sábado, 31 de agosto de 2019

Se te escapa

De mi infancia tengo muchos recuerdos pero saltan de uno a otro. Es decir, me acuerdo cuando íbamos al camping del sindicato de donde trabajaba papá, de la pileta que parecía un océano y de ver cómo mi hermano jugaba a la pelota con los más grandes. También me acuerdo de un día en particular que fuimos y en el que yo lloraba porque no me habían dejado entrar a la pileta y mi hermano me consoló llevándome a comprar un helado. Después, recuerdo estar en una gran tormenta en tercer grado, en el patio techado del colegio, desde el cual  se desprendian y volaban o caían las chapas en medio de un acto escolar. Por otro lado, se me viene a la memoria aquella vez que jugamos a la pelota desde las nueve de la mañana a las diez de la noche, casi sin parar más que para tomar agua o ir a comer; en esas tardes de verano donde uno pensaba que la vida siempre sería así, eso. Qué equivocados que estábamos. Luego, algo que se marcó a fuego en mí fue cuando elegí o, mejor dicho, nos elegimos con quien sería mi primer perrito. Porque cuando uno, sin querer, nace, las cosas ya le están dadas, y por más que a uno le dieran la oportunidad de elegir, bueno, no nos encontramos aptos para tomar decisiones en ese momento. Más adelante, la vida y el tiempo, que sólo a veces son lo mismo, te va dando chances de poder tomar una decisión y ser capataz del destino propio. Desde la remera que decidís conscientemente usar a la bolita preferida que vas a utilizar en el gallito ciego o los amigos que vas a elegir para jugar un partido después de un pan y queso. Y con los perros pasa que cuando naces, ya están en la casa, por lo general. Entonces te crías con ellos, los tomas como alguien más de la familia, que ya estaban ahí cuando llegaste. Pero cuando tuve unos seis o siete años, tuve la posibilidad de quedarme con Chopper. Fue llegar a casa con él, en brazos, su cola cortita porque nació así, el lomo blanco con algunas manchas café con leche desparramadas por el cuerpo. Me acuerdo aún hoy en día el momento exacto cuando elegí su nombre. Elegir un nombre no es fácil. Es algo que otra persona te da con una inmensidad de manifestaciones e intenciones resumidas en una conjunción de letras con las cuales te conocerán por el resto de tu vida. Sí, lo podes cambiar. Pero siempre te va acompañar, por más que de forma burocrática lo elimines de los documentos que firmes, de todos los trámites, dentro tuyo siempre sabrás que te llamaste de una forma. Otra cosa que me acuerdo es cuando tenía diez años y tomaba la comunión. Fue en el año dos mil, toda la previa al quilombo que pasaría. Papá se había quedado sin trabajo y estuvo un tiempo parado hasta que pudo rehacerse y comenzar un emprendimiento, gracias al soporte y ayuda de mamá. Nunca faltó nada en casa, no había lujos en aquella época y ni por cerca se pensaba en tener vacaciones. La cuestión es que ese día, el de la comunión, llovía. Llovía como si la lluvia se hubiera acordado que era lluvia y hubiera comprendido porqué está en el mundo, lo que tenía que hacer. Era sábado. Papá no había ido a la iglesia para quedarse a hacer el asado. Vendrían mis tíos, primas, primos, familias amigas. Habían corrido el ford escort del garage para poner las mesas dentro, en forma de u, circundante a las paredes del recinto. Todo intentaba ser amarillo y blanco. Algunos globos, las servilletas, los manteles y unos arreglos de flores plásticas atadas a un par de velas, una blanca y una amarilla, que oficiaban de centros de mesa. Mamá había ido a la iglesia conmigo, se estaban dejando de usar las hombreras que tanto en los noventa se utilizaron y quedaban aún unos últimos peinados a la permanente que, también, tanto se habían usado. Tenia puesta una camisa blanca, el pantalón gris habitual del colegio, el del lunes a viernes que ahora vestía un sábado. Los zapatos negros bien lustrados y una cinta blanca y amarilla sobre el brazo izquierdo, con la figura de una cruz. Cuando tuve que confesarme, entre semana, no sabía bien qué decir. ¿Qué cosas se confiesan?, pensaba. ¿Y por qué decirle algo a un tipo que ni siquiera me escucha, que no me mira, que está tapado por una entrerreja de madera, me absolvería de todas las