viernes, 14 de junio de 2019

Rescoldo

Rescoldo. (De rescaldo) 1. m. Brasa menuda resguardada por la ceniza | 2. m. Escozor, recelo o escrúpulo. | 3. m. Residuo que queda de un sentimiento, pasión o afecto.

Porque cuando la vio irse corriendo y llorando, derramando pequeñas gotitas, minúsculas gotas bordó de sangre que se rompían contra el caminito de piedras hasta la vereda y luego la calle y luego la esquina y luego el resto, Rescoldo, como le decían, torció un poco su cabeza hacia un lado, levantando las cejas y endureciendo las orejas, con los ojos brillosos y ausentes, como hacen los cachorros cuando quedan sorprendidos por algo que no esperan o no entienden. Y fue ahí, justo ahí, donde notó que algo no andaba bien, que las cosas no estaban saliendo como quería y comenzó a comprender.
Su madre le había puesto Rescoldo cuando era un niño aún. Decía que le puso así porque era negrito, bien negro y con un corazón enorme, como prendido fuego, y por eso el sobrenombre. Y él se acostumbró a que lo llamaran de esa forma porque fue su madre quien comenzó a decirle así y le decía así para todo, para comer, para merendar, para ir a hacerle unos mandados al almacén o para abrazarlo de la nada y acariciarle los pelos duros que se enrulaban en su cabeza. Por otro lado, el hombre de su madre (nunca lo aceptó como su padre), no lo llamaba Rescoldo, lo llamaba che, vos, vení, lleva, trae, apurate, dale, eu, y cuando estaban a solas le decía negrito feo o apretaba muy fuerte los dientes y le decía negro, resaltando cada una de las consonantes de la palabra. Y Rescoldo se entristecía, le dolía no la palabra porque la palabra es sólo eso: una palabra, una conjunción o encimación de letras que se suceden una tras otra en un orden que alguno, quizás en un arrebato de iluminación divina o quizás en pedo, se le ocurrió ordenar así. No, no era la palabra, era la pronunciación, los ojos que se entrecerraban y los dientes que parecían rechinar, los músculos tensos de la cara y el aliento caliente de cómo le decía así. Negro. Eso le dolía.
Rescoldo no había conocido a su padre y, dadas las condiciones, quizás fue lo mejor porque le permitió crear imaginariamente a su padre, de cómo sería y qué cualidades tendría. Verás, la vida a veces es eso, es renegar con todo lo que te ha barajado y agachar la cabeza, levantarse a las cuatro de la mañana para ir tras de un tren que siempre perdes o salir a inventarte una historia, algo que quizás te hubiera gustado escuchar en ese momento cuando de chico te decían que no servías para nada o, también, de grande. Y Rescoldo se hizo su padre. Un hombre alto, sonriente, de su color de piel, con el corazón bueno, querido por los vecinos y que jugaría maravillosamente al fútbol. Se lo imaginaba muy trabajador, vestido siempre con un overol azul, doblando la esquina y enfilando para la casa silbando una melodía alegre. Entonces él pensaba qué lindo sería, papá, jugar con vos y que me enseñes a hacer cosas de carpintería o cómo hacer un asado o cómo desarmar una bicicleta, qué lindo sería. Y parecía mentira que casi siempre, cuando más pegaba la imaginación a tal punto que escuchaba los silbidos armónicos doblar la ochava, venía el otro y le decía negro, ¿qué haces?, siempre lo mismo con vos, siempre al pedo, negro, vos eh. Y todo se volvía añicos contra el caminito de piedras.
