colega al lado de su cama. Cuando logró reconocerlo, entendió que le había pasado. Pensaba cuánto tiempo había sido, si habían habido secuelas. Le preguntó eso, primero. Que todo estaba bien, que sólo le quedaba recuperarse de algunas fracturas, algunas contusiones. ¿Qué viste? le preguntó. Y él no habló más, giró la cabeza para intentar dormir.
Al momento de recuperarse y de tener el alta, todos sus compañeros se alegraron a pesar de notarlo algo distante. Su familia fue a buscarlo, volvería al trabajo en unas semanas. Pero nunca lo hizo. Al cabo de algunos días llegó su telegrama. No contestaba su teléfono y no tenían forma de contactarse con él. Comenzaron a pasar los años.
Fue un compañero del sanatorio que lo encontró de casualidad, cuando iba camino a Mina Clavero y tomó un desvío en el camino para terminar en las inmediaciones de Tanti, donde tuvo que quedarse porque la noche lo tomó por sorpresa. Como se encontraba viajando fuera de temporada, no tuvo problemas en conseguir alojamiento en un pequeño hostal manejado por una pareja de ancianos. Les consultó por un lugar para comer y le recomendaron un bar o restaurante que manejaba un muchacho de Buenos Aires, que cocinaba bien. Y lo encontró ahí, detrás de la barra, con un repasador verde y blanco sobre el hombro izquierdo, con un delantal negro atado a la cintura, donde guardaba un anotador, una birome y un sacacorchos. Ambos sorprendidos se preguntaban recíprocamente sobre cómo andaban, qué hacen ahí, tanto tiempo. Lo invitó a que cene, va por la casa, dijo, y se acomodó con él a comer, a tomar un poco de vino. Existía entre ellos una tensión, una pregunta que ambos sabían que en algún momento llegaría pero que se alargaba en la conversación, produciendo la misma sensación que sienten aquellos que saben que serán conducidos a un pelotón de fusilamiento pero no saben cuándo. Ya habían terminado el postre, recordaron que hace siete años no se veían desde que él, el del restaurante, se había ido sin decir nada. Íntimos, acercados por el calor interno que produjo el vino, la pregunta se acentúo en la mesa. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te fuiste así? Hizo zizaguear su cabeza, sonriendo para sí, rumiando una respuesta que no llegaba. Dale, che, todos nos quedamos fríos, duros, encima después del accidente, era un milagro que estuvieras vivo, ¿qué te pasó? Se reía para sí, sin mirarlo, con la vista depositada en el mantel, mientras acomodaba una migas de pan con el canto de su mano derecha. ¿Qué carajos viste, boludo?, se impacientó. ¿Sabes qué pasó, negro? ¿Queres que te diga qué pasó? Que no vi una mierda, no me llegó una puta imagen, eso pasó. Algo de jazz se escuchaba de fondo.

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viernes, 14 de junio de 2019

Rescoldo

Rescoldo. (De rescaldo) 1. m. Brasa menuda resguardada por la ceniza | 2. m. Escozor, recelo o escrúpulo. | 3. m. Residuo que queda de un sentimiento, pasión o afecto.

