viernes, 9 de agosto de 2019

Se me quitaron las ganas

Si Dios es libertad es porque primero forjó 
los barrotes de las jaulas que nos contienen.

Todo comenzó cuando vi una foto de un atardecer en el Taj Mahal. La mezcla de los colores, la luz que se iba apagando y los tintes blancos que se oscurecían, me atrapó. La imagen daba una sensación de calidez, de fraternidad, de un abrazo después de llorar o, mejor aún, de un abrazo antes de quebrar en llanto. Si, ahí debería situar el punto inicial que me llevó a venirme a India para siempre.
Venía boyando entre las esferas de la vida: el trabajo, el amor, la familia, los amigos, la pasión. Entendí que ver todas estas enumeraciones por separado cultivaba una falta de unión conmigo mismo, algo de mí no podía asociar los distintos escenarios y eso producía una especie de angustia o malestar que creí poder subsanar viajando a la India, la cuna de toda la alineación y balanceo de estas cubiertas que son la vida. Comencé a investigar para irme de viaje, ver qué pasaba por allá.
Revisando requisitos, recomendaciones y el costo del viaje, me fui adormeciendo mientras miraba de refilón a aquel hindú de ropas holgadas y de elegante sonrisa, con los ojos blancos bien profundos contrarrestados con su color de piel y que me decía que el Taj Mahal en realidad era azul, antes, cuando se hizo por primera vez. Que hubo, en su momento, una gran guerra que casi lo destruyó del todo y que obligó su reconstrucción. Al finalizarlo, decidieron pintarlo de blanco pero que en verdad era azul, azul marino. Y que desde un punto distante, como rodeando el edificio, se podía ver, aún, una parte de la antigua construcción y de su color azul original. Motivado por la curiosidad y por el ofrecimiento del improvisado guía, nos dirigimos a esa zona. Había que atravesar el río Yamuna en una balsa y ayudar a remar con unos palos cortos, introduciendo el remo en el agua como pidiendo permiso, bien suave pero sin perder energía, sin prisa pero sin pausa, hasta llegar al otro lado de la orilla donde se sorteaban una serie de árboles, maleza y movimientos errantes de algunas personas que iban y venían en la costa. Eramos siete personas en esa balsa, el guía, dos chicas de Holanda, tres franceses y yo. Entre ellos hablaban en francés y yo no entendía absolutamente nada. El Taj Mahal se nos alejaba a nuestras espaldas y el sol iba retrocediendo luego de una jornada calurosa.
Cuando llegamos, los franceses junto con las holandesas salieron corriendo para buscar observar esa pieza arquitectónica de otra época, ese azul de otros tiempos. No notaron la cantidad de personas sentadas debajo de los árboles, buscando mitigar el calor mediante las sombras. Tampoco se detuvieron a ayudar a nuestro guía con la balsa. Por mi parte, me quedé unos minutos más tirando de una cuerda mientras el guía empujaba desde el río para subir la balsa a tierra firme. Al terminar, hizo una sutil reverencia como dando las gracias. Imité el gesto más como un acto reflejo que como signo de reciprocidad. Al darme vuelta y querer seguir el rumbo de mis compañeros de lancha, quedé paralizado por toda esa gente debajo de los árboles, espantando moscas con unas ramitas de hojas marrones y sin brillo. Habían viejos y niños, algunas madres y unos pocos jóvenes lo que indicaba que los demás jóvenes y adultos se iban a buscar comida o restos de ellas o que nunca llegaban a esa etapa de la vida por la escasez que abundaba por allí, valga el oxímoron. El calor se entremezclaba con el olor del río de aguas caldosas, de ritmo constante, junto con la transpiración de los cuerpos y el hedor de las vacas que daban vueltas en rededor. Hambre, calor, humedad y olor. Esto bien podría ser cualquier parte del conurbano, pensé. Y haciéndome entender, ayudado por la buena predisposición de mi guía, me acerqué a toda esa masa de gente, de niños que no corrían por falta de energías y que sólo se movían para girar de un lado a otro en los brazos de sus madres, para preguntarles por qué, qué pasaba que no comían esas vacas ahí. Alguien respondió en hindú y mi guía traductor agachó la cabeza mientras escuchaba. Qué dijo, dale, decime, le dije en un español que él interpretó más por el énfasis que por conocer el idioma. En un rudimentario inglés me dijo que el otro dijo que las vacas no es que son sagradas, alguien inventó eso y quedaba bien para el marketing, para incentivar el turismo. Las vacas sufren, son como nosotros, por eso no las comemos. Allí, a las orillas del Yamuna, detrás de un monumento de amor, oscilando entre estar conmovido y aturdido, comprendí que el emparejamiento de las razas, de las especies, del mundo vivo, aquello que nos envuelve a todo en un marco de divina igualdad es nuestra capacidad de sufrir, la implacable manifestación de pasarla mal.
Al despertar, entreverado en el sueño y la realidad, sentí calor y humedad en el cuerpo, la garganta reseca y conservaba en mi retina algunas imágenes del río y del sol que se escondía más allá del límite de la tierra. Intenté incorporarme en mí mismo, vi cómo las luces del sol se entrelazaban a través de las cortinas. Oí unos pájaros cantar afuera y las hojas de los árboles bailando en un mormullo junto al viento. Noté que no era necesario ir hasta allá, se me quitaron las ganas de ir hasta la India, al Taj Mahal. Hay monumentos más imponentes y resquebrajados dentro de uno que hay que salir a visitar.

()

No hay comentarios:

Publicar un comentario