viernes, 4 de octubre de 2019

Ramito de violetas

Quien cada nueve de noviembre
como siempre sin tarjeta
le mandaba un ramito de violetas.
Ramito de Violetas.
Carlos La Mona Jiménez.


Ahí llega de nuevo, piensa. No lo ve pero ya conoce ese paso cansino de arrastrar los zapatos de seguridad y de todos esos kilos que fue ganando con los años. Siente, además, la vibración del portón negro y oxidado que se le escapó de la mano y que choca contra la estructura de hierro. Mientras, él avanza hacia la puerta de chapa blanca, manchada de manos que se apoyaron en ella y del oxido que fue martillando la pintura. Al mismo tiempo, ella cocina un guiso de fideos moñitos donde escasea la carne y el tuco no logra ni la consistencia ni el color que debería tener según lo que recuerda a como solía hacerlo su abuela. Le faltan cosas, piensa y agrega, ya no alcanza para nada. De él se escuchaba, antes que cruzara el portón y luego los dos metros de patio delantero hasta llegar a la puerta de chapa blanca, un silbido de otra época, fuerte y sonoro, con agudos ribetes y acentuaciones graves. En el instante que posó los dos pies grandes revestidos de zapatos negros, que apuntaron a la puerta de la casa, dejó de chiflar para abrirse paso. Llevan casados algo más de diez años. Cuando les preguntan hace cuánto han dado el sí, ambos se miran cómplices y dicen fechas inexactas  para salir del paso, pero ella sabe que fue por los primeros días de diciembre, que hacía calorcito y que aquella vez caminaba arrastrando levemente un vestido blanco prestado. Luego de recordar eso, en las distintas ocasiones que les consultaron sobre su unión marital, ella hunde los labios como para dentro de la boca y lanza un breve suspiro.
Él tiene las manos grandes, de dedos como un racimo de chorizos, y callosas, llenas de durezas amarillas, casi marrones. Cuenta con una fuerza de otro mundo, venida de otros tiempos, la cual emplea en la fábrica, al pie de una estampadora de láminas de metal. Entre los recortes plateados que salen despedidos luego del golpe de la matriz contra las hojas, recuerda que vivía en el campo, siendo muy chico, sin embargo con las manos grandes, y mataba a los pollos apretándolos bien fuerte por el pescuezo, haciendo que la sangre del animal corriera hasta la cabeza y se concentre ahí para luego hacer morcillas. También rememora la historia aquella cuando, antes de venirse para la ciudad, intentó domesticar un caballo guacho que encontró en el monte y que el muy bravo no se dejaba ni atar ni ensillar y de la bronca se paró en frente y le apretó el cogote con las dos manos duras hasta que los ojos del bicho se le fueron para atrás dejando una bolita blanca y desesperada al borde de salir disparada. Lo soltó después de que el pingo bramara un alarido que estiró en el aire hasta tumbarse en el suelo. Cuenta esa historia cada vez que puede, a veces la repite más de una vez en una misma reunión cuando toma.
Quizás por eso es tan bruto, piensa ella. Toda esa vida de campo, esos fríos que rayan la piel en los inviernos. Encima, agrega, el padre se daba a la bebida y se ponía malo y le pegaba a él y a las hermanas. Si la madre siempre me cuenta que él se vino para la ciudad porque lo iba a matar al padre si se quedaba un rato más. La saluda con un gesto lejano y el primer contacto que tiene con la casa es con la heladera de donde saca una botella de agua. Desabrocha la camisa de grafa azul y se sienta silencioso en la punta de la mesa. Tarda unos minutos en prender el televisor, tiempo en el que mira fijamente a un punto imposible de precisar pero que por el ángulo de su cabeza y la posición de sus ojos bien podría ser entremedio de las cortinas que dejan espiar afuera, a la calle y a la gente que pasa por la vereda. Un sobresalto la sorprende a ella mientras se agacha a buscar una bolsita para recambiar el tacho de basura. La carta, se dice para sí. Una carta en sobre blanco que no lleva remitente y que está dirigida a ella. Esa misma carta de puño y letra, escrita con la misma mano que cada nueve de noviembre compra el ramito de violetas que luego le llega sin tarjeta y que ella acurruca en el cuenco del pecho como hamacando a un hijo que mira por primera vez a su madre y la reconoce como suya. Ese conjunto de flores que no llegaron nunca a vivir más de medio día porque siempre las recibe de mañana y las hace añicos antes de que él llegue, arrastrando los zapatos y empujando la puerta con la pesada mano callosa. ¿Dónde dejé la carta? se angustia y la mirada comienza a enturbiarse. Intenta respirar haciendo un esfuerzo consciente por inspirar aire pero no siente que sus pulmones se llenen. Comienza a recorrer en su mente todo el trayecto que hizo durante el día, por qué lugares de la casa estuvo. Se le viene la imagen de estar acostada en la cama a medio hacer, con los pies orientados a la cabecera y los codos apoyados en el borde, tarareando una canción mientras sutilmente rompía el sobre para leer las palabras que esperaba cada día un poco más. Sale disparada al cuarto, él la mira de refilón sin mover el cuello y vuelve la vista al televisor.
Toma el sobre que estaba arriba del acolchado y lo convierte en muchos papelitos. Coloca la carta en el bolsillo del delantal y encara al baño para tirar lo que anteriormente era un sobre blanco en el inodoro. Tira de la cadena y se lava la cara. Vuelve a sentir aire en el pecho y cierra los ojos. Piensa en las manos enormes de él y por un instante siente una fuerte presión en los ojos como si estuvieran por salir expulsados de su lugar. Se moja el rostro nuevamente y con las dos manos se alisa el delantal. Estuvo cerca, piensa.
Cuando la escucha salir del baño, apurado arruga el papel que le sirve de borrador y lo mete en el bolsillo del pantalón, no sin esfuerzo por la torpeza involuntaria de sus enormes manos. Voy a tener que empezar de nuevo, se dice. Quizás cambie de sobre, medita, el color blanco es muy de escuela. A ella le gusta el violeta, quizás encuentre alguno de color lila.

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*Hace mucho me dijiste que te gustaba porque esta canción contaba una historia. No pude verlo en ese momento. Pero ahora acá va, luego de tantos estos años.

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