Porque cuando la vio irse corriendo y llorando, derramando pequeñas gotitas, minúsculas gotas bordó de sangre que se rompían contra el caminito de piedras hasta la vereda y luego la calle y luego la esquina y luego el resto, Rescoldo, como le decían, torció un poco su cabeza hacia un lado, levantando las cejas y endureciendo las orejas, con los ojos brillosos y ausentes, como hacen los cachorros cuando quedan sorprendidos por algo que no esperan o no entienden. Y fue ahí, justo ahí, donde notó que algo no andaba bien, que las cosas no estaban saliendo como quería y comenzó a comprender.
Su madre le había puesto Rescoldo cuando era un niño aún. Decía que le puso así porque era negrito, bien negro y con un corazón enorme, como prendido fuego, y por eso el sobrenombre. Y él se acostumbró a que lo llamaran de esa forma porque fue su madre quien comenzó a decirle así y le decía así para todo, para comer, para merendar, para ir a hacerle unos mandados al almacén o para abrazarlo de la nada y acariciarle los pelos duros que se enrulaban en su cabeza. Por otro lado, el hombre de su madre (nunca lo aceptó como su padre), no lo llamaba Rescoldo, lo llamaba che, vos, vení, lleva, trae, apurate, dale, eu, y cuando estaban a solas le decía negrito feo o apretaba muy fuerte los dientes y le decía negro, resaltando cada una de las consonantes de la palabra. Y Rescoldo se entristecía, le dolía no la palabra porque la palabra es sólo eso: una palabra, una conjunción o encimación de letras que se suceden una tras otra en un orden que alguno, quizás en un arrebato de iluminación divina o quizás en pedo, se le ocurrió ordenar así. No, no era la palabra, era la pronunciación, los ojos que se entrecerraban y los dientes que parecían rechinar, los músculos tensos de la cara y el aliento caliente de cómo le decía así. Negro. Eso le dolía.
Rescoldo no había conocido a su padre y, dadas las condiciones, quizás fue lo mejor porque le permitió crear imaginariamente a su padre, de cómo sería y qué cualidades tendría. Verás, la vida a veces es eso, es renegar con todo lo que te ha barajado y agachar la cabeza, levantarse a las cuatro de la mañana para ir tras de un tren que siempre perdes o salir a inventarte una historia, algo que quizás te hubiera gustado escuchar en ese momento cuando de chico te decían que no servías para nada o, también, de grande. Y Rescoldo se hizo su padre. Un hombre alto, sonriente, de su color de piel, con el corazón bueno, querido por los vecinos y que jugaría maravillosamente al fútbol. Se lo imaginaba muy trabajador, vestido siempre con un overol azul, doblando la esquina y enfilando para la casa silbando una melodía alegre. Entonces él pensaba qué lindo sería, papá, jugar con vos y que me enseñes a hacer cosas de carpintería o cómo hacer un asado o cómo desarmar una bicicleta, qué lindo sería. Y parecía mentira que casi siempre, cuando más pegaba la imaginación a tal punto que escuchaba los silbidos armónicos doblar la ochava, venía el otro y le decía negro, ¿qué haces?, siempre lo mismo con vos, siempre al pedo, negro, vos eh. Y todo se volvía añicos contra el caminito de piedras.
