viernes, 20 de septiembre de 2019

Todo aquello que uno no dice nunca

Miren que me han puesto apodos pero 'Pelusa' 
es el que más va conmigo porque me devuelve
a la infancia en Fiorito. Me acuerdo de los Cebollitas,
de los arcos de caña cuando jugábamos solamente 
por la Coca y el sándwich. Eso era más puro.
Diego Armando Maradona. 1992.


Estaba comiendo tostadas con manteca y dulce de leche, acompañando un té. De chico tomaba mucho té y me decían que me iba a secar de vientre porque eso pasaba cuando se tomaba mucho té. También me decían que debía tomar leche para crecer sano y fuerte, con los huesos duros para poder jugar bien a la pelota. Pero a mí la leche nunca me gustó. En ese momento, la leche tenía mucho gusto a, bueno, leche. Era muy fuerte y el simple olor de la misma me producía mareos. Solo tomaba cuando podía agregarle nesquik y azúcar para disfrazarla. Pero en casa nunca había nesquik porque la plata, si bien alcanzaba, no sobraba para esas cosas. La plata, en aquella época, se usaba para comprar milanesas sólo los lunes, el pan de todos los días, la manteca, el dulce de leche y, ocasionalmente, el asado de los domingos que compartíamos en la casa de los abuelos. No habían vacaciones y el piso de la cocina de casa era de material, aún no se podía soñar con colocar cerámicas. Todavía el patio conservaba su ficticia expansión ya que no teníamos división con los vecinos. Era todo una gran masa verde con árboles y ligustrin que daba esa sensación de inmensidad. Papá hacía asados en el piso, con una chapa y unas barras de hierro soldadas, apoyadas en unos ladrillos que estaban encimados unos al otro. Y ese domingo papá hacía asado mientras yo estaba tomando té con tostadas con manteca y dulce de leche, y se agachaba para mover los carbones, colocaba la carne del lado del hueso sobre las barras de hierro y esperaba que algo pasara. Luego salía de ese lugarcito colocando otras chapas o cartones en forma ovoidal para evitar que los perros se acercaran a la parrilla. Hacía algo de calor o, mejor dicho, iba a hacer calor durante la tarde pero por la mañana se presentía la sensación de aplomo que originaría el sol contra la tierra mientras que se soltaba una suave brisa de primavera, haciendo que los árboles se muevan tibiamente y que el humo de las brasas se disipara hacia un costado y luego para arriba. Era domingo y no habíamos ido a lo de los abuelos. Me parecía raro que esa vez nos hayamos quedado en casa, pero quizás fue porque era fin de mes y el asado no era asado sino que era algo de carne, quizás falda, quizás sólo unos chorizos, y a veces las carencias se esconden. Además, ese octubre yo había cumplido mis siete años, mi hermana se había ido de casa y mi hermano estaba a punto de perder el año escolar. No había muchos ánimos de reuniones. Ese día jugaban Boca y River en el monumental. En las otras casas, se tejía el mismo humo hacía un costado y hacía arriba. En algunas, colgaban banderas de cada equipo en las ventanas que daban a la calle. Y se escuchaba cumbia santafesina desde los parlantes ubicados en los patios.
A papá lo veíamos poco, en general. La fábrica le exigía turnos extraños donde le quedaba un fin de semana libre cada cincuenta y dos días, o algo así. Rotaba de turno en cada semana e intentaba hacer horas extras cada vez que podía. Entonces cuando se encontraba en casa, estaba tan cansado que buscaba dormir. Mamá me pedía que vaya a jugar a la pelota a la calle o que haga silencio si quería quedarme en casa. Mientras, ella baldeaba el patio o la cocina. Mamá siempre baldeaba o cocinaba. Por eso la casa siempre olía bien, a perfume de flores o a bizcochuelo para el mate. Ese domingo, un vecino nos había prestado el decodificador para ver el partido en el televisor grounding a color, modelo ochenta y seis.  Había dicho que él iba a ver el partido en la casa de los suegros y ahí tenían uno por lo que iba a quedar en la casa sin uso, que no veía mal que nosotros lo pudiéramos aprovechar. Papá le agradeció y tomó con vergüenza el decodificador. No le gustaba pedir prestado o molestar a los vecinos por lo que la presencia del aparato generaba en él un encontronazo de sensaciones ya que por un lado quería ver el partido y, por el otro, le daba culpa usar lo ajeno. Lo dejó en la punta de la mesa del comedor y salió a hacer el asado y evitó acercarse al interior de la casa buscándose tareas como barrer o cortar unos yuyos del patio. Mientras, yo miraba dibujitos y desayunaba y veía desde las ventas abiertas el humo de las parrillas correr. Ese día, no era cualquier día. Jamás un día donde jueguen Boca-River es cualquier día. Pero en lo particular, a nosotros nos habían prestado un decodificador y pasábamos ese domingo en casa y no en lo de los abuelos.
La relación que habíamos tejido hasta ese momento con mi papá, se había ido formando entre los ratos que lo podía ver y en los cuales él no estuviera cansado. El agotamiento físico y mental produce en las personas, por lo general, ausencia. Cuando cualquier ser vivo no está en condiciones normales de energía, deja de ser uno para convertirse en la sombra de lo que realmente es. Además, no compartíamos muchas cosas por la edad y por los intereses. Soy el hermano menor de tres y al momento de nacer, papá ya tenía sus cuarenta años a cuestas. Por tanto, nos hicimos a nuestro modo, creando una relación propia como todas las de padres e hijos. Yo lo miraba de lejos y renegaba de que fumara tanto. Papá siempre estaba trabajando o fumando. En la casa o en la fábrica. Algo que tenemos es un gesto tan particular que, cuando se repite aún hoy en día, me da una sensación de frescura y seguridad, de que todo va a estar bien o que voy por el camino correcto. Recuerdo que lo hacía cuando, sentado en la punta de la mesa, quizás en cuero durante el verano, después de comer y con las migas de pan desordenadas sobre el mantel, y yo jugando alrededor de él o en el patio y luego entrando al comedor, pasaba cerca de donde se encontraba y me agarraba, haciéndome detener y pararme en paralelo a él, con los brazos rectos pegados al cuerpo, y me agitaba la cabeza con su mano, desordenando mi pelo y dando una o dos palmadas sobre el cuero cabelludo después. Luego, me soltaba mientras sonreía y veía irme a seguir jugando.
