sábado, 17 de agosto de 2019

La foto que alguna vez fuimos

Creo que la tercera o cuarta vez que salimos habíamos decidido comer en la pizzería El Cuartito. Talcahuano y Paraguay, centro porteño. Esa vez tuvimos que esperar pero era sábado, un dolar más amable y se ramificaba el verano en el aire. En cambio, esta oportunidad nos encontraba en un jueves, un florido invierno y la crisis golpeando la puerta a martillazos. No importa cuando leas esto, Argentina es repetitiva, una constante debacle con breves brotes, con esporádicos veranos.
Nos habíamos encontrado antes, unos días atrás por capital. Una ciudad de casi tres millones de personas que se vuelve de seis millones de lunes a viernes para ocupar oficinas como paneles de abejas, dejando todo el polen, la chispa primigenia de cada quién, en cada reunión, teleconferencia, videoconferencia y almuerzos frente al mail. Dios Santo y la cicuta de todos los días. En ese escenario nos encontramos de golpe. Venía, por mi parte, de ver la promesa de cobrar un cheque de una aseguradora. Entraría en detalles pero esa es otra historia. Y vos venías, me dijiste, del psicólogo, uno que mezclaba terapias alternativas, musico y aromaterapia en un séptimo piso, un departamento que lindaba con un privado por un lado y una cueva donde venían guita por el otro. Podía imaginarme el aroma de ese pasillo. Dijimos de ir a comer. Todavía tengo tu número, te llamo, te dije, haciendo fácil la ecuación sin advertirlo.
El Cuartito tiene colgado por doquier banderines, fotos, camisetas y dedicatorias de fútbol y otros deportes. Nos sentamos en una mesa para dos de esas donde entran o el plato o las bebidas o la pizza pero jamás todos los elementos juntos, la máxima expresión de la racionalización o productividad. Acá quiero  hacer un parate  y dar una recomendación. Yo no se nada de muchas cosas, por no decir de todas, pero de aquello que se, dejame opinar. Si nunca fuiste al Cuartito, quiero decirte que tu vida aún no comenzó. Si, bueno, vivís pero no. No hasta que hayas probado la fugazzeta rellena. Una vez que lo haces, sentirás el aire llenando tus pulmones por primera vez, el rumiante y ancestral latido de tu corazón. Luego, estarás preparado para llegar al nirvana, para pedir lo mismo en La Mezzeta, palabra mayor, me pongo de pie. Sigo. Pedimos para comer y tomar, nos miramos uno al otro y hablamos sobre qué fue de nuestras vidas, qué paso desde la última vez que nos habíamos visto. Quizás es menester aclarar que aquello que motivó el encuentro o reencuentro fue aquel brillo en los ojos que vimos recíprocamente, esas ganas de decir por qué no si tan lindo la hemos pasado juntos, todos los recuerdos asomándose en pelotón. Porque si, la habíamos pasado bien, fueron excelentes años y considero que ambos no entendíamos qué fue lo que había pasado. Por eso, lo siguiente ocurrió.
Embestidos por el mismo envión que nos condujo hasta aquí, a estar enfrentados uno con el otro, hablando sobre lo vivido de cada quien, notamos que eramos dos completos extraños. Porque si bien concidiamos en que nos extrañábamos, no era a nosotros mismos sino a esa continuidad  que nos quedó grabada en la memoria, esos recuerdos en movimiento de todo lo que fue y vive en constante repetición. Eramos dos extraños buscando uno en el otro la foto que alguna fue fuimos, aquello que dejamos de ser hace rato.
Al notarlo, terminamos de comer y sin decir nada nos fuimos por rumbos separados. Caminé hasta Corrientes, entré en una librería. Me topé de inmediato y sin querer el libro La invención de Morel y sonreí para mí mismo mientras que el destino se me cagaba de risa. Algo de El Kuelgue se escuchaba desde la calle.

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