cosas que hice mal? ¿Por qué algunas cosas son consideradas malas y otras buenas? Habré dicho algo sobre mentir, sobre no ayudar en casa o sobre hacer renegar a mis viejos. Tres ave maría, dos padres nuestros y listo. La cuestión surge cuando al estar en casa, los primeros que llegaron fueron mis abuelos. La abuela me tomó de los hombros con firmeza, como se tomara un mueble pesado para correr y limpiar debajo de el, y me besó. Automáticamente me soltó para destapar las empanadas que había hecho y ayudar a mamá en los preparativos. El abuelo caminaba un poco más atrás. Yo estaba en el fondo, cerca de la parrilla y cerca del garage con las mesas en forma de u. Todo amarillo, todo blanco. Y el abuelo venía caminando como caminaba él, con su andar de todos los años que se lleva encima y el pantalón gris bien subido, con la camisa dentro y un buzo que lo cubría. Tenía sus dos manos en los bolsillos del pantalón. Al verme, me dijo que me acercara. Sacó unos cincuenta pesos y quiso dármelos. Pese a mi edad, sabía lo que ocurría. Sabía que los abuelos andaban mal de plata, que las cosas estaban jodidas y no quise aceptar lo que me daba. Él se sonrío e insistió sin dejarme más remedio que tomar el billete y guardarlo a cambio de una tarjetita. Contrariamente a la abuela, él se acercó, casi inclinándose, con toda la posibilidad que las rodillas maltrechas le permitieron. Y me dijo se te escapa. No entendí a qué apuntaba, qué quería decir. Nunca tuve una relación cercana con el abuelo. Mis hermanos y primos tuvieron la chance de tenerlo más tiempo, ser grandes y aprovechar su presencia con más sabiduría. De él siempre tuve referencias, desde chico hasta hoy en día. Un tipo bueno por sobre todas las cosas. Pero bueno de verdad, consecuente con sus actos y pensamientos, familiero, compañero, hábil y alegre. Amante de la pesca y de los asados. Fue carpintero por los rumbos de la vida y en la juventud trabajó como golondrina saliendo de Santiago del Estero para ir a la cosecha de papa en Bahía Blanca, o la zafra en Tucumán, o la vendimia en Mendoza o San Juan, o la recolección de manzanas en Río Negro, y así. Mi papá siempre cuenta que una vez hablando con el abuelo, él le dijo ¿sabés por qué me vine de Santiago? Porque un día llegué de una zafra, de tres meses en el medio del campo, de todo el calor del mundo concentrado, lleno de plata, los bolsillos me reventaban de plata porque ahí sólo se trabajaba, desde las cinco de la mañana a las siete de la tarde, ahí no había otra cosa, y volví a mi casa, a Santiago, y no había para comer. Estábamos en el medio del monte, en Santiago, con los bolsillos llenos de plata y no había para comer. Me tuve que ir. Y así voy tejiendo quién fue mi abuelo, con lo que dicen, lo bueno y lo malo. También con lo que no se dice. Somos, todos, lo que presentamos y, en mayor medida, lo que nunca fuimos o no nos animamos a ser. Dijo se te escapa, pensaba. Y cuando le iba a preguntar qué quiso decir, se adelantó para decirme no sé mucho de la vida, viví y lo sigo haciendo, por impulso, por costumbre, como un tren que dejó de acelerar y no se frena porque le da lo mismo pero quiero decirte esto: no dejes que se escape. La vida, Dieguito, la vida. Mirá, acá está todo, en la familia, en los amigos, en las reuniones, un asado, un mate, un beso de tu vieja, un abrazo de tu viejo, esas empanadas de tu abuela. No corras a Europa buscándolo. Ni se te ocurra ir a hacer caridad en Haití, les chupas dos huevos vos y cualquiera que vaya allá, en Haití. No pienses en que escalar el Himalaya te hará héroe o que bañándote en un río de India vas a sumergirte malo y vas a resurgir bueno, es toda una boludez eso. En vos está el universo y lo que quieras hacer con él. Acá está la sopa, acá está el queso, acá dentro, dijo martillando su dedo índice derecho en mi pecho, acá tenes todo lo que necesitas. En el mundo vas a estar solo únicamente cuando te olvides de vos mismo, la puta madre.
Dejalo al nene, papá, dijo mi vieja que se venía de la cocina al fondo, con las empanadas en una fuente y tapadas con un repasador.  Ahí vino gente, Diego. Anda a recibirlos, lleva las tarjetitas, quizás te dan algo de plata.


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