domingo, 29 de septiembre de 2019

El espejo

"Amanece y ya está con los ojos abiertos."
El limonero real.
Juan José Saer. 1974.

Cuando por primera vez entró al cuarto que ocuparía en la pensión, notó el espejo ovalado, algo sucio de manchas del tiempo, colgando a media altura, en la misma línea que la mesita de luz. La cama estaba pegada a la pared, en la cual yacía suspendido un crucifijo. El encargado del hospedaje fumaba mientras caminaba con su valija, sin pronunciar palabra. A medida que fueron surcando los pasillos, pudo observar que había una cocina compartida donde se encontraban dos mujeres que tomaban mate, sentadas con las piernas cruzadas y envueltas en vestidos floreados de colores apagados. Divisó, también, un patio interno enredado de hojas secas desordenadas por el piso y de macetas colgantes mezcladas de malvones y potus de hojas verdes.
Había bajado del tren recientemente, dejando atrás los calores cuyanos y aún con el lomo cansado de tanto hachar por entre medio de los montes. La camisa blanca con rayas verticales de color violáceo se fue tiñendo de transpiración y tierra que voló desde Mendoza hasta Constitución. La valija de cartón y la manta que aún conservaba desde que salió de allá, de Colastiné, eran la única constante en su vida errática de golondrina. Dejó su Santa Fe profundo, de pesados veranos y de ronroneo de ríos, para probar suerte por otros lados, donde alcance para comer, dijo antes de salir. No recuerda con precisión cuántos años pasaron pero aún conservaba el anhelo de volver triunfante, con algo de plata para comprarse un ranchito y poder trabajar en el campo o en el río, que es el campo de los litoraleños.
Acomodó la valija sobre una silla de paja que solía ser de un color celeste pero el uso constante la había ido devolviendo a su marroncito claro de madera recién pulida. Se echó en la cama con las manos cruzadas detrás de la cabeza y fue dormitándose. Comenzó a soñar con el calor y con las frutillas guachas que crecían cerquita de los arroyos. Le llegaron imágenes de los saltos y los chicotazos que dan los bichos del río sobre el agua cuando cae el sol y salen a comer. Entre el sueño y la realidad, se le fue asomando el olorcito a leña que empieza a prender y a largar chispazos en las noches de verano allá, en Colastiné. Y también la sueña a ella, a quien aún le escribe como puede, con letras deformadas y faltas de ortografía, con tosquedad en las oraciones y sobresaltos de acciones. Pero aun así, le escribe para decirle que algún día volverá, que ella lo espere, que qué linda debe estar. Sin embargo, nunca recibe respuesta. Él sabía que nunca le llegarían noticias de ella porque su trabajo podía durar un mes, dos meses, quince días en cada lugar y de vuelta irse a dios sabe dónde. Igual, él le escribía y le contaba de las cosas, de cuánto la extrañaba también.
Era un viernes por la tarde cuando llegó. Tenía hambre y sueño a la vez. Durmió hasta el sábado cuando se levantó a darse un baño y a cambiarse de ropa. Salió por los alrededores para conocer dónde se encontraba y buscar algo para comer. Al momento de volver, en la tardecita calurosa y húmeda del sábado, surcó nuevamente los pasillos de la pensión y vio a las mujeres de vestidos floreados apagados tomando mate, en esa oportunidad en el patio interno. Ellas lo observaron caminar, mirándolo de arriba a abajo, sin abandonar los movimientos cíclicos de preparar el mate y tomarlo pero sí dejando de hablar, en súbito silencio ante su paso. Ingresó a su habitación algo avergonzado sin entender bien por qué. Dejó el paquete de yerba, el pan y el picadillo que había comprado sobre la mesita de luz junto a las hojas y el lápiz que iba a usar para escribirle. Pasó frente al espejo y miró de refilón su cara. En ese momento, algo en él se entumeció como un calambre bien adentro, entre el corazón y la punta del pecho. Descolgó el espejo y lo apoyó en la cama. Bajó la valijita de cartón al suelo y arrimó la silla de paja. Se hizo de noche y prendió la luz, la cual quedó iluminando durante toda la velada y hasta el día siguiente.
Ya se había hecho domingo. Las migas de pan iban desde la mesita de luz, pasando por las sábanas gastadas y haciendo un caminito  hasta llegar al suelo. La lata de picadillo estaba vacía y un mate de yerba fría reposaba a un costado de él. Había comenzado a hacer calor en Buenos Aires, la primavera avanzaba anticipando un verano que no permitiría tregua.
El dueño de la pensión lo vio desde la ventana, por entremedio del espacio que se formaba en las cortinas. Estaba de espaldas, sentado en la silla de paja y el espejo apoyado en la cama, contra la pared, formando una línea recta e imaginaria con el crucifijo colgado. Estaba en cuero, se notaban los músculos tensos junto a las costillas y hombros huesudos. Se paró un rato a mirarlo en su inmovilidad hasta que la curiosidad le ganó y entró. ¿Qué está haciendo usted?, le dijo desde el umbral de la puerta que abrió sin siquiera golpear primero. Me miro, dijo. ¿Pero qué mira? ¿Qué le pasa?, volvió a preguntar el otro. Es que hace mucho tiempo no me miraba a un espejo, ya no me acordaba de cómo era yo. Ahora soy distinto de lo que recordaba de mí, dijo.
En Colastiné, las frutillas guachas empezaban a darse en flor.

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