Quizás fue aquella vez lo que le marcó aún más, ahora piensa. Volvía de la escuela y dos casas antes de la suya escuchó un laterío y el perro ladrar. Algunos gritos silenciados y un llanto de mujer. Siguió caminando con el impulso de la cotidianeidad pero empezó a transpirar en frío y a entrecortar su respiración. Al momento que llegó al portón, notó que era su perro el que ladraba, apoyando sus patas traseras contra las rejas negras. Y ladraba para dentro de la casa donde retumbaban los ladridos para juntarse con el zamarreo que ocurría entre las paredes del recinto. Rescoldo entró despacio, como se dice, sin prisa pero sin pausa, con los ojos bien abiertos para ver a su madre tirada en el piso, el vestido arrugado y deshilachado, marcada de sangre y puños de aquel, del otro, que gritaba que la amaba, que él no quería hacer eso pero la amaba, que no sabía vivir sin ella y que la amaba. Y entonces lo vió a Rescoldo y le dijo vení, vení para acá, abraza a tu mamá, decile que la amas tanto como yo, dale, vení. Decile que todo va a estar bien. Y cuando Rescoldo llegó a los brazos de su madre, él le dio a los dos, le pegó a los dos juntos hasta que le dolieron las manos. Madre e hijo lloraban en el piso mientras el otro daba vueltas, tomaba vino desde la damajuana y también lloraba. No entienden que los amo, decía, que doy todo por ustedes. Amar duele, ¿saben?
Al día siguiente, en un pacto colectivo de silencio inconsciente, dejaron todo en el olvido. Siguieron juntos los tres en una sinfonía automatizada de engranajes que hacen mover la rueda de todos los días, olvidando aquello que ocurrió. Sin embargo, en Rescoldo, como en el resto, quedó una astilla que no se sentía bien, un malestar profundo, entre el esternón y las vertebras de la columna, que a veces trepaba a la garganta, otras descendía al estomago. Esa curiosa sensación de que algo sobra o algo crece en un lugar donde en realidad no hay o no debería haber nada.
Se sucedieron los años con la vorágine característica de los mismos. Y Rescoldo se fue de su casa para hacerse de una vida más cerca del centro donde saltó de trabajo en trabajo como de novia en novia. Fue conociendo el amor y el desatino, la fortuna y los amagues del destino. La vida le sabía a poco, como si siempre faltara algo, como si la vida fuera un chiste sin remate o una canción sin estribillo. Chispa, si, era eso, chispa le faltaba. Pero qué le vamos a hacer, decía Rescoldo.
Por eso cuando la conoció, no lo podía creer. Encajaba perfectamente en todas las aristas y espacios vacíos que a él le faltaban. Laburadora, buena tipa y una sonrisa cautivadora, decía Rescoldo de ella. Sobre él, ella decía que era buen mozo, que contagiaba alegría y qué justo le venía a su vida. El amor los condujo por un túnel donde el tiempo pasa y no pasa, donde de pronto estaban en un punto a para saltar al punto b en un chasquido. Y como el universo está hecho de tiempo y espacio, la distorsión del primero, distorsionó al segundo. Las cosas comenzaron a complicarse y en la curvatura del amor amaneció el celo, las mentiras, la indiferencia y todas esas cosas que se acumulan con el devenir. Pero Rescoldo siempre recordó que la amaba y no sabía cómo expresarlo.
Y fue cuando él llegó con una cajita de bombones y una flor perfumada, porque los muchachos en el taller le dijeron que con eso iba a andar bien, que algo se desmoronó. Porque ella le recordó que no llegaban a pagar muchas cosas, que todo estaba mal y que a él se le iba la cabeza comprando boludeces, que siempre lo mismo con vos, eh, ya no te entran balas a vos, eh, qué te pasa, qué tenes, negro. Y pronunció negro con los puños apretados, los músculos de la cara tensos y acentuando cada consonante. Rescoldo dejó caer la cajita y la flor, se le enturbió la mirada y cuando volvió a ver con claridad, la vio correr. Su mano derecha dolía y algo en él volvía de tiempos ancestrales. En un principio, no entendió de buenas a primeras que estaba haciendo mal. Cuando la vio irse, dejando pequeñas manchitas bordó, sorprendido, se preguntó, ¿acaso no se ama así? ¿Amar duele? Y ella corrió y corrió, por el caminito, la vereda, la esquina y el resto.

