viernes, 21 de junio de 2019

Estamos todos tan solos

Los pasos que lo llevaron a trabajar en el hospital fueron tan sigilosos y constantes, como se dice sin prisa pero sin pausa, de tal forma que se encontró viviendo una vida que no pensaba vivir. Supo, desde adolescente, que en él afloraba una vocación de servicio, una fuerza interior que lo empujaba a no quedarse quieto e intentar torcer, aunque sea un poco, el desatino de las condiciones que afectaban a las personas. Pensó que su rumbo lo llevaría a convertirse en bombero o médico en una organización que atienda a niños moribundos en un país que no aparece en los mapas. Sin embargo, el sentido práctico lo llevó a estudiar psicología. Le gustaba intentar comprender el funcionamiento de los mecanismos de la mente que conducen, justamente, la conducta de los seres. Por tanto, se anotó en la universidad, fue rindiendo exámenes, prácticas y convenciéndose sobre su elección. Pensaba que estaba bien estudiar aquello pero que debía buscarle la vuelta para ayudar, para ser útil a la sociedad donde se encontraba.
Un tío, hermano de su padre, que veía de vez en cuando, trabajaba como médico de guardia en un sanatorio y le comentó sobre la práctica de ciertos psicólogos en los hospitales y cuán útil es su intervención para los pacientes, familiares y trabajadores de la institución. El trabajo era el siguiente: ante pacientes que llegaban con un accidente sumamente grave o aquellos que el avance de una enfermedad o los años, lo cual es casi lo mismo, actuaban estos profesionales para acompañarlos hacia el destino. Puntualmente, intentaban reconfortar a la familia y llevar a los moribundos al sano camino de la defunción, suavizando las aristas de la determinación del tiempo y la vida. Esta intervención, le contó su tío, bajó increíblemente los índices de conflictividad en las salas de emergencia y ya dejaron de cagar tanto a trompadas a muchos médicos.
Pasó unas pruebas, algunas entrevistas y comenzó a practicar, acompañando a psicólogos más experimentados para hacerse de herramientas de cara al futuro. El trabajo le gustaba, tenía horarios que se rotaban cada tanto y podía organizar una vida por fuera de la rutina. Los fines de semana le gustaba ir a Tigre, particularmente los sábados, y tomar un café a orillas del río Luján. Luego, se volvía al centro, escuchando algo de jazz, a veces algo de rock.
Con el correr de los años y al ganar experiencia, notó en particular la consternación que ocurre cuando el paciente "vuelve". Es decir, cuando el tipo muere y vuelve a vivir, en lapsos que van de los segundos a los extensos minutos sin llegar a la media hora. En un principio, no se le daba importancia a estos acontecimientos porque, bueno, las personas continuaban viviendo con mayor o menor secuela, con mayor o menor vehemencia. El solo acto de seguir con vida alcanzaba para contentar al paciente y familia. Pero notaba un extravío en la mirada de los que retornaban, algo que le decía que estaban fuera de sí, que quizás no volvían del todo. Por ello, presentó el caso a la dirección y pidió exclusividad para empezar a trabajar en cuando ello ocurría.
A medida que fue tomando apuntes y consolidando información, notó un patrón particular. Las personas veían y podían revivir momentos de su vida, casi como sucede en las películas. Apenas volvían, los pacientes le preguntaban quién era él para luego increparlo y pedirle que lo devuelvan a donde se encontraban hasta recién. Historias de amores extraviados, perros juguetones y bigotudos de la infancia, los postres de la abuela, el partido con los amigos, la primera vez que sostuvieron a sus hijos en brazos, se iban sucediendo. Raptos de felicidad en su estado más embrionario corrían por las mentes de las personas al punto de que buscaban entre sus manos al ser querido o al momento revivido.
