sábado, 7 de septiembre de 2019

Ahora después

- A ver si sos jugador todavía.
- No, pero toda la vida voy a seguir jugando.
Diego Maradona en respuesta a
Fernando Niembro.
(Equipo de Primera - 2001)



Yo nadaba. Pero nadaba mucho, muchísimo. Nadar, para mí, era todo. Nadar era mejor que coger, para mí, en ese momento. Había comenzado de chico, mi vieja me había llevado porque tenía un problema en la espalda, algo del crecimiento, un lado de la cadera más apuntando al norte que otro. Y le dijeron que nadar hacía bien. Pero también le decían eso a la gente que se quería suicidar, o al que le fastidiaba el trabajo o aquel que encontró a su primo arriba de su novia, la propia, no la del primo, en pelotas los dos, en la casita que alquilaron para pasar quince días en Villa Gesell, que después de eso dejó de ser Villa Gesell para convertirse en un cuadro lúgubre, una luz que se apaga. A esos le decían, también, que nadar hacía bien, que tenían que ir. Porque, en definitiva, no importa qué hagas, en este occidental mundo, lo que importa es hacer. Hacer y parecer. Parecer sobre todas las cosas, eso es lo que importa. Y hacer no importa qué, lo que se te cante, lo que te quede a mano. No importa la calidad sino la cantidad. Entonces a mi me tiraron al agua y jamás pude volver a salir. Me encantaba nadar. Esa posibilidad de flotar y poder volar con la seguridad de lo maleable, la capacidad de adaptabilidad que posee el agua. Comencé yendo dos veces por semana y casi llegando a la adolescencia un profesor me propuso competir. O le dijo a mi vieja que por qué no me llevaba el sábado a una competencia al club, que eran chicos de mí categoría, que iba a estar bueno. Y mi vieja me llevó. Y mi profesor me había anotado para correr sin consultar porque veía que tenía pasta, que podía hacer algo bien en la vida y ese algo bien era eso, nadar. Fue mi primera competencia y en la última brazada, en el momento justo que tocaba con la mano contraria la pared que marcaba el final, salí a respirar, miré que los otros carriles habían chicos que iban por la mitad de la pista, y sentí, a corta edad, que eso era lo mío, esa sensación inmediata de felicidad que lo desborda todo y hace que uno se sienta inmenso, invencible. Quería sentir eso todo el tiempo y ya tenía el medio para hacerlo.
Entonces nadé. Comencé a ir tres, cuatro, cinco veces por semana a entrenar. Los días de descanso salía a correr por el parque o le daba una vuelta en bici. También complementaba con ejercicios de elongación y una dieta basada en frutas y vegetales orgánicos cultivados y cosechados sólo y únicamente por personas nacidas y criadas a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Mientras seguía compitiendo. Los fines de semana, algunos días de semana, en el club, en el municipio, en el colegio, en la provincia, a nivel nación y algunas competencias internacionales dentro del Mercosur y América Latina. Había conseguido una beca del estado para solventar algunos gastos y, según las condiciones de la misma, tenía que ir dos o tres veces por mes al CeNARD por charlas, talleres y entrenamiento. En un punto, a los quince años más o menos, comencé a entrenar doble turno. Me levantaba a las cuatro y media de la mañana, desayunaba liviano y agarraba la bici hasta el club. Entrenaba de cinco y media a seis y media o siete y de ahí al colegio. Luego, salía de la escuela y volvía a ir al club, unas dos horas más. Después de eso una siesta, comer liviano y constantemente y repetir. Día tras día. De chico fui renunciando a cosas. A juntadas, a acostarme tarde, a hacer fiaca en la cama, al alcohol, ni hablar siquiera de la idea de fumar. Mis compañeros y amigos fuera del mundo de la natación no entendían cómo podía tener tal conducta. Yo sólo era el pibe que nadaba, no más que eso. Una identidad tan magníficamente creada, eso era. Yo era nadar, nadar era yo. No pesaban en mí todas las cosas perdidas y todos esos ahora después que les decía a mis amigos o a mi familia cuando querían contarme para una reunión o una salida. Se había fijado en mí un objetivo, una meta. No, no era sólo eso. Era algo más fuerte: un propósito. Cuando entendes la palabra propósito, entendes la fuerza que trae con sigo. Desde la entonación de sus consonantes hasta le intervención de sus vocales. Ni hablar de su acentuación en la ó. Y cala aún más cuando la haces acción, cuando transformas en movimiento todos esos pensamientos rumiantes que anidan en vos. Y yo tenía un propósito, yo quería participar en los juegos olímpicos. Era bueno-bueno, eh. Me daba la nafta, yo lo sabía. Entonces necesitaba prepararme.
Habíamos planificado junto a mi profesor en presentarme a mis diecisiete años por lo que necesitaba dos años de mucho sacrificio para poder llegar en buena forma. En natación - no sé si aplica lo mismo para otras disciplinas - es requerido superar una marca, un tiempo clasificatorio, para poder competir. Año a año, esa marca se va corriendo y es más difícil llegar. Ese tiempo se calcula según las clasificaciones dadas en competencias anteriores. Cuando llega el momento, tomadores de tiempo certificados se paran al borde de la pileta y avalan el tiempo que hiciste. Es blanco o negro. Llegaste o no llegaste. Esos dos años fueron de aún más prohibiciones, de mayor soledad y concentración. Tenía una meta, un enfoque.
Fue en febrero, un siete de febrero, que tuve que presentarme a las siete de la mañana en el CeNARD. La toma de tiempo sería a las diez. Pero teníamos que alistarnos todos, al menos eramos unos cuatrocientos chicos que querían participar. Habían venido de todos lados, de cada rincón del país. Se respiraba la tensión en el aire. Y te cuento todo esto por lo siguiente, vas a ver. Fue mi turno, me tocó a mí. Saltar del borde, zambullirme y nadar. Hice lo mejor que pude, nadé como un condenado. Tocaba las paredes de los límites de la pileta, veía la línea azul pintada en el fondo, mantenía una respiración constante y centrada. Lo dí todo y aún más en el último sprint. Y no llegué. Miré el no que gesticuló con la cabeza el toma tiempos mientras se alejaba. No llegué. Fueron dieciséis milésimas las que me dejaron afuera. No lo podía entender. Estaba en el agua, intentando recobrar el aire, el calor en el cuerpo templado por las aguas inquietas.Y no lo podía entender. Tuvieron que ayudarme a salir de la pileta, es hoy en día que aún no recuerdo cómo hice para llegar a casa.
Así fue que aprendí de qué esta hecha la vida, los particulares giros que la componen. Vos quizás nunca nadaste. Quizás te dedicaste a otra cosa, qué se yo. Pero, de una forma u otra, más tarde o más temprano, tuviste que salir a dar una bocanada de aire y darte que cuenta que no llegaste, que qué hiciste con todos esos años que no vuelven más.

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