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viernes, 7 de junio de 2019

Fuera de temporada

Nos encontramos de golpe, vos salías de uno de esos locales que venden sahumerios, ropa hindú, algunos libros sobre el nirvana y cómo alcanzar al ser, a otro ser pero no el que sos, algo que uno es y no es, algo que quizás alguna vez podrías ser sin tan solo pudieras olvidarte de ser. Aún se sentía en vos una estela arómatica a palo santo como si vinieras de otra época, como si te hubieras dormido allá por los años setenta y pum, siglo veintiuno, hambruna, húmedad por todos lados, los bichitos de luz que desaparecieron, la comida macrobiotica, todas las operaciones disponibles y las ganas de que esto que nos hemos convertido funcione de alguna manera porque la pifiamos y no queremos reconocer que era por otro lado el asunto.
Y nos miramos. Por mi lado, llevaba prisa aunque no tenía un lugar al cual llegar. Cargaba con un libro, el cual sigo arrastrando a cuestas. Leer no me sale como antes, varias cosas ya no me salen como antes. Me dijiste hola con una mezcla de alegría y tristeza, a mí se me dibujó una sonrisa. Hola, te respondí. Que tanto tiempo, que cómo iban las cosas, que hace rato no nos veíamos, qué loco está el tiempo. Te ves bien, te dije. Vos también, mentiste. Y no sé bien cómo nos encontramos tomando un café, te conté una vez que estuvimos sentados que ya no tomaba café, que fue una prueba para mi mismo, quería proponerme algo y ver cómo salía. Que me dió la nafta como para probar con eso, con el café, que ya no me animaba a tanto. Y te reíste como te reías antes, como íntima, una risa para vos, mirando hacia un costado y secando tus labios con una servilleta. Me contaste de tus viajes, de cómo fue tomar la decisión de irte, de aventurarse a la vida, vos sola con tu mochila, una cámara y las ganas de descubrir por qué viniste al mundo, qué carajos haces acá. Yo te escuchaba atento mientras hacías gestos y muecas con las manos y la boca, contando travesías en otros países donde no entendías un corno del idioma o que jamás hubieras imaginado que existían. Si te llevabas geografía siempre, te dije. Y vos me hablabas del olor a especias que habían en los mercados de Trípoli, o cómo refresca en Egipto cuando cae el sol, cosa de no creer. Me contaste que en Nom Pen lloraste cuando viste a un ciego tocar un instrumento que en la puta vida te imaginaste que pudiera existir y que todo bien con Japón pero la gente ahí se suicida mucho.
Pensamos en vos alta que teníamos que intentar ir una vez más, que la habíamos pasado bien y que no está mal volver a esos lugares donde uno fue feliz. Aparte, dijiste, Gesell queda acá nomás. Me gustaba mucho Gesell, dijiste. Y se me agolparon todos los recuerdos entre las manos y el pecho, las noches de cerveza y viento salado, la vez que nos perdimos en el bosquecito buscando vaya uno a saber qué, o esa vez que me puse celoso porque mirabas a uno de otro grupo y yo sabía que no estaba a la altura, la tarde aquella que mirabas perdida al mar cuando no quedaba casi nadie de gente en la playa y vos fumabas unos cigarrillos arrugados, con la mente en otro lugar. Pensé, claro, que cuando dijimos que si, que Gesell iba a estar bien y que teníamos que ir, que todo iba a quedar en eso, en decir que íbamos a ir como se dicen tantas otras cosas cuando se suceden los reencuentros. No me imaginé en ningún momento que iba a estar manejando como ahora, así, fuera de temporada y rozándote los dedos entre los mates que me pasas sin mirarnos. Siempre me llamó la atención esto de tomar mates manejando, digo, un acto tan de uno o dos o varios que conduce a formar grupo, a mirarse a los ojos y esperar a que llegue el turno, un acto noble por si mismo pero que toma una especie de ritual exógeno como algo que sucede fuera de nosotros mismos cuando uno maneja y otro ceba.
Fue muy rápido el viaje, nadie viene para acá, y por eso llegamos de prepo. La casita está bien, me decís, mientras moves las cortinas de un lado a otro. Si, viste, es cómoda. Vamos a dar una vuelta, te dije. Ya se hizo de noche y los negocios están por cerrar. Comer una pizza, unas cervezas y fumar en el patio de un viejo bolichito es algo tan banal que adquiere una especie de volatilidad y misterio cuando te veo mover los hilos de humo desde tus dedos. Hace un frío lindo, de esos que te hacen tiritar tanto cuando lo sentis como cuando los recordas, y vos te acurrucas en la silla de lona, buscando tapar un poco tus piernas blancas con la campera negra que te acabo de dar.
Vamos a la playa al otro día, algo abrigados pero hambrientos de querer caminar con los pies descalzos sobre la arena. Llevamos el mate, una lona, tu cámara que vio el mundo y las ganas de que algo de nosotros se despertara.
Salgo a patear recuerdos mientras vos sacas fotos, a las olas que se rompen, a unas latitas que quedaron tiradas cerca nuestro y a un perro bigotudo y con cara de vago que olfatea la superficie de la arena buscando cosas que ya no están. Y camino un poco, arrastrando los pies y me pregunto qué pasará en dos minutos, en dos días, en dos años o en dos vidas. Entonces decido que debo volver y verte y decirte todas esas cosas que callé en Gesell hace mil veranos atrás, donde quedé paralizado por ese otro tipo algo rubio y alto que vos mirabas tanto. Y llego a donde nos habíamos separados, ya no sacas fotos pero estás fumando, con la mirada perdida más allá del límite del mar, ausente, como aquella vez de los cigarrillos arrugados. Y noto en tu mirada algo que no vi o, mejor aún, que vi pero no quise asumir porque ya estoy cansado de tanto perder. Y me miras desde ahí, con las rodillas flexionadas y contenidas por tus brazos, la capucha que se desprende ligeramente de tu cabeza por el viento que no da tregua, y asentís en silencio con los labios finos hacia dentro. Sabes lo que estoy por decir y por eso me callas con la mirada porque te lo tenía que haber dicho antes, lo diferente que hubieran sido las cosas, los mundos que nos quedaron por hacer.

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