Después de comer, papá salió al patio a fumar. Se apoyó de costado, con el hombro derecho, en la pared que daba fin a la casa y miraba el patio, las últimas estelas de humo y el ford escort marrón en el cual se reflejaban el sol y las hojas del árbol de granada que aún estaba en flor. Luego, tiró el cigarrillo al pasto y volvió a la casa para conectar el decodificador. Puso los cables, apretó el control remoto y vio, por primera vez, un partido de fútbol pago a través del televisor de la casa donde vivíamos. Se sentó en la punta de la mesa, corriendo a un costado el recipiente de vidrio, que aún contenía algo de hielo que se iba volviendo agua y vino blanco, para ver mejor. Boca ya salía a la cancha y formaba con: Córdoba. Vivas, Bermudez, Fabbri, Arruabarrena. Toressani, Cagna, Soldano. Maradona. Latorre, Palermo. Después ingresarían Riquelme, Caniggia y Traverso. Un equipazo por donde se lo mirara. Pero algo pasó cuando Boca salió, más bien cuando el equipo estaba en el túnel y Diego alentaba a sus compañeros. En el momento exacto en el que el diez desarmó la arenga circular y volteó con el pecho levantado para encarar la salida del túnel y dar con la cancha, papá comenzó a llorar. Pero no lloraba de forma desgarradora, no. Quizás decir llorar es exagerar. Lagrimeaba, más bien. Pero no por ello perdía fuerza lo que sentía sino todo lo contrario. El ronroneo de las lágrimas silenciosas y ensimismadas en uno, son la manifestación de la contención de todo aquello que uno no dice nunca y que lo desborda. Llorar desconsoladamente es un acto dramático, teatral por así decirlo. Pero llorar sin, bueno, llorar, intentando controlar a uno mismo y sentir que desde adentro uno se va desbordando, como una represa que se quiebra de tanta presión, es aún más real que cualquiera otra forma de lagrimear. Por mi parte, al ver a mi papá de esa forma, tampoco pude contenerme. Es que llorar en esa época, aún hoy en día, era difícil. El hombre siempre tuvo la lágrima negada. Jamás había visto de esa forma a papá, tan íntimo y vulnerable, capaz de desarmarse con la menor brisa que pudiera llegar a tocarlo. Y yo lo acompañaba, a la distancia, sentado en el piso mirando el televisor grounding y, de reojo, mirando a papá. Entendía que era un acto que precisaba de un acompañamiento distante pero presente. También, al decir verdad, me daba vergüenza llorar.  Sucede, en relación a todo esto, que Maradona significa muchas cosas depende de quién y cómo lo mire. Se podría decir que existen tantos Maradonas como puntos de vista. Y papá algo sabía o presentía y por eso lloraba. Una historia de amor y fútbol que tendría un fin cinco días después, cuando Diego anunciaría su retiro, el día de su cumpleaños.
Hasta el momento, fue el acto personal por excelencia que tuve con papá en mi niñez. Veintidós años después, un domingo de septiembre, papá estaba en la punta de la mesa, sentado y con la mirada fija en el televisor. Las canas le fueron ganando terreno en el pelo y la vista, junto a una galopante sordera, le han ido jugando trucos y trampas. Yo estaba al fondo de casa, haciendo el asado en la parrilla, bajo el techo de tejas rojas. Alternaba esa tarea con ir pintando la casa, ayudando a mi hermano, pasando fijador y luego el rodillo cargado de pintura. Papá nos llamó, emocionado y alegre, como llaman los chicos a jugar a la pelota al dueño de la pelota. Ya sale, dijo. Mira toda esa gente, mira qué lindo, agregó después. Nos sentamos en la mesa los tres, en silencio. Nos habíamos vuelto grandes pero aún conservábamos entre los tres ese parecido ancestral, el reflejo de todos los genes que anduvieron en camello o barco o en los malones, siempre buscando de qué vivir. Mirábamos de frente al televisor hasta que salió, nuevamente, de la manga, con el pecho hinchado hacia adelante y las piernas maltraídas. Los pelos blancos en la barba y la sonrisa de alguien que vivió la vida cinco o seis veces en algunos años. La gente, en las tribunas, aplaudía, tiraba papelitos, alentaba y gritaba como si estuviera por comenzar una guerra o, mejor aún, una nueva era. Maradona se paró en el medio de la cancha, tomó una pelota con sus dos brazos y la acurrucó en el pecho. Diego también estaba grande como recordando que los milagros perduran pero readaptando sus formas. Lloraba, Diego, mientras la gente coreaba su nombre. En ese momento, los tres, sentados en una mesa, la misma mesa que siempre estuvo en casa, también llorábamos para cada uno, sin mirarnos. Aún hoy, para un hombre, llorar está mal visto más allá de toda inclusión. Papá se levantó, se paró detrás mío, frotó su mano cansada por mi pelo y dio dos golpes en mi cabeza. A seguir jugando, me dijo. Todo va a estar bien.

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