Quizás fue aquella vez lo que le marcó aún más, ahora piensa. Volvía de la escuela y dos casas antes de la suya escuchó un laterío y el perro ladrar. Algunos gritos silenciados y un llanto de mujer. Siguió caminando con el impulso de la cotidianeidad pero empezó a transpirar en frío y a entrecortar su respiración. Al momento que llegó al portón, notó que era su perro el que ladraba, apoyando sus patas traseras contra las rejas negras. Y ladraba para dentro de la casa donde retumbaban los ladridos para juntarse con el zamarreo que ocurría entre las paredes del recinto. Rescoldo entró despacio, como se dice, sin prisa pero sin pausa, con los ojos bien abiertos para ver a su madre tirada en el piso, el vestido arrugado y deshilachado, marcada de sangre y puños de aquel, del otro, que gritaba que la amaba, que él no quería hacer eso pero la amaba, que no sabía vivir sin ella y que la amaba. Y entonces lo vió a Rescoldo y le dijo vení, vení para acá, abraza a tu mamá, decile que la amas tanto como yo, dale, vení. Decile que todo va a estar bien. Y cuando Rescoldo llegó a los brazos de su madre, él le dio a los dos, le pegó a los dos juntos hasta que le dolieron las manos. Madre e hijo lloraban en el piso mientras el otro daba vueltas, tomaba vino desde la damajuana y también lloraba. No entienden que los amo, decía, que doy todo por ustedes. Amar duele, ¿saben?
Al día siguiente, en un pacto colectivo de silencio inconsciente, dejaron todo en el olvido. Siguieron juntos los tres en una sinfonía automatizada de engranajes que hacen mover la rueda de todos los días, olvidando aquello que ocurrió. Sin embargo, en Rescoldo, como en el resto, quedó una astilla que no se sentía bien, un malestar profundo, entre el esternón y las vertebras de la columna, que a veces trepaba a la garganta, otras descendía al estomago. Esa curiosa sensación de que algo sobra o algo crece en un lugar donde en realidad no hay o no debería haber nada.
Se sucedieron los años con la vorágine característica de los mismos. Y Rescoldo se fue de su casa para hacerse de una vida más cerca del centro donde saltó de trabajo en trabajo como de novia en novia. Fue conociendo el amor y el desatino, la fortuna y los amagues del destino. La vida le sabía a poco, como si siempre faltara algo, como si la vida fuera un chiste sin remate o una canción sin estribillo. Chispa, si, era eso, chispa le faltaba. Pero qué le vamos a hacer, decía Rescoldo.
Por eso cuando la conoció, no lo podía creer. Encajaba perfectamente en todas las aristas y espacios vacíos que a él le faltaban. Laburadora, buena tipa y una sonrisa cautivadora, decía Rescoldo de ella. Sobre él, ella decía que era buen mozo, que contagiaba alegría y qué justo le venía a su vida. El amor los condujo por un túnel donde el tiempo pasa y no pasa, donde de pronto estaban en un punto a para saltar al punto b en un chasquido. Y como el universo está hecho de tiempo y espacio, la distorsión del primero, distorsionó al segundo. Las cosas comenzaron a complicarse y en la curvatura del amor amaneció el celo, las mentiras, la indiferencia y todas esas cosas que se acumulan con el devenir. Pero Rescoldo siempre recordó que la amaba y no sabía cómo expresarlo.
Y fue cuando él llegó con una cajita de bombones y una flor perfumada, porque los muchachos en el taller le dijeron que con eso iba a andar bien, que algo se desmoronó. Porque ella le recordó que no llegaban a pagar muchas cosas, que todo estaba mal y que a él se le iba la cabeza comprando boludeces, que siempre lo mismo con vos, eh, ya no te entran balas a vos, eh, qué te pasa, qué tenes, negro. Y pronunció negro con los puños apretados, los músculos de la cara tensos y acentuando cada consonante. Rescoldo dejó caer la cajita y la flor, se le enturbió la mirada y cuando volvió a ver con claridad, la vio correr. Su mano derecha dolía y algo en él volvía de tiempos ancestrales. En un principio, no entendió de buenas a primeras que estaba haciendo mal. Cuando la vio irse, dejando pequeñas manchitas bordó, sorprendido, se preguntó, ¿acaso no se ama así? ¿Amar duele? Y ella corrió y corrió, por el caminito, la vereda, la esquina y el resto.

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