Una historia en particular lo cautivó. Una señora venida en años murió y luego revivió. No había sido más de un minuto, algo más de treinta segundos de colapso. Y al despertar comenzó hablar en polaco. Miró su planilla y la distribución de consonantes daba a entender que era descendiente de polacos. Estuvo medio día hablando en otro idioma hasta que pudo entablar una conversación entre español y mezcla de palabras extranjeras. Le preguntó si hablaba polaco con alguien más en su familia y ella contestó que no sabía que podía hablar en polaco, que ella nació en Europa pero desde niña tuvieron que irse con sus padres hacia este continente y que no tenía recuerdos de hablar el idioma, que si recordaba haber escuchado a sus padres hablar en polaco. En especial los domingos cuando mamá cocinaba algo especial y cantaba unas melodías que me hacían entristecer, le dijo. Le contó que pudo ver a su padre haciendo un juguete con un trozo de madera, tallando con su cuchillo que afilaba contra una piedra inamovible del jardín. Habló de su hermano que corría de un lado a otro por el patio pequeño, todo de cemento, con algunas macetas que le daban color a la escena. Y se vio a ella misma, toda llena de vida, todas las preguntas del mundo aún sin responder. Anotó todo lo que pudo, el nivel de detalles era exhaustivo. Dejó dormir a la señora quien acusó estar cansada.
Un sábado otoñal que comenzó entibiado por un leve sol, se abrió pasó entre las enredadas nubes. Hizo su camino hacia Tigre y se acomodó en una mesita, con los anteojos de sol puestos, y fumó mientras revolvía un café sin mirar, manteniendo su vista en el ondular de la superficie del río. Al momento de volver, pensó en quedarse un rato más, dar algunas vueltas pero sintió que las energías le alcanzarían sólo para unos minutos. Por tanto, volvió a la primera idea de volverse. Manejó para retornar a su casa, pensaba en qué iba a almorzar cuando sintió una explosión y vio cómo el auto se iba derecho hacia el guardarrail. Fue lo último que pudo recordar hasta que logró despertar unos días después.
Se encontró con un colega al lado de su cama. Cuando logró reconocerlo, entendió que le había pasado. Pensaba cuánto tiempo había sido, si habían habido secuelas. Le preguntó eso, primero. Que todo estaba bien, que sólo le quedaba recuperarse de algunas fracturas, algunas contusiones. ¿Qué viste? le preguntó. Y él no habló más, giró la cabeza para intentar dormir.
Al momento de recuperarse y de tener el alta, todos sus compañeros se alegraron a pesar de notarlo algo distante. Su familia fue a buscarlo, volvería al trabajo en unas semanas. Pero nunca lo hizo. Al cabo de algunos días llegó su telegrama. No contestaba su teléfono y no tenían forma de contactarse con él. Comenzaron a pasar los años.
Fue un compañero del sanatorio que lo encontró de casualidad, cuando iba camino a Mina Clavero y tomó un desvío en el camino para terminar en las inmediaciones de Tanti, donde tuvo que quedarse porque la noche lo tomó por sorpresa. Como se encontraba viajando fuera de temporada, no tuvo problemas en conseguir alojamiento en un pequeño hostal manejado por una pareja de ancianos. Les consultó por un lugar para comer y le recomendaron un bar o restaurante que manejaba un muchacho de Buenos Aires, que cocinaba bien. Y lo encontró ahí, detrás de la barra, con un repasador verde y blanco sobre el hombro izquierdo, con un delantal negro atado a la cintura, donde guardaba un anotador, una birome y un sacacorchos. Ambos sorprendidos se preguntaban recíprocamente sobre cómo andaban, qué hacen ahí, tanto tiempo. Lo invitó a que cene, va por la casa, dijo, y se acomodó con él a comer, a tomar un poco de vino. Existía entre ellos una tensión, una pregunta que ambos sabían que en algún momento llegaría pero que se alargaba en la conversación, produciendo la misma sensación que sienten aquellos que saben que serán conducidos a un pelotón de fusilamiento pero no saben cuándo. Ya habían terminado el postre, recordaron que hace siete años no se veían desde que él, el del restaurante, se había ido sin decir nada. Íntimos, acercados por el calor interno que produjo el vino, la pregunta se acentúo en la mesa. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te fuiste así? Hizo zizaguear su cabeza, sonriendo para sí, rumiando una respuesta que no llegaba. Dale, che, todos nos quedamos fríos, duros, encima después del accidente, era un milagro que estuvieras vivo, ¿qué te pasó? Se reía para sí, sin mirarlo, con la vista depositada en el mantel, mientras acomodaba una migas de pan con el canto de su mano derecha. ¿Qué carajos viste, boludo?, se impacientó. ¿Sabes qué pasó, negro? ¿Queres que te diga qué pasó? Que no vi una mierda, no me llegó una puta imagen, eso pasó. Algo de jazz se escuchaba de fondo.

()

No hay comentarios:

Publicar un comentario